Ante la lápida negra del cementerio viejo, Espiritusanto Huertas Aguilera, como un telón negro de melancolía galaica, y nieblas con calderos de queimadas curativas, y un sentir de viuda antigua, la que, aún, al quitarse los lutos, parecía que lutos llevaba, aunque estuviera rodeada de tantos azúcares rosas y tantas sales de jobitos dentro de su Carrillo azul, y tantos juguetes de plástico colgados de las cuerdas blancas de las paredes blancas, que la hacían parecer la siempre abuela de los niños: una abuela bruja que convertía los guijarros en caballitos de plástico, y las chinas de los estanques en muñequitas dúctiles y moldeables, a la que le llegaban las infancias de los orfanatos a reclamar su regalo de Reyes, o cuanto menos, unos sobres de cromos para juntar el álbum de la infancia, porque la infancia se resume siempre en unos álbumes llenos de cromos pegados con gachuelas de harina y agua, aquellas pequeñas memorias de los niños que intercambiábamos las estampitas en el campo de fútbol de la Plazoleta- por donde el Luiso Valenzuela siempre era el niño que más cromos tenía, y los repetidos, siempre se le amontonaban en sus manos para presumir de abundancia frente a los que sólo teníamos seis o siete repetidos, y dando siempre en ser los de Santillana, aquel mítico delantero del Madrid, pero al que siempre le faltaba el futbolista aquel que nunca salía para ponerle al álbum el punto y final, y que bien pudiera ser el cromo de Pirri, y daba cincuenta por uno al que se lo consiguiera- por donde, a falta de balón, se pateaban cientos de naranjas que rodaban por los suelos metiéndole goles al sagrado Corazón de Jesús, mientras un municipal venía, con la porra en su mano baralla, dispuesto a poner fin a tal dispendio de zumos derramados, o descendiendo las escaleras de piedra como si fueran canicas bajando las escaleras de una película de terror, mientras las niñas, sentadas en los escalones, arredradas de los niños, aquella avoleza que todavía era lo prohibido, jugaban a los recortables de las muñecas de papel- que es imagen genial y una greguería fina, que nunca supo captar, Ramón Gómez de la Serna, aquel que lo captaba todo, y al que nada se le escapaba- les cambiaban sus vestiditos de papel, y poníanles las faldas y los pelucones rubios y los sombreritos de campo con una margarita blanca deshojando sus fabulaciones y sus primeros empeños de niñas de coser, aunque soñasen esos vestiditos en sus telas para vestirse con ellos y dar largas caminatas por donde solían pasear los enamorados.
Ante la lápida negra, donde unas letras antiguas y negras, en las que apenas se distinguían y leían las palabras, brotaban desde el imposible olvido lo que fue un nombre y unas fechas determinadas, que el tiempo de lo atezado destiñeron hasta formar la pereza de un recuerdo cabezalero y notarial, que de tan lejano, va creando un hábito secuencial y soterrado, vistiendo a la monja Espiri con hábitos de albaceas y deslumbrantes apariciones marianas ante el altar de las cruces de piedra donde falan los muertos las palabras que sólo escuchan las viudas con mucho oficio, mucho dolor , o sólo sea, en el perpetuo e imperecedero bello amor consagrado, las viudas eternas que, en muriéndose el amor, no habría otro amor sustitutivo, a pesar de viuda joven y llañica rezando las oraciones de los huesos en las atardecidas de los rezos difuntos, como aquellas oraciones que le rezaban en las casas enlutadas a sus muertos recientes, a donde iba la Niña Amalia, en negro y en moño y tan antigua, y tan galaica- esa otra cosa galaica que también tenía Porcuna, y que ya no- a rezar el rosario, mientras un Alfredo de seis años, asomado por el barandal de yeso de la escalera escuchaba ese monótono murmullo del rezo, fantasmal, aterrador, viniendo de esa congregación de mujeres de negro, veladas y pálidas, pero que, también era poesía, muy romántica y muy trágica.
Ante la lápida negra del cementerio viejo, adornado con cipreses, fosa común para los esqueletos de los muertos voluntarios, y recuerdos de Nereos y combatientes nacionales, de algún Batallón gaditano, donde la mano invisible de la añoranza ponía flores cada vez que noviembre nos dejaba sus nueces y su cosa mágica del caldo con membrillos, castañas y ciruelas, una mujer de negro abre la rejilla de la lápida como si abriera una capillita con una Virgen de madera, con luces de oro o de doradas velas, flores de plástico y una estría de hucha para el recibo eclesial de las limosnas. Una mujer limpia las letras, que en el lienzo blanco del trapo de cocina parecen desteñir creando sábanas santas, cuando apenas son ya letras con tiempo, y motas de polvo, y de tan gastadas, por tantos años ya siendo palabras sin eco, borrosas en negro, ya no saben expirar y se dejan hacer en el limpiado de cara, en el pequeño polvo que la tierra del verano dejó incrustada en su tránsita serigrafía de cantera, y en su geografía donde todo son fechas anunciadoras, poniendo principio y fin a una batalla tan tempranamente perdida, desde las del aquí ahora del nacimiento, aquella esencia, hasta las otras fechas tan trigosas de la defunción, esa ausencia tapiada con lápida negra, donde dentro reposa el lado aquel de la tiniebla amarrando un pasado fugitivo y tan escaso, que ni tiempo hubo para alumbrar vida y heredades, relaciones de parentesco y de dar oreos, donde poder rescatar del ayer aquel rostro tan amado, tenido ya para siempre en una foto de papel que borra el sol, como los días irían borrando las lágrimas.
Espiritusanto Huertas, arrodillada ante la lápida del amor muerto, reza las oraciones de la tarde en la hora en que los difuntos toman el té a la derecha del Padre, perfumando oriental el verde volátil de los ondulantes cipreses majestuosos: “Padre nuestro que estas en los cielos…” reza esta beata doña Estefaldina valleinclanesca, que en lugar de hacer calceta vende gominolas rojas, cartuchos de pipas de “Casa Paco”, palitroques de regaliz y Palotes de nata y fresa rodeada de niños tomando la primera comunión en el mundo de los pirulines.
Arrodillada y de negro, Espiri es mujer de luto que mira la lápida negra mientras pronuncia encuentros bíblicos por aquella otra aurora o tenebrez por donde la religión quiere colmar de esperanzas a las viudas jóvenes y las querencias del alma; ese futuro encontrable en un paraíso o en un infierno, aunque, la viudedad debe ser cosa del limbo y la folía, y el limbo debe ser un estado de ánimo por el que el muerto gira y gira eternamente sin jamás derramarse en nada, hasta que la viuda que aguarda , arrodillada, rezadora y vigilante ante la lápida se vuelve también espíritu y en el encuentro dallend se posa en las otras alianzas, ya no las alianzas de oro, sino las alianzas de suspiros y bienvenidas, enlaza las manos siendo ya dos muertos, la muerte rotunda que le llega, bienaventurada para rescatar al amado en su muerte de limbo girando las espirales de los dantescos embudos, hasta ya caer definitivos en el otro aire donde los cuerpos flotan hasta ser espíritus remunerados, y al que, religiosa y credencialmente, se le puede llamar paraíso.
Arrodillada ante la lápida negra, donde las letras ya no saben escribirse de tan desgastadas, de tan oscurecidas, Espiri le reza al marido muerto las oraciones de las iglesias, las que vinieren a dar en el Día de los Difuntos, esos otros santos sin martirio, si no fuera porque es martirio ser muerte tan temprana, mortaja tan sola por la calle del Comero, ante una vecindad de casas blancas habitadas por matadores de cerdos, encaladores de fachadas y albañiles sobre los andamios de leño.
