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Benito Torres Aguilera, las otredades de Benito 'Canastos'

“-Y, a continuación, en “Discos dedicados”, la canción: “Canastos”, de Gloria Lasso y Luis Mariano, que, Benito Torres Aguilera, desde Porcuna, dedica “A quien ella sabe…”

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Y mientras por Radio Popular sonaba el tema “Canastos” de Gloria Lasso y Luis Mariano, la hija del mesonero de Jaén, donde el joven Benito Torres Aguilera acudía para tomar su café sólo o sus almuerzos del mediodía, en aquellas su idas y venidas de Porcuna a Jaén para dar en el Clínico, donde estaba siendo tratado de su enfermedad de juventud, iba preparando sus maletas para en “la Pava”, irse para Madrid, donde ya tenía plaza de maestra escuela, y donde quizá el otro amor, acuñador de alianzas y piso en Plaza Mayor, ya la estaba esperando para llevarla de blanco al altar; otro amor que, quizá, no le dedicara canciones de amor a través de aquellas radios de ayer de los “Discos dedicados”, ni la esperara a la puerta del mesón por el Casco viejo de Jaén, para cantarle a sus ojos negros la hermosura de las pestañas cuando los cierran y los recogen en el alba candeal de la melancolía, ni a escuchar de la boca de Benito Torres las endechas líricas que Benito espulgaba de los cancioneros y romanceros populares de antiguamente, a la vez que, las rimas se perdían enredadas por entre los caracoles de la melena morena de la hija del mesonero, dándole aromas a la flor sin olor de la margarita, que, cogida con orquilla, plantaba jardín blanco con su única flor entre tanto azabache brillando al sol de los recién lavados cabellos:

-Por ti, yo no sé, ciertamente, mujer sin nombre, si sería capaz de matar, morena mía, pero, a buen seguro que a mi lado serías la mujer más dichosa del mundo, y, en la república de mi casa, aceptaría yo tu monarquía, incluso tu monarquía absoluta y absolutista, para tratarte de reina y señora, como cantaba doña Juana Reina.

-Ay, señor Benito, que los enamoramientos se vienen a dar y hacer bien entre dos, y usted ha llegado a mí demasiado tarde, y aún aceptando sus galanterías y sus rotundos requiebros, ha de saber que ya anda una enamoriscada del mio novio de siempre, y prestas tengo ya las maletas para seguirlo al fin del mundo de Madrid, donde tengo ya asignada la plaza de maestra.

-¿Me aceptaría usted unas castañas pilongas, ya que es tiempo de castañas, o unas bellotas del Cortijuelo, que es afamado cortijo de mi pueblo donde se dan muy buenas bellotas, o unos granos de granada de las huertas del Vélez, para competir en brillo y hermosura con el brillo de los sus ojos tan hermosos…?

-¡Ay, Benito, Benito, qué pesado se monta usted todos los días, y siempre en su misma cantinela, no obteniendo de mí no más las mismas respuestas que ayer le diera y anteayer también, y que también le diera mañana, y así todos los días habidos y por haber, Benito, y qué difícil e imposible es el amor que usted me propone!

-Usted me devolvería toda la salud, morena, con tal de que yo pudiera, no más sea un instante, poner mis manos en sus mejillas, para ver que sienten mis dedos ante tanta seda y ante tanta poesía.

-¡Ay, Señor, Señor…!

-Entre tanto, ruego a usted, me acepte estos dos humildes presentes que le luzco y le obsequio: una tarabita hecha con media bellota verde para que juegue usted con ella sobre el mostrador de mármol del mesón de su señor padre, al que yo quisiera tratar de suegro, en viéndose y sintiéndose que no en ese tratamiento se ha de parar, y un puñado de santicos de las cajetas de mistos, para que los guarde usted, bella dama, como si fueran, más que tapaderas de mistos, santicos para rezar, o juegue también con ellos al rata, alza y tapa, o al tinto o blanco, como hacen los muchachos por las aceras de las calles de Porcuna. Y, teniendo en cuenta que, los que le ofrezco, son de los llamados bonitos, que no de los feos, y que tienen más valor, y hasta se los tiene en una mejor estima.

“-Desde Porcuna, nos escribe el ya nuestro amigo Benito Torres Aguilera, para dedicar la canción “Canastos”, “A quien ella sabe…”

“Con el amor no se juega,
Ay, Canastos,
Que es peor.
Señorita:
Hace mucho que la espero
Soportando el aguacero
Por decirle que la quiero,
Aunque usted no lo permita…”

Y así se le iba desgranando el amor a Benito Torres Aguilera, entre el Clínico de su enfermedad y el amor a la amada del mesón, sonando todo como a un romance muy vetusto y anticuado, loado en ripios de versos cursis y la canción de la radio como sonando en laúd o mandolina. Que ante los ojos de la esquiva amada que le dio nones a pesar de los pares de Benito, al porcunero se le iluminaban sus asombros y le latía el corazón, y con sólo unas palabras voladas de sus labios, y aún siendo palabras hurañas, desatendidas y toreadas, Benito recibía, se tomaba y se bebía todas las medicinas de la enfermedad que le acaeció en tiempos de la mili como un maleficio de pólvoras ingeridas o puestas sobre su piel, como hacían los soldados de antaño dejando un nombre amado dibujando en el arder de la pólvora.

A Benito lo sabrían las gentes del lugar del Jaén antiguo, y aquellas otras gentes que todos los días escuchaban por Radio Popular su siempre igual dedicatoria y su siempre igual canción, iterada y sentida y también dada como tirillo al voleo que se lanza a quien la quisiera escuchar, aquel “Canastos” de Gloria Lasso y Luis Mariano, banda sonora de una vida y de otras vidas más de la España en blanco y negro de los Cines Recreos, que le dieron a Benito Torres Aguilera la bendición y tradición porcunera del nombrajo y del remoquete eternos, esa médula y conciencia de los pueblos, esos bautismos seglares, mundanos y aconfesionales ,esas señales que, como señas de identidad se le pegaban a uno en la piel y en las entrañas y en el sonrojo hasta ser ya piel y hasta gallardía, a pesar de que aún haya gentes que opinen, yerren y desbarren en el malentendido de creer que el apelativo de “Canastos” le venía a Benito Torres Aguilera por aquel otro afán suyo de confeccionar canastos, cestas y otros útiles con las varetas de los olivos o las hebras de los humedales, de los que también Benito “Canastos” era artesano sabio, ejemplar y labradero , que, a la vera de la acera o bajo las sombras de un patio se afanaba en las tardes de la melancolía y los entretenimientos para sacarles a las varetas del esfareto y a los espartos corredizos, el alma que llevaban dentro y que sólo sabían ver y labrar los que en las varetas, y es un decir, veían algo más que las aceitunas en su obra maestra del aceite virgen.

