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Fernando Calahorro López, el Guardia Civil de la gente

A Fernando Calahorro López, el Guardia civil de la gente, cuando se le agotó el verde de su traje de oficio y de costumbres cuarteleras, le buscó al arco iris de los colores los sus otros colores distintos, los pasteles de los colores vivos, ejemplares, decorativos, pictóricos, aquellos que parecían despedir suspiros y quietudes, aún dando en inquietudes de hombre en sus otros asuntos.

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Sin embargo, Fernando Calahorro López, el Guardia civil de la gente, siempre desprendía ese color y ese olor de los cuarteles civileros, y aunque el tricornio se le volviera gorrilla, sombrero, o pañuelo atado con cuatro nudos a su cabeza, en sus jubiladas y jubilosas tareas de los campos, de los trabajos y las enseñanzas agrícolas, aquella otra naturaleza, aquella otra cualidad y meollo de su persona, que nos devolvía al guardia civil Calahorro a aquella su adolescencia tosiriana, cuando, con apenas quince años, ya ostentaba la prudencia y la consecuencia, y hasta la sentencia en tierra tan agrícola, de ser maestro cortador de olivos; bajo la sombra de los grandes olivos, a los que labraba con primor de olivos viejos, egregios, fenicios, tan asentados y con tantas palabras que contar, a Fernando Calahorro se le dibujaba sobre la frente la aureola feliz del tricornio apócrifo e imperante, el triángulo trinense y trinitense de los tres designios, y aquel otro cuarto designio labrado dentro del alma, aquella alma de ser, ante todo, hombre de campo, hombre de tierra, y hombre de gentes, donde se labran las sensaciones más hermosas de la vida, que nos lo venían a dar y a dibujar en hombre de la tierra, honrado, digno, ecuánime y honesto, deambulando siempre por el servicial quehacer de ser hombre, ante todo, humano, un humanista del cuerpo militar, el que iba atesorando historias, gentes y acontecimientos, para ir labrando en la conciencia de su pensamiento, el milenario cuan bíblico decir de que, en el fondo, todo el mundo es bueno, y en la bonanza de la gente, en el sentimiento bonacil de la marea humana que lo rodeaba, con sus más y sus menos, y con sus pros y sus contras, acariciaba las cachas de su pistola de reglamento, para que de ella sólo salieran flores, y si en fuego, una colección de fuegos artificiales, como si fuera pistola de juguete exhibida por un payaso en una función de circo, levantando risas y aclamando buenaventuras.

Bajo el olivo verde, el hombre ya sin verdes le iba esbozando a la vida plácida del jubilado su magistral materia del hombre tranquilo, el comulgador de la tierra que en la tierra pone su elocuencia sabiendo que la tierra siempre da beneficios, ya sólo sean beneficios contemplativos. Que qué mejores aires y que más amplios horizontes que los que se sienten y se contemplan sentando en la madre tierra, esa tan pálida, aquella tan oscura, acudiendo Fernando al acontecimiento de los trinos y los paisajes inmaculados, en aquellas horas del respiro de la labranza, amasando en sus manos el pan con el aceite del hoyo, mientras por su cabeza, ejemplar y visionaria, iba dejando pasar todos los momentos de su vida, los de aquellos momentos tan ajetreados, tan lluviosos, tan inclementes pero tan dichosos de hacer de su profesión la profesión del servicio hacia los demás; que qué mejor ejemplo de vida, que el ejemplo suyo por el que se conquistó a todas las gentes de Porcuna que nunca vieron en Fernando Calahorro López, al hombre de verde y de tricornio, austero, sobrio, en sus andanzas de ser hombre de orden, en el orden y por el orden, sino, al amigo Fernando “el civil”, siempre dispuesto a escuchar, a atender, y si a tender la mano, tender la mano amiga para hacer un poco menos difíciles y complicadas las caminatas aquellas y estas de nuestras vidas.

Nacido en Torredonjimeno, en la postguerra del año cuarenta y dos, y con poco sol y con muchas sombras, y con muchos escombros y muchos campos abandonados, en un once de marzo cuando el invierno ya sólo sabía ser primavera, y brotaban los brotes de los verdes bajo tierra, o en primavera se iba comprendiendo, al hijo de Juan Miguel Calahorro y Carmen López, se le presentó en la vida el quehacer de la agricultura, en sus duros oficios y en sus seglares olivos dibujando todos los horizontes y los límites de tan extensos territorios y tan altas lomas laborables: esos sacrificios de tierra y sudor que se marcaban en sus manos y se ennegrecían en su rostro, y en los cansancios tan abnegados y pacientes: la agricultura es paciencia y muchas horas esperando los milagros.

