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Graciano Cabeza Molina, el maestro zapatero

Las botas enterizas que confeccionaba y componía en sus mejores primores y en sus más duraderas calidades, Graciano Bartolomé Cabeza Molina, tenían nombramiento, fama y ranciedad de ser botas de las de durar toda la vida, por muchos cuescos y muchas cuartas y muchas andaduras que se le dieran, siendo siempre botas agradecidas y de fácil amar, hasta con ternura y requiebros que se decían como si se fueran a dar besos de enamorados, y por muchos caminos que trillaran sacándole la tierra a los terrones de piedra.

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Fotografía: Puri Cabeza

De esas y aquellas calidades y cualidades del maestro zapatero, y del orgullo que conllevaba llevar calzadas unas botas enterizas de Graciano Cabeza le ponían el don al zapatero, escrito en un sobre blanco o en una nubes sin agua, y hasta le otorgaba un usía de tratamiento en el sentido de la guerra con la lezna, el cuero y los engrudos como únicas armas arrojadizas, lanzadas o heridas, que de esa calidad bien lo cuenta la historia del “Sordo Barrera”, que consumía productos Graciano y lucia límpidos y brillantes, ya fueran productos de campo o fueran productos de pueblo, que otros pueden llamar festivo, aunque en la festividad de un año completo, aunque sólo fuera festividad de asomar a la puerta y ver pasar gentes; tan chochico iba el “Sordo Barrera”, señor don Manuel, montado en su mulo para esos campos de sus estaquitas, o en su busca siempre de esos palos y esos raigones de raíces , que le llevaba a su Gracia Aguilera, para que nunca le faltara a su Gracia madera para el chisco de la cocinilla, donde Gracia cocinaba sus guisos a la antigua usanza, que fue la que aprendió, o donde calentaba su plancha de hierro para los planchados de caverna, y para que nunca les faltaran ascuas, tampoco, a la vecindad de la calle Santa Ana,; que Manuel, siempre que calzaba sus botas enterizas, confundía las conversaciones y el sentido de las preguntas, yendo siempre en la obnubilación casi mística de tan ejemplar calzado:

-Manuel ¿Ya bajas para los campos?

-El maestro zapatero Graciano, que me las ha confeccionado con esa maestría suya en las cosas del banco artesano y remendón.

-Vaya. ¿Matalahúva, algodón, algún melonar con choza de melonero tienes plantado entre las olivas, Manuel?

-Cuarenta pesetas que me han costao las botas, Manuel Benito, como cien jornales de campo.

-Bueno, pues na, que le sea leve el camino y agradecidos los trabajos.

-Agradecidos los piropos: ya sabía yo que te iban a gustar mis botas enterizas.

Porque eran las botas enterizas del maestro Graciano, y eran como una especie de lujo en los pies humildes y en las calles necesitadas, un algo como de oro o de cosa que se ha de dejar y se puede dejar en herencia de testamento testado ante notario con bigote y uñas lacadas, que se lucían como si fueran botas de fiesta, y duraban toda la vida por muy holgada que esta vida se alargara, y allí puestas, a los pies de la cama como si fueran el perro guardián de la cama, o la guardia que hacia guardia a los sueños del durmiente.

Los árboles pimenteros le han dado siempre a San Benito –un siempre sin antiguallas, si no es el siempre la encarnación de las cercanías, aún de las presentidas, distanciándose ya, aunque no sea mucho ese ya, en sus cercanías con canas y algún que otro dolor de huesos- su cosa de bosque y hasta de escena clásica, pastoril y de abolengo. Un bosque sólo de aceras, como si siempre fuera un bosque procesional dejando libres los adoquines para que pase, o baje o suba el río de las gentes, que más que andar, y que subir o bajar, siempre parecen nadar, siendo los árboles pimenteros, las arboledas que dibujan y circundan su río, un río al que nunca se le pueden pedir peces, por aquello del qué dirán, y hasta de la herejía aconfesional, aunque, cuando el río de la lluvia desciende San Benito abajo, como si fuera un riada de niños bajando de la casa- escuela de la calle el Moral, sólo que, saliendo por la puerta falsa que daba al recreo con su puerta verde y sus rejillas de ladrillos vistos, donde, en el ayer más ayer de los maestros, don Manuel Peralta, amén de enseñar las letras, los números y los catecismos, de alguna vez se cargaba un brazo de un palmetazo bien dado y con atín, con la fuerza de su corpachón verriondo y tendencioso , y en el ayer de lo más reciente, la maestramiga María Puentes, ordenando el tráfico y la fárraga y el revoltijo de las lecciones, los deberes y los exámenes, calando, de vez en cuando un punto de cruz y unos bordados con iniciales como preparando el futuro de los ajuares guardados en las arcas.

Un bajar calle abajo…

(“- Porque, lo verdaderamente difícil es bajar calle arriba, vamos, que me supongo yo, ¿no cree usted?

-Lo supone y me cree bien, señor Graciano: licencias poéticas a las que uno acostumbra ser dado, un mal menor que se paga sin sangre, aunque con miradas de reojos, aunque, la mayor de las veces, rocen el sinsentido, cuando no lo sobrepasen. Iteraciones sin más, y ganas de calentarse poco y mal la cabeza.”)

… las lluvias; río debajo de San Benito hasta bifurcarse en los arroyos que van a dar en los bajíos de San Marcos, que, como se sabe, es evangelista al que le gustaron siempre y mucho los charcos, como si fuera santo de aquellos de hacer muchos barquitos de papel con marineros dibujados con carbón. Ventrículos de arroyos abriéndose, respirando por la calle Llana y el Llanete Padilla, bajando en torrentera, las unas aguas hasta llegar a los lejíos, y las aguas otras para detenerse en las faldas de la ermita de San Marcos, a los mismos pies del santo, formándole al justo y bienaventurado el charco por aquello de echar a navegar sus barquichuelas de papel.