Luego, un día, a Benito “Canastos”, ya recuperadillo de sus achaques de salud, la amada utópica se le fue a Madrid a profesar como maestra amiga en el convento de las maestras del ayer por la capital del reino sin rey, y Benito “Canastos”, que en consecuencia había averiguado la dirección de la fonda donde paraba la amada, allá por Marqués de Pontejos, a todo aquel paisano que a Madrid iba, por los unos o por los otros asuntos, que no vienen al caso, Benito les daba una carta que el enamorado escribía a la descuidada y huída amada, una carta llena de amor, y siempre la misma carta escrita una y otra vez, como una y otra vez seguía sonando el “Canastos” por la radio; llena de amor y de palabras urgentes, que incluso pudieran ser palabras agradecidas:

-Toma, amigo, y en un favor, a ver si puedes acercarle, ya que a Madrid vas, esta carta para la maestra amiga, la hija del mesonero de Jaén, que yo no me fío mucho del sello del Correo postal, y creo yo que las palabras de amor deben enviarse con carta en mano, para que no se le vayan a las palabras los besos que le he bordado. Y de paso, le entregas a la amada este pequeño paquete que contiene bote de agua de colonia, sin renombre pero oliendo a canela y a flor de limón, y unas medias, si no de seda, si que son medias que abrigan bien y estilizan tanto…

La hija del mesonero recibía la carta y recibía el agua de colonia y recibía las medias, pero la novia arisca nunca hacía aguardar al mensajero a la puerta de la fonda para entregarle contestación, mientras sentado en su silla baja, un día tras otro, en esas horas de la tarde de Radio Popular, seguía sonando la cantinela de la canción dedicada en amor “a quien ella sabe…”, aunque ya no supiera nada.

***

Benito Torres Aguilera, se acostaba vestido por si acaso se le incendiaba la casa:

-Bueno, unas veces sí y otras veces no, ¿sabe usted?; que según me pillara a mí el cuerpo y andara la mente en la profecía o en la presunción del fuego, que uno era buen y bueno clarividente, sagaz y profético en la meiga del presentir los incendios, ¿sabes usted?, sobre todo de los incendios que se producían en mi propia casa, que en casa ajena no entro, ni adivinar puedo por los asuntos míos de las intuiciones las cuestiones de puertas afuera. Así que, si un día de esos tenía yo la ensoñación, la clarividencia o la emoción del quemar el ramón en casa, como si mis ojos, más que ser ojos achispados u ojos etílicos, fueran ojos de fuego, entonces sí que me acostaba vestido y hasta con boina, como, si en cualquier momento, hubiera que salir pitando y a prisi corriendo y ponerme a salvo a las puertas de la calle, mientras la vecindad acarreaba aguas de los pozos o aguas de las canales para apagar las incendiarias y luminosas llamaradas.

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Ya fuera por su casa de Paulino Molina, amplia y despejada, o por su otra casa en el día del allá después de la calle San marcos, chiquita y recogida, como casa de mocico viejo, a Benito “Canastos” se le incendiaba la vivienda, que si una vez por el fuego del chisco, que si otra vez por el fuego de los chisques, por la lumbre del brasero o por la ceniza del cigarrillo, el caso era que, al hombre del fuego se le ardían las estancias mientras él, vestido, presuntuoso y certero, bajo las sábanas del verano o bajo las mantas del invierno, pegaba el salto saltarín de la cama para salir a la calle y pegando grandes voces, sino alaridos de terror o hasta de gozo, convocaba a la vecindad a la ayuda del agua de los improvisados bomberos, haciendo incluso Benito, mofa de las ardientes situaciones para ponerles al mal trago buena cara con su cosa de ironía y el sarcasmo de ser un ciudadano llamado don Pablos venido de la picaresca del Siglo de Oro, pregonando por Porcuna sus haceres, sus risas, sus trucos y sus congojas saltimbanquis, o al mal tiempo agradable semblante, y a lo negro de lo quemado, una manecica de cal con azulete y en un plisplás, el blanco antiguo como nuevo:

-¿El señor Benito “Canastos” piensa acostarse en esta noche del hoy para mañana, vestido o en los cueros de los calzoncillos? Por si hay que estar de vela, vigilancia, retén o centinela, no sea que, en quemándose su casa, el fuego pase a las casas colindantes y se arme por Porcuna aquel incendio de Roma…

-Pues según me pille el cuerpo, ¿sab’usted?, que uno nunca sabe bien en como vendrá y en como se atinará el mundo de las presunciones, y el ver más allá de la realidad presente, pero, vamos, que para lo que sea, haga usted de sereno sonando llaves, esquilas, dedos chascados o tiriteras de dientes, y así, si acaso, a la hora de acostarme presiento el fuego, como los antiguos judíos presentían la llegada de Dios Nuestro Señor, le pongo un papel clavado con punta a la Biblia de la puerta de madera de mi casa, y así sólo esperar el humo que suele salir fácil y esplendoroso por las ventanas, y todo lo demás, griteríos y aguas, caballero.

Benito “Canastos” se acostaba vestido por si acaso se le incendiaba la casa, ya sólo fuera en incendio de pajar o en chumascao de sayuela, y por si ese acaso llegaba a buen puerto y a mejor término, al lado de la cama se ponía de centinela a su perro “Mochuelico”, que, con nombre tal, no era de extrañar que estuviera toda la noche avizor y en vela, y así pegar el ladrido que despertara al señor “Canastos” del sueño benefactor, y de un salto circense, poner a Benito Torres en la calle mientras el vecindario sacaba las aguas de los pozos, ya fueran pozos propios o pozos de medianerías:

-Menos que la providencia me ha acostado vestido, y he podido escapar de las llamas y los humos a la calle en condiciones presentables de aderezo y orden, que si no, con el fuego llamando y yo en ropas menores de camiseta y pantaloncillos blancos, en cualquier momento me podrían fichar para jugar al futbol en el Real Madrid.

