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Benito Grande, al que llamamos Berenguer

Las casualidades de los nombres, con su cosa bautismal y su luminosidad paradójica, a veces, tienen sus metamorfosis, como pueden tener sus incongruencias, y hasta sus efectos sonoros, y, teatralmente, hasta se pueden diseñar en el aura escénico de las trampantojos y los siempre sutiles hechos prognosiscos en sus acertijos y adivinanzas a posteriori , en esos sus quehaceres del destino con sus bolas de cristal, que, cuando tienden a abordar sus designios hacen trucos de magia y prestidigitaciones , sacándose de las mangas, o de los nudos de las corbatas algunos de sus datos más sustanciosos, quedando algunos en los designios oficiales de los deneís.

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Al Benito Grande Pérez, el acta de bautismo y el acta del Registro civil, lo vinieron a nombrar como Berenguer Grande Pérez, y en ese nombre de tan clásico abolengo, y tan sonora musicalidad, que parece sacado de un cancionero muy antiguo o de un cantar de gesta con caballeros a caballo luciendo armaduras y títulos nobiliarios, se le fue a celebrar su nacimiento, y en ese nombre volaron las perrasgordas en los centimicos de las alcancías de los niños y los cuescos de las acometidas por la beneficencia de las chucherías, por ver quién cogía antes la hojalata por el suelo, tan manoseada y tan liviana, mientras las aves de las celebraciones aleteaban por los nidos de los huevos parroquiales para los niños recién nacidos provocando la llantina del pellizco como una ofrenda floral de nonato con bríos, capaz de ganar la flor natural al ripio de la lírica del lloro.

A Benito Grande Pérez, al que llamamos Berenguer, como por Berenguer lo fueron a inscribir en los papeles eclesiásticos y civiles de los registros de por vida, o casi:

-¿Nombre del niño?

-Berenguer Grande Pérez: Grande del padre Francisco, y Pérez de la madre Luisa.

-Complicadillo el nombre, ¿me sabe usted?

-Tradición familiar, ¿me sabe usted también? Y más complicao veo yo el tocarse la nariz con el deo, y a la pata coja, en estando uno harto de vino…

-También lleva y tiene usted razón. ¿Entonces, en Berenguer quedamos y Berenguer le ponemos?

-Mismamente lo dicho, señor escribano.

Y aunque el nombre bien le podría haber venido por su bisabuela, que gozaba del sustancial nombramiento de Berenguela de los Reyes, que era casi nombre de leyenda de las viejas reinas y noblezas castellanas, de esas que reposan sepultura en el Monasterio de las Huelgas de Burgos, tan enfrentadas a esas otras noblezas que guardan sus restos en el Panteón real de la Colegiata de San Isidoro de León, bajo esa Capilla Sixtina del románico, con sus sobrias tumbas de piedra, donde deben sonar los huesos, si es que huesos aún quedan, a sonidos de cascabeles tocados por coleópteros.

Pero no, que el nombre de Berenguer, al rebautizado como Benito Grande Pérez, le vino por el general Berenguer, también mandatario de leyenda que venía a tener sus pagos y sus fueros por el pueblo de Escañuela, y por donde la bisabuela Berenguela de los Reyes, natural del lugar, y de los aledaños del general, y el mozuelo casadero, Benito, que la desposó, natural de Pedro Abad, se dieron bien a conocerse en amoríos y alianzas por los Cortijos de Santiago, y que, tras la matrimoniada , se fueron para las haciendas del general Berenguer para cuidarle y pastorearle sus cabezas de ganado por los bajos montes de encinas y castañales, donde lo mismo pastoreaban las vacas, que las ovejas, que las cabras, o les hacían la corrida al toro bravo fecundador de los terneros. Los pastores del general Berenguer, en siempre agradecimiento al laureado general, guardaron siempre su nombre como en cajita de nácar y como tesoro que habrían de heredar sus denominaciones, y fue así como al porcunero le vino el nombre de Berenguer, como una heredad pastoril de instrumentos cantores en sus albokas, sus flautas y sus zambombas, pero, no sólo heredaba tan sonoro y galardonado nombre, si no que, de camino y de paso, y hasta de trabazón, de la abuela Berenguela de los Reyes, le vino también la herencia del pastoreo, que, aún siendo ya por la calle Huesa pastoreo de corral, aunque de muy amplios y espléndidos corrales de seiscientos metros cuadrados, donde las vacas andaban en sus anchas de abiertos pastos camperos, le dieron a Benito Grande Pérez, al que llamamos Berenguer, el galardón de los ganados y el esfuerzo que lo del ganado llevaba y conllevaba :

-¿Entonces, quedamos con que al niño se le pone Berenguer?

-¡De que usted se pone pesado y tiquismiquis no hay quien le quite la pejiguera del emperro de la cabeza!

-Es que estando escrito el Escrito, no habrá vuelta de hoja para que se le pueda cambiar el nombre en caso o casualidad de arrepentimiento. Y luego no me vengan que si con pitos que si con flautas…

-Mire usted, señor escribano, y mire usted, señor párroco, que les digo que el niño se ha de llamar Berenguer, como que yo soy su padre, y aquí, la señora, su santa madre.

-¡Ya vendrán los tiempos. Ya vendrán…!