Los árboles pimenteros de San Benito siempre le han dado a la calle un algo de ser calle con pedigrí, o calle de aldea o Llano, y hasta calle con solana y como un algo también de calle capitalina con imaginarias rosaledas, no más que, blanca en sus casas y con muchas chimeneas. Acaso, hasta las casas de San Benito fueran las barcas de ese río que baja con las lluvias, y sobre todo si son lluvias con tormenta, por cuyas chimeneas ascienden los humos de los barquitos de vapor dejando por la atmósfera los aromas de las cocinas encendidas lanzando aromas y derramando labios dibujados en las cenizas.

No más casitas blancas por aquellos años del maestro zapatero Graciano Bartolomé Cabeza Molina.

-¿Y lo de Graciano Bartolomé se lo nombraron a usted alguna vez?

-No más la correa de mi señor padre cuando entraba en sus furias aldeanas de ser padre para todo y para todos, de mano larga para la buena aunque no gozosa, o gozosa en el mañana, educación de la prole, que andaba siempre en las ásperas libertades de hacer lo que les viniera en ganas, y a sus enfados le acudía el nombre mío completo y hasta con buena y eufónica entonación.

San Benito es la señorial calle capicúa de los árboles, y en lo señorial, calle que siempre se ha sentido como la esencia creacional, inaugural de Porcuna, la voz desde donde Porcuna se fue abriendo, extendiendo, conquistando, porque Porcuna es una mano cuya palma se asienta en el ágora del llanete de San Benito, dejando que dedos y uñas vaguen al antojo de los terrenos ocupados hasta formar un abanico irregular, sino perfecto, si desdibujado en la mancha parlante de las acuarelas muy aguadas.

La calle San Benito tuvo a fe ser calle de los oficios variados, variopintos, autosuficientes, lo que la convertían , económica y convivencialmente en calle independiente, en calle con sus íntimos mercados y que igual enviaba inmigraciones para los otros sitios y lados de Porcuna, abriéndose en los dedos hasta llegar a las uñas de las fronteras, como también San Benito es su otra Cruz de San Cristóbal, sólo que, en lugar de despedir a sus muertos despide a sus santos en una paradójica despedida que más que despedida es una vuelta a casa después de una juerga callejeando calles, como si hubiera salido el santoral de verbena popular o de paseo de tarde para regresar a casa para mucho antes de la aurora si no quiere encontrarse con las puertas cerradas y los santeros durmiendo los justos sueños de los que no han de esperar a sus hijos díscolos y festivos en el libre albedrío de hacer de su capa un sayo y de la confianza familiar del hogar de la iglesia un entrar y salir cuando se les venga en gana; que hasta ahí fueran las libertades, que las procesiones siempre salen de la iglesia de San Benito y se van abriendo para otros sitios intentando abarcar desde la palma del llanete sus dedos extendidos, pero que, al volver, no les quedan más remedio que descender como lluvia por las dos hileras del bosque de los árboles pimenteros descendiendo, siendo la lluvia que rueda de los cirios al suelo, pequeñas lágrimas que vienen a despedir a unos seres muy queridos que se encierran hasta las próximas estaciones.

Los que sí bajan siempre por la calle San Benito son las bandas de música, los trajes con corbata, las rezadoras con rosarios y la máxima autoridad con su bastón, desde los tiempos ha hasta los tiempos hoy, y hasta es posible que alguna vez bajara por sus adoquines y sus umbríos, una revolución, aquella revolución que nunca se hizo, que se pensó tanto y que siempre está ahí, como suspendida en el aire esperando al capataz de las órdenes, a la querida mujer que dispare los cañones y se convierta en heroína, y al bardo que cante en versos alejandrinos aquella batalla soñada hasta crear una Odisea porcunera sin más mar que el Salao y sin más destino que dar vueltas y vueltas durante toda la eternidad.