-¿Y nunca ha pensado provocar sus incendios en las noches de los inviernos, señor Benito, con sus lluvias cayendo?

-¡Ay, manditalma!, entonces y en esas circunstancias, el fuego no tendría ni la más mijita de gracia; que, o se incendia bien, con ciencia, conciencia y razonamiento, o si no, se guardan los mistos, las velas y las candelas para cuando llegue el más y mejor tiempo, que esto es como las cosas de temporada, ¿sab’usted?, si en caracoles con caracoles, si en guitarras con guitarras, o con pestiños o con toricos de azúcar, y si incendio, en sus días donde el incendio sea incendio merecedor de tal nombre, que si incendio apaga la lluvia malamente se ha de andar en esta pirotecnia y en aquella otra piromanía, que de eso bien sabe y mejor el que lleva la vara de mando en los lugares del infierno.

***
Callejero por las calles de Porcuna, si en días pares o impares, con su transistor en la mano, pegado a su oreja derecha o arrimadillo a sus pies para las narices de los perros ambulantes, en sus descansos de escalón escuchando los “Discos dedicados” de las radios:

-¡Benito, que no son horas!

-Tampoco son horas de que usted esté siempre en la puerta con las orejas abiertas como orejones de vacas, con todos mis respetos, mi señora.

-Benito, ¿me dejas cambiar de emisora?

-¡No me toques el transistor que me van a poner el “Canastos” de Gloria Lasso y Luis Mariano dedicado a la amada que se me fue, casquivana y tornadiza.

Despacito o a las prisas, o a las otras prisas, aquellas otras del que nunca prisas tuvo, y las cosas con tiento, los quehaceres con armonía, y el paso descabalgado.

-Benito “Canastos, ¿vas o vienes?

-Pregúntaselo a las botas que me caminan.

Benito “Canastos”, recogido y libre en el colmenar de sus abejas, cogió la manía taciturna, inteligente y confundidora, y si incómoda, cómoda parecía, de ponerse las botas del revés, como beber el vino sin manos, que no del las, y así, las punteras le hacían de tacón y el tacón de punteras, en un ir y venir sin venir, y en un ir sin ir nunca.
Por las esquinas encaladas de las calles asomaban las botas de Benito “Canastos” en su despiste general y genial también en el hacer del genio incomprendido, que, en donde asomaban punteras bien podían ser los talones de los dedos, lo de las punteras, y al paso se le despistaban los ojos que lo miraban. Benito iba como descalzo o levítico en el revés de sus botas de este hombre tan del revés, quizá porque Benito buscaba la irrealidad, la irreverencia, y esa cosa surrealista de las cosas absurdas, teniendo en cuenta siempre el que, el absurdo no era, en cómo él se pusiera las botas del revés, sino en el mirar y cavilar las botas de Benito “Canastos” puestas en sus contrarios:

-Benito ¿Y no te es incómodo calzarte del revés las botas de reglamento?

-Pues no, que, aunque incómodo pareciera, incómodo no me es, y sólo lo es a los ojos ajenos que miran sorprendidos, que todo es cuestión de buscarle el gustillo al mal andar, y puesto que, todo anda en el revés del manga por hombro, y vivimos tiempos en que nada parece lo que es, y lo que es, parece no parecerlo, es una especie de protesta y hasta de reclamo, y si despiste, bien es sabido que sólo se despista el que quiere y sólo se asombra el que vive asombrado en las sombras de sus realismos.

Con las botas puestas del revés, a Benito Torres nunca se le sabía si venía para recibirlo o es que se iba ya y sin habernos enterado de que venido hubiera. Raras sonaban las caminatas de Benito “Canastos” subiendo San marcos arriba hasta el Llanete Padilla, donde la verdad de sus pasos era una verdad cogida por pinzas, ya fueran mismamente pinzas de colgar la ropa de los tendederos de alambre.

El hombre excéntrico, irreverente y genial haciéndose el payaso a sí mismo daba que pensar a todo el mundo que lo miraba de frente sin saber a ciencia cierta si no sería visto de espaldas. En el juego genial del despiste, Benito era la encarnación de la incongruencia y del hombre descarado y blasfemo de la realidad, pelín hipocondríaco y con un mucho de solera en el malestar de los asuntos tan iguales y tan aburridos, y tan sombríos también.

Viviendo en el mundo del revés donde todo no era lo que parecer pareciera, o donde parecía que pareciese, Benito “Canastos” venía a demostrar en que no, quizá para contrariar a las gentes de lo recto, lo efectivo y lo innegable, para tratar de pasar su yo musical, por los propósitos deslavazados , personales y subjetivos: una especie de ensoñación o desventura que daba a sus verdades aventura y su ética verdadera; ese como estar riéndose de todo el mundo, como en el reír, riéndose de si mismo y así mismo en la aventura teatral de la vida, haciéndose el payaso, y así mismo, haciéndose lo otro, su otro, sus muchos otros: su virtud más afortunada, cuanto en contrario, de loco genial al que la locura le tocó con la varita mágica y benigna de estar creando su mundo imposible, pero certero:

-Paréceme a mí que siempre ha habido confusión y caos en mi nombre, como confusión hay en mi otro nombre, en el aquel de mi nombrajo sonoro y de mi sobremanera fullera, y hago yo de mi astucia y de mi inteligencia rara y sin escuela, cuando no utópica y gremial, audaz y totemista, una verdad que sólo saben discernir las eminencias faltuscas de los que no dan en la retórica, y sí en el conqueridor y pañizuelo ir al bulto de los pocos clientes, que, a este tundidor de varetas, a este sastre de la raíz del olivo, en lugar de darle coba le dan con el canto en los dientes, como si le dieran con canto de pan, los que saben, creen saber, o saber pretenden o adivinan, y aún, se piensan que saben adivinar, cuando todo es niebla disfrazando las carnes del futuro muerto.