Atendiendo a un padre de los tiempos de antes, de aquellos que en las faenas y bregas del campo más que trabajar, vivían, poniendo todos sus empeños y todas sus horas, las del trabajarlos y las del pensarlos, y también las del temerlos, por si acaso, la malahora de los malos climas dañaban las cosechas, y donde se esperaba mucho, apenas un poco daba para la olla; un hombre rudo y obcecado, como labrador antiguo de la tierra, con la tierra y por la tierra, aquel asombro y aquellos garbanzos, que, a las manos desocupadas les ponía su hoz, su azadón o su almocafre, desde muy joven, el padre Juan Miguel le puso al hijo la tradición familiar del hacha cortadora, que como buen cortador el padre, al hijo le fue enseñando, maestramente, todos los entresijos del arte perfecto de la corta para el mejor brotar de las nuevas ramas para las siempre nuevas aceitunas, y así, a los quince años, el adolescente Fernando Calahorro ya presumía por los tabernáculos, las cantinas y las tertulias de parques y jardines tosirianos, de ser cortador de primera, que miraba su hacha- aquella herencia- como si estuviera viendo ya, reflejado en ella, el rostro de su amada Carmela, y en el brillo del sol sobre el pulcro afilado del fierro, una cosa como de mirada guiñándole los ojos a la espera del sí quiero futuro de las bienvenidas alianzas.

De carácter dócil y noble ante el padre, en unos tiempos donde la necesidad se tejía con las necesidades diarias e inmediatas, el Calahorro adolescente cortador de olivos por los olivares de la Torre del Jimeno, ya empezaba a grabársele en la mente las diferencias que había entre lo necesario y los superfluo, entre la realidad y la fantasía, cuando no imaginación y presunción también, y, mientras la quimera bien podría ser, y no sabiéndolo aún, un futuro vestido de verdes y juras al amor por la patria- sin olvidar que todo amor es ante todo respeto, comprensión, conocimiento y sapiencia- Fernando Calahorro el casi niño, en aquella niñez antigua puesta a trabajar, compaginando la escuela con los oficios, sabía que la necesidad inmediata, urgente, esencial y salarial, era seguir al padre por los campos, cachorrillo que sigue a la changarra de la manada, con el hacha al hombro despidiendo brillos, perfilándole a los olivos su tala magistral, teniendo siempre Fernando la virtud de sentirse, en el más de los oficios, ante todo, el ser hombre de campo, como todo buen hombre llano de la tierra, y al campo lo iba adorando de esfuerzos y caricias, como se suelen adornar de esfuerzos y de caricias las cosas más queridas, y bien que lo demostró tras su jubilación, que, en lugar de ser jubilación ociosa y divagatoria y casi perdedora, y como en nubes, que suelen ser nubes de cemento las nubes de los años inactivos, hubo en Fernando como una vuelta al ayer del labriego, recorriendo sus buenas tierras acumuladas, en ahorros y en herencias, y quizá, en esos instantes de júbilo, más que jubilación, en el reposo del hoyo bajo las ramas verdes, y viendo que hacia él venían los nuevos guardias civiles de los nuevos puestos, las nuevas puertas, ya fueran puertas oficinistas, y las nuevas edades, Fernando se viera reflejado en ellos, y viéndolos venir hacia él a saludarle con el respeto del guardia viejo reposando bajo un olivo el placer de sus años recordatorios, viera que era él viniendo hacia sí mismo, engañado por la otra añoranza, la evocación y la melancolía de la tanta vida vestido de verde y coronado de tricornio, el espejo que lo reflejaba recorriendo campos, recorriendo calles, no ya como aquellos guardias civiles de sus tiempos anteriores, aquellos que, recorriendo los campos cortijados, se paraban en los cortijos blancos con sus chimeneas en humos, andurrieros y vigilantes, y que, sentados en los polletes de piedra de un cualquier cortijo, esperaban a que la casera del lugar les acercara sus trozos de pan y sus cachos de tocino salado, y su jarrilla de agua fresca recién sacada del pozo o del gotear de las canales…

Pero, tras el servicio militar, y ya puesto en armas, en obediencias y en servicios, en los otros servicios, en la dignidad del servir a la patria, y no sólo servirla, sino cumplirla y hasta modificarla, Fernando Calahorro comprendió que, su misión y vocación de vida era, pasar a ser, del cuerpo armado de la guardia civil, su componente.