Calle de los oficios la calle de ayer de San Benito: toda una vida recorriendo las vidas de sus aceras ofreciendo a las vistas de los ojos las más variadas mesas y los más altares sacrificios y hasta voluntades del servir en los amplios recipiendarios de sus mostradores y de sus manos de obra: calle de segadores con hoces y calle de muleros con aparejos, albañiles sin andamios y rezadoras de verrugas, cocineras en lo propio y cocineras en lo ajeno, y hasta en la voluntad de Dios, calle de zapateros en sus maestrías o en sus remiendos, del maestro Graciano, al taciturno Blas encerrado en su covacha de yeso y de alambre, calle de hortelanos y “Folletas”, de los que volvían a la calle desde las huertas aún trayendo sobre los rostros las madrugadoras gotas de los rocíos, calle de tiendecillas y tenderas, María “La Zapatera” hurgando en los cajones de las legumbres quitándoles las chinas a las lentejas y a los garbanzos, mientras su madre librada vendía a los niños bolicas de anís, calle con su taberna en la esquina de Gitanos, la de Segundo “El Motoso” y Manuela llenando botellas de vino de las de portar a las casas, calle del cabrero “Malaspatas” ordeñando cabras bucólicamente idealizadas en melenas rubias, calles de agricultores del ir y del venir de los cortijos, en lo propio y en lo ajeno, alfarería sin alfareros y modistas con costuras, electricistas de candil y aperaores roncos, veores quirúrgicos de la aceituna perdida, y un Cabo los guardas con sombrero verde y pluma de ave, como si fuera un marqués de Leguineche menos pícaro y bribón, calle de encaladores de brocha y escoba y de pintores de sueños, de adivinadoras con bolas de cristal y ojos con nubes y poetisas sentadas en los escalones de la calle esperando el venir de la siempre reacia, esquiva y rogativa inspiración de las marisabidillas musas transparentes para componer sus romances que siempre hablaban de amor, y un novio en alguna guerra, ya fuera en la guerra de la infidelidad, calle de Manuela “La Marrita” con su lata de tomate siempre llena de lumbres dantescas y peregrinas componiendo paraguas y celestinando ojeras como hurgamentera de virgos imposibles de recomponer, y llena “La Marrita” de encajes adornándola como imagen de procesión, calle de cortadores con matrícula de honor y hachas afiladas a las que dedicaban su amor eterno, y cantaores de coplas sin más guitarra que el juego de la garganta y un aporreo de mesa, y calle de capapardas con muchas fanegas de olivos y de tierras calmas, “Los Morentes”, la Teresita y el Felipe, y calle de “Hormigos cabezones” en sus tierras menores, pero qué bien labradas, llevadas como alimentos, los Herrador y los “Matamoros”, calles de los jornaleros del peón y los prestamistas del socorro, y mozas del servir para ser enviadas a las casas señoriales nada más comenzar a ser mujeres, ya fuera en sus rojos más que en sus edades, y también calles de emigrantes, siempre con las maletas a las puertas esperando siempre el tren que siempre esperaba al emigrante y que este hacía un no querer verlo bajar las vías del agua de los adoquines de San Benito, calle de escribanos leyendo y escribiendo las cartas ajenas, y calles de horneros tambien, Alberto, “Los Aliados”, “La Niña”, y afiladores con carrillos azules y boinas sobre las calvas, vendedoras de chuches aposentadas en sus esquinas esperando la llegada de los niños, esos niños que eran los verdaderos ríos de la calle, y hasta alguien tocando el acordeón o los platillos, o el saxofón de lata o la bandurria.

A la calle de San Benito sólo le faltaban los oficios de alcurnia, celebridad y consideración en sus más altas distinciones para haber llegado a calle en todas su edades y en todas sus distinciones: abogados, arquitectos, parteras, médicos y funambulistas, alcaldes y concejales, médicos, militares y meretrices, mártires y hacedores de montañas, forjadores de céntricas dinastías y mejores ropas, o algún practicante con clientela, o algún maestro escuela con clases de permanencias. De todo lo demás, en abundancia y fertilidad; todo un pequeño pueblo encerrado en una calle, que también era calle abierta y de tan antiguas y escritas entradas, a la que sólo le hacían falta sus fuegos artificiales para celebrar su aurora, o algún cantar lírico tiñendo de yerbas las fachadas blancas para firmar con sus rimas las actas de independencia.

Por el número dieciséis de San Benito tenía Graciano Bartolomé Cabeza Molina establecida su afamada zapatería por aquellos años tan pretéritos y tan suyos en aquel viejo y noble oficio de dar en caer o tropezar en maestro zapatero, aquel, que no ese, oficio que ya parece oficio sacado de la picaresca patria sin cantor que le cante ya, y que, como tantos otros oficios carpetovetónicos, caminantes o de asiento, se llevó al oficio del olvido las sociedades de consumo, las prisas también, y aquella otra cosa de ser modernos sin conseguirlo.

A Graciano Cabeza Molina, el oficio o la virtud de zapatero le venía como anillo al dedo por aquello de la tradición familiar, y por el aquello de lo que sus ojos vieron y se le quedo grabado en el corazón como una flechita de Cupido hábilmente disparada y con atín, una especie de herencia con oficio, que, a falta de monedas muy logradas y acumuladas, y con muchos dorados , puso bajo sus ojos una mesa chiquita llena de brillos y de utensilios , y una banqueta baja, y un mandil con negros y huellas señaladas para prepararle a Porcuna el cocinar de los cueros y los cerotes.

Porcunés también de los nacidos por aquel siglo XIX con tantos iguales, y que, sin embargo, en su oficio, parecía Porcunés de épocas mucho más pretéritas y remotas, por las que nunca pasaban los tiempos; un algo rejuvenecido eterno, siempre llegando a tocar todas las épocas del mundo, y también del universo: un algo que tiene un mucho que ver con la Creación.

Heredero de la tradición del zapatero a tus zapatos en una casa con siete hermanos, dados cada uno de los otros a sus otros y variados oficios, si de campo o si de pueblo, todo el amor de Graciano Cabeza empezaba por los pies, como si allí hubieran estado siempre los ojos de la amada, la mirada lánguida, el guiño ofrecido, y el caminar como lanzando quejidos y miradas vistas desde un abanico; y quizá todo el amor se acababa en viendo alejarse los pasos, sobre todo, los pasos que no habrían de volver jamás, por mucho que se rezara.