En las tardes aquellas de los veranos de la paja por los templados, y el puerco espín del sol chinchorrero, adulador y dormitante, y adormilante también, mientras los cuerpos de los aduladores o los callados, aquellos de las legumbres y los gorjeos, epítomes, gorgojos y diarréticos de gazpacho, de ensalada de verano o del salmorejo de todos los tiempos y de todas las edades, dormían las siestas sobre los camastros de las mantas en los portales recibidores de las casas, con cuatro moscas pejigueras zumbando sobre las carnes, reconvertido en árabe que pareciera estar redactando la versión profana y sacrílega del Corán , Benito “Canastos”, inventó, se inventó a sí mismo, la escritura invertida, la escritura disfraz, la escritura espía, la escritura epigramática y bercera de las palabras al revés, y así, Benito, se entretenía en rellenar los papeles en blanco con las palabras a la contra , y que iban de derecha a izquierda, jeroglífica, traspillada.
Benito “Canastos” cogía el folio o la cuartilla, o la hoja de libreta a cuadros, y el lapicero tan afilado y tan entretenido, y los enfrentaba hasta crear el duelo o la guerra de los textos imposibles, los pictogramas y las adivinanzas donde la piedra Rosetta era un espejo que era el que le aclaraba a los escritos, sus concretos significados y equivalencias:

-Benito ¿qué haces escribiendo del revés lo que nadie a entender se aviniera?

-¿Pero usted no estaba durmiendo la siesta?

-Perdone si molesto.

-No es que moleste, pero estaba mejor la casa con sus cortinón corrido y sin más murmullo que la mosca pejiguera, quevedesca e infernal, valona y buscamuertos dándole su música de alas a los escritos.

Este hombre del Porcuna cotidiano, que dio en Benito “Canastos” un día y por hostias comulgadas el perdonavidas de su ingenio, sus otredades y sus celebraciones, le escribía a los escritos sus contrarios, tal cual que, donde dijera “amigo” decía “ogima”, y donde “duende”, “edneud”, y así, donde “milonga”, “agnolim”, y cuando Benito componía sus textos descompuestos, sus mensajes secretos dentro de la botella marina, su historia, su vuelta al revés de las cosas, su otro yo de las palabras, su subconsciente y su maravilla, enfrentaba el papel al espejo y el espejo le devolvía el escrito y el mensaje certero, nítido, complaciente, académico, acontecido, aunque para mí que, Benito “Canastos” comulgaba más con su lenguaje posible, aquel que hablaba en su intimidad y hablaba a las gentes que no le comprendían:

-¿Ya va borracho Benito?

-Nanai, caballero, sino hablando el otro lenguaje…

Lo mismo que a los números les descubría sus cuentas irreales e imposibles:

-Benito ¿dos por dos?

-Cuarenta y seis.

¿En los asuntos del vino andamos?

O menor “sies y atnerauc”

-Te ríes del mundo, Benito del mundo, como si el mundo fuera una risa descubierta en tu boca.

-Ya habrá tiempo de llorar, y de llorar tanto, que de pesares nunca andaremos faltos.

De la escritura fantástica y genial, de la escritura que hacía fantástica y charada la imaginación de este hombre único que se quería salir del mundo para crear su otro mundo, su otro yo, su otredad palpitante, su variante, su amorfosidad, su intrascendencia, Benito era el dibujador de los espejos y también su distorsionador. Benito “Canastos” se miraba al espejo y veía lo otro, lo imposible, lo estridente, lo surrealista:

-¿Y le hablaba Benito “Canastos” a los espejos?

-Benito “Canastos” ni le hablaba ni le callaba a los espejos, solamente le dibujaba al mundo su otro rostro, el mundo incomprensible de donde nace la imaginación y se recrea el instinto del disfraz. Y el mundo de los espejos le respondía.

Ovacionado por los espejos y por las incongruencias geniales, Benito Torres Aguilera le dibujaba a Porcuna su poco o su mucho de imaginación y de inventiva, y junto con los Arturés, los Camuñas o los Ciegos de las iguales, era la salvación de las almas soñadoras y evasivas que en la inocencia y en la inteligencia sin universidad iba escribiendo sus renglones torcidos, sin saber, ni imaginar, o sabiéndolo todo, que eran los renglones más rectos dentro de tanto malestar y tantas almas flojas y cansadas:

-Benito ¿usted nunca se cansa?

-Ya me cansaré lo suficiente cuando esté dentro de la mortaja, y la mortaja esté dentro del ataúd, y el ataúd dentro del nicho, y el nicho dentro del cementerio, y el cementerio dentro del limbo de las almas peregrinas, las que nunca se quisieron ir del todo, que entonces sí será cansancio, y cansancio eterno del que se deben de doler mucho las espaldas, y a más, ¿sab’usted?, cansancio del que no se ha de volver hasta que profanen mi lecho del sacramental y quemen mis huesos, o los repartan a los cerdos para entablar negocios con nuestra esencia.

-¡Igual queda usted en cuerpo incorrupto!

-Cosas más raras se han visto, manque, todo dependa de la sombra o el sol que le dé a la lápida, y si está en alto, en bajo o entre medias, que de estas circunstancias saben muchos los enterradores.

Las botas del revés, del revés la escritura, del revés los contrarios del agua, y del revés su indiferencia ante los tiempos, que no ante las gentes de los tiempos, que daba en su inteligencia y en ser el dueño y señor de su teatro. Y si jugaba a las quinielas las quinielas que le tocaban:

-¿Real Madrid-Pontevedra?

-Vamos a ponerle un 2

Y el pleno al quince de la loteria, mientras iba mascullando entre dientes las coplejas de las murgas carnavaleras de la República:

-Déme usted, señor lotero, todos los treces del mundo.

-¿Y alguna vez le fue a tocar quiniela o lotería?

-Más de lo que usted se piensa, que en lo contrario, en lo otro de la lógica toca la suerte su zambomba, y anidan muchas más verdades y aciertos de los que se piensan.

-¡Anda, Benito “Canastos”! y cuéntanos la historia de cuando acabó su Servicio militar…

-¿Y no quiere que les cuente también, y de propina, mi vida como casero por el caserío del Zahán, donde yo tenía mi huertecico con sus pencas, sus lechugas y sus tomates, y mis tres gallinas ponedoras y su gallo con espolón guardando su reducido harén picapedrero, y una cabra que me balaba en las mañanas de niebla los esquilones de su melodía hasta que la vaciaba de leche?

