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María Josefa Moreno, el tiempo de las modistas

La callejuelilla que forma el palitroque de la letra efe por Cristóbal López, que no más eso es la calle Cristóbal López, una efe más mayúscula que minúscula, por donde se asientan o se enredan sus casas, se telarañan u ovillan, con sus corrales, ahora patios, que nace en el bajo vientre de San Benito, viniendo a dar en sus dos palitroques a la calle Santa Ana, nunca supo a bien decir, ni a mejor entender, o más logrado atinar, quizá hasta presumir, si debía ser callejuelilla de Santa Ana, o ramal de Cristóbal López, que, según subiera o bajara la vista uno, bien podía hermanarse con una o bien distanciarse de la otra.

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A la callejuelilla de la calle Cristóbal López: la casa con Cristóbal López. No un anillo matrimonial en consorcios y buenas andanzas, sino, un signo gramático, diccionariado, el palitroque ese hablado, que hace efe de la calle, pues, sino, sería la calle una ele invertida, o casi una hoz a la que ampara el martillo pilón y abrevadero de Santa Ana para vestirla de obrera revolucionaria, aunque fuese una revolución con tenderetes, ya fuese revolución de agites barbicortos, o aquella otra de esas que las vecindades trazaban en las tertulias de las aceras por aquellos buenos años, y malos también, y hasta regularcillos y quisquillosos, del tiempo entre costuras y charlas del mal menor, donde las aceras se convertían en teatrillos de sillas de anea, o teatrillos de esos que Consuelo y Cati Castro Burgos montaban por las cámaras de su casa de la calle Huesa, a cincuenta céntimos la entrada, vestidas de trágicas o comediantas en el bello arte de la canción española, la canción melódica y lánguida como el beso que resbala cansado de estar en la otra boca, y el chascarrillo de confesionario, con pocos verdes y muchos tintes y muchas risas y aplausos de las gentes sentadas por el suelo de la cámara esperando el sorteo de la muñeca de plástico o el balón bailado en los estadios de las calles, teatrillos de las aceras de Cristóbal López, por donde los personajes escenificaban las labores del día y el murmullo de los cotilleos de andar por casa, que acababan cuando las sillas volvían a sus portales, arrimadillas a las retrancas de las puertas, aquellos hierros que cerraban los hogares, como si aún fueran hogares medievales o de cortijo, como se cerraban castillos, atrancadas las maderas en su sola retranca, o en su retranca doble, ya fueran las puertas de una sola madera, o en dos maderas se aposentara y hasta presumiera, y lo que la hacía ser más que puerta obrera, puerta como con otra presencia y otra más sustancia, con presencia de alarma que al abrirse dejaba al descubierto la cinéfila pantalla del cortinón, el telón del escenario, y tras el cortinón, el mundo pequeño, cuanto breve, de sus sencillos interiores, de los de ir al día de todo, o de sus circunstancias, en todo y para todo. Aquella vida de antaño donde todo se hacía en el presente del día a día, y en los ahora del presente, el pasado era una cita o una heredad contemplada en el álbum monográfico de las recordatorias, más que de los recuerdos, desde una mesa camilla y dulces de sartén, y el futuro sólo existía, si, alguna vez, y por error de cálculo con garbanzos u otras legumbres, al almanaque de la pared, con aquellas Navidades de Murillo, tan tiernas y tan esenciales, se le venía con un mes el mes siguiente quedando cojo o mellado el verano, el otoño, el invierno y hasta la primavera eterna de la Campiña.