Ante el hombre muerto que amara tanto, Espiri, solitaria como una reina descoronada encerrada en un calabozo, o una monja siempre de celda en todas sus clausuras y sus rosarios de nácar, vístele al muerto su traje nupcial, con el que la llevó al altar, aquel traje oscuro y aquella camisa blanca, y aquella corbata sin color, y aquella flor de azahar adornando aún y marchita, el bolsillo del pañuelo con que él le secara las lágrimas de altarejo, y si pudiera, Espiri, amortajaría también el ramo de novia, con sus margaritas viejas y amarillas y sus hojas otoñales. Ante el cadáver del marido muerto, una lluvia de aguas que caen de los ojos, como si fueran aguas de persignaciones, mientras
Espiri amortaja al galán de campo en la noche tan sola y tan apagada, con sus mochuelos serenando su orquestal manera de llamar y tratar con los muertos. Un luto negro y desventurado por el Comero, mientras la vecindad duerme, y la noche tan sola y tan quieta, para que, a la amanecida, el muerto se presente a la calle con el color blanco de su sustancia, y el traje nupcial, tan galán, tan garrampón y tan ausente, a pesar de todo.
Arrodillada ante la lápida negra, la mujer de negro tiene rojas las rodillas de tan arrodillada, y en su alma una especie de moratones como carnes pellizcadas, que, aunque alma, se notan sus mordeduras de tan sentidas:
-Tan pronto te fuiste, que ni tiempo me dio de estrenar en el lecho las sábanas del ajuar; aquellas blancas, bordadas con ramicos de rosas y margaritas de los prados. Tan pronto te fuiste de mi vida, vida mía, que ni tiempo de sellarnos en besos y en maternidades, y he aquí el dolor este, llevado en cicatriz íntima y ajena por esta esclava de su Señor, y a
la que llora en su tarde de otoño, solitaria como mujer huída, como voluntad que no quiere más presencias que tu ausencia nombrada, amado muerto. Ten la delicadeza de pronunciar mi nombre, que de tu nicho salga la voz o la fantasma de tules, y que me diga: “Espiri, he aquí el nombrado. Qué temprano se nos fueron los tiempos, qué madrugar de muerte tan acuciante y tan urgente. Qué ocaso tan verde, tan anticipado. Qué pronto se nos puso el sol y se acercó la luna”.
A Espiri, si no fuera porque el enterrador la llama en la hora del cierre de las puertas del sacramental, seguiría de rodillas ante la lápida negra que oculta huesos y traje esponsalicio venido a mortaja. Si no fuera por esa voz de Juanito El enterraor”, que le dice:
-Espiri, es la hora de cerrar el cementerio y de que abras tu Carrillo de golosinas, que están los niños impacientes esperándote, y dejar a los difuntos en sus horas plácidas y nocturnas, para que tramen sus conciliábulos y enseñoreen sus aparecidas: esas nieblas que vienen a dar en brumas de arroyo.
-Ya acabo, Juanito, no más acabe el rezo de una oración más y de encender unas candelas.
Ante la lápida negra, la viuda joven enciende unas mariposas en su cuenco de aceite, en su llama que oscila por un aire de suspiros, como si hubiera sido rozada por un beso, y en esas oscilaciones, la viuda Espiri siente que el amado muerto le habla en el difícil lenguaje mudo de la lengua de las manos idas, mientras en tarros de cristal, pone crisantemos blancos y moñas amarillas, que perderán sus pétalos formando sobre el granito un leve manto mustio.
-Ea, Rafael Juárez López- qué sonoro nombre- que ahí te quedas. Ya tienes limpio tu nicho, y las letras de tu nombre brillando, aunque sea en sus letras negras sobre negra lápida. Las lápidas deberían ser todas negras, y las letras y los números negros, como en negro están las numeraciones de los nichos, para que todo pueda leerse difícilmente, que los nombres de las lápidas muy claros, o muy dorados, hieren a los ojos como si no fueran muerte verdadera, de tan alegres que brillan. La letra negra da a la muerte toda su ausencia, y toda su contraría en el espíritu de las cosas remanecientes, y un sí adivinatorio quedando siempre en el misterio:
-Ya tienes tus moñas puestas adornándote festivo y ferial, y las mariposas encendidas para darle calidez al limbo del embudo, donde giras y giras esperando mi reencuentro. Cuando en la oscuridad salgas a danzar el baile nocturno de los muertos de cementerio, murmura mi nombre hasta sentirlo sobre la almohada.
-Espiri, la tarde se nos va y ya están las sombras apropiándose de las tumbas.
-Ya mismo los condioses, Juanito.
Espiri, a pesar de ser siempre, viuda de muerte natural, de muerte en el Comero, 32, al poeta romántico, tenebroso, y un algo guerrero y melancólico que escribe estas alucinaciones de cementerio, siempre le pareció Espiri viuda de guerra, viuda de guerra nacional y apostólica, con muerto nacional condecorado. Viuda de trincheras al aire libre del Cerro Muriano fotografiado en montaje por Kappa. Viuda de guerra recibiendo en sus manos las ropas del muerto caído en batalla, que pone sobre su pecho como sintiéndolo cerca antes de pasar al arca donde se guardan y conservan las cosas más queridas. Viuda de guerra a la que un día llaman a su puerta y le entregan un brazado de ropas de muerto a la cuitosa que gime, y las cartas que guardaba llenas de amor y cuidados y cosas de pueblo y aguarde, y aquella fotografía, guardando huellas de labios y santas esperas, que muestra a Espiri adornada de ondas y jazmines blancos. Viuda de guerra no siendo nunca viuda de guerra, pero pareciéndolo siempre; viuda que queda, más que viuda, como huérfana esposa, viuda hernandiana pero en su otro lado, en su otra hermandad, en su otra lotería: madre e hija en un mismo albor despejado, a la que se le concede una condecoración de hojalata, una paga de viudedad, tan ansina de escasa, que menguadamente vine a dar en poca mercancía, y a título honorario, el de duquesa viuda de un Carrillo de golosinas lleno de los sabores del menú diario de los niños. Viuda patriótica de patria guerra con garçon balado y garçon hermanecido, a la que se le concede el honor de ser viuda santa y se le entrega un carro de madera para aligerar la defunción, aliviar los lutos y ponerle música de niños hasta crearle un coro de querubines con chafarrinones y unas cuantas preces al señor Cristo de los mártires crucificado, y unas cuantas ganancias y recompensas para el avío del comer, para los exiguos alimentos de la viudedad vetusta, que la viuda de ayer era una viuda de poco comer, de mucho rezar y de mucho recordar, la que nunca soportó los huesos ni las lápidas claras. Viuda consustancial hecha de bala, y a pesar de siempre ser, viuda de muerte en cama, siempre pareció Espiri, viuda de guerra, siempre adornada con una bandera nacional con su lazo de luto derramando lágrimas hasta convertirlas en lágrimas de cristal o escarcha cayendo de la rama de un suspiro.
Espiri abandona el cementerio, y, ante la música de chirrido que cierra las puertas cancelas del cementerio, se estremece el luto a la viuda, como si aún fuera un luto reciente, o un luto que le teme a los malos espíritus del luto, luto que no cicatriza aún, luto premonitorio, y al paso por el Pozo ancho, Espiri escucha de las aguas estancadas y tan claras, las agonías de los ahogados y los suspiros de los que un día murieron por amor o por bala, mientras la galerna del aire, perpleja y asombrada, irrumpe en la alameda de los cipreses, como el soplo de un dios proclive a la peste de las patinadoras; o es que ya se habrán levantado los difuntos de sus lechos y habrán empezado a festejar su aquelarre.
La tarde le anochece a Espiri camino de su Carrillo azul. Esa mujer que sube de luto y aún de lágrima y de ojeras, pero a la que, a cada paso, se le va aclarando un poco el color, y despejando el semblante, como tomándole color, y en llegando por el Arco de la Plaza, deja de ser ausencia de nicho para ser apariencia de trato, convocando a los niños a un convite clemencial y goloso, y a los maridos de las tabernas convocando, para llevarles a las amas de casa de las radionovelas, unas bolsejas de pipas y avellanas con cáscara.