Graciano tenía el arte y el empeño ancestral de la zapatería artesana, y cuando no también, el de quitarse la careta del arte y ponerse el tapiz del zapatero remendón para el arreglo del calzado, que si las tapas, que si los cosidos, que si los clavados, que si los remiendos, que si el betún abrillantador que dejaban en zapatos nuevos zapatos con más de mil siglos, todo con tal de la siempre hucha de los pobres, ese sacar la casa adelante con lo que fuera de menester, y con lo que Dios trajera, aunque, como buen maestro artesano, lo que lo envalentonaba y lo elevaba a la categoría de artista creador del universo de los zapatos, era calzar unos pies que le llegaban desnudos, hasta volverlos pies vestidos como para iniciar un baile o una fábula pastoril. Aquel tomar las medidas con el latiguillo de la cinta métrica y hacerles a los pies sus patrones de cartón o de papel de periódico, aquel contemplar un pie y dibujarle en la badana del cuerpo todos sus contornos de los zapatos hechos a la medida, aquel fabricar la horma para darle valor al dicho de las hormas de los zapatos, que es una cosa como de mucha personalidad. Hormas de los clientes habituales que Graciano exponía sobre las estanterías, cada juego de hormas con sus nombre y apellidos, y hasta un no sé qué decir yo de cariño, y casi hasta armonía; como todas las medidas estaban en su fichero de libreta, con sus fichas y con sus fechas y con sus adeudos, de los que se pagaban al volver de Francia, al volver de los cortijos, o al volver de la aceituna o de la uva manchega, una cosa minuciosa del saber del cliente sus asientes de cuerpos pateándose el mundo, ya fuera el mundo pequeño de una villa bien habitada; aquel ponerse en pie y cabalgar sobre los zapatos recién compuestos, aquellos zapatos a la medida que Graciano Cabeza confeccionaba , y donde, ni faltaba nada, ni nada sobraba, y le entraba el calzado al pie como calzando guantes o medias de seda. Su clientela, la clientela del maestro Cabeza expuesta ahí en sus pies de madera, como si fueran trofeos de ejército logrados en las muchas victorias, y que, a falta de piedras antiguas donde labrar esos pies ganados en el campo de batalla del cosido, el clavado, el pegado y el acariciado del color, quedaban expuestos ahí, y se veían desde la ventana abierta del cuartucho del zapatero, aquella cosa lóbrega y excelsa y con tantos olores agrios y agradables; ventana que abría Graciano para que a la calle salieran todas las drogas alucinatorias de los pegamentos y hacer viajar a la calle en un ensueñe de vagas caminatas, e ilusionadas cometas:

-Cuántos pies calzados, maestro Graciano expuestos por las paredes.

-La arqueología de los pies de Porcuna, Segundo; un algo así como las huellas dejadas.

Era normal pues, que, cuando el maestro zapatero Graciano salía a las calles de Porcuna en busca de un aire o una copa de vino, o una rosca de jeringas de la caseta de Clara, o un descanso tras tantas tareas y tantas cicatrices en las manos, Graciano sólo mirara hacía abajo, hacia los pies de los calzados, para encontrar efectos y defectos encontrar, olores y cosidos, y por la música del taconeo, saber si los zapatos con los que la señora se caminaba a sí misma, escuchando sus taconeos, si los mismos llevaban el sello de su fábrica o eran zapatos extranjeros de otras calles y otros tantos zapateros:

-El maestro Graciano, cuando sale de su casa, siempre va con la cabeza gacha, como si se le hubiera caído un duro y lo estuviera buscando, como si sintiera vergüenza, o tuviera una pena muy grande.

-El maestro zapatero sólo mira los zapatos calzados, pues que todos llevan su signo de identidad y su regla de confección, y hasta su música y su poesía, y para mí, posiblemente lo más atractivo de la vida, que si el caso del hombre fue siempre andar, nada mejor para andar que unos buenos y confortables calzados.

Graciano Cabeza Molina estaba dibujado ahí, en su cuartucho de maestro zapatero, con una ventana abierta por la que pasaban las gentes dejando sus buenos días y un par de reojos adentro para ver al maestro Graciano en su escena de los usos atávicos y como campestres, a la que sólo le hacía falta su flauta de pan para crear lo bucólico; Graciano como perdido en el revoltijo clásico del zapatero, que siempre estando en su banqueta sentado quiere tenerlo todo a mano, lo viejo con lo nuevo, lo compuesto con lo por componer, lo esto por lo otro y la casa siempre barrida. Una cosa barroca, un decorado barroco el cuarto del zapatero Graciano, tan adornado por todos sitios que se sentía como un agobio de cosas y de olores que daban en agobio agradecido. Entre tanta cosa, entre tanto amasijo, un zapatero en medio estableciendo un orden extraño donde todas las cosas lo miraban y todas le correspondían, un desorden ordenado y ante todo, bien llevado. El maestro zapatero florecía en medio de la estancia como una flor negra y brillante, y en medio de las cosas, sentado en su banqueta de madera, con la horma en la mano, arropándola con el cuero como si quisiera echarla a dormir en una noche de invierno con mucho frío: que amor tan delicado, mirando la horma con un amor verdadero, que daba al mundo de la creación, aquel crear de la nada un mundo, ya sólo fuera en un par de zapatos envueltos en unas hormas de madera:


“En la horma de madera del espero
Grabados mis pies y hasta una rosa de amor,
Y hasta un verso trovador
Que me canta el zapatero…”


Sobre la mesa barnizada en aceites y de lustres, el muestrario de los útiles artesanos del zapatero, mostrados ahí, a los ojos de Graciano, ofrecidos como alimentos y ofrecientes como dádivas, como una justa floral de caballitos con lanzas: la lezna, el cerote y el cabo, y el hilo sin encerar, la tijera y la navaja, el galpo y la escofina, y las agujas del cuero, el patacabras y el pincho, perfileros y matacantos, cuatro latillas con puntas y chinchetas y los hilos del bordar en fino, el betún y el engrudo y el martillo remendón, el desclavador y la grapa. Una colección de museo en los útiles para su artesanía, esturriados sobre la mesa a la espera de las manos maestras artesanas del zapatero para crear lo perfecto del calzado de vestir o el arreglo cotidiano vestido Graciano de zapatero remendón.