El palitroque inferior, la raya catedrática y catedralicia de clase de párvulos de los colegios con velos y con corbatas de la calle Cristóbal López, siempre pareció un algo así como un trozo de calle olvidada, cuando no un trozo de calle independiente y sola, que no sabía nunca de qué agua beber, ni donde abreviar la cenobia puesta en escena. Callejuela de calle, hijo descarriado o hija con bordados, casi huérfana callejuela, hijo o hija a la que se la tenía como cría expósita del torno de la ermita de San Cristóbal, el santo patrón de los conductores y hasta de las conductas, iglesia de expósitos y otras artimañas del siempre sorprendente destino, de los pecaminosos hechos del himeneo acontecido y no consentido. Callejuela de la que sólo el cartero sabía el número de su única casa habitada, según se entra y sube por Cristóbal López, a mano izquierda. Casa blanca con su ventanica con reja de hierro, que daba a la calle como si diera a un desierto o a un descampado con muros y vallados, donde la Frasqui, sin más descanso que el condumio y el dormir, o alguna tarde de paseo por Jesús y guateque con naranjada, día tras día, con los ojos fijos en la máquina de coser, con su pedal y su musiqueo de grillo, bordaba primorosas pasamanerías al hilo de las sábanas blancas, aquellas que se vendían por metros, de la marca de “Viuda de Tolra”, ásperas como espartos soñando ser siempre linos, y a la que sólo volvían de seda y de desconchones los muchos años durmiendo o folgando sobre ellas, o bajo de ellas, como bordaba la Frasqui también, las toallas de “La bruja”, o “El trovador”, o finas mantelerías de hilo con las iniciales bordadas entre adornos de florecillas, pajarillos reidores o campanicas nupciales. A la vera y a la luz de la ventana con los visillos descorridos para que entrara el poco sol del mediodía, la Frasqui bordaba los ajuares de las novias casaderas: primores de mano y de máquina por donde la aguja no dejaba ni rastro de sus punzadas, y si rastro hubiera, era como una ventana que daba a entrever el otro lado del trabajo, quizá de la verdad, o quizá, el otro lado de la mentira, o cuanto menos, del cuento bien fantaseado.

De vez en cuando, la Frasqui se tiraba unos descansillos tras bordados tantos, en que, se ponía a leer el “Pronto”, en sus noticias de actualidad, las edulcoradas curiosidades, que si en los amores de la Cantudo y el Manolo Otero, que si el bodorrio o la separación de bienes y de tálamos , de Marujita Díaz, o la puesta en bañador de Juan Erasmo Mochi, porque , tiempos atrás, el verano no empezaba con el nuevo bikini de la Obregón, sino con el nuevo bañador de cintura ombliguera y de cuello alto de Mochi mientras cantaba el “los que se van, ya volverán…”, mientras por la radio de los discos dedicados, con sus tantos altibajos y su sonido en mono, sonaban las melancólicas canciones de Camilo Sexto y Juan Camacho, aquellos dos galanes de melena estropajosa, aunque brillando, y a la antigua usanza, pero que tanto ponían a las mocitas enamoradizas por ennoviar, bordadoras todas de los ajuares, propios y ajenos, unos años femeninos en que el único entretenimiento de las niñas que no gozaban de estudios ni trabajos de invierno en aceites, daban todo el día con la aguja en la mano, la de coser, la de bordar, la de la lana o la del ganchillo, o la aguja larga y con melena, con que se barrían las casas de los señores.

Por esa callejuelilla, y en su única casa, vivían los Moreno, María Josefa Moreno Moreno, de oficio costurera, que en el tiempo de los catálogos a color, diera en modista, Frasquito Moreno González, cortador de olivos en el perfección milimétrica del hacha con muchos hachazos dados ya, y como otros salarios, los propios de las otras labores del campo, y la Frasqui, la hija única, bordadora a la luz de la otoñal ventanilla- la callejuelilla de la calle Cristóbal López siempre tuvo su presencia otoñal, a la que sólo le hubiera hecho falta un Dalí porcunero y parroquiano, para retratar a la Frasqui, al trasluz de los cristales para hacerla su musa Gala porcunera mirando al horizonte de los vallados, y quizá hubiera un perrillo faldero, que este, el escribidor, ahora mismo no recuerda, aún habiendo pocas casas sin perro, y la compaña de la radio a baja voz, para no molestar a los hilos del bordado y ponerlos a bailar, y también radio enamorada, y un revuelo de mosca extraviada y danzadora, por no saber por donde salir, si por una rendija de puerta, o posarse en la flor roja que primorosamente bordaba la Frasqui, transformando en abeja las negras alas, para ser a ser miel del campo florido de las sábanas albinas.

Frente a la casa de María Josefa Moreno Moreno, la elegante modista de las ropas oscuras, pelambreras de permanente recogida con orquillas en sus ondas , y la siempre mirada lánguida y maternal de abuela con muchos nietos y muchas onomásticas- María siempre tuvo la mirada melancólica de las abuelas, aún en sus pocos años, en aquellos pocos años de ser modistilla en aprendizajes- el tapiar de piedra de los corrales de Francisca, la criadora de tórtolas, que luego fuera casa de “Morenicos”, en esa casa heredad, cueva-casilla con camaricas de vigas y de cañas, corral de piedra y de barros, cuadra sin bestia, y quizá un pozo con agua de lluvia, o agua de manantial.