Y a fe que vinieron; le vinieron los tiempos al Berenguer Grande Pérez, que, en año de acabada la guerra, y no se sabe por qué empeños, disensiones, incomodidades o inconveniencias, y hasta en qué manías, ni por qué quíteme uste de en medio, lo que en medio no habría de estar, y póngase de lado para verlo de perfil, ni por qué otras renuencias ni bizqueras, vinieron a dar, que en la Porcuna de los nuevos nombres, los nombre con un pelín de peloteo o delicuescencia, incluso agachamientos, entendidos estos como una especie de desobediencia a los nuevos tiempos que dieron por tierra con nombres como Gracia, Dalila, Libertad y otros cuantos nombres más que sonaban como feos, y desdoro al patriotismo, al padre de Berenguer, el señor Francisco, le aconsejaron los siempre prestos a las consejas y demás martirios, que al niño Berenguer se le cambiara su nombre tan de abolengo y tan de pastor, pero que recordaba a no se sabía que otro o el mismo general no muy bien avenido con los nuevos detalles del águila y las nuevas causas de la nueva patria:

-Ea, pues aquí estamos para cambiarle el nombre al niño, ya que tanto se han empeñado en ello, a ver si, de una vez por todas, me lo dejan en paz y lo ponemos tranquilamente con sus cabras y con sus ovejas por esos campos libres.

-Si ya les decía yo, que Berenguer no era buen nombre de poner y hasta de pronunciar, con lo bonico que le jugaba y le jugaría al niño el nombre de Benito, tan nuestro, tan cristiano, tan humilde, tan patriota…

-¿Y eso no va a sonar mucho a Benito Pérez Galdós, que también tiene y usa sus puyas y sus donaires?

-Pero aquí se habla y se trata del Benito porcunero, de nuestro santo Patrón, que, en nada tiene que ver con el otro Benito canario, que debe ser nombre venido de otro santo Benito y no muy bien avenido, y que, a nosotros, los de tierra adentro, no nos atañe ni nos escribe, y ya se sabe, tan lejana de la tierra patria…

-Pues nada, póngale usted el nombre de Benito, y luego ya veremos cómo le nombramos…

Al libro bautismal y al Registro judicial se les techó con su tinta azul el nombre de Berenguer, y por siempre en el asiento de los nombres y membretes quedó constancia con tachones, que a partir del Glorioso, a Berenguer Grande Pérez se le asignaba y se le fuera a nombrar como Benito, como a nombrar, que no a llamar, pues a Benito siempre se le siguió llamando Berenguer, el Berenguer de las cabras, antes, y de las vacas, después, el heredero materno del pastoreo, la heredad del ganado y el blanco de la leche, que por la calle Huesa plantó su nido hasta que infaustos escombros y mucha mala voluntad por banda ajena, se lo llevaron a la calle Canalejas, cuando ya no era Berenguer, el de las vacas, sino el jubilado Berenguer, aquel al que nadie llamaba Benito por mucho nombre oficial que llevara en los papeles y en el carné de identidad.

-Señor Berenguer, ¿a usted le parece bien que para hablar de usted y de lo suyo, a la calle Huesa la partamos en dos mitades, y en esta su estampa hagamos la medianería desde la esquineja de la calle Sileruela de San Benito hasta dar a la otra esquina que ya viene a dar en Llanete Cerrajero?

-Eso, como usted diga, que pa eso es el que va a escribir los papeles.

-Pues dicho y hecho, Berenguer. Trazo el corte transversal del cuello de la botella de la calle Huesa, que en eso viene a dar la calle Huesa, en botella, con su cuello y tapón en Cerrajero, topándome con la casa del cantaor de saetas, y con la fachada enfrente de Gonzalo “El Contento” y Consuelo “Cocinica”, pero más contenta todavía que don Gonzalo, y vamos a ver la vecindad que se escondía y aún se esconde en algunos vecinos, por ese llanetillo de la calle Huesa, por ese tapón de la botella de champán de la calle Huesa, de tantas gentes y de tantas aventuras, y desventuras también, que de todo ha de haber en toda calle que se precie.

***

La calle Huesa es una botella, con su base, con su tronco, con su cuello y con su tapón, el tapón del llanetillo , al que, la estrechez que da ya a la amplitud soleciente y arbolada, y bellísima del Llanete Cerrajero, le sirve al tapón como borla o como bonete, que la adorna y la corona, o la viste de flor caída o flor puesta sobre un sombrero de paja, cayéndole sobre la cara del pequeño túnel que, en su oscuridad, da al sol amplio de la fuente, otrora con vida, con vida de río o vida de arroyo; hoy monumento frío que, como todo monumento, se mira con esa belleza y extrañeza que traen consigo los monumentos.

Caminero o ensoñador, y dando a cada cosa lo suyo, parto la calle Huesa en dos mitades, que de la mitad que va hacía Cristóbal López y Padre Galeras, ya nos vendrá por aquí en otro día y en otra Estatua, pero no en el adorno de rúa que le hago hoy a la estampa de Berenguer Grande Pérez, al que los papeles llamaban Benito, pero no más que los papeles:

-¿Benito Grande Pérez? Preguntaba el cartero, que era nuevo, sustitutivo y con desconocimientos lugareños.

-Pues no, que se ha equivocado usted.

-¿Aunque suenen berridos de vacas a lo lejos?

-Aunque suenen, y aunque ponga usted como berridos lo que a música suena.

Subiendo la cuestecilla, la costanilla de Sileruela de San Benito, calle que más que calle parece adorno de calle o vena dando a dos corazones, o a un algo de hijo dejado en un extremo y en un aparte, y que es calle que nunca sabe si es de Santo o de Huesa. Callecica confundida entre la arboleda y la botella, quizá, la calle Sileruela de San Benito sea el asa que se agarra a la botella de la calle Huesa hasta hacerla jarra o ánfora romana, y por esta asa la coja el Dios de las calles para derramar de la botella de la calle Huesa el aceite para el gran hoyo aceitunero del Llanete Cerrajero. Bien podría ser, o al menos, lo desvarío y lo deslumbro yo.