Al Carrillo de Espiri, todos los días, le llovía su lluvia de Reyes magos, una lluvia con viento y un aire de cintas adornando su voluntad de ser callejón de los milagros y cajón donde se escondían los duendes de las delicadezas: cajón sorpresa, arco iris de colores derramando sus dulces y sus salados sobre un sinfín de cabezas y monedas encerradas en las manos, que bajo el luminoso parasol del Carrillo de Espiri, siempre respiraban un nimbo de ser manos eternamente en vacaciones, y eternamente sonámbulas, o manos poseídas.
-¡Espiri: un cartucho de pipas, un regaliz negro, un regaliz rojo, dos gominolas, un chicle y dos sobres de futbolistas!
-¡A ver el duro antes!
-¿Es qué no te fías, Espiri?
-La cosa con vosotros está para fiarse. ¡Niño, que no me revuelvas las cosas!
Mientras el niño le hurgaba y le revolvía las cosas de las bolsas de plástico, buscando al indio de plástico con pelucón de plumas, y la carroza de plástico, y el sheriff del condado, y hasta la horca de los ahorcados bajo un álamo de plástico al que nunca se le caían las hojas, pero se le iban desgastando sus verdes y sus marrones hasta volverlo todo de color carne.
La invisible luna de las sensibilidades infantiles, le dibujaban al Carrillo de Espiritusanto Huertas , aquella hija de José Huertas “El hornero”, la que heredó el nombre de la hermana muerta, y era como nueva Espiri, reencarnada de una otra Espiri anterior, la que viera su luz en San Benito en el difícil parto de Celia Aguilera Uclés, ama de casa y de sus labores, oleos impresionistas, pinceladas ejemplares y multicolor, y al donaire de las efímeras lenguas tragonas, el Carrillo de Espiri esquivaba las manos con soplamocos de miradas azules y un tul haciendo velo, y oscureciendo, tenebroso, los bolsillos vacíos.
Al Carrillo de Espiri se le subían las telas que lo ocultaban, los plásticos transparentes, y tiempos después la puerta cremallera, hasta formar una música de carrasqueña en un sonido crujiente, que parecía llegar a todas las calles y todos los hogares de Porcuna, como si la persiana metálica del Carrillo de Espiri, tuviera el clamor y hasta el amor de las campanas eclesiásticas; sonido que abría ojos y escuchaba oídos:
-Mama, ¿me das una peseta, que ya ha abierto el Carrillo de Espiri?
-Te vas a tener que conformar con dos reales de agujero, que está el monedero vacío faltándole los jornales, y en la alcancía sólo suenan telarañas.
Y el niño le metía una guita a los dos reales de agujero, y se iba calle arriba, o calle abajo, hasta dar con el Carrillo de Espiri, mientras, como una onda , giraban y giraban los dos reales dándole vueltas por su cabeza, o en el nido del bolsillo, reposando y quemante, y empujando la moneda, a ver si, por sorpresa, para cuando llegara al Carrillo de Espiri, los dos reales se le habían multiplicado, siendo dos reales múltiples, creadores de música o de ruidos, al chocar los unos contra los otros.
Al Carrillo de Espiri “La del Carrillo”, se le subían las telas y dejaba al descubierto un rostro tapado, que era como una aparición, con muchos ojos que miraban desde las lenguas, y brillaban en todos los colores: el verde de la menta, el rojo de la fresa; de la naranja el naranja, y del amarillo el limón, formando una amalgama colorista y vangoghtiana, que, recreando en los ojos la fantasía de los azúcares y los tiernos churneos, , iba formando tartas de cumpleaños, a las que Espiri encendía las velitas de los ojos del regaliz, y de sus ojos también, siempre alertas, chispeantes siempre y como engreídos y refunfuñantes , y en un mirar de aquí para allá controlando todas las manos y todas las miradas que pudieran dar en sorpresa, u ojos camaleones, que, más que mirar de frente o de reojo, le daban vueltas a la cabeza mirando hacia todos los horizontes: si a la izquierda, la pared donde siempre había un niño, por si acaso, en algún descuido de Espiri, lo pillaba ya mascando el regaliz del hurto, si a la derecha, la juguetería de plástico, dentro del cuchitril donde moraba su Carrillo cuando no era día de sacar el Carrillo a la calle: camioncicos a los que rápidamente se le caían las ruedas o le quedaban holgadas, con el conductor hincado con palitroque, hierático, profesional y aventurero, muñecas a las que, rápido, se le caían los brazos y pasaban a ser muñecas mancas y muñecas de enfermería pidiendo vendas y gomas de plástico, y exigiendo mimos de muñecas inválidas y aún enternecedoras, y tan de color carne. Al fondo de su espalda, a donde iban sus ojos cuando a Espiri le aparecían los magos ojos en la nunca de su permamente, el tercer ojo de la nunca de Espiri miraba la pared por donde colgaban tambores y palillos, y grandes bastones huecos rellenos de caramelos de sabores, y al otro fondo, el fondo de sus ojos callejeros, la Plazoleta con los niños, y la Parroquia con sus campanas y sus rezadoras con velas y muchos pesares apañados, donde Espiri rezaba sus oraciones de beata puesta en misas en todas las horas de la jornada donde un cura abriera un Evangelio, confesara los pecados confesables, y diera de comer a las almas pías de las rezadoras con el blanco de la oblea, y donde Espiri cantaba las canciones de manual, o entonaba un MEA culpa con muchos perdones:
-¡Niños: a ver si os vais a comer las pipas a otro sitio, pues no será que no hay Plazoleta de sobra, que me ponéis la puerta perdida con tanta cáscara, que no doy abasto para escoba y recogedor…!
-Beneficios son, Espiri. Le decía el tonto de las palabras contundentes y solas, el de las gafas de aumento, y el aire como de pantalones con mizo subiéndole hasta el ombligo, bien holgados y mejor cinchados, y esas manos tan enormes, dispuestas para pegar tortazos o inocentadas, con que se adornaban los tardos y melindrosos, y con el alma cándida para ser angelitos del cielo, y un no sé qué de inocencias, y como lágrimas sin derramar, que hacía que Espiri, algunas veces, le regalará un caramelo de naranja de la bolsa grande donde convivían en el reino de los caramelos, aun siendo reinado tan efímero, como efímeros aguinaldos, o le soltaba un “¡Deja eso que estás tonto!”, y dándole al tonto un palmazo de monja, a la que no le alcanza el pellizco por el bien correr del niño, lo plantaba a la puerta del cocherón del Carrillo, aspada, gremial, autoritaria, cuidante de sus negocios como debe ser buen capitalico, aunque mañana le regalara al de las gafas de aumento otro caramelo de naranja con alguna caricia en su cabeza, por ser de los niños más queridos por Dios.
¡Ay!, esta Espiri del ayer de su Carrillo, cuando se quitaba el velo del luto de su viudedad de cementerio, tan rezadora, tan suplicante, tan alumbradora de cirios y limosnas para las obras pías de Auxilio social, acudiente a todas las misas, y a todos los enfermos y a todas las limosnas, tan mártir con las procesiones de crucificados y dolorosas, y tan alborozada con los bautismos, que, en creciendo lo más mínimo para mascar un jobito, les vendrían a Espiri con buenas monedas para sus negocios de encandiladora del señuelo con jamoncitos de azúcar, y salchichones de azúcar, y tomatitos de azúcar, esos con que, las abuelas, rellenaban aquellas cestas de Navidad que sólo sabían hacer las abuelas, en la cajeta de cartón con un asa cosida con cuatro hilos, donde los papeles de seda se rizaban para ofrecer pelucón blanco y regio, y un cerebro lleno de dulces candiles, arborescentes y sensuales. Cuando se quitaba el luto, dejando de ser Espiritusanto Huertas Aguilera, para pasar a ser, Espiri “La del Carillo”, y se vestía de pálidos, y de ama de casa con bambo chispeado, multiplicadas sus manos y multiplicados sus ojos; ventera antigua de los libros de historia trebejando el negocio de los intercambios, accidentada en la trujamanía de leyenda; mujer de tantos siglos atrás y tan de Plaza mayor; gitanilla suelta por las callejuelas de su permuta y ganancia, con esa pena por dentro que nadie le sabía, porque también Espiri pasaba a ser la viuda silenciosa, la viuda utópica, la viuda invisible e hipotética, la viuda monja a la que se le ha muerto Dios, la viuda frugal y accidentada, la viuda que sólo sabe llorar por las noches y come sopas de pan con dos cucharas en su plato, la viuda chirimiri que ni llueve ni deja de llover, y era su viudedad como una cosa adivinada, vibda, vibda, vibda de las cantigas alfonsinas, que cuando hacia sonar su sonajero retumbante y las monedas doradas de su pañuelo danzón, se facía de mesonera pregonando los asados de los embutidos de caramelo, a las plebes que, bajo los soportales, iban a la mañana del día a día de sus comercios.