El vallado por el que trepábamos los niños para hacer equilibrismo de circo haciendo cuerda de la piedra, y de los brazos, equilibrio funambulita cruzando de la Parroquia al Arco de la Plaza, como aquellos míticos hombres de los alambres, de la saga de los Renato, que hacían autopistas de un fino cable. Y junto a los vallados de los corrales de Francisca, la Casa trepá, donde ya no había vestigio de casa alguna, a no ser sus cimientos de raíces, y que sólo la nombraba por casa el pequeño vallado de piedra esquinera, ascendiendo hasta formar trono, donde el niño más avispado o más rápido, se sentaba para dar órdenes reales con una corona de lata de atún puesta sobre la cabeza, piedras que daban a la casa de Marina y Francisco, aquellos ancianos casi ciegos y casi mudos, encerrados en su casa como en un asilo complaciente.

Por la mítica Casa Trepá, siempre estábamos los niños deseando que llegará el invierno con sus lluvias aceituneras, para, empapadas las tierras de polvo, convertirlas en tierras de barro, donde, los niños delineantes, dibujábamos los carros numerados para jugar al juego del Pincho, pasando entonces, más que ser casa trepá y casa inhabitada, casa con músicas y juegos, algún pinchazo de hierro en las botas de goma, y un juego, agraz y prehistórico, perdido en el total olvido, en el que siempre ganaba Pedrín “Maraña”, José Julián “El del encalaor”, o algún “Capote” de los arribas de Cristóbal López.

Al lado de la casa sola de María “la Perpita”, una puerta pequeña que daba a los corrales de Gonzalo y Francisca, esa callejuela-corral corriendo su ceja de Cristóbal López a Santa Ana, hasta conformar una casa extraña, tan alargada, tan oscura , casa sin ventanas y tan claros corrales con huerto, higuera y parra, como casa hecha de muchos retazos, de muchos retales y de muchas estaciones: un collage oscuro, amplio, largo y estrecho. Túnel dando a cueva, cueva abriéndose a túnel, como debieron ser las casas árabes o las casas misteriosas de las brujas con pañuelos de monedas doradas, con su pozo y con sus verdines, casa, también, siempre de otoño. Y al lado, la ventana en altar del pajar de Juana María y Manuel “Batato”, por donde, con soga y polea, los adolescentes jugaban al gimnasio de las alpacas de paja, izando moles amarillas hasta colarse por el teatrillo del pajar, por donde se veían los melones colgando de las vigas, y un olor de trigo o de campo, y mucho polvo enharinando los torsos desnudos de la juventud con melenas, hasta hacerlos estatuas de oro, donde el oro era oro efímero y oro con picores.

María Josefa Moreno, en el madrugar tempranero de la mujer de su casa y que también tenía que estar en otras casas, abría la puerta marrón de su morada, daba los buenos días al vallado de piedra, a la Casa trepá y a los cielos azules u oscuros, que se adentraban por la callejuela para llenarla de soles o llenarla de humedad, que siempre ha sido la callejuela esta de la calle Cristóbal López, en sus inviernos y en sus otoños, y en la estanquedad de todas las estaciones, callecilla húmeda, con líquenes dibujando verdes sobre la cal o sobre los techadillos y las piedras de los vallados.

A su lado, el llanetillo de Cristóbal López, con sus cinco casas puerta con puerta, puestas en orden de media ceja, y su patín tan alto para los niños, tan mínimo para los hombres, que lo mismo servía de banco de juegos que de asientos en las noches fresquitas aquellas de la vecindad haciendo corro de sillas y murmullos de alpargatas, y sonoridad de gargantas, y todo el vecindario oliendo a jazmín, por ser la flor de la memoria.

Al llanetillo de la calle Cristóbal López, siempre le hizo falta un alto ciprés plantado en medio, un ciprés estrechísimo y verde, y alto, y longevo, perdido a la vista de los cielos, como escalera que llega al paraíso, como aquellas escaleras tan altas y tan imposibles y tan soñadas de la infancia. Pero no un ciprés cristiano de cementerio, sino ciprés romano de vida y ascensión eterna, para tener a la vecindad del llanete alrededor en míticas oraciones y complacencias: corrillo seglar de voceadores implorando benevolencias y algunas lluvias.