-También, también, Benito “Canastos”: usted puede contar lo que se le venga en ganas, que, para contar, ya sabemos que ha gozado vuecencia de mucha vida y de muchas vidas dentro de su vida.

-Unos cuantos mesecillos que me tiré entre calabozo y entre prisiones carcelarias de militares conciencias. Total, por una pamplina y una chuminá, que se hubiera resuelto con un par de hostias bien avenidas aunque hubieran venido a mi careto, que no sé yo si fuera olvido, pasotismo o negligencia, con su tranca y su retranca mal atrancada en carnestolendas, su mucho de oprobio, y su chispitina traspillada y chanflona, que vino a dar la cosa en que, cuando me licenciaron de hacerle la mili a la patria, en un esto o en uno lo otro de las prisas, fui a entregar mi cetme al primero que me encontré, sin nada que firmar y sin acreditación la mínima, y sin más justificación que dejar el petate bajo la litera arropadito con su manta, y salir pitando del cuartel para no perder el autocar y de paso mirarles las pantorrilas a las sirvientas de los recados y a las gruesas meretrices de las esquinas, a la cartilla militar su hoja final de licenciamiento con el supuesto “Se le supone” en cuanto a mi valentía, que no sé yo si dio en valor aunque sí diera en muchas lentejas con chinos, muchas guardias de garitas y en muchos retenes tiritando, y a las aclamaciones del aire libre su poca de voluntad para salir del entuerto. Y así sin más, hasta que estando un día yo escribiendo cartas a los “Discos dedicados”, rogándole a la amada su amor con el “Canastos” de mi nombrajo, o a los espejos de repisa en su extraña verdad, se presentó en mi casa la una pareja de la Guardia civil para tenerme preso por el lamentable olvido de no haber entregado reglamentariamente mi cetme de reglamento como era deber del buen soldado español, que en soldado piensa y siente. Olvidos que tiene uno, porque, también el olvido se ha de mirar y reflejar en los espejos y hasta ponerse las botas del revés, que es el olvido la otra cara de la luna, el río que, equivocado, sube corriente arriba, y en lugar de dar a la mar, vuelve a la nieve, o como el hijo que tarda en nacer y quiere volver a ser gameto para nunca asomar su cara al mundo, sabiendo que el mundo le ha de cambiar la cara, como se le ha de distorsionar todo.

-Malos meses en el calabozo militar, Benito “Canastos”

-Ni malos ni buenos, sino pasándolos, otros meses de la vida, la otredad de un servidor que siempre fue persona llena de otredades y disfraces cuando no de tareas y cuestiones distraídas, y si no diferenciadores, sí que no me negará usted, que originales e inveterados.

Pero, si alguna que otra cosa volvía orate a Benito “Canastos”, o lo sacaba de sus canastos y hasta le hacía olvidar el ensueño genial de su amada Dulcinea vestida de mesonera por el Barrio viejo de Jaén, era su amor profundo al café, ya fuera café de puchero, café de cafetera o café de cafetería:

-La malta no, ¿sab’usted? , que la cebada queda bien para las bestias de carga, y si tostada, para las cosas del picón, pero que para el beber en negro, déme usted café del bueno, del África o de Colombia, o en todo caso del regular, pero café, que qué mejor aroma y qué mejor café, y qué más grande delicia que ese negro, con su espumilla, con su poca de azúcar y su mucho de gusto.

-¿Hace un café, Benito “Canastos”?

-Hace.

-¿Con una perrunilla de las monjas?

-Y sin perruna también, por muy de convento que fuera.

De sus habilidades excepcionales y de su imaginación y contrariedades magistrales, bien hablan sus trabajos prodigiosos en los raigones de los olivos, de los que llegó a ser, en Porcuna, su gran artesano autodidacta dándole formas al cerebro de las formas hasta crear la ilusión, la alusión o la imagen. Artesano maestro en las esculturas, el que, al raigón del olivo y de algunas otras maderas, sin más útil que su navajilla y su punzón de hierro, labraba sobre las raíces la sensación de las formas y los modelajes hasta crear la escultura magistral.

Ahí veíanlo las gentes, los tiempos, los climas, y las musas de la inspiración, en aquellas tardes de verano cuando ya el sol daba en sus sombras, y sin varetas por tejer, perfilándole a las maderas la clarividencia de sus ojos soñadores, ilustrados y artistas, o en los anocheceres del invierno, al amor de la lumbre del chisco o de la mesa camilla, cayendo las gotas por las canales sonoras y melancólicas, abriéndole a los raigones sus secretos ancestrales hasta encontrar la perfección de una forma, hasta crear una cara femenina, quizá la mesonera de su romance y sus amores desgraciados, la levedad de un pájaro articulado que movía la cola y movía las alas, y movía la cabeza hasta llegar a beber el agua de los recipientes, pájaro al que sólo le hacía falta cantar para anidar siempre canario en una jaula. El escultor de los raigones deslumbraba en sus trajines mientras con los serrines amasaba las formas para crear los huevecillos de los nidos, y con el polvo carpintero la luz tridimensional subiéndole a las bombillas hasta crear una lluvia de estrellas.

De su excepcional maniobra para tallar en la madera hablan bien las gentes que entusiasmadas y embebidas asistían a sus funciones escultóricas, los que veían a Benito “Canastos” en la obnubilación inspirativa de dar vida al leño, ya de por sí, leño con vida y con formas, encubiertas, invisibles, pero sensibles ante las manos amigas que lo iban desnudando hasta dar con su esencia:

-El señor “Canastos” tenía que haber estudiado una Carrera…

-Pero, vamos a ver, mis señoras y mis señores, si es que, por mucha
Carrera que hubiera o hubiese podido estudiar, no existe universidad alguna que me hubiera enseñado a andar con las botas del revés, a escribir la escritura contraria, ni a tallar en la madera los rostros imposibles; ni me hubiera enseñao a hacer aguaderas o cenachos de vareta o de esparto, ni a labrar el huerto de mi cortijo, ni a beber el café negro, como sólo se disfruta bebiéndolo en la tertulia en que uno está sólo. Qué bastante ha sido con haber estudiado y estado en la universidad de la vida, y todo lo demás, son cosas y hechos que a uno le nacieron en la sangre, como a otros en la sangre le nacen las malafollás, incluso hasta un poco de sus bonanzas.