Al Carrillo de Espiri, todos los azules se le volvían azul celeste, y cuando Espiri sacaba su Carrillo a la calle, para alguna festividad mañanera de Viernes Santo o de Feria real, la manica de pintura dada por Espiri a su carrillo azul, se le iba desdibujando hasta irle creando pequeñas alas blancas a los azules, por donde Espiri presentía angelotes niños jugando al juego de los algodones.
Aquella Espiri sacando su Carrillo azul de la iglesia de su cochera, como un paso de palio con una Virgen con los ojos de gominolas y en su pecho, siete espadas de regaliz en un rojo de sangre, y un corazón de chocolate y unas lágrimas de pipas de girasol, y Espiri empujando el carro, costalera de sus sagradas misiones, y procesiones también, haciendo el paso y la levantá ante el aplauso de las muñecas de plástico, y el estremecimiento de las vitrinas de cristal, ocupando su acera como mujer que ha pagado arrendamiento e inquilinato, y tiene su puesto guardado y su repartido por todas las esquinas y en todas las aceras, un Carrillo al que sólo le hacía falta una manivela para hacerlo sonar para dar comienzo al baile del ladrillo, mientras los niños sonaban alcancías que a los oídos de Espiri, se le volvían oraciones gramaticales y las cuentas de las viejas contadas a media luz:
-El día menos pensado, el Carrillo azul de Espiri le sale en procesión de aguas, o en Corpus Christi; sólo hay que ver que, en las cuatro esquinas de su trono, se le posan cuatro angelitos del cielo como si fueran angelitos de escayola, que al tracatrá de la rueda giratoria hacen los movimientos pendulantes de los anderos, y empujando al Carillo al salir de la iglesia de su cochera, Espiri le parece a Vicentillo arreando p’arriba con el carro de la Soledad.
-A ver, menor guasa, que no está el horno pa bollos, ni los ánimos para templazas, ni tampoco los oídos para esos diretes tan indecentes.
-Espiri, son sólo pensamientos, conjeturas y mimetismos que le salen a uno por tal de perder el tiempo, que no de ganar la gloria.
-Pues a pensar a otro lao, y de otras cosas sin pecado, que el Carrillo de Espiri no es más que Carrillo con muchas ventas y con decencias más, que donde ángeles ves, no son más que los cuatro palos sin esculpir que me sostienen la azotea y el tejar, por si le llueve al Carrillo, o por si hay que protegerse del sol.
-Palabras nunca le faltan a Espiri “La del Carillo”
-Ni mandamientos que cumplir tampoco me faltan.
Las pesetas de los monederos de las madres, esas monedillas sueltas, chatarreras aunque con prestancias, que no servían para el caldo ni para el cocido, iban al Carrillo de Espiri Huertas Aguilera, amarillas y bruñidas, manoseadas, a veces pesetas con barro o pesetas sudadas, pesetas pintadas de tiza en el niño que aún no se había lavado las manos, aquellas pesetas antiguas y franquistas y de elecciones divinas, que las madres daban a los hijos antes de salir para la escuela, donde siempre, para los que subíamos de aquellos arroyos sin agua, era la primera parada el Carrillo de Espiri, la primera lección de la jornada, las operaciones matemáticas de las sumas y las restas. Espiri convertida en don Luis Cabeza, explicando lo básico de los números y ese hacer del intercambio, a la vez que su cuadrilla blanca nos daba las rectas y los triángulos, y los rectángulos verticales de sus columnas enlucidas. Pesetas que ardían con el quemor del yerro: herreras de los bolsillos y de las manos, atronadoras maravillas que iban al Carillo de Espiri a por el manto de colores, y si pesetas no había, uno se ponía allí, en una de las cuatro esquinas del Carrillo de Espiri, para al menos, olor los olores que desprendían las golosinas, y si en una de estas, por alguna extraña compasión del a veces cariño de Espiri, en lugar del decir: “anda nene y vete ya que pides más que hablas”, se pillaba un supositorio de azúcar o un limoncillo tintado, como quien ha dejado caer una cosa intencionadamente, bienvenido se era al huerto y a la fábrica de chocolate, y luego tirar para los Grupos a unas cuantas clases de los maestros y un saltar las verjas encaladas con la energía del azúcar de colores que vendía Espiri la del Carrillo. Pesetas que Espiri iba cogiendo como quien recoge los frutos de un huerto en cañaveral, y que iba pasando por su cabeza como si las estuviera leyendo su código de barras, y las metía en el cajoncillo e iba sacando las vueltas y las sobras, y si no había ni vueltas ni sobras le daba al niño un caramelillo para completar la cuenta, y todo arreglado.
-A ver, una y una dos, y cincuenta, dos con cincuenta, y veinticinco, dos con setenta y cinco.
Espiri le abre al niño el puño de la mano y Espiri le va cogiendo al monto, las sumas de las pipas y de las estampitas de futbol; que nunca mejor mujer de cuentas que Espiri con las monedas menudas.
Retusada en el abstracto y en la campechanía, de ser la chacha de todo el mundo, y también mujer impresionista entre tanto colorido y tanta magia, y en tanta desfiguración también, cubista, encuadrada en foto o en fotograma de cinema; el hecho familiar de su presencia, ese ser ya de la casa de todos, y todos de su casa, aunque cuando se le armaba la bulla del milojos niñerío, hacía cantos de gallos y miradas de lechuza, pero afable ahí, recogidita tras su Carrillo, reposando en silla los momentos del silencio, tan obnubilada en sus rezos, sus cuitas y pensares, que cuando llegaba el niño y el niño la llamaba, Espiri hacía aparición repentina saltando de su silla, como un resorte de muelle, y como una marioneta saliendo al escenario para entablar el diálogo de la comedia del trueque ante el niño que sólo pregunta, a cómo está el precio de la sonrisa de sabores.