En la esquina de la Sileruela de aquellos silos antepasados de trigos para las harinas de las panaderías de antiguamente, la casa de Paquito “El de Constancia”, el siempre niño de las saetas, y Ana Santiago, Ana, la de los múltiples nombrajos, que bien viene a dar en “Cuernos de oro”, en “Zancanegrilla”, como en “Peonero comío”, viniendo a ser como una aristocracia con muchos títulos nobiliarios en la nobleza de los alias y remoquetes, para poder repartirlos entre la descendencia que les nació en hembras al matrimonio.

En la ventana de la casa, dando a Huesa, parece que siempre hay una colcha colgando, colcha de ajuar y de estreno siempre y una bombilla encendida y encajada en su tabla de madera para que Francisco de la Rosa le cante sentidas saetas a los Pasos de Semana Santa que, saliendo del cisterciense hospitalillo de San Benito hacen su carrera oficial y su más sentida carrera por el cuerpo de la calle Huesa, y en el asa de la jarra, o el adorno de la botella, Francisco de la Rosa cantando su saeta a los santos benitos del Viernes Santo, cuando sólo eran santos de Viernes Santos, e iba el Crucificado, el Señor muerto y la Soledad de camino al calvario de la Carrera de Jesús.

Con escobón de varetas de olivo, “Pajarito Ubero” iba barriendo las cagarrutas de las cabras y las ovejas y los estiércoles de las bestias de carga, las que iban y venían de la fuente del agua o del camino de los olivos. Amontonándolas en rimeros, luego los iba recogiendo con el recogedor de sus manos o con un pliego de un cartón, y los iba echando en su lata de tomates de cinco kilos, hasta formar en el corral de su caseja un estercolero de humos y de olores.
“Pajarito Ubero” siempre iba vestido de invierno, encorvado de invierno, friolero de invierno, con su pantalón de pana remendada, y su blusón de franela, sus saquitos deshilachados y su pelliza con brillos:

-“Pajarito Ubero” ¿Y en verano qué hacemos con la pelliza puesta?

-Se le da la vuelta y abriga menos.

A “Pajarito Ubero” le hacían las bromas o las ganancias de robarles sus montoncillos de estiércoles –que mantenían la calle limpia y los aires menos viciados- los aprovechados que iban o que venían, o los aprovechados de los alrededores. Y entonces, “Pajarito Ubero” montaba en cólera y arrebato, y en su media lengua iletrada y refranera, maldecía con los sonidos de sus dientes negros y mellados:

-¡Ya estamos, “Pajarito Ubero” con los insultos de tu lengua!

-¡Los desastrados, manditalmas, descuideros y mangantes de los “Hormigos cabezones”, que en viendo los montoncicos de cagadas que mimo y guardo como los hijos que nunca tuve, para venderlos a perragorda a los hortelanos de las huertas, en la menor distracción y despiste, se los cargan en los hombros para llevárselos a sus estacarillos. ¡Me cago en to lo que se menea!

Cuando “Pajarito Ubero” murió, hasta las bestias guardaron silencio, y ante la puerta de su casilla desvencijada, sola y pobre, las cabras se paraban como rezando un responso o un Réquiem de Ligeti, mientras los gatos maullaban y los perrillos silvestres ladraban quejidos que parecían silencios, a la vez que “Titoché” escuchaba por su radio los Partes de las noticias de Radio Nacional, mientras él seguía buscando por su memoria los lugares del escondite por donde andaban los maquis de las canteras, y en su soledad de mocico viejo, echaba de menos a aquella novia de la guerra que nunca le diera ni el sí ni el no, pero sí un mucho de incertidumbre y de carnes imposibles.

Por la ventana de la casa de Antonio, “El Maestro música”, las cortinillas lanzaban a la calle los rasgueos y los acordes de su guitarra, que Antonio tocaba en aquellas tardes melancólicas y flamencas en que los niños jugaban por la calle, subiéndose por el cervirguillo de la casa de “Los Contentos”, soñando que eran equilibristas sobre la cuerda de un circo de provincias y callejero, en tal cual, Josefa acompañaba los toques de guitarra de su musical marido con canciones del ayer vaciadas en coplas de amores imposibles y crímenes enamorados.

A la casa de Espiri “La Piojita” y “Piojito”, la de la fachada de piedra, enlosada como si fuera acera de claustro, desde San Benito subía José “Malaspatas”, el zapatero remendón para tocar el acordeón en el primer portal, y a la puerta de la casa se arrejuntaba la vecindad para escuchar, del maestro tocador, las notas de las tonadas y los baileros acordes de los tangos, arrabaleros y densos, como en una tarde de verbena:

-Maestro acordeonista ¿Y nos podría usted tocar el “Mirando al mar” de Jorge Sepúlveda, o es mucho cante para tan solo instrumento?

Y el zapatero José tocaba el “Mirando al mar”, mientras las parejas de casados, enamoradiños de nuevo, ocupaban los adoquines de la calle, bailando amarraditos y juntando las mejillas y secándose las lágrimas de cuando eran jóvenes y amorosos.

Genara e Isidro “Peluso”, siempre estaban esperando los hijos que nunca les llegaban, y en sus sequedades pasaban las horas, soñolientos y suspirantes. Genara marcando en el calendario femenino de sus reglas las pérdidas que nunca daban en embarazo, e Isidoro echando de menos al varón que le sujetara la marra en los años de la vejez:

-¡Qué no! ¡Qué no puede ser, y ya no van buenos los tiempos para seguir en el empeño!

-¡Lo habrá querido Dios, o la Providencia! ¡A saber!