-Quizá hubieras sido maestro de lo contrario, maestro de la paradoja montando su propia academia e inventando a sus alumnos solemnes siguiendo su magisterio.

-Déjate ya de pamplinas y ponme otro café, con poco azúcar, por favor.

Benito “Canastos” repartía los magisterios de sus esculturas de madera entre los amigos y allegados, y ni los que, ni amigos ni allegados eran, también pillaban su cacho, quizá una tarabita con lunas y estrellas grabadas en sus verdes a golpes de navajilla, como si parecieran farolicas de melones cochos, de las que salieran una extraña luz inspirativa manada de su blanca, dulce y tierna carne.

Pícaro, charlatán, inteligente y artista, delicioso, orate, abreviado y efímero, tan peculiar y tan auténtico, inventivo, suspicaz y refranero, contrario a la lógica y en la lógica, creador maravilloso. Hijodalgo de su calle: si por Paulino Molina o por San Marcos. Dueño y señor de su pequeño melonar por el Zahán, de donde regalaba sus melones que no le cogían en su cámara, hasta donde se llevó el arte de su navaja, su punzón y su escoplo, poniéndole de escolta y guardia a las matas con los melones, dos muñecos de tamaño natural, a la manera de espantapájaros, que eran de admirar por los labradores de las cercanías, a los que saludaban confundiéndolos con personas, y como personas armadas, ante los que se quitaban los sombreros de paja y se desnudaban los pañuelos con nudos, por si acaso hablaban y echaban a andar. Dos muñecotes a tamaño natural vestidos de guardias civiles, de los que asomaban sus bigotes de madera y sus ojos de madera y sus bocas y sus gestos de madera, y sus tricornios de madera pintados con el hollín de la chimenea, por entre los que picoteaban las gallinas con el gallo espantado cacareando un peligro de gente armada:

-Benito, cualquiera se te acerca al melonar, que bien parecen los muñecos tallados pareja de civiles de los de verdad montando su guardia hierática y cariacontecida.

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-Témanle a los hombres, pero para nada se achispen ni avienten, ni entren en temores ni se les descarguen los vientres que impiden las huidas desmayadas, ante lo que sólo son representaciones de las tardes con tantos aburrimientos y tan pocas cosas por hacer.

Pagando en pesetas pagaba en maravedíes, y pensando en verdades, pensaba en fantasías y en contradicciones, y entre más crecido más sabio, que, a veces, tanto monta monta tanto la una virtud como el otro improperio.

Benito “Canastos” le hacía ascos a las tajadas del pollo que le ofrecían los burgueses, y él bien que se arreglaba con sus gajos de naranja, sus huevos de los gallineros y sus cuatro collejas, que bien le parecían a su boca comer muslo de faisán o lengua de calandria. Lo mismo que le buscaba a las legumbres los presumido de sus puestas en agua para hervir en el infierno de la chimenea los potajes deliciosos, o el guiso de pata y cuajá de las ovejas viejas o de los corderillos tiernos, antes que las delicadas chuletas asándose en sus grasas y dejándolo todo perdido de olores medievales de castillo:

-¿Con un vaso de vino?

-Tráigalo para acá, y si son dos mejor que mejor, y hasta vendría bien que me dejara usted la botella mientras se planta a la puerta de la calle, que no es espacharlo, sino que está uno inspirado en el comer, y en el comer que mejor que la soledad y la menos compañía.

El tritono de su infundía le abría a Benito “Canastos” los fundamentos esenciales, emocionales, artísticos y armoniosos cuan imaginarios de su vida tan ajetreada y tan reposada al mismo tiempo, tan aguerrida y tan pacífica, y tan silenciosa a pesar de todo:

-¿Ha pasado un ángel?

-Anda y que te pegue una paliza un cojo…

Comandante del arte de los cabarets ambulantes, dibujaba cabriolas por las calles en sus botas del revés y sus cartas ilegibles, e iba cargado de transistor y de muñecos de madera para asustar a los niños que hacíanle rabona a la escuela, y maldecir a las lenguas que le gritaban que pusiera más bajita la música, o que se fuera con la música a otra parte, cuando él era el hombre de todas las partes del mundo, la paciencia caricaturesca, cadenciosa y arpada, de aquel que sólo se sabía su nombrajo, pero no se sabía cómo utilizarlo, y que desconocía la su voluntad y la imaginación que lo guardaba y atesoraba dentro de sus apabullantes virtudes y sus instintos ancestrales y utópicos.

Conversador de las otras cosas y las verdades a medias. Tentador en el ruedo de las cosas inconclusas y de los abismos resquebrajantes, a Benito “Canastos” se le detenía el tiempo mientras le hablaba al alma de las marionetas y a las alas de las palomicas de la luz de las bombillas, e imaginaba en alas y en siglos pretéritos y añejos, mientras le dibujaba a la vida su sonrisa amplia y le prestaba al camino sus cadenciosas caminatas del que nunca sabía a dónde iba a llegar, y en el fondo, bien poco que le importaba.

Cuando a Benito “Canastos” se le acabó su añoranza y su nostalgia, y se le acabó su pueblo, y a sus años les contaron sus horas diseñándole sus costillas, si no de batirse en retirada, sí en buscar de las otras manos los cuidados necesarios y las otras honestidades, y ya con los años jubilándoseles en el carné de identidad ya no renovado, fue el Benito “Canastos” de Porcuna, una de las almas más libres y creativas, truqueras y poderosas, y más expandidas y tan recogida a la vez, que ha dado Porcuna, a parar a la fonda de la Residencia de ancianos de Torredonjimeno , para firmar en esta residencia, su auténtica y más magistral obra maestra: la conclusión de su genio único y atrevido, lírico y fantasmal.

A las monjitas de la Residencia de ancianos de Torredonjimeno, el Benito “Canastos” de Porcuna, el señero creador de armonías e imposibles, el don capacitado de las contradicciones, las arbitrariedades y los impulsos, el artista que hizo de su vida, y de su forma de estar en la vida, su obra maestra, las tenía prendadas, chochicas y pícaras, aunque con mucho catecismo, muchas tocas y mucha repostería de convento, por donde Benito “Canastos” era la alegría de la huerta procesal, y donde tenía a los ancianos, siempre cantando maitines pasados por el agua de los tablaos , y a falta de mejores distracciones, hacíales Benito sus juegos de magia y sus bromas de vejete aún con ilusiones, o contaba sus chistes, si picantes con pimienta, si tiernos, con su poca de azúcar , proclamando de la vejez su chispica de esperanza y su danza bien bailada.