Existe otra voz dentro de mí que profundo te nombra, que eres tú Espiri la sombra, que bajo el toldo del cielo y la infancia del consuelo, viene de lejos aquí, para ofrecer regaliz y piruletas de fresa, a este eterno niño en esencia, que nunca quiso crecer, por eso está en el ayer, siempre vestido de infancia, siendo tú la Espiri que canta desde los brotes de armiño. Tú la Espiri de los niños, refunfuñona y clemente, la que perlaba su frente con gominolas de azúcar, la Espiri, beata y cuca, y la Espiri sonorosa, siempre vestida de rosa aunque viuda de luto. Guardiana de los arbustos silentes del cementerio. Espiri de los inviernos y de las lápidas negras. Viuda de las esquelas y las guardias crisantemas. Viuda de las hogueras mariposas del aceite, corre una brisa de afeites pespunteando tu calma, y en la espiral de las almas, tú sentenciando los duelos. Dama de los negros velos de las calles castellanas; de las penas aldeanas que dieron viuda en ti, te salvó el aguamanil de tu Carrillo celeste, persignándote la frente con aguas de las iglesias, y una corrala de abejas pidiéndote golosinas. Espiri de la cantina transparente de los niños, a tu Carrillo le hicimos pasión sin vuelta de hoja, donde sucedían las cosas vestidas de comunión: las hostias para el perdón y los pecados confesos, que en la rosa de los vientos de los niños peregrinos, ibas marcando el camino con una tiza de escuela. Tu Carrillo de madera, tu Carrilito dorado llevado en su procesión por el mapa de la calle quedó en su leña de bosque, y en un hacha que rompe todos los sueños de infancia: astillas de la ignorancia, sacrilegio de las dudas, tu Carrillo, Espiri muda, hecho tablas de pescao cuando fuera monumento de los sitios de Porcuna, y en la historia costumbruna de los resabios antiguos, Espiri “La del Carrillo” bordando sus iniciales en los álbumes caudales donde se guardan las glorias, esa luz de la memoria que de pronto se ilumina y nos vende golosinas y estampitas de colores; un escuchar ruiseñores y un presentir moralejas: la historia de una creencia que vino a llevarse el viento, y que rescatada en verso y en barba melancolía, nos dibuja de los días, sus cuatro cartas postales, amarillas, ideales, postales con nuestros rostros y nuestros pasos saltando en busca del aguilando de la joyería de Espiri.

Ante la lápida negra, donde unas letras antiguas y negras, en las que apenas se distinguían y leían las palabras, brotaban desde el imposible olvido lo que fue un nombre y unas fechas determinadas, que el tiempo de lo atezado destiñeron hasta formar la pereza de un recuerdo cabezalero y notarial, que de tan lejano, va creando un hábito secuencial y soterrado, vistiendo a la monja Espiri con hábitos de albaceas y deslumbrantes apariciones marianas ante el altar de las cruces de piedra donde falan los muertos las palabras que sólo escuchan las viudas con mucho oficio, mucho dolor , o sólo sea, en el perpetuo e imperecedero bello amor consagrado, las viudas eternas que, en muriéndose el amor, no habría otro amor sustitutivo, a pesar de viuda joven y llañica rezando las oraciones de los huesos en las atardecidas de los rezos difuntos, como aquellas oraciones que le rezaban en las casas enlutadas a sus muertos recientes, a donde iba la Niña Amalia, en negro y en moño y tan antigua, y tan galaica- esa otra cosa galaica que también tenía Porcuna, y que ya no- a rezar el rosario, mientras un Alfredo de seis años, asomado por el barandal de yeso de la escalera escuchaba ese monótono murmullo del rezo, fantasmal, aterrador, viniendo de esa congregación de mujeres de negro, veladas y pálidas, pero que, también era poesía, muy romántica y muy trágica.
Ante la lápida negra del cementerio viejo, adornado con cipreses, fosa común para los esqueletos de los muertos voluntarios, y recuerdos de Nereos y combatientes nacionales, de algún Batallón gaditano, donde la mano invisible de la añoranza ponía flores cada vez que noviembre nos dejaba sus nueces y su cosa mágica del caldo con membrillos, castañas y ciruelas, una mujer de negro abre la rejilla de la lápida como si abriera una capillita con una Virgen de madera, con luces de oro o de doradas velas, flores de plástico y una estría de hucha para el recibo eclesial de las limosnas. Una mujer limpia las letras, que en el lienzo blanco del trapo de cocina parecen desteñir creando sábanas santas, cuando apenas son ya letras con tiempo, y motas de polvo, y de tan gastadas, por tantos años ya siendo palabras sin eco, borrosas en negro, ya no saben expirar y se dejan hacer en el limpiado de cara, en el pequeño polvo que la tierra del verano dejó incrustada en su tránsita serigrafía de cantera, y en su geografía donde todo son fechas anunciadoras, poniendo principio y fin a una batalla tan tempranamente perdida, desde las del aquí ahora del nacimiento, aquella esencia, hasta las otras fechas tan trigosas de la defunción, esa ausencia tapiada con lápida negra, donde dentro reposa el lado aquel de la tiniebla amarrando un pasado fugitivo y tan escaso, que ni tiempo hubo para alumbrar vida y heredades, relaciones de parentesco y de dar oreos, donde poder rescatar del ayer aquel rostro tan amado, tenido ya para siempre en una foto de papel que borra el sol, como los días irían borrando las lágrimas.
Espiritusanto Huertas, arrodillada ante la lápida del amor muerto, reza las oraciones de la tarde en la hora en que los difuntos toman el té a la derecha del Padre, perfumando oriental el verde volátil de los ondulantes cipreses majestuosos: “Padre nuestro que estas en los cielos…” reza esta beata doña Estefaldina valleinclanesca, que en lugar de hacer calceta vende gominolas rojas, cartuchos de pipas de “Casa Paco”, palitroques de regaliz y Palotes de nata y fresa rodeada de niños tomando la primera comunión en el mundo de los pirulines.
Arrodillada y de negro, Espiri es mujer de luto que mira la lápida negra mientras pronuncia encuentros bíblicos por aquella otra aurora o tenebrez por donde la religión quiere colmar de esperanzas a las viudas jóvenes y las querencias del alma; ese futuro encontrable en un paraíso o en un infierno, aunque, la viudedad debe ser cosa del limbo y la folía, y el limbo debe ser un estado de ánimo por el que el muerto gira y gira eternamente sin jamás derramarse en nada, hasta que la viuda que aguarda , arrodillada, rezadora y vigilante ante la lápida se vuelve también espíritu y en el encuentro dallend se posa en las otras alianzas, ya no las alianzas de oro, sino las alianzas de suspiros y bienvenidas, enlaza las manos siendo ya dos muertos, la muerte rotunda que le llega, bienaventurada para rescatar al amado en su muerte de limbo girando las espirales de los dantescos embudos, hasta ya caer definitivos en el otro aire donde los cuerpos flotan hasta ser espíritus remunerados, y al que, religiosa y credencialmente, se le puede llamar paraíso.
Arrodillada ante la lápida negra, donde las letras ya no saben escribirse de tan desgastadas, de tan oscurecidas, Espiri le reza al marido muerto las oraciones de las iglesias, las que vinieren a dar en el Día de los Difuntos, esos otros santos sin martirio, si no fuera porque es martirio ser muerte tan temprana, mortaja tan sola por la calle del Comero, ante una vecindad de casas blancas habitadas por matadores de cerdos, encaladores de fachadas y albañiles sobre los andamios de leño.
Ante el hombre muerto que amara tanto, Espiri, solitaria como una reina descoronada encerrada en un calabozo, o una monja siempre de celda en todas sus clausuras y sus rosarios de nácar, vístele al muerto su traje nupcial, con el que la llevó al altar, aquel traje oscuro y aquella camisa blanca, y aquella corbata sin color, y aquella flor de azahar adornando aún y marchita, el bolsillo del pañuelo con que él le secara las lágrimas de altarejo, y si pudiera, Espiri, amortajaría también el ramo de novia, con sus margaritas viejas y amarillas y sus hojas otoñales. Ante el cadáver del marido muerto, una lluvia de aguas que caen de los ojos, como si fueran aguas de persignaciones, mientras
Espiri amortaja al galán de campo en la noche tan sola y tan apagada, con sus mochuelos serenando su orquestal manera de llamar y tratar con los muertos. Un luto negro y desventurado por el Comero, mientras la vecindad duerme, y la noche tan sola y tan quieta, para que, a la amanecida, el muerto se presente a la calle con el color blanco de su sustancia, y el traje nupcial, tan galán, tan garrampón y tan ausente, a pesar de todo.