Quizá la mili fue la que le abrió los ojos, sus otros ojos, los ojos del servicio a los demás, que no otra cosa debería ser pertenecer a tan meritorio Cuerpo, y eso del servicio a los demás, que ya Fernando Calahorro llevaba grabado en sí, como se graban las sustancias de las personalidades aguerridas y honradas, honestas y humanas, puso todo su empeño desde el primer día en que se vistió con el uniforme verde, se caló el tricornio y se dijo el sonsonete y la monserga sagrada del que opinaba que, antes que uno mismo, estaban los demás: “aquí empieza mi entrega, y ese es el camino a seguir…”

La trotamundia de Fernando Calahorro López iba de un lado para otro, en aquellos duros e iniciales años de guardia civil caminero, al que mandaban de un aquí para allá sin tener nunca asiento fijo, hasta su definitiva ubicación en Porcuna, allá por el año de mil novecientos setenta y cuatro. Fernando Calahorro, el amigo de sus amigos, y si enemigos hubiere, también amigos en él, o sino, el respeto y la tolerancia, y si su mano entregada beneplácito recibido, siempre con la camioneta de las mudanzas a la puerta del cuartel, esperando sus nuevos destinos:

-Fernando: ¿Voy poniendo la radio en su mesilla, las sábanas en el armario y el aguamanil lleno de agua para echar en la palangana de lata?

-Espera, Carmela, que, en esto de ser guardia civil caminera, no sabe nunca uno cuanto tiempo se ha de durar en este lugar nuevo al que nos han traído los servicios.

-Duro oficio este en que te has comprometido, Fernando, que una no sabe si sembrar macetas y ponerlas en los bordes de las ventanas y empezar a tejer las colchas para el invierno, que no se sabe nunca si el invierno nos llegará y pillará en este lugar, o habrá que aparejar de nuevo la mula de las mudanzas para seguir nuestros caminos, como buhoneros caminando las leguas y las ferias de España, o comediantes de fonda y hambre, que, tras la representación del teatrillo, vuelven a cargar sus bártulos sobre los carros para el siempre viaje hacia ninguna parte, Fernando…

-Sea lo que Dios quiera, Carmela, y, mientras se me asigna y da el destino definitivo, aquel que nos vista de casa, ya sea casa de cuartelillo, Ave María Purísima sea el agua que en este lugar se bendice, y mañana ya se verá en que quedan los agostos, Carmela Illana…

El hombre de los traslados, el guardia civil caminero y errante, siempre con la metafórica burra de los traslados a la puerta del cuartel, amarrada del cabestro a sus ventanitas verdes, con los serones vacíos esperando ser llenados de nuevo con las primeras necesidades, para llevar al guardia civil, ya casado y con hija, por los caminos por los que el destino quisiera llevarlo, a él, y al hogar trotamundo ya formándose.

Por Peñíscola su primer destino, con la mujer, Carmela, esperando el permiso y el beneplácito autoritario para poder entrar al cuartel, por aquello de llevar apellido que sembraba el desencuentro en la nueva nación conquistada; tres años de asuntos con el mar al fondo vistiendo de azules y adornando de olas el húmedo cuartel, y las alianzas ya puestas en las manos de los amados novios, recién matrimoniados, el Fernando y la Carmen, la siempre adorable y adolescente Carmela, en su ay y en su algarabía de mujer enamorada.

Años y leguas de duros trabajos e interminables horas de servicios; si con sol, morenos en la piel y en las manos sudores, si con lluvias, calado hasta los huesos el guardia civil Calahorro, que entregaba la ropa mojada a Carmen para que esta las pusiera a secar al hogar del brasero de picón bajo la mesa camilla:

-Huele a campo y caminos la ropa mojada, Fernando, como a amor huelen tus acciones, amado esposo.

-Por las orillas del mar tres ladronzuelos de taberna, Carmela; nada, tres desgraciados cargados de hambres a los que dejamos marchar mientras llovía.