Paquita y Manolo “Lagarto”, a la sombra de la gran frentada de su casa, se asomaban a la calle, como nuevos vecinos que se asombran de calle con tanta música y con tanto jolgorio, para ver a las gentes subir y bajar cargadas de cántaros y de cenachos de verduras, mientras esperaban al cartero de las cartas y al niño de Teléfonos para un aviso de conferencia:

-¡Toma veinte céntimos, para que te los gastes en arrezul o en anisicos de colores!

Carmen “La del Rano”, iba de su casa a la taberna de su padre, por el Llanete Cerrajero, cargada de avellanas cordobesas, altramuces y rosas de olor para contrastar el olor rancio de los barriles de vino, con el olor de los jardines de maceta, entretanto, Miguel “El Calero”, iba de su casa al almacén de la Silera cargado de talegas y bocadillos de mortadela.

En la casa señorial de doña Elvira “La Maura”, la maestra virgen que rezaba a Dios sobre todas las cosas, sus padres repasaban en su vejez, los años aquellos de la monarquía perdida, a la vez que, a la luz de las ventanas leían los Evangelios y las novelas de Pereda y de doña Emilia Pardo Bazán, y los versos lánguidos y tiernos de don Ramón de Campoamor, que todavía, era poeta leído y recitado; y siempre esperando al hijo cura que andaba por los madriles, y que, cuando les llegaba de visita, paseaba por la calle sus crudos hábitos de franciscano sin tonsura, aunque con muchas cruces rojas, y aquella cara de santo al que sólo le hacían falta un par o yunta de milagros para ascender a las alturas de las iglesias.

A la puerta de la casa de los “Mauras”, parecía estar siempre estacionado y esperando el camión de las mudanzas, llevándolos a Alharilla o llevándolos a Madrid. El día que les llegó la definitiva mudanza, un contenedor de los almacenes de Pepe “Callao”, iba recogiendo los trastos viejos y los libros tan tiernos, tan usados y tan leídos que desde las ventanas volaban hasta formar una biblioteca o una pira inquisitorial de libros prohibidos, de la que salvé y me traje a casa algunos ejemplares que nunca leí, aunque, igual soñé haberlos leído.

A “la Chumbita”, le cortaron la pierna y siempre estaba echando de menos la pierna que le cortaron:

-¡Ay, Señor! Se tenía que haber enterrado la pierna manca, como en una muerte anticipada, esperando el resto del cuerpo como quien espera la respuesta de una carta que nunca llega; pero se quedó en pierna de contenedor hospitalario, y ni a las cenizas pude dar aviso y santo entierro.

Luego, a la casa de “La Chumbita” le llegó Luisa con sus “Cañicas”, en sus años de alquiler recién matrimoniados, y luego, a la casa tan habitada, Pedro y Magdalena que le vinieron desde Suiza, a los que, los niños, y no tan niños, que íbamos o que veníamos, siempre les pedíamos que nos dijeran palabras francesas:

-“Bonjour”, es buenos días, o buenas tardes, según se mire, o un simple buenas, dichas en un saludo. Y “Monsieur”, que se dice “Mesié”, quiere decir señor, y “Madame”, sin la e final pronunciada, viene a decir señora…

-¡Ah!

Con Pedro y Magdalena la calle se volvía como internacional, y hasta las ropas que subían y bajaban los altos escalones de la casa, dictaban y sugerían estar desfilando por una pasarela de la moda de Paris.

Remigia “La Curica”, si no fuera por la puertecilla que daba a la calle Huesa, era ya vecina de Cerrajero. Cuando Remigia abría la puerta de su casa, la bella y señorial escalera de hierro y baldosas antiguas que la ascendía hasta la primera planta parecía escalera por la que, en cualquier momento, y siempre, se esperaba descender a una damisela de alcurnia para su pedida de mano, o una puesta de largo llena de blancos, de encajes y de rosas de seda, y de rubores en las mejillas de niña virgen y sentimental.

Por la casa de Remigia, su hermano puso tienda de telas para las costuras de las modistillas trotacalles, hasta que se mudó la tienda a San Lorenzo, y Remigia “La Curica” se quedó sola entre elixires de caldos y olores de dama vieja y venida a menos, envejeciendo duquesa, de pelos eléctricos y miradas de mujer que sólo se fiaba de sus sombras y de sus diarios del ayer, amarillentos y azules con estampitas de vírgenes y de santos marcando la algarabía de los tantos días pasados.

-¡Buenas tardes, Remigia!

-Y en viniendo el diputado por Porcuna, se le abrieron las puertas como en baile de sociedad, y se derramaron los vinos y se celebraron las lonchas de jamón…

El cuello de botella de la calle Huesa daba en patines al llanetillo de las vacas, con sus altos escalones donde se sentaban las vecinas al cuchicheo de las tardes tras haberse escuchado las radionovelas de los corazones rosas, y los niños jugaban al juego de los saltarines olímpicos en el salto mortal del potro.