Arrodillada ante la lápida negra, la mujer de negro tiene rojas las rodillas de tan arrodillada, y en su alma una especie de moratones como carnes pellizcadas, que, aunque alma, se notan sus mordeduras de tan sentidas:
-Tan pronto te fuiste, que ni tiempo me dio de estrenar en el lecho las sábanas del ajuar; aquellas blancas, bordadas con ramicos de rosas y margaritas de los prados. Tan pronto te fuiste de mi vida, vida mía, que ni tiempo de sellarnos en besos y en maternidades, y he aquí el dolor este, llevado en cicatriz íntima y ajena por esta esclava de su Señor, y a
la que llora en su tarde de otoño, solitaria como mujer huída, como voluntad que no quiere más presencias que tu ausencia nombrada, amado muerto. Ten la delicadeza de pronunciar mi nombre, que de tu nicho salga la voz o la fantasma de tules, y que me diga: “Espiri, he aquí el nombrado. Qué temprano se nos fueron los tiempos, qué madrugar de muerte tan acuciante y tan urgente. Qué ocaso tan verde, tan anticipado. Qué pronto se nos puso el sol y se acercó la luna”.
A Espiri, si no fuera porque el enterrador la llama en la hora del cierre de las puertas del sacramental, seguiría de rodillas ante la lápida negra que oculta huesos y traje esponsalicio venido a mortaja. Si no fuera por esa voz de Juanito El enterraor”, que le dice:
-Espiri, es la hora de cerrar el cementerio y de que abras tu Carrillo de golosinas, que están los niños impacientes esperándote, y dejar a los difuntos en sus horas plácidas y nocturnas, para que tramen sus conciliábulos y enseñoreen sus aparecidas: esas nieblas que vienen a dar en brumas de arroyo.
-Ya acabo, Juanito, no más acabe el rezo de una oración más y de encender unas candelas.
Ante la lápida negra, la viuda joven enciende unas mariposas en su cuenco de aceite, en su llama que oscila por un aire de suspiros, como si hubiera sido rozada por un beso, y en esas oscilaciones, la viuda Espiri siente que el amado muerto le habla en el difícil lenguaje mudo de la lengua de las manos idas, mientras en tarros de cristal, pone crisantemos blancos y moñas amarillas, que perderán sus pétalos formando sobre el granito un leve manto mustio.
-Ea, Rafael Juárez López- qué sonoro nombre- que ahí te quedas. Ya tienes limpio tu nicho, y las letras de tu nombre brillando, aunque sea en sus letras negras sobre negra lápida. Las lápidas deberían ser todas negras, y las letras y los números negros, como en negro están las numeraciones de los nichos, para que todo pueda leerse difícilmente, que los nombres de las lápidas muy claros, o muy dorados, hieren a los ojos como si no fueran muerte verdadera, de tan alegres que brillan. La letra negra da a la muerte toda su ausencia, y toda su contraría en el espíritu de las cosas remanecientes, y un sí adivinatorio quedando siempre en el misterio:
-Ya tienes tus moñas puestas adornándote festivo y ferial, y las mariposas encendidas para darle calidez al limbo del embudo, donde giras y giras esperando mi reencuentro. Cuando en la oscuridad salgas a danzar el baile nocturno de los muertos de cementerio, murmura mi nombre hasta sentirlo sobre la almohada.
-Espiri, la tarde se nos va y ya están las sombras apropiándose de las tumbas.
-Ya mismo los condioses, Juanito.
Espiri, a pesar de ser siempre, viuda de muerte natural, de muerte en el Comero, 32, al poeta romántico, tenebroso, y un algo guerrero y melancólico que escribe estas alucinaciones de cementerio, siempre le pareció Espiri viuda de guerra, viuda de guerra nacional y apostólica, con muerto nacional condecorado. Viuda de trincheras al aire libre del Cerro Muriano fotografiado en montaje por Kappa. Viuda de guerra recibiendo en sus manos las ropas del muerto caído en batalla, que pone sobre su pecho como sintiéndolo cerca antes de pasar al arca donde se guardan y conservan las cosas más queridas. Viuda de guerra a la que un día llaman a su puerta y le entregan un brazado de ropas de muerto a la cuitosa que gime, y las cartas que guardaba llenas de amor y cuidados y cosas de pueblo y aguarde, y aquella fotografía, guardando huellas de labios y santas esperas, que muestra a Espiri adornada de ondas y jazmines blancos. Viuda de guerra no siendo nunca viuda de guerra, pero pareciéndolo siempre; viuda que queda, más que viuda, como huérfana esposa, viuda hernandiana pero en su otro lado, en su otra hermandad, en su otra lotería: madre e hija en un mismo albor despejado, a la que se le concede una condecoración de hojalata, una paga de viudedad, tan ansina de escasa, que menguadamente vine a dar en poca mercancía, y a título honorario, el de duquesa viuda de un Carrillo de golosinas lleno de los sabores del menú diario de los niños. Viuda patriótica de patria guerra con garçon balado y garçon hermanecido, a la que se le concede el honor de ser viuda santa y se le entrega un carro de madera para aligerar la defunción, aliviar los lutos y ponerle música de niños hasta crearle un coro de querubines con chafarrinones y unas cuantas preces al señor Cristo de los mártires crucificado, y unas cuantas ganancias y recompensas para el avío del comer, para los exiguos alimentos de la viudedad vetusta, que la viuda de ayer era una viuda de poco comer, de mucho rezar y de mucho recordar, la que nunca soportó los huesos ni las lápidas claras. Viuda consustancial hecha de bala, y a pesar de siempre ser, viuda de muerte en cama, siempre pareció Espiri, viuda de guerra, siempre adornada con una bandera nacional con su lazo de luto derramando lágrimas hasta convertirlas en lágrimas de cristal o escarcha cayendo de la rama de un suspiro.
Espiri abandona el cementerio, y, ante la música de chirrido que cierra las puertas cancelas del cementerio, se estremece el luto a la viuda, como si aún fuera un luto reciente, o un luto que le teme a los malos espíritus del luto, luto que no cicatriza aún, luto premonitorio, y al paso por el Pozo ancho, Espiri escucha de las aguas estancadas y tan claras, las agonías de los ahogados y los suspiros de los que un día murieron por amor o por bala, mientras la galerna del aire, perpleja y asombrada, irrumpe en la alameda de los cipreses, como el soplo de un dios proclive a la peste de las patinadoras; o es que ya se habrán levantado los difuntos de sus lechos y habrán empezado a festejar su aquelarre.
La tarde le anochece a Espiri camino de su Carrillo azul. Esa mujer que sube de luto y aún de lágrima y de ojeras, pero a la que, a cada paso, se le va aclarando un poco el color, y despejando el semblante, como tomándole color, y en llegando por el Arco de la Plaza, deja de ser ausencia de nicho para ser apariencia de trato, convocando a los niños a un convite clemencial y goloso, y a los maridos de las tabernas convocando, para llevarles a las amas de casa de las radionovelas, unas bolsejas de pipas y avellanas con cáscara.
***
Al Carrillo de Espiri, todos los días, le llovía su lluvia de Reyes magos, una lluvia con viento y un aire de cintas adornando su voluntad de ser callejón de los milagros y cajón donde se escondían los duendes de las delicadezas: cajón sorpresa, arco iris de colores derramando sus dulces y sus salados sobre un sinfín de cabezas y monedas encerradas en las manos, que bajo el luminoso parasol del Carrillo de Espiri, siempre respiraban un nimbo de ser manos eternamente en vacaciones, y eternamente sonámbulas, o manos poseídas.
-¡Espiri: un cartucho de pipas, un regaliz negro, un regaliz rojo, dos gominolas, un chicle y dos sobres de futbolistas!
-¡A ver el duro antes!
-¿Es qué no te fías, Espiri?
-La cosa con vosotros está para fiarse. ¡Niño, que no me revuelvas las cosas!
Mientras el niño le hurgaba y le revolvía las cosas de las bolsas de plástico, buscando al indio de plástico con pelucón de plumas, y la carroza de plástico, y el sheriff del condado, y hasta la horca de los ahorcados bajo un álamo de plástico al que nunca se le caían las hojas, pero se le iban desgastando sus verdes y sus marrones hasta volverlo todo de color carne.