De Peñíscola, el guardia civil caminero, desde el mar, monte arriba hacia Argelita, por la comarca del Alto Mijares, pequeña población serrana de apenas cien habitantes, con el castillo de la Mola enhiesto como bandera antigua, y una colección de casillas aldeanas y arrecidas, cargadas siempre de invierno como una pelliza eterna y siempre a mano colgada de una percha, en el aislamiento de los montes, donde ya Carmela iba de su embarazo cargada para dar a luz a Lourdes, ante el asombro de las pequeñas cosas y los pasos sin tiempo, perdidos en el ayer como una tradición sin noticieros, y donde todo era verde e impresionista, y corrían aguas por sus arroyos y por su río Villahermosa tan transparente como espejo salido de un cuento donde todos los narcisos del mundo querían mirarse las caras por ver si encontraban el amor egoísta, y pasaban aves volando sobre los pinos y las encinas, describiéndole y descubriéndole a la familia el cigueñero alumbrar del nacimiento.

Guardia civil de monte, casi civilero de leyenda romanceado en lorquianos versos, en el delito de las setas y las hierbas medicinales por donde andaban escondidos los utópicos, líricos y románticos bandoleros de los mitos, las fábulas y las mitologías, los tramperos de la caza menor y las migas con chorizo debajo de un chopo, con el fusil apoyado sobre el tronco, disparando rosas o rimas de Atapuerca, y aquella especie de humo que siempre sale de los pueblos, aldeas y alquerías de las montañas; un olor a matanzas y a tranquilidad rayana casi con el desespero del aislamiento, por aquella vieja y muda carretera llena de bueyes y serpientes culebreras.

Guardia civil con bufanda y guantes de lana, y bastos capotes, recios, pesados y cargantes, mimetizados en los verdes de los árboles, transparentes como aguas, disuasorios como sentencias, recorriendo Fernando en su soledad esos caminos y aquellos montes sin más detenciones que el tiempo detenido, y sin mas altos que una parada en el horizonte para contemplar las nubes cargadas de aguas o cargadas de inciensos, y olores de espliegos, de lavandas y malvalocas. Guardia civil de los ecos, que gritaba monte y le salía Andalucía, y ecos que devolvían las peñas para no sentirse demasiado solo, asustando a los animales del bosque y a los gnomos de las raíces. Altos árboles bajo la sombra del civilero, que paseaba sus botas para llenarlas de barro o impregnadas de polvo cuando el sol se vestía de julios; y un susurro lejano que le hablaba del sur como una llamada de socorro, aunque el sur aún tardaría su tiempo y su espera y sus reencuentros.

Peñíscola con mares y pescadores, Argelita con montes y silencios, y de nuevo al mar de Nules, con sus cantos de sirena y sus primeras turistas mostrando sus carnes europeas y sus nuevos diccionarios donde ninguna palabra estaba prohibida, y un buen cuartel aguardando a Fernando Calahorro López para instalar a su sagrada familia, por donde pasaron un año de vida cuartelera, hasta que la mula esperante a la puerta de la Casa cuartel volvió a ser cargada de serones para cruzar Despeñaperros, y depositar a la familia, en su huída por todos los egiptos del mundo, en el sur anhelado, cada vez más cerca de los lugares de nacimiento, y más cerca aún, del otro lugar a donde llegarían un buen día para ya no moverse nunca más de allí: Porcuna.

Cazalilla era un pueblo que ningún guardia civil deseaba, y el traslado al cuartel de la guardia civil de Cazalilla era destino y traslado que se miraba de reojo, cuando no, de peores maneras, y destino siempre que se marcaba en negro, donde el cuartel carcelario era una calamidad, un desasosiego, un algo deplorable y cochambroso, lastimero y cuevatil, muy viejo y casi en ruinas, como un ayer abandonado por los siglos de los siglos, donde ni el agua existía en sus adentros, a no ser el agua de las canales, y había que acarrearla de las fuentes y de los campos: mula aparejada a la puerta para el acarreo del agua, mula siempre beneplácita y ayudante. Un pabellón con una sola habitación rodeada de verdes desdibujados y pálidos, y los espacios justos para vivir malamente, como si fuera un cuartel de juguete donde sólo se podía jugar a los juegos imaginarios, y hasta donde el servicio del guardia civil Fernando parecía de juguete.

Así hasta que, tras un años de servicio en Cazalilla, y siendo ya la familia Calahorro-Illana, muy apreciada y querida por las gentes del lugar de la pava volando desde el campanario hasta caer en un perol y en unos estómagos, consiguió Fernando el traslado a Porcuna, que sería traslado definitivo, un 12 de mayo de 1974, en sus fechas alharilleras y en sus vísperas democráticas.