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Por el llanetillo de la calle Huesa también tuvieron casa las costuras arrimadillas a sus sillas, allá por los mediados de los años setenta, por la otra casa de Gonzalo y Consuelo, a los que más contento dieron con tantas visitas de improvisadas modistillas del trapillo, en aquella casa donde hoy viven Sixto y Cabe , con su gran portalón de clavos y esa cosa como de cortijo al que ya abandonaron los cortijeros para darse a las otras vidas, quizá a las vidas de los quehaceres tranquilos en los huertos de corral. Hasta esta casa del llanetillo llegó un buen día Juan, el hombre de Marmolejo, que también andaba en el bautismo de la tríada nombrajeril, y que lo mismo era nombrado como “El Marmolejeño”, “El Tío de los rollos”, o “El Tío de las combinaciones, o las enaguas”. Juan “El de los rollos” montó empresa de tejidos en la vacía casona de “Los Contentos”, una empresa de combinaciones, que las viejas aún nombraban en enaguas, polos de cuello abierto con botones, camisetas de verano, y rollos de encajes maridados en sus centros y a los que había que sajar en sus dos mitades. Para la empresa, Juan contrató a las niñas monas de las manos blancas y de los labios rojos: Antoñita, Dolores, Aurora, Toñi, Consuelo, y a las niñas les puso unos mostradores por delante y al fondo amontonadas hasta el techo, las sacas de las prendas y los rollos de encaje. Hasta la caldera olorosa de las telas recién confeccionadas les llegaban las mujeres de las tardes quietas y las adolescentes que no iban para criadas y estaban ya en otras miras y en otras modernuras, para cargar bajo el brazo, o en los improvisados carricoches de los carros de las compras sin cestas, las alpacas de las telas: jerseys de fino vestir, combinaciones de finos encajes y saltos de cama abrazados en el centro por tiras de seda a los que se les quitaban los hilachos y los olvidados hilvanes hasta dejarlos impolutos para ser vendidos en los grandes almacenes de las capitales, y rollos de encajes a los que, las niveladoras tijerillas de los costureros iban partiendo por la mitad hasta dejarlos listos para ser cosidos a las sofocantes prendas del dormir o del levantarse. Decenas de mujeres con sus permanentes y de jovencitas con sus rulos puestos en las cabezas para conseguir el planchado de las melenas lavadas con champú de huevo, y olorosas al heno de los besos por los prados.

Decenas de mujeronas y de jovencitas que acudían a la empresa de Juan “El Marmolejeño” para retirar los fardos de las ropas con los que se ganaban las pesetillas de los ahorros, bien para llenar las arcas de los ajuares, bien para pagarse aquellas pequeñas cosas que no entraban o se salían de los jornales del campo. Y en las tardes de las radionovelas, por muchos patios y corrales de Porcuna, las vecindades allegadas se juntaban en el ajetreo de las modistillas espontáneas, mientras por el aire cabalgaban los susurrantes y dulces olores de las telas nuevas que iban a las manos para componerlas y dejarlas listas para el servir. Las niñas atendedoras del hogar de Gonzalo y Consuelo, contaban una a una las prendas, las anudaban con retales de telas, extendían los vales amarillos de las prendas retiradas, y al devuelto de los trabajos hechos volvían a contar las prendas para que no faltaran ninguna; algunas veces las cuentas se equivocaban, en sus menos y en sus más, si en sus menos, perdonados, si en sus más, las juventudes de Porcuna se adornaban en los paseos con los nikis y las camisetas del amigo Juan, y las marías, en la intimidad de los dormitorios enseñaban sus nuevas combinaciones, tapándose el pudor con los saltos de cama, tan elegantes, tan de otra cosa, y tan de otras casas. Cuando llegaba el día en que Juan “El de los rollos” se traía de Marmolejo el sonajero de la caja fuerte, una cola de mujeres y de adolescentes hacían cola para cobrar del empresario los escasos emolumentos de los trabajos confeccioneros, pero que bien venían para pagarse los caprichos de los trabajos extras, bien para la cámara fotográfica, el secador de mano, la olla Express o el nuevo disco de vinilo de Manolo Otero.

Acercándose a la casa de la vaquería de Berenguer, esquinándola como casa junta que un día decidió separarse, la casa de Benito Morente y Paulita Herrador antes de mudarse para la calle Gallos y dejar el llanetillo de la calle Huesa sin la presencia del capa parda, el señor de los trabajos de Plaza, de los dineros bajo los ladrillos y las fanegas de tierra con sus olivos y las tierras calmas con sus algodones y sus matalahúvas, con los mulos amarrados a la anilla de la puerta de la casa, siempre esperando al mulero que los llevara hasta los campos de las tareas en esas madrugadas de antes en que las labores del campo se anticipaban al canto de los gallos.

Y la vaquería de Berenguer Grande Pérez, aquel al que nadie llamaba Benito, ni falta que le hacía, que por Berenguer sonaba sonoro su nombre y grande su regocijo.

Desde las cinco de la mañana, hora en que Antonia Gascón Cobo, la mujer de Berenguer, ya andaba hincada de rodillas sobre el suelo de losetas de su casa, dándole a las piedras con el esparto de fregar los suelos, la lejía y los polvos espumosos, mientras Berenguer, a la tímida luz madruguera de las bujías de la vaquería, iba tratando a las vacas, en el despertar al día, con el cariño y el estímulo de los alegres despertares, acariciando sus lomos alunarados, como continentes, cual si estuviera acariciando un mapamundi, para que sus vaquitas lecheras le proporcionaran sus mejores y más abundantes leches, a la puerta de la casa-lechería de Berenguer ya estaban haciendo cola las mujeres recién paridas, aquellas que, desde las calles aledañas, y de otras tantas calles de Porcuna, acudían hasta la vaquería de Berenguer para que éste les llenara las lecheras de plástico o las lecheras de lata, con la leche de la vaca “Cordobesa”, la rubia espurreá, la que daba la mejor leche, esa leche que demandaban las recién mujeres alumbradas para los niños recién alumbrados, la leche que iba directamente de la ubre de “la Cordobesa” a la lechera, esa leche tan blanca que era armiño, albar y argentino, atesorada en sus brumas de espuma, caliente, batida, almendrada, sonando al canto de la naturaleza recién despertada y recién abierta y ofrecida, un sonido de arroyuelo naciendo de una piedra en el despertar goteante de la escarcha derritiéndose al día.