La invisible luna de las sensibilidades infantiles, le dibujaban al Carrillo de Espiritusanto Huertas , aquella hija de José Huertas “El hornero”, la que heredó el nombre de la hermana muerta, y era como nueva Espiri, reencarnada de una otra Espiri anterior, la que viera su luz en San Benito en el difícil parto de Celia Aguilera Uclés, ama de casa y de sus labores, oleos impresionistas, pinceladas ejemplares y multicolor, y al donaire de las efímeras lenguas tragonas, el Carrillo de Espiri esquivaba las manos con soplamocos de miradas azules y un tul haciendo velo, y oscureciendo, tenebroso, los bolsillos vacíos.
Al Carrillo de Espiri se le subían las telas que lo ocultaban, los plásticos transparentes, y tiempos después la puerta cremallera, hasta formar una música de carrasqueña en un sonido crujiente, que parecía llegar a todas las calles y todos los hogares de Porcuna, como si la persiana metálica del Carrillo de Espiri, tuviera el clamor y hasta el amor de las campanas eclesiásticas; sonido que abría ojos y escuchaba oídos:
-Mama, ¿me das una peseta, que ya ha abierto el Carrillo de Espiri?
-Te vas a tener que conformar con dos reales de agujero, que está el monedero vacío faltándole los jornales, y en la alcancía sólo suenan telarañas.
Y el niño le metía una guita a los dos reales de agujero, y se iba calle arriba, o calle abajo, hasta dar con el Carrillo de Espiri, mientras, como una onda , giraban y giraban los dos reales dándole vueltas por su cabeza, o en el nido del bolsillo, reposando y quemante, y empujando la moneda, a ver si, por sorpresa, para cuando llegara al Carrillo de Espiri, los dos reales se le habían multiplicado, siendo dos reales múltiples, creadores de música o de ruidos, al chocar los unos contra los otros.

Al Carrillo de Espiri “La del Carrillo”, se le subían las telas y dejaba al descubierto un rostro tapado, que era como una aparición, con muchos ojos que miraban desde las lenguas, y brillaban en todos los colores: el verde de la menta, el rojo de la fresa; de la naranja el naranja, y del amarillo el limón, formando una amalgama colorista y vangoghtiana, que, recreando en los ojos la fantasía de los azúcares y los tiernos churneos, , iba formando tartas de cumpleaños, a las que Espiri encendía las velitas de los ojos del regaliz, y de sus ojos también, siempre alertas, chispeantes siempre y como engreídos y refunfuñantes , y en un mirar de aquí para allá controlando todas las manos y todas las miradas que pudieran dar en sorpresa, u ojos camaleones, que, más que mirar de frente o de reojo, le daban vueltas a la cabeza mirando hacia todos los horizontes: si a la izquierda, la pared donde siempre había un niño, por si acaso, en algún descuido de Espiri, lo pillaba ya mascando el regaliz del hurto, si a la derecha, la juguetería de plástico, dentro del cuchitril donde moraba su Carrillo cuando no era día de sacar el Carrillo a la calle: camioncicos a los que rápidamente se le caían las ruedas o le quedaban holgadas, con el conductor hincado con palitroque, hierático, profesional y aventurero, muñecas a las que, rápido, se le caían los brazos y pasaban a ser muñecas mancas y muñecas de enfermería pidiendo vendas y gomas de plástico, y exigiendo mimos de muñecas inválidas y aún enternecedoras, y tan de color carne. Al fondo de su espalda, a donde iban sus ojos cuando a Espiri le aparecían los magos ojos en la nunca de su permamente, el tercer ojo de la nunca de Espiri miraba la pared por donde colgaban tambores y palillos, y grandes bastones huecos rellenos de caramelos de sabores, y al otro fondo, el fondo de sus ojos callejeros, la Plazoleta con los niños, y la Parroquia con sus campanas y sus rezadoras con velas y muchos pesares apañados, donde Espiri rezaba sus oraciones de beata puesta en misas en todas las horas de la jornada donde un cura abriera un Evangelio, confesara los pecados confesables, y diera de comer a las almas pías de las rezadoras con el blanco de la oblea, y donde Espiri cantaba las canciones de manual, o entonaba un MEA culpa con muchos perdones:
-¡Niños: a ver si os vais a comer las pipas a otro sitio, pues no será que no hay Plazoleta de sobra, que me ponéis la puerta perdida con tanta cáscara, que no doy abasto para escoba y recogedor…!
-Beneficios son, Espiri. Le decía el tonto de las palabras contundentes y solas, el de las gafas de aumento, y el aire como de pantalones con mizo subiéndole hasta el ombligo, bien holgados y mejor cinchados, y esas manos tan enormes, dispuestas para pegar tortazos o inocentadas, con que se adornaban los tardos y melindrosos, y con el alma cándida para ser angelitos del cielo, y un no sé qué de inocencias, y como lágrimas sin derramar, que hacía que Espiri, algunas veces, le regalará un caramelo de naranja de la bolsa grande donde convivían en el reino de los caramelos, aun siendo reinado tan efímero, como efímeros aguinaldos, o le soltaba un “¡Deja eso que estás tonto!”, y dándole al tonto un palmazo de monja, a la que no le alcanza el pellizco por el bien correr del niño, lo plantaba a la puerta del cocherón del Carrillo, aspada, gremial, autoritaria, cuidante de sus negocios como debe ser buen capitalico, aunque mañana le regalara al de las gafas de aumento otro caramelo de naranja con alguna caricia en su cabeza, por ser de los niños más queridos por Dios.
¡Ay!, esta Espiri del ayer de su Carrillo, cuando se quitaba el velo del luto de su viudedad de cementerio, tan rezadora, tan suplicante, tan alumbradora de cirios y limosnas para las obras pías de Auxilio social, acudiente a todas las misas, y a todos los enfermos y a todas las limosnas, tan mártir con las procesiones de crucificados y dolorosas, y tan alborozada con los bautismos, que, en creciendo lo más mínimo para mascar un jobito, les vendrían a Espiri con buenas monedas para sus negocios de encandiladora del señuelo con jamoncitos de azúcar, y salchichones de azúcar, y tomatitos de azúcar, esos con que, las abuelas, rellenaban aquellas cestas de Navidad que sólo sabían hacer las abuelas, en la cajeta de cartón con un asa cosida con cuatro hilos, donde los papeles de seda se rizaban para ofrecer pelucón blanco y regio, y un cerebro lleno de dulces candiles, arborescentes y sensuales. Cuando se quitaba el luto, dejando de ser Espiritusanto Huertas Aguilera, para pasar a ser, Espiri “La del Carillo”, y se vestía de pálidos, y de ama de casa con bambo chispeado, multiplicadas sus manos y multiplicados sus ojos; ventera antigua de los libros de historia trebejando el negocio de los intercambios, accidentada en la trujamanía de leyenda; mujer de tantos siglos atrás y tan de Plaza mayor; gitanilla suelta por las callejuelas de su permuta y ganancia, con esa pena por dentro que nadie le sabía, porque también Espiri pasaba a ser la viuda silenciosa, la viuda utópica, la viuda invisible e hipotética, la viuda monja a la que se le ha muerto Dios, la viuda frugal y accidentada, la viuda que sólo sabe llorar por las noches y come sopas de pan con dos cucharas en su plato, la viuda chirimiri que ni llueve ni deja de llover, y era su viudedad como una cosa adivinada, vibda, vibda, vibda de las cantigas alfonsinas, que cuando hacia sonar su sonajero retumbante y las monedas doradas de su pañuelo danzón, se facía de mesonera pregonando los asados de los embutidos de caramelo, a las plebes que, bajo los soportales, iban a la mañana del día a día de sus comercios.
Al Carrillo de Espiri, todos los azules se le volvían azul celeste, y cuando Espiri sacaba su Carrillo a la calle, para alguna festividad mañanera de Viernes Santo o de Feria real, la manica de pintura dada por Espiri a su carrillo azul, se le iba desdibujando hasta irle creando pequeñas alas blancas a los azules, por donde Espiri presentía angelotes niños jugando al juego de los algodones.