Al amor del llanete, el mundo de las orquestas populares, las de tambor y pandereta, con unos rasgueos de guitarra de los maestros músicos y un sonido de flauta viniendo de muy lejos: el cacareo de gallina de las mujeres, esforzadas en sus labores y en sus crías, con un ojo en la olla y otro en la aguja, el afán de gallo con espolón de los maridos de pana, fumadores de tabaco de liar, bebedores del menudeo vino de los litros, jugadores de briscas y de julepes, labradores de las profundas labrantías de las colinas, y el piar saltarín de los niños por los patines, por los vallados, por los imposibles de las casas rotas, por las valentías, por los suicidios. El magno concierto de los pueblos blancos y rojos, de los pueblos con desconchones, cuevas con ventanillas y campos con más chozas, y ronquidos noctívagos señalando presencias para espantar a los cacos de la noche. Vecinos alrededor del imaginario ciprés romano, cuchicheando en las horas de los candiles y las puertas abiertas para que saliera el mal aire y entraran las providencias. O los caminantes rezos nocturnos de los curas callejeros.

Las vecindades del llanete amurallado a la nocturna luz añil de los cielos, haciendo los quehaceres de la tertulia del cucha tú, sin más afán que pasar la noche y hacerla entretenida, después de tanto día y de tanta labor: Juan Manuel Quero “Manolillo Perales”, y su señora esposa, María Josefa Zumaquero “Marí la Manillona”, los de la casa en rincón con más honduras que fachada, y camaricas altas donde habitaba el todo, saliendo de su casilla para ocupar el patio vecinal de la alcazaba, bajo el imaginado ciprés o a la vera de su entrada convocando vecindad, Camila y Antonio “Siete votos” acabadas de celebrar las bodas de sus dos hijas, la Conchita y la Carmen, que dieron en casaderas el mismo día y a la misma hora, por aquello, quizá, del ahorrar unos gastos y no dejar correr las fechas con relaciones ya tan largas y tan noviadas, Francisca, la de “los Morenicos”, de la esquina del patín, la de los vallados a la callejuela, la que criaba tórtolas que dejaba sueltas por su casa para que hicieran su nidos al libre albedrío de los basales o las ocurrencias, Anita y Luis: Luis en su cháchara, y es posible que Anita aún echando la cenefica de la puerta: “Anita, deja ya la cenefa para mañana y únete al corral de los dichos”; Peligros y Manuel “El Morenico”- cuanto “Morenico” por Cristóbal López- en la junta vecinal de llanete, por el que iban y venían, pasaban y hasta se quedaban a echar un rato de apaño, las gentes de la calle, quedándose para celebrar el encuentro y la recogida, como alrededor de un chisco para calentar o para saltar: Juanita Torres contando siempre aquel chiste del gitano que mentaba lo del robar melones y el encuentro con la guardia civil, mientras Antonio Palomo, a la puerta de su casa calculaba andamios y cementos, Marciana “la de Primores”, y Manolo, en lo suyo desorientado, Sole morena y Juan más moreno aún, Pedro y Antoñita, la de “la Niña Amalia”, “Mateos” y “Chichimaos”, Consuelo y Manuel, al que le faltaba un brazo desde tiempos de la guerra, el que cuidaba ovejas y vigilaba fábricas, Salud y Luis, Ángeles y Luis, todos alrededor de la lumbre visionaria y del visionario ciprés, casca que te casca y cuenta que te cuenta hasta las horas de los encierros, y los niños jugando, callejeros y sucios de jugar por los suelos, o asustados cuando Francisca, la criadora de tórtolas, les contaba sus historias de miedo, y esa bombilla tan quieta, tan vieja y tan apagada, dando apenas sus melancólicos amarillos.

Llanetillo de verano con sus calinas, y llanetillo de invierno con sus charcos que servían a los niños para estrenar y entrenar sus botas de agua, y en un claro de sol las alúas por las paredes blancas como almas que, en los silencios, vagaban por las cales como en un limbo de perpetuas migraciones.

Un susurro de noche al clamor y al olor y al sabor de las inmediaciones que echaban sus cartas y sus suertes al oráculo de la noche queda y silenciada, donde una misma voz era una voz compartida que sonaba a voz de arriero, de arriero que llevaba su mula a trabar a los rastrojos de los trigales.

Viejas noches de luna alumbradora, enamorada y tornadiza: luna mora y lírica, tan versada y tan mentira: oscuridad de sol reflejada y quieta por donde trancurrían las horas oscuras y por donde blanqueaban los ojos y los dientes de los apostados a las afueras de sus casas: serenos de la noche contándose cuentos para no adormecerse y morir de soledad.