Qué abundancia y qué clarividencia de cosas en la estancia barroca de Graciano. Qué cosa como más de cueva y más de antiguamente, en el antiguamente más antiguo de nombrar, y sobre todo el color y el calor de la escena, un calor que no cabe en la lumbre de los braseros y un color que no cabe ni en el blanco ni en el negro, ni en el sepia con que se visten las fotografías con más alma. Un color por inventar aún, un color que no viene en el diccionario, color de ese todo del cuarto del zapatero viejo, de su pequeña fábrica, de su recogida basílica, que, sólo se siente si se ha visto alguna vez, aunque, nunca se sepa decir de qué exacto color era el lugar del zapatero Graciano:

-¿Y si se pusiera en gris?

-Ni en gris saldría el color, total, un mucho blanco con una pizca de negro.

Al cuarto del zapatero Graciano, o sea, al cuarto de su zapatería, había que entrar como pisando charcos, no fuera a ser que se nos clavaran puntas y cogiéramos el tétano. Asomados a la puerta o a la puerta de la ventana, los niños mirábamos los haceres y labores de Graciano entre tanta abundancia de cosas y en estancia tan adornada de oficio: ese ir perfilando los cueros, clavando las suelas, cosiendo los bordes, escondiendo los remaches, arremetiendo, prensando, tersando, volviendo lisuras las arrugas del cuero como si maquillara una cara con mucha escayola, mientras a su alrededor vagabundeaba el circo de las cosas animadas, cada una ocupando su lugar, o sobre los lugares saltando: unos cuantos mancebos de los del mucho aprender de los oficios, en pie, mirando en la enseñanzas del maestro para no perder detalles si querían un buen día llegar a sustituirlo, el Florián, el Manolo o los hijos de la Anica Dolores, niños con grasas ya en las manos e intentos de sapiencias en los ojos, asomándoles por las caras las primeras pelusas de las barbas, tan tempranas en esos antes de los adolescentes peludos, y contemplando la mística del hacer y del deshacer del maestro zapatero Graciano, y, de vez en cuando, ensayando sus trabajos manuales con los retales de los cueros y los hilos sobrantes haciendo zapatitos para muñecas que regalaban a las novias tempranas:

-Maestro, ¿Me queda aún mucho por aprender para que pueda al fin ponerme a coser zapatos de los de verdad?

-Cuando la luna de marzo venga en su cometa de flores.

-Maestro, si usted me habla en metáforas, ni yo me he de enterar y ni sabré cuando se ha de dar lugar para el oficio finalmente aprendido.

-De momento, calla y mira, que ya tendrás tiempos de llegar a tu hora.

Bajo la mesa de mugre-solera y de utensilios, la lata con las ascuas del carbón cuando llegaba el invierno y al maestro se le quedaban las manos embotadas y muertas de frío y agarrotadas como estalactitas de hielo, que crujían cuando se doblaban , aunque las herían menos las cuchilladas de los cabos de hilo, quedando en el frío, la piel, como anestesiada, mientras la señora Gloria, de la cocinilla al cuarto, llevando recogedores de las ascuas del chisco donde preparaba los alimentos del mediodía, y llevándose las cenizas ya frías para tirarlas al estercolero, o al arriate del árbol del limón.

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Fotografía: Puri Cabeza

Y entre el revoltijo de los asuntos, una gallina clueca paseando a sus polluelos, escalando zapatos y descendiendo empeines, y picando de aquí y de allí, algunos granos de trigo que de sus bolsillos dejaba caer Graciano, o comiendo hormigos salidos de sus hormigueros lindantes con las paredes, hasta crear una granja por la zapatería, y cuando no, la gallina con sus polluelos recogidos al calor de las brasas del carbón, calentitos como si estuviera en un nido de árbol. Y un gorrión siempre suelto por la habitación, de un lado para otro lado sus aleteos de pájaro amaestrado posándose sobre las cabezas y sobre las hormas de madera, y un canario cantor siguiendo en su trino el ritmo de los martillazos, y un transistor sonando en sus músicas de orquesta, y un almanaque del año marcándole al zapatero sus días habilitados y sus días de reposo, y una cruz de madera sirviéndole para unos cuantos rezos de media mañana.

El maestro zapatero de San Benito, metidito en su jaula como un pájaro carpintero diseñando hormas y vistiendo pieles. Ausente del mundo que no fuera el mundo de tener las manos en sus oficios, que en aquello del bordar lo absoluto, el menor descuido dado o la improvisación menos precisa podría dar al traste con el trabajo entre las manos y un desaliño de zapatos, o bien torcidos, o bien cojos.

Y cuando al maestro zapatero le salían los zapatos perfectos, de esos de lucir en escaparate o pasear en pasarela, todo era un mirarlos en sus cuatro puntos cardinales, como si estuviera adorando, más que mirando, una escultura de difícil belleza aún siendo de belleza sublime, acariciando su piel como si estuviera pasando sus manos por unas mejillas recién lavadas con agua fría. Caricias del maestro zapatero que se pagaban en pesetas bien trabajadas cuando debieran ser pagadas en besos, o en un algo sin precio establecido, tal que si fuera una obra maestra que habría que subastar en una galería de arte.

Por la ventana se escapaba el sonido del martillo y el hincar de la aguja y la música del transistor, y los murmullos de los zagales mancebos, y el piar de los pollos y esa especie de silencio tan escuchado en los recogimientos, y que tan bien cabe en las palabras, en las dichas y en las por decir. Un mundo lleno de aromas y de sonidos, y de charlas y de regañinas, que de todo había en el cuartillo del maestro zapatero.