“La Cordobesa”, tenía buena fama ganada de ser vaca de extraordinaria leche, leche de pastos y de pulpas, pajas, flores y ramones recién cortados de los olivos que en la digestión de la vaca se le volvían en oro blanco para las madres alimenticias y alimentadoras, que no tenían la suficiente leche materna para dar sustento a tan tragones nacimientos, o las madres secas, a las que la leche de sus pechos se le quedaba cegada o ausente:

-Antonia: ¿se puede pasar sin pisar mucho las losetas fregadas?

-Pasar podéis, que ya está Berenguer por la vaquería calentando el ordeñe de “la Cordobesa”, la de la leche maternal.

Por la vaquería de Berenguer, aquel al que nadie llamaba Benito, el día laboral de los quehaceres y de los ordeñes comenzaba con el gallo acurrucado aún sobre su palo, y perezoso, no atreviéndose aún a cantar el despertador de las gallinas y de las gentes de buena voluntad.

Por la vaquería de Berenguer, las ocho vacas en sus separaciones, las pintas, las negras, las blanquinegras, las mapamundis, las rubias y las espurreás: “Cordobesa”, “Clarita”, “Blanquilla”, “Juliana”, “Adormecía”, “Lunarita”. A las vacas siempre las ponía Berenguer nombres tiernos y sonoros y líricos, como sacados de los cancioneros de allende las coplas moras, y cuando las llamaba, las vacas volvían las cabezas reconociéndose en el piano de sus nombradías y notoriedades, y al escuchar un nombre solo, mugía la vaca nombrada su sonoro mentar mientras con la lengua se lamía el verde de la hierba y con el rabo espantaba a las moscas sobre sus lomos mientras parecía festejar la presencia del patrono.

-Mi “Lunarita” está hoy perezosa y hasta torpe. Le decía Berenguer mientras la acariciaba el lomo brillante con maternal afecto, y le palpaba las ubres mullidas de leches como si palpara unos pechos amados, o en las tardes la bañaba de aguas y la cepillaba para dejarla reluciente y perfumada para salir de paseo a conquistar al toro de la luna.

Por la casa-vaquería de Berenguer y Antonia, las losas de piedra y el patio andaluz con sus macetas colgando, y el jazmín esquinero adornando en sus olores y en sus blancos, y la dama de noche esperando a la oscuridad para andarse en amores con los duendes poéticos de las esquinas. Y por los amplios corrales, esa llanura de gran patio de armas castillero, de tan amplios y tan habitados y con presentes tantos, se abría el mundo de los trabajos, las tareas, las habilidades y los presentes ofrecidos en las manos y por las manos laborados; el furtivo bosque escondido de las plantas, los árboles y los animales. Los seiscientos metros cuadrados donde se recreaba el mundo de los bucólicos campestres, el cortijillo de interior, el cortijillo de todo, el mercado de lo criado a mano, a mano asentado y a mano dispuesto y recogido. Y la música, la música del corral en todas su notas y en todos sus arpegios, y en sus mejores arias y más cándidas orquestas: cantatas y danzas serpenteando los llanos y los escondrijos de la vaquería de Berenguer y de Antonia, que también era la vaquería de la Antonia Gascón Cobo, el palacete agrario donde todo se presentía en colores, como se sentía en sabores y en cosas venidas como de muy antiguo.

Al abrir las rejas verdes, el huerto de los milagros, el cabriolear de los animales, los sonidos de las esquilas sonoras de las bocas y de las flautas de pan , y ese contemplar asombrado de todo el mundo que puede caber en un mundo, tan recogido como expuesto, y tan amplio, tan recoleto y tan expandido.

Por aquí su huerto con sus verduras de temporada; si en tiempo de tomates, tomates, y si no pimientos, y coles y berenjenas, y lechugas romanas, y si en otoño, cebolletas y rábanos, y setas del estiércol, y habas verdes y patatas para los guisados.

De los árboles frutales colgaban las frutas como zarcillos pendiendo de las orejas femeninas. En el tiempo del melocotón, el melocotón, chicuelo, de los árboles temporeros, sin más riego que el riego necesario para que todo el fruto diera en azúcar. El cerezo en sus flores japonesas y en sus engarzadas cerezas, aquellos dúos colorados que se colgaban las niñas de las orejas como si fueran diamantes, que luego, tras el adorno, iban a las bocas en puros azúcares, y con los huesos, los niños hacíamos plantíos de arriates que nunca nacían, o jugábamos con los huesos a los juegos de las canicas de temporada. El ciruelo con sus ciruelas y el granado con el panal de sus granillos escarlata. Y el limón para los limones luceros, y el naranjo con mandarinas, el membrillo para los dulces de Difuntos y el olivillo para las aceitunas de orza.

Y entre tanto árbol y entre tanta planta, el bosque animado de los animales domésticos de corral: un centenar de pollos comprados a peseta y vendidos a cinco duros, picoteando de aquí para allá las frutas caídas por los suelos, mientras los gallos y las gallinas iban enseñando a los polluelos el arte subterráneo del cazar de las lombrices, o el galante acechar a los cigarrones hasta caer en las trampas de los picos. Los pavos haciendo sus ruedas amorosas de los apareamientos, enseñando sus colas abiertas como si abrieran abanicos de colores, y con los abanicos de sus colas, jugar al juego palaciego de los guiños y las conquistas. El bosque animado con su suelta de conejos, sedosos como caricias de chinchilla, haciendo, por los interiores de los montones de los estiércoles acumulados, que luego iban a parar a las huertas de las bajuras del pueblo, sus cuevas-nidos, donde pasaban las noches, los serenos y las lluvias, y por donde criaban sus camarillas de conejillos, expuestos en pelusillas grises como si fueran madejas de lanas desmadejadas. Y por los alrededores de las esquinas, las ramas de los olivos desgajadas de sus ramones, esperando que llegara Ginés para llevarlas a su horno de la calle Santa Ana, y pasar a ser leña que le cociera los panes y las tartas de flanín.