A las monjitas del luto y de las tocas, y de los crucifijos, las traía Benito del campo sus pajarillos pillados con las trampas o con las mañas, y ya las monjitas sólo querían comer zorzales y tiernos pajarillos, o algún otro pájaro pillado sin querer, pero que Benito disfrazaba de ave comestible que hacían cantar a las monjitas jolgoriosas y rezadoras sus gregorianos más satisfechos , mejor armonizados, mas celestiales y mejor salvadores, y sus tonos más subidos, como si hubieran sido los pajarillos rellenos con ciencias de beleños y ensoñadoras amapolas de los jardines; y en las tardes tranquilas en que la residencia dormía la siesta, y se corrían las cortinas y se apagaban las persianas, les confeccionaba a las monjitas dicharacheras, piadoras y recogidas los canastos de su apodo para que las monjitas los llenaran de roscos de anís, mantecados de navidad y yemas de Santa Teresa.

En el gozo y en el reojo de las bromas y de las inventivas, o más que bromas, protestas y hasta potestades, y como a Benito, un buen día le metieran en su cuarto a dos viejos regalados y chinches, que no lo dejaban crear en paz sus activos y sus suspenses, y como los viejos desdentados, relajados y poco ralos, al acostarse, solían dejar sus dentaduras postizas y de plástico dentro de sus vasos de agua, a Benito, en su siempre abierta creación y en el libre albedrío de hacer del mundo su mundo y su comandancia, ya fuera libre albedrío contradictorio y agresor, y pícaro también, dábale al bueno de Benito “Canastos” por cambiar de vasos las dentaduras, y por tiempo, fueron bocas que nunca supieron encajar sus dientes postizos, ni menos supieron hincarle los dientes a la adulación de las legumbres, ni al tierno mascar de los huevos duros, ni al chupar de los purés de patata, y hasta en el hablar, eran las dos bocas desdentadas e incómodas, bocas a las que les sobraban las lenguas:

-A esta dentadura cada día le pasa algo raro y peor.

-Será cuestión de ir al oftalmólogo.

-¡Y qué tendrá que ver el oftalmólogo en los asuntos de las dentaduras!

-Pues eso decía yo, que qué tendrá que ver…

Aturdidor de las pamplinas y las horas tantas silenciosas, en la Residencia de ancianos de Torredonjimeno, creo Benito Torres Aguilera su obra maestra, de la que tanto hablaron los tiempos de un día para otro día y de un año para otro año.

Benito “Canastos” tenía un flamante traje negro que le regalara un director de una entidad bancaria que había hecho la mili con él, y que siempre le recordaba la paradoja del cetme no entregado, o entregado mal, y de otras cuantas travesuras más del tiempo en que iban de muchachos uniformados en el Todo por la patria. El traje negro era traje que Benito “Canastos” siempre estrenaba y hasta entrenaba en los menesteres precisos y de pompa, bombo y platillo, que fueran pocos o nulos, o cuando no, indiferentes, pues, para Benito “Canastos” los dos únicos menesteres grabados con mayúsculas, y los más precisos o más representativos para el bien vestir del estreno del traje debían ser dos, el de boda con la mesonera sin alma y sin querer, que nunca estrenó porque nunca hubo boda, aunque seguro que el soñó la boda genial y más querida, o el traje que le sirviera como mortaja cuando de mortaja tuvieran que vestirle para encerrarlo en el mechinal de los adioses.

Con este traje negro y en la Residencia de ancianos de Torredonjimeno, Benito “Canastos” ideó su obra maestra, la obra maestra de su ingenio sin igual, ya fuera ingenio malintencionado, y su broma genial e imperecedera, excéntrica y subliminal, la de hombre rebelde y creador en unos tiempos donde la rebeldía era pecado y en no comulgar con lo comulgado un salirse de la manada, y en lo creacional, un hacer lo mismo siempre, y lo mismo de todos siempre.

Resultando que en la residencia acaeció la muerte de una monjita, y eran todo pesares y lágrimas a pesar del encuentro con el Dios salvador, y muchos rezos de capilla y muchos preparativos para la vela y el entierro de la Esposa y Esclava del Señor, y puesto que Benito se había ganado la plena confianza de las monjas rezadoras y laborales, se dejó a cargo de Benito el recibir en la residencia monacal y plañidera el ataúd para el entierro y ponerlo al lado de la cama de la monja exánime, más monja que nunca en su palidez, en su quietud y en su silencio, mientras las monjas rezaban en el oratorio los rezos de los difuntos por el alma de la difunta Hermana.

Ni corto ni perezoso, a Benito “Canastos”, se le encendió en ese momento la luz genial y ditirámbica de su teatro, su contradicción, su otredad, sus admirativos y sus puestas en magisterio, el otro lado de las cosas, las otras verdades, la otra mirada de sus ojos. Se bañó su cuerpo como nunca cuerpo suyo fuera bañado ni en el antes ni en el después, se vistió su traje negro sobre la camisa blanca, aquel que nunca llevó al altar, ni habría de ver él cuando lo amortajaran, peinó con peine y agua de saliva sus grises cabellos, con la raya al lado hasta resultar galán de fotografía, perfumó sus ropas y sus manos con agua de colonia y se metió dentro del ataúd, se anudó a la cabeza un pañuelo de bolsillo para sujetarse la mandíbula, cerró la tapa de la caja y cruzó sus dos manos sobre su pecho para poner en pie la escenificación de su muerte, o cuanto menos, de su mortaja: el ensayo general de lo que sería la acción que nunca verían sus ojos, ni sentiría su cuerpo vivo por muchas visiones que el alma pudiera sentir desde las alturas celestiales.

Cuando las monjas entraron en la celda monachalis, encendida de velas y de inciensos, y olorosa en el agrio olor de los cuerpos muertos, y fueron a abrir el ataúd para meter dentro de él, depositada como un ángel o una nube, a la monja amortajada en sus mismos hábitos aromados de campos en jaramagos recién abiertos, se llevaron el susto y el estupor de sus vidas de ver dentro del féretro al bueno de Benito “Canastos”, pálido, serio, sereno, más muerto que vivo, que ni espejo sobre su boca hubiera dejado aliento, escenificando magistralmente el momento más culminante de la vida.