***

Desde que la vieja Casa cuartel de la guardia civil de Porcuna fuera abandonada por el inquilinato verde de sus guardias, uno presiente que un algo de leyenda se ha adueñado de ella, pasando a ser su efigie una especie de castillo donde en las madrugadas silenciosas de las melancolías, se siente como un arrastrar de cadenas y un aura de suspiros y palabras antiguas contando todas sus conversaciones, pergeñando el despertar de sus antiguos habitantes como si fueran durmientes a los que pretende despertar la luna.

Desde que la vieja Casa cuartel de la guardia civil de Porcuna cerró su portalón medievo y se cerraron sus ventanas, y se apagaron sus luces como si se hubieran apagado velas, convirtiéndose el cuartel en una especie de fortaleza modernista o alcazaba mora, uno presiente que las almas de sus antiguos últimos moradores hacen su guardia o su ronda nocturna, su calceta o su juego de niños: aros que van rodando por los patios hasta chocar con los limoneros o con el naranjo, aquel naranjo que un día diera naranjas dulces que los niños recolectaban e iban repartiendo por los interiores de los pabellones con sus puertas verdes tan abiertas siempre, donde siempre había cenachos de vareta esperando la ofrenda de la huerta cuartelera.

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Castillo deshabitado el viejo Cuartel de la guardia civil, donde apenas una luz alumbra ya el silencio de lo que fuera casa tan habitada, tan concurrida, tan parlada; lugar del encuentro monacal y variopinto, por donde hasta diez familias formaban su clan hermanado, su secta verde: casta de civileros del ayer más temprano, del último ayer de la Casa cuartel, los que siempre iban de verde y hasta en verde se los presentía aunque fueran en otros colores: hombres, mujeres y niños; y acogidos al intrincado y complejo vestido y sentido militar de los silenciados guardias civiles, eran por dentro y por fuera dos mundos paralelos y tan similares. Si por dentro, acuartelados, aislados del mundo de las calles, incluso en las calles aislados, y viviendo sólo las horas y los hechos de la gran comunidad de los enclaustrados; viviendo a lomos de sus servicios y de sus intrigas y sus vivencias palaciegas, siendo la calle lo otro, lo adivinado y no compartido, lo vivido pero sin vivirlo completamente, que, en aquellos años del estricto código castrense que perfilaba al benemérito cuerpo, el guardia civil lo era por dentro y por fuera, en su cuartel o en el pueblo, la otra cosa, en una rectitud militar íntima y expandida, de puertas adentro y de puertas afuera, donde todo se presentía en verde y en los tipos uniformados:

-Te acuerdas Fernando, de aquellos otros años, en que siempre tenías que estar, tanto dentro como fuera del cuartel, vestido con el uniforme que se te santiguaba en el cuerpo formando más que parte de ti, tu propia piel.

-Me acuerdo, Carmela.

-Que ni por la calle podíamos ir agarrados del brazo como iban los matrimonios civiles, que íbamos así, uno al laíco del otro como dos seres que se desconocían, como dos personas indiferentes que sólo se acompañaban en un recorrido turístico…

-Me acuerdo, Carmela.

-Y que si íbamos a la Plaza a por las compras del día, ni ayudarme a cargar las bolsas de la compra podías por aquello de la disciplina militar que pudiera parecer o entenderse como una degradación o una debilidad no varonil, y que si llovía, ni paraguas podías llevar, que hasta eso estaba mal visto y castigado; y si besos, bien en silencio mirándonos a los ojos sin que se nos notara en los labios.

-Bien me acuerdo, Carmela; pero eran otros tiempos y otras normas deshumanizadoras que nos vestían con los malos hábitos, hoy, por suerte ya, sólo hábitos de los hábitos del mal recuerdo.

En el Cuartel de Porcuna, donde les nació al matrimonio el hijo Fernando, puesto el nombre en su tradición familiar de que, en cada nueva familia debería haber un nuevo Fernando acompañando al primer apellido, los Calahorro-Illana se instalaron en el que iba a ser su hogar o lugar definitivo: un cuartel en condiciones habitables que le ahuyentaron de inmediato las imágenes del antiguo cuartel de Cazalilla, y que, aún siendo de pabellones y estancias humildes, y con frío de invierno colándose por las rendijas de las ventanas, a los nuevos habitantes del hogar le parecían mansiones si las comparaban con habitáculos anteriores de otros cuarteles en donde fueron a dar en tanto ajetreo de caminos, destinos y cambios de residencia. Y en lugar de suelos de cemento, los Calahorro-Illana encontraron suelos embaldosados, y en lugar de baños comunitarios, baños propios, sin agua caliente eso sí, que para eso estaba el fuego de gas para calentar las ollas de metal con las que celebrar el baño. Pabellón para los guardias, para el sargento y para el teniente, y dos patios centrales, con sus limoneros el uno, con su naranjo el otro, y arriates para plantas en un halo de jardín, donde diez familias y veintitantos niños, de los que ya venían y de los que le nacieron al cuartel, compartieran sus vivencias, sus trabajos y sus hábitos.