***
De la estirpe de las grandes y mujeronas costureras de antaño, aquellas modistas que iban de Salud “La Camarica”, modista de hombres, la que cosía abrigos de paño como si fueran abrigos recién venidos de París, a Dolores “La Pelusa” la que tal cosía a hombre o a mujeres, la que se fue viuda de matadero, tras la guerra, para Barcelona, con su máquina de coser al hombro para confeccionarles los trajes de gala a la nueva burguesía barcelonesa, nace María Josefa Moreno Moreno, “La Perpita”, antes de ser “La modista”, al amor de la costura y los trajines callejeros de aquellos tiempos tan remotos y tan al alcance de la mano aún, de las modistas trajineras: María, Julia, y Dolores, y otra María, y otra más, las que se veían subir y bajar las calles, rodeadas de niñas aprendizas, en vísperas festivas de feria, romería o Semana Santa, para confeccionar el trajerío moderno o pulcro de la puesta en la Carrera, en el Llano o en el cirio con luto, aunque no sólo de ropajes festivos vivía la modista María Moreno Moreno, que andaba siempre en costuras y a la que nunca le faltaba tajo en todos los días del año, fuese la estación que fuera, que acabados los lujos de la costura de domingos, a María Josefa le llegaba los tapadillos de la ropa del campo, aquellos blusones tan recios que cuando se impregnaban de sudor quedaban quietos y militares en la era como espantapájaros, y aquellos pantalones grises con rayas negras y blancas, tan del campo, de taberna y tan del todo de los otros tiempos, o los pantalones de pana o la pelliza de plomo.

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Recién asomando el día por la callejuela de Cristóbal López, a María “la Perpita” le llegaba hasta su puerta la cuadrilla de niñas oficialas, sin más oficialidad que los condecorados botones de sus rebequitas, las que eran ayudantías para todo el día, ya desayunadas en mejunje de leche con cola Cao y galletas de las gordas, lo que hacían aguantar hasta el mediodía las ganas de comer, y las niñas que aún iban a la escuela de doña Marina en San Francisco, al deleite de aprender a leer, a escribir y a entablar la querella de las cuatro reglas elementales de los números, las que iban con María por la tarde haciendo la siesta del sopor, echando hebras y quitando hilvanes.

Eran las niñas oficialas que entraban en el negocio del modisteo entre los once y los catorce años, niñas que se iban haciendo de niñas a mujeres, mariposas saliendo de la crisálida, entre el cose de las agujas y los suspiros tras las primeras miradas de reojo hacia los muchachos de los trompos, las trampas y los arrimaillos. Niñas oficialas en sus faldas plisadas y sus rebecas de hilo y sus otros colores, aquellas que se llenaban de hilachos atrevidos mechones, y que parecían serpentinas caídas de un cielo en feria, o espumillones con brillos y deshilachados, dejados resbalar de la esparraguera momia de un árbol de Navidad.

Las niñas oficialas de María, la modista que lo mismo se hacía a la ropa de hombre que a la ropa de mujer, tal era su destreza con las tijeras, que, al ojo de buen cubero trazaba sobre la tela, con el jabón de tocador o de sosa, la línea que dibujaba el vestido para el corte de las grandes tijeras, aquellas que más que tijeras parecían tenazas de brasero:

-A ver María si con esta tela con tantos estampados, me apañas un vestidillo moderno como los que se anuncian en las revista de moda.

-Todo se apañará, buena mujer; mientras tanto, tu no pares de quitarle hilvanes al pantalón y marcando los ojales.

Ana Santiago, Josefita Quesada, Antonia Millán, Antoñita Santiago, Maruja Ballesteros, hija de Antonia “La lista”, y hasta la hija del Morito, aquel barbero del Llanete Cerrajero, envuelta siempre entre los pelos cortados de las melenillas y los hilos de los hilvanes. Adolescencias dadas al magisterio del coser, en la hebra, el hilván, la tapa o el taquillo, el ojal y el botón, y al coser del magisterio de María Moreno que no sólo daba clases y enseñanzas en costuras, si no en comportamientos también, para las niñas que andaban ya en vísperas del novieo, para prepararse para el matrimonio del día de mañana, y a las que María también enseñaba las reglas de urbanidad y de la santa presencia de la esposa digna , y de la mujer de su casa en sus labores, mientras se esperaba el tango y el pasodoble, promesas asomando por las ventanas y tejas rotas por los suelos:

-Cuando un muchacho se os acerque, cuando más ilusionado esté, que lo despachéis bien despachao, y así vuelve con más gana y más enamorao, que a los muchachos hay que hacerles cortes, decir que quedáis en un sitio e irse pa otro…

-¿Y eso no será mucho inconveniente para las propuestas y las proclamas de amor y el futuro de los anillos, María; no vaya a ser que de tanto decir que no queriendo decir que sí, el brillo de los ojos que parecían míos, me dieran la espalda y fueran a poner su nido en otra rama?