En las tardes, hechos los trabajos de la zapatería y mandados los mozos a perseguir novias por el Paseo de Jesús, el zapatero Graciano se salía a la calle para sentarse en los escalones que daban a su puerta, cerrada ya la ventana de la zapatería, dejando todos sus olores dentro como si fuera el incensario que lo espiritualizaba todo, como cuando se cierra una iglesia y dentro sólo quedan los misterios sin resolver, y también todos sus quehaceres dentro, ahí, reposando los pensamientos de los trabajos del mañana será otro día, tan igual y tan distinto, y así, al otro día después, las muchas migas y los nuevos sinos.

Sentado en las piedras escalonadas de la calle, Graciano convocaba a la vecindad al pequeño concierto de su bandurria, en sus doce cuerdas y en la uña artificial de su púa de metal, que qué buenos tiempos aquellos donde los oficios tenían sus instrumentos musicales, y de los oficios salían músicos de calle, músicos de verbena y músicos de carnaval, que salían por el pueblo en las tardes, cuando ya las tardes se ponían en sus anochecidas y por las rúas de Porcuna se escuchaban los conciertos de cámara de los instrumento musicales, y si uno tocaba el violín, el otro afinaba la trompeta, o aquel otro daba un concierto de platillos de metal, y otro de acordeón, o una vieja adivinadora tocando las castañuelas o la boca del cántaro, y otra la pandereta o la botella de anís, y el maestro zapatero Graciano convocando a la calle de San Benito a su alrededor, tocaba la bandurria en sus seis cuerdas de tripa y en sus seis entorchadas, hasta crear el ambiente de plazas mayores de los pueblos, donde se escuchaban las músicas, y se contaban, cantaban y referían todas las historias pasadas, presentes y hasta las que habrían de llegar, sin más remedio que esperarlas aparecer.

En el medio de la escalinata de piedras, como en una especie de teatrillo romano dando al escenario de las paredes blancas, Graciano le daba a la bandurria el arte de sus manos hasta volverla sonar de tuna , y a su alrededor, el vecindario escuchando aquella música en la tarde, ya anocheciendo, que le daba a San Benito el encanto de los pueblo viejos que se ven por Castilla y por Extremadura; la vecindad de San Benito arropando al maestro Graciano ahora en el entretenimiento de sus maestrías musicales: Segundo “El Motoso” y Manuela “La Capellana”, María “La Zapatera”, y otras cuantas Marías más, Amparo “La del Tortolico”, y la saga de los “Folletas”, y los “Matamoros” del inocente Santiago, Clemencia y “El Pavero” Juan Andrés, y Librada en sus chocheces, y el Cabo los guardas con su María, con su Camilita, su Carmencita y su Isidoro, Pinantas, Pelusos y Salvocheas, y Ricardo “El Cavaor” vestido de municipal, , “Marritas” y “Herradores”, en sus casas y en sus posiciones, y Concha “La de Orozco”, y Marina “La Callá”, y el zapatero Blas y Pura “La de Polo”, arrejuntándose al músico maestro para no pasar frío o para escuchar mejor las cuerdas, y Felipe Morente y Teresita Morente, y Vicenta y Eugenia, Guadalupe y Trinidad, y el Juan “Tarín” de las manos amplias y los andares de allá vamos, Francisco “El Obispo”, y el afilaor Domingo, con su niña Adelaida luciendo moño de vieja con muchas orquillas y delantal con muchas flores, y Antonio “Pamblanco” y Manolo y Pilar “La de Puerto”, Benito “El de la Bijarra”, y Manuel “Malaspatas” en un solo de cencerro tocado a una luna extraña y un piropo como de lanzar a una viuda de buen ver, y Juana “La Colorina”, y “Pinorros” y “Batatos” y hortelanos sin sus huertas, haciendo la rueda al maestro, que, de maestro zapatero pasaba a ser ahora maestro música, en esas horas entrando la noche, hechas o sin hacer aún las cenas, y si no hechas, de las casas salían las ollas con el café de puchero migadas con galletas: enormes peroles llenos de negros y de humos donde se metían las galletas gordas, y cada uno con su cuchara llevando a la boca su café con su trozo de dulce , o se repartían magdalenas, tortillas de pan, borrachos o roscos de anís, mientras algún marido sacaba a bailar a su señora esposa el baile tímido de las piruetas y los vuelos de falda; y a su alrededor, al alrededor del maestro zapatero con su bandurria, otras parejas iniciando el juego y el disfrute de los bailes de salón por el río de San Benito, mientras los niños hacían sus cabriolas de ser niños alocados o poseídos, o se subían a los árboles para dejar caer sobre los bailarines improvisados el chaparrón de la lluvia de los pimenteros negros, que caían sobre el corrillo danzante como si fueran papelillos en una noche de verbena, donde hacían de serpentinas los rayos que desde el cielo mandaban los luceros.

(Y aún parece estar sonando por San Benito, la bandurria de Graciano Cabeza Molina, el maestro zapatero, sobre todo en las noches largas de verano en que nadie duerme, y en que todos los fantasmas retornan para darnos sus dones y sus recuerdos)

Tras las músicas, las escuchas y los bailes con palmas y con risotadas, el maestro zapatero ponía el fin a su improvisado concierto de una noche de verano, y cuando no, requerido imprevisto, mandando a todos los gorriones a sus nidos, y a sus olivos a todos los mochuelos, a todos los gatos a sus tejados y a todos los perros a sus cuadras o a sus vagabundeos por las calles buscando los celos de las hembras o las comidas dejadas en las esquinas. Y San Benito quedaba en silencio, no más hecho para las oraciones al Patrón de la capucha y a la Soledad de las lágrimas de cristal.