La gran familia del cuartel, ese extraño aislamiento castillero, recto, normativo, militar, académico, pero fraternal ante todo: una pequeña aldeilla dentro de la gran aldea global de Porcuna, donde, traspasando el portón de la entrada aparecía ese misterio de hogares tan aislado, donde el guardia de puertas guardaba el cuartel las veinticuatro horas del día, y donde la mujer del guardia de puertas le acercaba los alimentos del día, y si en invierno, las mantas para la cama mueble, y de puertas adentro, por los patios, niños jugando a los juegos de los cuarteles, que, por la Casa cuartel de Porcuna, ese mundo tan alejado, siendo tan cercano, tan circunstancial, siempre había niños jugando a los corros del escondite, y al píllame detrás de los árboles verdes cargados de amarillos, de verdes y de anaranjados, y por donde siempre se presentía un pilón de piedra y un chorro de agua naciendo de un río, y un cantarillo sin dueño constantemente derramado. Unos niños que eran los otros niños, los niños de la disciplina, o de la otra disciplina, como un orfanato donde todo estaba marcado militarmente por los respetos, las banderas, los verdes, las disciplinas y los horarios, y donde los niños aprendían el respeto por el lugar y hasta el amor por el servicio, y a la hora de la siesta, el silencio del patio central, rayano con la melancolía de ser patio ansioso de sentir nombres y presencias.

Y a la atardecida crepuscular, un acarreo de sillas de las mujeres de los guardias civiles hacia el patio central de la corrala civilera; un corro de sillas y de mujeres sentadas, que parecían mujeres viudas a las que todos los lutos se les volvían verdes, bernardas albas en las tareas de las tardes y los encierros, teniendo en sus manos los bordados, las medias, los ganchillos y las costuras de los remiendos , y donde, por el aire se imprimía la sencilla, quieta y secreta revista cuartelera del corazón, donde todos los asuntos quedaban adentro, entre sus paredes: secretos de las estancias, presencias y sentencias de los instantes viviéndose: soledad de aquellas cenas de Navidad donde siempre faltaba el guardia civil caminero o de puertas, o donde la de fin de año, a la que también faltaba el guardia civil caminero o de puertas, y eran las cenas unas cenas de desamparo y de nostalgia, o un exilio de emigración con maleta y mizo. Y al fondo la puerta abierta, la gran ventana por la que iba y venía el mundo amplio en sus otros asuntos y en esa cosa de libertad de la que apenas llegaban sus migajas.

Y por ahí don Fernando Calahorro López, el guardia civil de la gente, el hombre honesto, pranámico, el hombre instruido y humanista, el echado para adelante que no temía a nada y sentenciaba su vida como un deber de estar con los demás, y a todo se enfrentaba, caballero andante sin más ínfulas que la realidad cambiante de su tiempo, con la inquietud del que está siempre ofreciendo una mano a la convivencia de puertas adentro, y de puertas afuera, el hombre que se ofrecía a Porcuna, y en sus servicios, una ayudantía para que de la venda de los ojos porcuneros cayeran al suelo pasados sufrimientos, afrentas tantas y tan oscuras acciones.

Abriendo Fernando Calahorro su humanismo, su dignidad y su compromiso con Porcuna, Fernando democratizaba el cuerpo de la guardia civil, y sin mirar clases ni condiciones, ni credos ni pensamientos, ni dineros ni pobrezas, abrió Fernando las puertas de su corazón y de su oficio para descubrirnos que, tras el verde del uniforme y el triángulo de su sombrero, se encendía, se esperaba, se expandía el hombre digno, el hombre noble y de tan amplio corazón, inmenso y ofreciente. Sus manos siempre ofrecidas y su cuerpo siempre presente, para los asuntos propios y para los asuntos intrincados, y para demostrar al pueblo que, tras el rictus que su oficio le demandaba y al que él obedecía, como era de orden obedecer, ofrecía a Porcuna una capacidad de servicio, de entrega, de compromiso y de sacrificio para que todo se hiciera más fácil y todo se tuviera más a mano, y para que el pueblo de Porcuna supiera y comprendiera, corroborara y agradeciera, que Fernando Calahorro estaba hecho de su pueblo y para las gentes de su pueblo- el guardia civil de la gente- que ya no era su pueblo de adopción, sino su pueblo de origen: porcunero sin carné de identidad, pero con toda el alma vestida de las esencias, las cuestiones y los quehaceres porcuneros, tan porcunero el señor guardia civil Calahorro, que dejó en Porcuna su impronta, su caballerosidad y su empatía para comulgar con sus principios, que no son otros que los principios de la buena acogida, para hacerse y ser amigo de todo el mundo, y el pueblo de Porcuna comprendió que, detrás de la austeridad y autoridad de su etiqueta soldadera, anidaba en Fernando el hombre alegre, el hombre campechano, el ser distendido y conversador, el que paseaba por el Paseo de Jesús junto a hombres, mujeres, niños, árboles, rosas y horizontes:

-Buenas tardes tenga el señor guardia civil Calahorro.

-Buenas tardes tenga usted, paisano.

Persona con la dignidad en el oficio y dignidad en sus maneras, y por ser persona que siempre le viene bien a los pueblos: silencioso con los silencios, aguerrido con sus etiquetas, expandido con la sentencia de que es bueno todo lo que no ofende, y que en la tolerancia está la primera virtud y la mejor creencia, como bueno debe ser todo lo que se estima y se ofrece en bonanza y bonhomía , y que, en el querer y sentirse querido, Fernando Calahorro era el hombre abierto, el altruista de las gentes, el esforzado caballero que, dentro o fuera de su muralla, ofrecía su castillo de naipes para echar una partida, y que ganara aquel que mejores cartas tuviera.

De gran dimensión humana y servicio perpetuo, Fernando Calahorro se iba ofreciendo, involucrándose de este pueblo tan abierto, tan receptivo y tan acogedor, que, al hombre receptivo y abierto que era Fernando Calahorro López, le hizo entrar en la comunión de las cosas nuestras, y tan nuestro se sintió, que ya no se quiso ir nunca hacía sus tierras tosirianas, y cuando se fue, valiente y definitivo hacia el ataúd de las almas , el pueblo de Porcuna lo acompañó en su último adiós para ofrecerle todas las rosas del mundo, y en el álbum de sus cuarenta años porcuneros, la firma de los recuerdos decorando su nombre con la algarabía de la amistad más verdadera.

-¡Ha muerto Fernando Calahorro!

- No es de extrañar que sólo pasen golondrinas por el cielo.

No era por eso de extrañar que, cuando a la Casa cuartel de la guardia civil le llegaba su festividad de la Virgen del Pilar, donde, los habitantes de la casa encantada del cuartel estrenaban ropas y solemnidades, como ofrecían sonrisas de puertas abiertas, a Fernando Calahorro le encargaran abrir al pueblo el palomar de las invitaciones y de las aberturas sin murallas y de la expansión de sus jardines:

-Fernando, que digo yo, que ya que tienes tú esa maña y ese carisma con la gente de Porcuna, y aquello de lo de profunda amistad, y la mejor relación, en ti confiamos las puertas abiertas del Cuartel, para que, de su verde militar se ofrezca el verde de la esperanza.

Y el Día del Pilar, se abrían las puertas de la Casa cuartel de la guardia civil para ser la casa de todo el mundo, y para que el pueblo de Porcuna entrara en sus adentros para dejar al aire todos sus misterios y todas sus convivencias, como parecían abiertas las puertas de sus pabellones y las puertas de sus casas, y durante la jornada de puertas abiertas se abrían los licores y se ofrecían los manjares, y se trababan las lenguas y se cantaban los cantos. Fernando Calahorro se fumaba el puro de todos los años, su humo anual y festivo, la única chimenea que se le otorgaba a Fernando en eso de las delicias del tabaco, ante la mirada regañina de la Carmela Illana, que lo miraba de reojo mientras bailaba en sus brazos los sones de un pasodoble tocado por el acordeón del bueno de Juan Estrella bajo el naranjo con naranjas, o bajo la sombra de los verdes limoneros con sus limones amarillos.