Preguntaba Anita Santiago en su mocedad morena de ojos grandes y lánguidos y sonrisa tímidamente adormecida.

-Inconvenientes pocos, Anita, que sí hay amor, vencerá siempre el amor.

Eran los tiempos idos de María Moreno, la modista por las calles de Porcuna con su reata de niñas detrás, cada una con sus tijeras, y cada una con sus miradas amanecientes y descubridoras. La una, la una cualquiera, con la pesada máquina de coser bajo el brazo, como llevando un morral de ropas hacia la pila de piedra del lavado, una muñeca de barro que pesara mucho, o llevara una gitanilla al hijo mientras con la otra mano extendida pedía el pan u ofrecía los camisones de dormir o los encajes del Magred:

-Ya llega la modista con las oficialas del brazo.

-Abiertas las puertas, y la mesa camilla sin más estorbo que el porrón del agua.

Costurera María de las costuras del barrio, Santa Ana, San Benito, Cristóbal López, Cerrajero, Sebastián de Porcuna, Palma, y de otros barrios y de otras costuras y hasta de otras hechuras, Pozo Piojo, San Lorenzo o San Cristóbal, María gallina clueca con sus niñas detrás piando como pollitos, los pavos de sus pocos y tiernos años, soñando bailar un tanto o un pasodoble muy arrimadillo en unas puestas de largo en una caseta del ferial.

En las manos de María, la diosa mítica de las costuras puso el don y el saber de los hábitos confeccionados. Esa lumbre de ojos que en viendo una tela ya sabía dibujarle sus formas, sus hechuras y sus maneras de lucir, hasta dejar en tela de vestir la tela de estanterías por las mercerías de Manolo Rodríguez, o de Manuel Peñas o del otro Manuel, “Raspavelas”, o por el telar de los “Curicas”, la de “Pistolica”, “Gorrión” o de Amelia Gallego: abiertos escaparates de paños de tela aplanados, por donde iba la cinta métrica y las tijeras, contando y cortando sus metros, en sus sobriedades o sus estampados, en sus frescuras de verano, dando en bambos, o en invierno de abrigos. Piezas en tela que se desenrollaban formando cubretodo de mostrador hasta caer en las manos de las modistas, que las convertirían en leyenda urbana o en campo con mieses.

Por las casas del pueblo era siempre una fiesta la llegada de María “la modista” y sus adolescentes morenas y rosas, remilgadas y marisabidillas que a todo le decían contri, mientras con sus manos niñas echaban hebras y quitaban hilvanes, a la vez que, con lo poco de hablar, era todo un echar risas de adolescentes recién empezadas, a las que María regañaba para ejercitar los buenos comportamientos, y si no:

-Anda, coged vuestras tijeras y vuestras cosas y mañana, a la misma hora de siempre, y con menos pavo, en la puerta de mi casa…

-¿Y podemos ir a corretear el Paseo de Jesús para ver comos se pelean los zagales?

-Mientras no os metáis en las peleas…

-¿Y podemos coger hojas de mora de las moreras, María?

-Mientras no os cojan las moreras a vosotras…

¿Y si nos piden un beso, qué hacemos, María?

-Los besos hay que dejarlos siempre a la puerta de las casas hasta después del blanco del altar.

En la casa de turno, plantaba María la negra máquina de coser en medio de la mesa camilla, si en invierno con sayuela y puerta atrancada, si en verano con fresquito y puerta de par en par. La máquina de coser a manivela, con su canilla para el coser del pespunte metida en su lanzadera, el prensatelas bien engrasado para el buen ajuste del mejor coser, y la aguja subiendo y bajando, alocada y cumplidora. Para María, su máquina de coser, aquella que nació con ella, era como su otra hija, a la que mimaba tanto y tanto cariño daba, que resultaba la máquina brillante y limpia, como una cara lavada en el amanecer de la mañana:

-Tantos años con ella, que se le tiene tanto aprecio…

-¿Me la dejará en herencia, María?

-En los tiempos que vengan poco ha de ser heredar una máquina de coser con manivela, que ya vendrán otros adelantos y otros entierros, y lo de ir a coser, casa por casa, será una estampa tan antigua, que nadie querrá envejecer para atrás, sino modernear paralante.