Fue la última música que se oyó por San Benito, la del maestro Graciano, que un día, que un mal día, el maestro zapatero se levantó muy de mañana, encerró la bandurria en el arca de la que no habría de salir nunca más, vistió de luto sus estancias, puso lutos en su Gloria y en su Purita, amortiguó el sonido de los martillos a la hora del hacer de los zapatos, silencio la lezna y el hilo con cerote, para que, a partir de ese día, todos los ruidos se volvieran sonidos melancólicos, nostálgicos y añorantes; despidió a los aprendices y a los almanaques, ya para siempre en su mismo día eterno, y cerró su puerta al gorrión y a los polluelos, tapó la jaula del canario, quedó el transistor como adorno ya nunca más sonoro, y se hizo el frío ya, porque en aquella casa de San Benito ya todo quedó en un silencio de lágrimas que habrían de durar eternamente, porque, de Madrid, en coche fúnebre, embalsamado para una eterna juventud que no perdiera aquella lozanía de muchacho recordado, de joven con sonrisa, le traían a Graciano, el maestro zapatero, el músico de la bandurria, a su hijo Paquito muerto, en sus veintiún años de edad y en su vida de ayer tan pasajera y tan efímera.

El maestro Graciano se encerró en sí mismo con su hijo tan muerto, y Gloria se encerró en el siempre del ayer, y aún hoy, Gloria, en sus casi centenarios años, sigue parada en aquel año de 1968, en que, desde Madrid, le trajeron a su hijo muerto, tan joven, tan cadáver , tan esencia, tan inolvidable.

Gloria, siempre ya en sus lutos y en sus velos, venía mucho a casa de mis padres para hablar con mi madre, amiga eterna, aunque en realidad sólo venía a llorar, a donde la dejaran llorar, y poder quitarse aquel nudo del hijo muerto de por dentro, aquella angustia, aquella ausencia tan terrible, y aquella destemplanza ya por siempre. Gloria, de un aquí para allá siempre con el llanto en los ojos, esos que tanto dolían silenciosos, que entristecían las ventanas y cerraban las puertas, no comprendiendo nunca que la virtud de la muerte fuera esa cosa eterna que le había caído en las manos, y que, aún siendo virtud, virtud maldita era una muerte con hijo, tan temprana y tan joven.

Aún hoy, cuando de vez en cuando visito a Gloria, Gloria me viene siempre con el retrato del hijo muerto, aquel Paquito del alma, que duerme junto a ella como una foto de carne y hueso y de hijo recién nacido a la que aún se puede acariciar y dar besos que suenan y le son devueltos a través del espejo de cristal por donde van sucediendo sus días y sus estampas:

-¿Has visto a mi Paquito, Alfredo?”

-Sí Gloria, tan guapo como siempre.

-¡Qué lastimica!”

(Lo bueno, si bueno es, del morir joven, es que siempre queda la muerte, y la vida, en la fotografía de juventud, donde el muerto nunca envejece; y así se le quedaron a Gloria y a Graciano la muerte de su Paquito, en la juventud eterna)

A la casa del luto ya no se la pudo despertar. Gloria y Graciano le echaron la llave y la retranca, le quitaron todos los colores y la vistieron de negro, encendieron velas y mariposas en aceite y ya todo era un Primero de noviembre. Sobre los rostros de las mujeres de la casa se colgaron velos y lágrimas y ropas hasta las muñecas de las manos para que todo fuera dolor y recuerdos, y Graciano ya sólo quería coser zapatos negros o marrones muy oscuros, y si eran rosa, que fueran un rosa morado con cíngulo y con capucha. Y aquel llorar noche y día en la casa del luto por el hijo muerto: lágrimas derramadas capaces de apagar ascuas e inundar braseros. Un ir de aquí para allá en el interior de la casa del maestro zapatero siendo todo fronteras, por donde se andaba sin hacer ruidos, sin arrastras sillas, sin escuchar voces, no fuera a ser que, el menor ruido, molestara al alma del Paquito muerto, o se enojaran las alas de los ángeles que se lo llevaron en muerto, en fuego, y envuelto en humo como una mañana con niebla.

Qué casa más silenciosa entonces, mientras Graciano, todos los días bajaba al cementerio para hablarle a la lápida del hijo muerto, del Paquito embalsamado, mientras al lado de la foto juvenil y risueña, como si fuera foto de fiesta en lugar de foto de tumba, colocaba unas flores recogidas por el camino, y una piedrecilla de arena, como queriendo en la arena retener y entregar el enigma de los sentimientos que portan las huellas dactilares.

Hasta que un día, año y medio después del Paquito muerto, el maestro zapatero Graciano se rebeló contra todo, contra el todo del tanto dolor y del tanto silencio, y del tanto encierro, contra tanto negro y contra tanta pena, dijo un “todo aquí se acabó”, queriendo borrar de la casa el gran nublado de la tristeza. Se rebeló contra el dolor, contra el recuerdo y contra las creencias, descorrió las cortinas y abrió las ventanas, aunque ya, todos los aires que entraban por las ventanas fueran aires antiguos, y todas las visitas que llegaban a la casa ya sin hijo, fueran visitas beatas y rezadoras para el alma del muerto, donde “La Niña Amalia” madre, también de negro y también de moño siempre, rezaba el rosario ante un coro de vecinas de medio luto, y hasta se presentía una presencia del hijo muerto que volvía al hogar, y al ayer de las armonías.