Y abiertas ahí, como en una exposición agrícola y ganadera, de fondo, dando a horizontes, y casas y campos imaginarios, las ocho vacas de Berenguer, las que siempre eran ocho, mirando tanto ajetreo, tanto color y tanta música.

Amén de todos sus arreglos de limpias y friegas, a las ocho vacas les hacía Berenguer sus dos ordeñes diarios: uno bien mañanero partido en sus dos mitades, esa leche tan de mañana que iba a las lecheras de las mujeres recién paridas, y luego el ordeño de más en la mañana ya amanecida, que ya iba al hogar de las cubetas de zinc , limpias, plateadas, casi transparentes, donde toda la leche al bajar por los bordes parecía desprenderle al zinc de las cubetas sus estelas de brillos, sus cosas de mina, su alegría de sonada. Y a la tarde el segundo ordeñe, a eso de las cinco o las seis de la tarde, y si era en tiempos de aceituna, a eso de las siete o las ocho, ya toda oscura la tarde, como un amanecer invertido, que tampoco la leche daba para juntar capitales, y había que aprovechar los jornales de invierno en la aceituna, que la leche no más lo necesario para llevar una casa, y casa la de Berenguer y Antonia, tan trabajada, la que se levantaba sin sol y la que sin sol se cerraba, que la casa del vaquero Berenguer era casa donde al sol no se lo adivinaba sino que se lo sentía venir en todos sus colores y en todas sus claridades.

En el ordeño mañanero, el Berenguer solo, sentado en su banqueta de madera dándole a las ubres hembras el manejo y la maña y hasta la sal del buen ordeñador, del que mamó ganados y leches desde que empezó a echar los dientes, primero en cabras y ovejas, con el Francisco y la Luisa, y después en vacas, en esa heredad pastoril que le vino a Berenguer de madre, y de abuela y de la bisabuela Berenguela de los Reyes, y de vaya usted a saber en que antecedentes más, y en que más tardíos siglos.

Para el ordeñe de la tarde le llegaba Eduardo “Peluso”, en sus doce o trece años de niño con la escuela justa, los saberes necesarios para los tiempos, y la melena dibujándole en la cabeza los rizos marrones de una adolescencia tan temprana. El Eduardo niño y trabajador tan temprano, primero en las cabras de Francisco y de Luisa, y luego en las vacas de Berenguer y de Antonia, y luego después, en todo lo que después le vino, y también en lo que no le vino; en el quehacer de los niños aprendices, aquella formación profesional con pocas teorías y menos papeles, pero con muchas prácticas. Y si no ordeñe, en la limpieza de la vaquería, los corrales y las deposiciones estercoleras, metido en sus botas verdes de agua, chapoteando sólidos y líquidos, como sobre un mar que se iba coagulando.

Cada vaca le regalaba a Berenguer, por su poco o su mucho de pienso, de pulpa, de paja, de yerba, de ramón y de algunos baldes de agua, sus diez o doce litros de leche, y si la vaca era parida, y ya con el becerrillo tambaleante descubriendo el mundo de aquel jardín con su bosque animado, sus recocíos para hervirlos con azúcar y volverlos manjar de repostería, tan apreciados y tan de pedir la vez con tiempo para las reservas, mientras la vaca le reposaba y le descansaba el parto sus dos o tres meses hasta bien destetar al becerro y volverse, de nuevo, vaca productiva.

-Berenguer, ya sabes, que empenas que para la vaca, no te s’olvide de guardarme unos poquillos de recocíos.

-Vamos a ver si hay pa toas, Marina.

-Ea, tú haces lo que puedas.

Las vacas sueltas por los amplios corrales, convirtiendo en campo de monte los seiscientos metros cuadrados, esquivando pollos, pavos y conejos, mientras eran ahuyentadas de los árboles frutales de tan golosos presentes.

En el primer portal de la casa, a mano derecha según se entraba, tenía la Antonia Gascón Cobo el dispensario de la leche, sus dos grandes cubetas de zinc, con sus medidas metálicas, la de cuarto y medio litro de los monederos escasos o las pocas bocas, y la de litro para los monederos más amplios o las familias más numerosas en el amanecer escolar de los desayunos, y una cola de mujeres y de niños esperando turnos: las mujeres ganando leches, los niños derramándolas por los suelos en el juego infantil y malabarista de echar las lecheras a girar en los giros de las norias, ganando las apuesta del nada apostar, pero si orgullo, aquel que nunca derramaba la leche, y haciendo medios entre las dos grandes cubetas de zinc, donde eran vaciadas las grandes lecheras altas, el cuenco de plástico a donde iban a parar las monedas de los cobros y de las vueltas, un amontonamiento de monedas grises y de monedas doradas, donde , al menor descuido de Antonia, iban las manos de los niños sin bolsillos para agarrar una almorzá de gordas, de reales y de perrillas, para ser ricos por una tarde, ricos de estampitas de colores y de bolicas de anís.

Y por las afueras de la vaquería, los campos y las fuentes, y por las afueras de la calle Huesa, los más campos todavía, a donde iban el Berenguer vaquero y el Eduardo aprendiz a la hora en que las leches se iban haciendo en las mamas, para los acarreos menesterosos del buen componer del maestro vaquero, aquel que dejó el ordeñe de las cabras cuando la leche de cabra dejó de estar apreciada, y tan dulce, y tan espesa, y tan mal pagada, como llegó el tiempo en que el pienso de las vacas salía más caro que el litro de leche, y le llegó la crisis a los vaqueros de Porcuna, y vinieron las reuniones y negociaciones con el Delegado de Abastecimiento y Transportes, por la calle Navas de Tolosa de Jaén, y les respondió el delegado en el nanai de la China de los alimentos básicos y fundamentales, y los vaqueros de Porcuna, por su modo y cuenta, les subieron unas pesetas al litro de leche, hasta que don Juan Zofío, en sus mandamerías de alcalde, zanjó el precio al modo de volver a los precios de antes y santas pascuas para todos, mientras la desesperanza hizo pensar y tiento de si valía la pena el tanto esfuerzo para las tan escasas ganancias.