Una casa con modista era una alegría femenina y matriarcal, una alegría femenina como son las auténticas alegrías, que lo demás son disfraces con que se anuncian los hombres y otro entes del deber.

Una casa con María “la Perpita” y su cuadrilla de adolescentes puestas en sus hábitos alegres cuan afectados, dicharacheros y pícaros, a la vez que virginales, era ya como casa vestida, no como casa donde María iba a vestir a sus habitantes, sino como casa vestida, casa que se vestía entera, que se decoraba, como en una alegría de patio de colegio de los colegios mixtos , pero de antes de ayer, con trenzas y colas bailando al aire, mientras los niños miraban aquel hipnotismo de los cabellos, sin comprender, ese consentimiento de amor que daba los cabellos echados al aire.

En una casa con modistas, se lucían los dineros sacados de la alcancía, los que se le sisaban a los jornales para poner a la familia en adorno, o a la familia en faena: la cosa dorada de los vestidos de fiesta, o la cosa rural de los hábitos de campo, mientras en lo demás, se iba echando la chamá de la vida al mejor poder, o, al menos, al mínimo perder.

A María se le pagaba su jornal como en un día de aceituna, bien en los días de mucho cosido como en los días que cundía menos, o la labor era más trabajada, que, en lugar de por piezas cosidas, a María se la recompensaba en las pesetas de la jornada laboral, con su descanso de mediodía, por aquel estorbo o descanso del comer.

Las niñas con coloretes iban de gratis, por el mero afán de aprender, o por obligación también de no tener a las niñas desperdigadas marimachos por las calles. Academia de niñas con las faldas plisadas dándole a la las agujas para aprender a ser mujeres de su casa cuando la casa les llegara, y si alguna listilla había, o del aprendizaje se sacaba alguna sana vocación, tras el aprender, y ya con medio novio comiendo pipas de girasol por el paseo, y con medio ajuar metido en el arca, montábase en maestra formando su propia industria y su propia cuadrilla de oficialas, y preparándolas el jubileo de la jubilación sin paga del Estado a las diosas viejas de las agujas y los dedales: la María, la Dolores, la Salud, aunque, eso llegaría tras el trancurrir de algunos años y muchas puntadas de hilo.

A una casa con modistas, con esas modistas en blanco y negro, sólo le hacían falta globos colgando de las vigas, que al estallarlos, soltaran un vuelo de papelillos de colores y alguna esquela de amor.

Cuando a una casa llegaba María y sus oficialas, a los muchachos de la casa, también en edad de la entrepierna, les atraía más la casa que la calle, y se aposentaban falderos allí, por las esquinas, por las paredes, por las mecedoras, o en el “no te vayas muy lejos que te tienes que probar los pantalones”, mirando y merodeando ese enjambre de tiernas y pudorosas abejas que se habían posado, como viniendo de un sueño, en la escasa miel que aún daban sus labios, y miraban de reojo a las niñas sin churretes, pretendiendo ser ya vestirlas de amor eterno.

O aquel otro niño que cosía los retales de las sobras, y se ponía a coser vestiditos mínimos para las prohibidas muñecas de las niñas.

María Moreno al frente, como maestra que dictara las lecciones de los oficios en la hebra o en el botón a las niñas tempranas, de las que de pronto, saltaba una, que era la que iba a la tienda de Rafalito Izquierdo a por la caja que traía el mundo multicolor de los botones, o el álbum donde se coleccionaban las cremalleras, o una ristra de carretes de hilo llevada por la calle como llevando un trenecito de cajas de cartón. La niña que salía a buscar las muestras por la tienda de Izquierdo, de Antoñín o de Santiago, era la niña que se veía en libertad y en mañana tan amplia y tan despejada, la manzana que cae del árbol y echa a andar dando saltos de comba por las calles:

-¿Contenta?

-Liberada de hilos y de agujas…

Sentado en las escalerillas del estanco de Palomo, aquellos dos pasados ya, el uno remediable, el otro eterno, a mí me gustaba mirar a las modistillas que iban a la tienda de Izquierdo, desprendiendo hilos de colores como si se estuvieran desvistiendo de sus plumas de ángel, o en la tienda de Izquierdo, pedía turno y vez para no comprar nada, sólo por ver a las modistillas poniendo bajo sus brazos, las cajas con las muestras de los botones y los hilos de colores, y mirando desdeñosas, ufanas y breves, sabiéndose las elegidas de la casta sacerdotal de las alumbradoras.