Luego, en el más después de la muerte del hijo, al maestro zapatero Graciano Bartolomé Cabeza Molina le llegó la edad de la jubilación, o mando el maestro zapatero todo al carajo , y se dijo “de aquí hasta mi muerte, bienvenidos sean los días de holganza, que bastantes años han sido los años trabajados”, descompuso y desocupó el cuarto de la zapatería, guardó útiles, enrolló cueros y los fue guardando en la caja de cartón donde se guardan las cosas queridas antes que pasar a ser adioses de estercolero. Se encaló la estancia de la zapatería y se la vistió de chambre à coucher, o de sala de visitas, donde hoy duerme Gloria, o hace su ganchillo, o mira una televisión puesta a toda voz y que no escucha, o no quiere escuchar, como si viera un mar dando olas, y nada más, y de vez en cuando coge la siempre misma foto de su Paquito y la acuna entre sus brazos como si acunara a un bebé de peluche que la mira con los ojos tiernos con que suelen mirar siempre los muñecos de peluche.

Sus mañanas de jubilado del maestro zapatero, por el casino de La Píldora, hasta la una y media del mediodía, en que, puntual, volvía al hogar tan triste, aunque ya con alguna sonrisa y un poco más de sol, al almuerzo y a las cosas del recuerdo.

Por el casino de La Píldora el maestro zapatero con sus amigos de siempre: Pablo “El Chachongo”, José Burgos, “El Bizco Navas” e Inocente Solís, los que vivieron aquellas sus juventudes juntas para luego venir a vivir sus jubilaciones de ancianos, sus vejeces en un volver al ayer, que ya no podría ser nunca un volver a empezar, donde todo ya eran recuerdos, y un endeble retener lo ya pasado o lo ya perdido. Charlas de casinillo y algún juego de mesa jugado en el dominó, y unos vinillos blancos condensándose en los labios con otro paladar distinto a aquel otro paladar de cuando jóvenes recorrían las tabernas y perseguían a las muchachas en flor para darlas sus eternos amores.

Mediodías de casino en compañía de aquellas juventudes viejas que ya arrastraban los pies llevando aún los buenos calzados cosidos por Graciano Cabeza, de esos que duraban toda la vida: zapatos de campo o zapatos de vestir, o sea, de otro vestir los zapatos que no era con la ropa de campo. Zapatos con voluntad de herencia y siempre brillantes como si fueran zapatitos de charol recién estrenados.

Y alguna tarde de toros, en directo o por la tele, como un arte de laureles con clavel y con sombrero, o un nocturno de cine como un nocturno de Chopin viendo caminar por las pantallas los zapatos de los artistas.

Mediodías de casino de la junta aquella del maestro zapatero Graciano, el gran maestro del calzado porcunero, el que tocaba la bandurria para que bailara la vecindad de San Benito, aquel zapatero amable y educado, y encorajinado también cuando se le venía al caso, y como corresponde a todo buen caballero que, a todo dice sí, pero que, cuando dice no, ese no, queda en palabra sagrada.

Al volver a la casa, después de la mañana de casino, tertulia, vino blanco y dominó, y un mucho decir “tú te acuerdas…”, Gloria le abría la puerta y salían los aromas del comer ya puestos sobre la mesa. Luego Gloria asomaba su cabeza a la calle, por si acaso pasara un aire del hijo muerto deteniéndose a su puerta, incierto en una pluma de ave que cae como besando, y en no viendo aparecer nada, Gloria cerraba la puerta para adentrarse en el llanto silencioso del luto eterno, sin pretender nunca borrar la memoria, ni conseguir jamás, dejar la mente en blanco.

A la vera de un quinqué zapatero a tus zapatos, un variopinto relato del zapatero de ayer, sin otra cosa que ver que una calle y un oficio, o un edificio de calle hecha a todos los apaños, los de hogaño y los de antaño, mientras la vieja santera tañe la campana austera del campanario benito, arrejuntando un corrillo de beatas campechanas y beatos con solanas, con arados y con trillas. Un arco iris de semillas la calle de San Benito, un encuentro chiquitico con muchas almas por dentro, y más historia que el dicho aquel que la historia cuenta, se la estudia o se la inventa poniéndola del revés, total, un todo ciprés con muchas lápidas blancas, y un algo así de sonajas o luceros. El maestro zapatero en su banco de madera, y en su mesita de cera llena de leznas y cabos. Las dos orejas y el rabo para el torero eclesial, que en eso del comulgar, comulga cueros y clavos hasta zapatos volverlos sonando a zapatos buenos firmando en su taconeo el ruido de las pesetas. Maestro de las secretas creaciones de la nada, y en la batalla ganada condecorado en trabajos, esa cosa cuesta debajo de las cosas artesanas, un pasado sin mañana, como todos los pasados, y a lo pasado el adiós, o un mire usted sí señor que así pasaba la vida. Graciano de las cumplidas tradiciones familiares, si con pocos estacares, con mucho de remendón, con la sapiencia y el don de aquellos viejos oficios. Por la calle San Benito la tonada del jilguero se asomaba al agujero del taller del zapatero, un canto suave y perlero, y un Graciano calvo y grave, como el volar de una ave desprendida de sus plumas. Zapatero de Porcuna en el ayer de sus armas, las tuyas de lezna y grapa sobre los cueros cosidas. Graciano, ave de trillas y ave de campanario, la vejez te dio un sudario de hijo muerto, y de veleta sobre el cielo la cometa guiando a un hijo perdido, siempre buscando su nido y siempre hallando su muerte. La voz del llamado ausente rompiendo fotografías y poesías sin poetas. Por los ayeres ascetas, el maestro zapatero cerrando sus puertas al pueblo, y al cielo abriendo su alma, descansa sobre la calma de ser ya siempre recuerdo: un ayer por el tintero de la tinta del poeta, una sentida saeta cantada en noche con lluvia.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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