Condecorado con la Cruz del Orden del Mérito Militar con distintivo blanco de cuarta clase, y algunas placas para la memoria del agradecimiento y los servicio prestados, y con el orgullo de haber llevado con ética y dignidad y un mucho de razonamiento, y manos abiertas, y ayuda siempre, el verde de su uniforme y el negro de su tricornio, y por todos los instantes de su vida siempre puesta al servicio de los demás dentro del orden de la Guardia civil, Fernando el ofrecedor, el de las manos abiertas y corazón amplio, el que siempre estaba ahí presente, las veinticuatro horas del día durante todos los días del año, entregado a su cuartel y a las gentes de Porcuna, le llegó el día de colgar los hábitos verdes, para ser monje seglar en mangas de camisa y ropa de campo, y siempre pareciendo ser ropas señeras, reportando su estampa por las calles de Porcuna, aquellas calles que conociera tanto, y saludando a todas esas gentes que siempre se le ofrecían desde el agradecimiento, el respeto y la amistad, como agradecimiento, respeto y amistad él le ofrecía a ese pueblo de Porcuna que lo recibiera con los brazos abiertos y al que él le entregó la luz cambiada de ser un guardia civil alejado del aislamiento y entregado a las causas de sus gentes.

Desde la estima que en Porcuna se le tenía a este diplomático, ético, carismático y ejemplar guardia civil, adoptado por un pueblo que no era su pueblo aunque su pueblo ya lo fue siempre, y al que, el pueblo de Porcuna se lo hacía reconocer siempre a cada paso que daba recorriéndolo en sus calles o en sus campos o en su historia o en sus servicios, tratándolo, no ya como uno más de los suyos, sino como el suyo, como el que nació en la historia de Porcuna y en la historia de Porcuna se quedó a vivir para anidar entre sus renglones.

El guardía de los guardias civiles, el ejemplo a seguir, como hombre y como institución, se reservó para su jubilación las labores de los campos, unos años merodeando por los Juzgados de Martos, en el orden y vigilancia de su puertas, y en presidir el Círculo Artístico y Cultural, al que modernizó, reformó y puso al día para adentrarlo en el nuevo siglo. Hasta que un día, al guardia civil de la gente, le llegó la temprana hora del adiós, cuando más satisfecho y tranquilo y acompañado estaba, , y con su adiós, Porcuna dijo adiós, a una de las personas más humanas, responsables, sencillas y amigas, más sacrificada y más comprometida con su pueblo, que han visto pisar estos nobles suelos nuestros.

De la tierra tosiriana de San Cosme y San Damián, a la Porcuna juglar de alharillas y benitos, y un San Marcos chiquitito lleno de espigas y abriles: la tierra de los civiles recibiendo al civilero. Guardia civil caminero por los mares y las sierras, te dio Porcuna la tierra para sembrar calahorros y en el agua de los chorros, sus fuentes te bendijeron en el bautismo señero de ser uno de los nuestros. Maestro de los aciertos en el trato con sus gentes, por el aire de tu frente se dibujaba la esencia de ser clara tu conciencia como aguerrida tu estampa. Calahorro de las altas inquietudes de los tiempos, se abrió tu mundo de aciertos y era tu paso una huella, que nublando la ceguera de otros tiempos y otras armas, jugaste al juego de almas y las almas te siguieron, como un agrario aguacero dándole vida a los campos.

Tosirinao sin tosiria, porcunero con raíces, el mundo de las perdices pió en tus manos su trigo y por las nubes del siglo se paseó tu presencia, verde, naranja, violeta, hasta volverla arco iris de una mañana de invierno. Abriste de los cencerros sus más sonoras canciones y el don de las emociones le abrió a tu nombre su horno. Por Porcuna Calahorro luciendo su traje verde y una empatía con su gente vistiéndote porcunero. Humanista, pinturero, señor de sus altas torres, humilde como los dones que ponen pan en las mesas. Fueron todas tus sentencias extender tu mano amiga: un caminito de hormigas siguiendo tu compromiso; que donde quiere se quiso, y donde no, tolerancia; el mundo de la arrogancia quedaba mudo en tu boca, y ante la loca algazara de la sentencia sin sino, tu voz de lumbre y de trino creando nidos y algas. Clamor de las tardes largas, amor de las noches negras, mejor la paz que la guerra para entenderse en la vida, que hay más razón y medida en una palabra llana, que mil años de proclamas sin llegar a acierto cierto. En horas de desconcierto, la dignidad de tu nombre siembra de esencias al hombre hasta volverlo persona, y en este hoy en que te nombran estas las mías palabras, abro de mi almario tu alma para sembrarme en tu huellas. Al fondo de la escalera, tus pasos subiendo siempre.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
FOTOGRAFÍAS: LOURDES CALAHORRO ILLANA
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