Una casa con modistas, con María Moreno “la Modista”, era una casa con a veres: “ a ver esa hebra”, “a ver esa portañuela, con perdón”, “ a ver ese hilván”, “a ver si te callas”. Un colegio de monjas enseñando a fabricar los buñuelos de los hilachos: huevo hilado y dulce y amarillo volviendo a casa por Navidad. “a ver esa falda”, “a ver esa muestra”, “a ver ese pantalón y esa camisa de cuadros”. Probaduras de sastre en su laboratorio de algodón: aquí subiendo una manga, y aquí bajando un pernil: alfilericos de plata clavándose en la tela como si se clavaran en el corazón. Un desfile de moda en la infinidad de un costurero, poniendo garramponas las camisas laborales y los bambos guerrilleros.

En el mundo de las geografías de las modistas cabían todos los mundos, y todos los submundos también, y era todo como onírico y Penélope, como cuento contado sabiendo a cuento de hogar: el juego de las casicas de las confecciones y los entretenimientos abriendo sus puertas para que entrara el aire nuevo, ese que enterraba los remiendos y abría las cómodas y los armarios de cortina para impregnarlos de olores nuevos: olores de cebada y olores de lavanda.

Eran los tiempos de las modistas por las casas. Aquellas festividades que abrían las puertas para crear y recrear la estética; aquel enjambre labrador que se repartía por Porcuna para vestir al pueblo, en sus muchos, en sus pocos y en sus precisos: manos blancas al traqueteo de las máquinas de coser, y muchachas en flor aprendiendo el oficio de las mujeres y el guiñar de los ojos.

Antes de hacerse noche la tarde, María daba el punto y final al vestido o la camisa, y sino, quedaba para el día de mañana; apartaba la máquina de sus ojos, recogía tijeras, hilos y agujas, le pegaba cuatro manotás a su rebeca de hilo para desprenderla de los hilvanes, sobaba sus pesetas bien ganadas, y lanzaba un con Dios muy buenas al festín de las costuras.

Y al bajar o subir una calle, María Moreno “La Modista”, con sus oficialas siempre detrás, como mujeres árabes, se hacía una calle de invierno, por donde, al fondo, iba un revuelo de faldas y de melenas y de saltos, visto a través de una densidad de niebla, y era como una imagen progresiva de las niñas alejándose para siempre, niñas que a María se le iban haciendo grandes, y dejaban de ser niñas para llegar a sus otros asuntos. Y a aquellas niñas de ayer, le vinieron otras niñas, y luego otras niñas y otras oficialas, hasta que al almanaque de los tiempos, se le fueron acabando sus niñas y al santoral de los oficios sus modistas de antaño, y a las casas aquella alegría tan festiva que sólo sabían dar las modistas, como María Moreno Moreno, y aquellas cuadrillas de Anas, Josefitas, Antonias, Julias y Marujas…

En tus manos las agujas hacían duende y equilibrio, y en el coser un delirio de muñecas de cartón, de la escuadra y cartabón que sólo tú te sabías: el alma de las sandías derramándose en los blancos, la tela de los asfaltos, el rizo de las escamas, la salva de las mucamas, el serpenteo del verso, y hasta una cosa de beso posado en un traje claro. Costurera con antaños de ventana y cadeneta, modista de los estetas y de los hombres de campo. Tus manos bordaban cantos y peñones rebailando: palomos atolondrados buscando tiernas palomas; el telar de los aromas lanzando dardos de amor, el trino de un ruiseñor, la paciencia de una espada, y en un campo de batalla de telas, dardos e hilos, María sembrando lirios: tijerillas de mentira vistiendo cuerpos desnudos, otoño de los capullos abriendo sus flores malvas: la alegría de una casa, el colmo del costurero, y una modista cosiendo con cuatro tiernos bocetos de la mujer del mañana. Un aleluya sin alas y un patrón con jaboncillo; la hora de los autillos enfrentándose a la luna y a las sombras de las perchas. María de las consejas en las tardes peligrosas: una alma llena de rosas y una sentencia de anciana por las calles aldeanas de las esquinas oscuras: libertad con ataduras y manos bordando esponjas: el zumo de la toronja edulcorado con miel. Modistilla del ayer vistiendo a medio Porcuna, de fiestas o de aceitunas, de Paseo o de labranza; el mundo de la añoranza tiende su alfombra a tu puerta, por si sales o si entras, dejarte abierto el camino, de tu casa o del vecino, por si quisieras pasar a coser el nada más que el pespunte de los sueños.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
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