Los vaqueros por los campos de Porcuna para acarrear las yerbas y los ramones; caminicos para debajo de las lindes urbanas, con la mula tirando del carro donde se amontonaban los verdes, que volvían al pueblo y hasta la casa de la calle Huesa para formar el monte de los alimentos, ese que las vacas miraban y cantaban como si estuvieran contemplando y oliendo, el mundo de las ambrosías y las bacanales gozosas de los palacios: “La Cordobesa”, “La Lunarita”, “La Blanquita” y “La Juliana”…

Y en dejando las yerbas en el corral, al mundo de los sólidos iban; de nuevo la mula aparejada con el carro detrás para ir hasta la Galga a por los líquidos de las aguas de manantial; dos viajes al día con las cuatro petronilas llenas, que es lo que daban para una jornada del beber las vacas.

¡Qué tareas y qué esfuerzos las de aquellas trabajaderas del ayer, sin más descanso que el colchón de lana y un saber cerrar los ojos y un abrir las bocas para los cocidos! Y alguna charla a media tarde sonando una guitarra tras una ventana o un acordeón dejando sus melodías…

En los tristes días en que alguna vaca ya dejaba de producir leche, o que la leche que producía era ya leche de calidad escasa, y la vejez la volvía perezosa y renca y hasta apesadumbrada en la tristeza de sus ojos, como si supiera que ya no daba más que para comer y beber, al vaquero Berenguer le llegaba el triste sino de desprenderse de la vaca, hueca, huera, vacía, una vaca de adorno donde los adornos no tenían espacio, y no había más remedio que hacer con ella carne de matadero por los mataderos de Jaén, de Córdoba o de Fuensanta de Martos, donde la harían carne de barrigas, y poner una señal de duelo y luto a la puerta de la casa, que era el adiós de la vaca como despedir a un ser querido tras tantos años de compañía, y las comidas en la casa de Berenguer y Antonia se hacían nudos en las gargantas y todo era un soñar con la vaca que ya no estaba, ese familiar tan tristemente acabado. Hasta que volvía a aparecer una nueva vaca joven por la que se pagaba cuarenta mil pesetas a toca teja dando leche para otros cuantos años y otros cuantos años más de fatigas y de alegrías también, y con su juventud parecía que las otras vacas rejuvenecían, aunque de reojo miraran a la nueva inquilina con la envidia animal de sentir tanta tersura de piel y tanto brillo grabado en sus ojos.

Y como todo toca a su fin, también a la vaquería de Berenguer, por el tapón de la botella de la calle Huesa, le llegó el día de echarle el cerrojo al hogar de tantos años, de tantas y tantas visitas y tantas lecheras llenadas de leche ordeñadas por Berenguer y vendidas por Antonia. Se vendieron las ocho vacas a otras vaquerías, y las no lecheras, a otros tantos mataderos, y fue como si a la casa se le hubiera ido su música y su color, sus despertares y sus anocheceres, y como si a la calle Huesa se le hubiera ido apagando su melodía y ese estar en la calle con tantas gentes, pues, con el final de la vaquería de Berenguer, algunos vecinos también tuvieron que irse al lugar de las vecindades del campo santo, y por la calle no sólo dejaron de sonar los sones agrestes de los mugidos de las vacas del vaquero Berenguer, esa orquesta desafinada y amplia, sino que también dejó de sonar la guitarra de Antonio “El Maestro música”, y el acordeón del zapatero “Malaspatas”, aquel que desde San Benito subía a la casa de Espiri para dar comienzo al baile de las verbenas, a “Pajarito Ubero” se le acabaron los estiércoles de la calle, como a la calle se le fue apagando sus subidas y sus bajadas de bestias, y a la fuente del Llanete Cerrajero se le cegó su pozo y se le cerró su puerta.

Por la calle Huesa mugidos y castañuelas, una sonora esquela de vecinos en sordina y una entraña vespertina despertando al vecindario, aquel amanecer diario de los vecinos antiguos: sacrificios de los cirios, incensarios sin palabras; mujeres de faldas largas, y hombres con recosidos, acordeones con bríos y guitarras con adagios, y Berenguer trajinando de las vacas sus ofrendas. Un mundo que ya son prendas olvidadas del baúl, escenas del arrezul y los santicos de mistos, el ayer de los oficios que ya son puras leyendas, escritas en las albercas donde se daban los besos. El tiempo de los abetos sin ser abetos aún: las horas de la quietud dibujando sus designios: poco pan y muchos cirios, y muchas risas también. Pastorcillo sin Belén con su rebaño de vacas, llevándolas de reata por el vals de los corrales, las leches como caudales llenando lecheras huecas; serenísimas candelas de arroyos volcando blancos sobre las tazas de barro y los estómagos niños. El alba de los mugidos despertando al vecindario; las vacas pidiendo manos y un Berenguer madruguero secando los aguaceros de las ubres planetarias. La tierra nace en hectáreas y el alimento en su leche: alma por donde se crece, primera carne que mece al niño sobre la luna, esa cadenciosa cuna que solo sabe soñar.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
FOTOGRAFÍAS: MARÍA LUISA GRANDE GASCÓN
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