Aquella Espiri sacando su Carrillo azul de la iglesia de su cochera, como un paso de palio con una Virgen con los ojos de gominolas y en su pecho, siete espadas de regaliz en un rojo de sangre, y un corazón de chocolate y unas lágrimas de pipas de girasol, y Espiri empujando el carro, costalera de sus sagradas misiones, y procesiones también, haciendo el paso y la levantá ante el aplauso de las muñecas de plástico, y el estremecimiento de las vitrinas de cristal, ocupando su acera como mujer que ha pagado arrendamiento e inquilinato, y tiene su puesto guardado y su repartido por todas las esquinas y en todas las aceras, un Carrillo al que sólo le hacía falta una manivela para hacerlo sonar para dar comienzo al baile del ladrillo, mientras los niños sonaban alcancías que a los oídos de Espiri, se le volvían oraciones gramaticales y las cuentas de las viejas contadas a media luz:
-El día menos pensado, el Carrillo azul de Espiri le sale en procesión de aguas, o en Corpus Christi; sólo hay que ver que, en las cuatro esquinas de su trono, se le posan cuatro angelitos del cielo como si fueran angelitos de escayola, que al tracatrá de la rueda giratoria hacen los movimientos pendulantes de los anderos, y empujando al Carillo al salir de la iglesia de su cochera, Espiri le parece a Vicentillo arreando p’arriba con el carro de la Soledad.
-A ver, menor guasa, que no está el horno pa bollos, ni los ánimos para templazas, ni tampoco los oídos para esos diretes tan indecentes.
-Espiri, son sólo pensamientos, conjeturas y mimetismos que le salen a uno por tal de perder el tiempo, que no de ganar la gloria.
-Pues a pensar a otro lao, y de otras cosas sin pecado, que el Carrillo de Espiri no es más que Carrillo con muchas ventas y con decencias más, que donde ángeles ves, no son más que los cuatro palos sin esculpir que me sostienen la azotea y el tejar, por si le llueve al Carrillo, o por si hay que protegerse del sol.
-Palabras nunca le faltan a Espiri “La del Carillo”
-Ni mandamientos que cumplir tampoco me faltan.
Las pesetas de los monederos de las madres, esas monedillas sueltas, chatarreras aunque con prestancias, que no servían para el caldo ni para el cocido, iban al Carrillo de Espiri Huertas Aguilera, amarillas y bruñidas, manoseadas, a veces pesetas con barro o pesetas sudadas, pesetas pintadas de tiza en el niño que aún no se había lavado las manos, aquellas pesetas antiguas y franquistas y de elecciones divinas, que las madres daban a los hijos antes de salir para la escuela, donde siempre, para los que subíamos de aquellos arroyos sin agua, era la primera parada el Carrillo de Espiri, la primera lección de la jornada, las operaciones matemáticas de las sumas y las restas. Espiri convertida en don Luis Cabeza, explicando lo básico de los números y ese hacer del intercambio, a la vez que su cuadrilla blanca nos daba las rectas y los triángulos, y los rectángulos verticales de sus columnas enlucidas. Pesetas que ardían con el quemor del yerro: herreras de los bolsillos y de las manos, atronadoras maravillas que iban al Carillo de Espiri a por el manto de colores, y si pesetas no había, uno se ponía allí, en una de las cuatro esquinas del Carrillo de Espiri, para al menos, olor los olores que desprendían las golosinas, y si en una de estas, por alguna extraña compasión del a veces cariño de Espiri, en lugar del decir: “anda nene y vete ya que pides más que hablas”, se pillaba un supositorio de azúcar o un limoncillo tintado, como quien ha dejado caer una cosa intencionadamente, bienvenido se era al huerto y a la fábrica de chocolate, y luego tirar para los Grupos a unas cuantas clases de los maestros y un saltar las verjas encaladas con la energía del azúcar de colores que vendía Espiri la del Carrillo. Pesetas que Espiri iba cogiendo como quien recoge los frutos de un huerto en cañaveral, y que iba pasando por su cabeza como si las estuviera leyendo su código de barras, y las metía en el cajoncillo e iba sacando las vueltas y las sobras, y si no había ni vueltas ni sobras le daba al niño un caramelillo para completar la cuenta, y todo arreglado.
-A ver, una y una dos, y cincuenta, dos con cincuenta, y veinticinco, dos con setenta y cinco.
Espiri le abre al niño el puño de la mano y Espiri le va cogiendo al monto, las sumas de las pipas y de las estampitas de futbol; que nunca mejor mujer de cuentas que Espiri con las monedas menudas.
Retusada en el abstracto y en la campechanía, de ser la chacha de todo el mundo, y también mujer impresionista entre tanto colorido y tanta magia, y en tanta desfiguración también, cubista, encuadrada en foto o en fotograma de cinema; el hecho familiar de su presencia, ese ser ya de la casa de todos, y todos de su casa, aunque cuando se le armaba la bulla del milojos niñerío, hacía cantos de gallos y miradas de lechuza, pero afable ahí, recogidita tras su Carrillo, reposando en silla los momentos del silencio, tan obnubilada en sus rezos, sus cuitas y pensares, que cuando llegaba el niño y el niño la llamaba, Espiri hacía aparición repentina saltando de su silla, como un resorte de muelle, y como una marioneta saliendo al escenario para entablar el diálogo de la comedia del trueque ante el niño que sólo pregunta, a cómo está el precio de la sonrisa de sabores.
Existe otra voz dentro de mí que profundo te nombra, que eres tú Espiri la sombra, que bajo el toldo del cielo y la infancia del consuelo, viene de lejos aquí, para ofrecer regaliz y piruletas de fresa, a este eterno niño en esencia, que nunca quiso crecer, por eso está en el ayer, siempre vestido de infancia, siendo tú la Espiri que canta desde los brotes de armiño. Tú la Espiri de los niños, refunfuñona y clemente, la que perlaba su frente con gominolas de azúcar, la Espiri, beata y cuca, y la Espiri sonorosa, siempre vestida de rosa aunque viuda de luto. Guardiana de los arbustos silentes del cementerio. Espiri de los inviernos y de las lápidas negras. Viuda de las esquelas y las guardias crisantemas. Viuda de las hogueras mariposas del aceite, corre una brisa de afeites pespunteando tu calma, y en la espiral de las almas, tú sentenciando los duelos. Dama de los negros velos de las calles castellanas; de las penas aldeanas que dieron viuda en ti, te salvó el aguamanil de tu Carrillo celeste, persignándote la frente con aguas de las iglesias, y una corrala de abejas pidiéndote golosinas. Espiri de la cantina transparente de los niños, a tu Carrillo le hicimos pasión sin vuelta de hoja, donde sucedían las cosas vestidas de comunión: las hostias para el perdón y los pecados confesos, que en la rosa de los vientos de los niños peregrinos, ibas marcando el camino con una tiza de escuela. Tu Carrillo de madera, tu Carrilito dorado llevado en su procesión por el mapa de la calle quedó en su leña de bosque, y en un hacha que rompe todos los sueños de infancia: astillas de la ignorancia, sacrilegio de las dudas, tu Carrillo, Espiri muda, hecho tablas de pescao cuando fuera monumento de los sitios de Porcuna, y en la historia costumbruna de los resabios antiguos, Espiri “La del Carrillo” bordando sus iniciales en los álbumes caudales donde se guardan las glorias, esa luz de la memoria que de pronto se ilumina y nos vende golosinas y estampitas de colores; un escuchar ruiseñores y un presentir moralejas: la historia de una creencia que vino a llevarse el viento, y que rescatada en verso y en barba melancolía, nos dibuja de los días, sus cuatro cartas postales, amarillas, ideales, postales con nuestros rostros y nuestros pasos saltando en busca del aguilando de la joyería de Espiri.
ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
FOTOGRAFÍAS: ALBERTO RUÍZ DE ADANA GARRIDO