Al encuentro del muerto vivo, vinieron los gritos, las persignaciones, todos los Aves María Purísima del mundo, y los desmayos de las monjas cayendo levíticas y teresianas por los suelos tan recogidos, desmayo del que una monjita al poco fenece al darse, en el susto del tropezón, un buen golpe en la cabeza con el pico de la cama, donde la Hermana muerta parecía querer esbozar una sonrisa pícara y desventurada. Y Benito “Canastos” ahí, sin pronunciar palabra alguna, ni exhalar el más mínimo suspiro o el más íntimo quebranto, con el pañuelo anudándole la mandíbula y las manos cruzadas sobre un pecho al que apenas se le adivinaban sus latidos.

Ni que decir tiene, que a Benito “Canastos”, las monjas de la residencia, en cónclave extraordinario, le pusieron las maletas a la puerta de la calle y lo mandaron directamente hacia las atalayas de Porcuna, sin llegar a comprender nunca, que Benito “Canastos” había escenificado su última y genial maravilla.

Benito “Canastos” se quedó sin residencia, al igual que las monjitas se quedaron sin pajarillos, zorzales y otras aves del comer para sus guisos de arroz, y sin canastos para guardar en ellos las monacales reposterías, y sin la gracia y el ingenio de este porcunero travieso y augusto, que a la mala cara de la vida siempre le ponía su buena cara, pícara, intuitiva, decorosa y decorativa hasta elevar el altar donde se muestran todas las almas pasajeras, por muy geniales que sean.

Luego acabó Benito Torres Aguilera sus últimos días en la Residencia de ancianos de Nuestra Señora de los Desamparados de Martos, donde para celebrar el centenario de la Madre Petra, en el año de 1988, la residencia editó un calendario, dedicándole a Benito “Canastos”, y en el honor de su nombre tan esencialmente porcunero, la cartulina del mes de Julio, por aquello de ser mes del San Benito de los Segadores, y por donde aparece Benito “Canastos”, bajo el fondo de la Peña sin castillo, y las casillas colgando como despeñe de blancos carvajales , vestido de invierno o del frío de los años, con su gorrilla de paño y su cigarrillo sujetado, más entre los dientes que entre los labios, enseñándole a una monja curiosa y blanca, el modo y manera de hacer los canastos con los mizos de las alpacas de paja, o con rasgaduras o sobras de tela, sentado sobre un banco de hierro verde, una verja verde y un pino verde y una luz de sol de tarde dibujando la sombra de Benito sobre el cemento, como si ya fuera Benito “Canastos”, fantasma y nada más, que se pasó una tarde por la residencia para recoger su fotografía y guardarla en el almario donde se guardan todos los recuerdos de la vida.

Pagando en maravedíes tus pasos por esta vida, descubrías melodías a los instrumentos mudos, y al asombro de los búhos tus nocturnidades ciegas. Todos bajando escaleras hasta el olor de los sótanos, y tú viviendo de soplos y aromas descubridores, de una y otra y mil razones para sentir de la vida sus otras muchas cosillas deslumbradoras y alertas. Del aire de las cometas, Benito volando libre por la patria de los tigres sin sentir sus dentelladas, y sin colgarte medallas ofreciéndonos trofeos de cenachos y dulzainas. Benito en las alpargatas a la vera de la cama, por si hubiera una solana de llamas con fuerte viento, o una fantasma rugiendo descabaladas sentencias. Por el aire de tu ciencia, tus botas en su revés llevándote en el trasvés de despistar a testigos, al alma de los ombligos, y a las cosas sin ensueños. Qué bienvenidos tus yerros y que olorosas tus flores. El amor de los amores te dio nones y estampidas y una vieja melodía que puso mote a tu nombre: “Canastos” de los pregones murmurados por las calles, y sonando en una radio que sólo escuchabas tú, la vecina del glamour y la reina de las fiestas, la que se hacía la siesta sin soñar nunca contigo, ni en el envés de la colcha ni en la boca de sus besos. Benito de los entuertos y los placeres del agua. Bendecías las enaguas con tu escritura secreta, la mofa de los estetas queriendo saber tus letras se retiraban del mundo para dejarte pensar, y en el mundo del crear, las maderas en tus manos se abrían al viento solano de tu cabeza creadora hasta vestirlos de auroras a los raigones sin siembra. Pastor quitando las vendas cegadoras de los ojos. Benito de los asombros y las concretas paciencias. El transistor en tu oreja poníale canto a tu estampa, y una cosa de añoranza por los siglos picarescos te vestía de gracejo cuando sembrabas altares. Por San Marcos olivares con aceitunas de orza. Benito con las aforjas llenas de migas y pájaros, y pífanos y canastos y soldaditos de plomo olvidándose el fusil sobre los meses de abril donde florecen las paces. A la ausencia de tus panes ponías tú melodías sobre una tierra de espigas oliendo a negro café. En los tiempos del después y en el ayer del mañana, la góndola veneciana meciendo melancolía, de sentirte en ese día de invierno sobre las ramas, y una lira que reclama tu presencia entre las rosas. Canastos llenos de cosas ofrecidas en las manos: una brisa de solano y una copica de vino, una rima sin destino y un pétalo deshojado, un atardecer morado y una noche con su luna, las cuatro o cinco aceitunas de tus almuerzos de artista, una alcancía de risas y un pase usted si es preciso, la nata del acertijo descifrándose en tus labios, y en tu cabeza de sabio las ciencias más pequeñitas. Y en el final de tus días el saberte muerto cierto, te vistió de sacrilegio cuando fuera maravilla la escena genial de tus días suplantando sepulturas. El alma de las alturas te premió con otros días, donde acabaste tus vidas en hombre de calendario bajo una sombra de árbol y una monjita de armiño enseñándole los guiños de tus manos artesanas. Para que más, canastero, dentro de este mundo austero, sentirte en la paradoja y vestirte con milhojas de chocolate y vainilla.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
FOTOGRAFÍAS: ROCÍO PALOMO TORRES
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