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Tomás Toribio, los quehaceres de la taberna

“Las gentes de las Cuatro Esquinas,
Son las más finas de la población:
Lo mismo roban gallinas,
Que sacos de harina, que sacos de arroz…” (*)

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… iban cantando las murgas de Porcuna por las tabernas, por las calles, por las plazas y por los llanetes, en las socorridas nocturnidades de los ojos ciegos y las orejas escuchadoras, y las risas prestas, y las moralejas al donaire, y la crítica feroz, irónica, lenguaraz, atrevida o complaciente, en aquellos años de la tricolor en su segunda época.

-¡Yo juro ante Dios y ante los hombres, y hasta ante los animalillos del campo y los angelitos del cielo, que es falso lo que dice la copla carnavalera metomentodo de la murga de los Cojos; que aquí, por aquestas Cuatro Esquinas donde me honro vivir, y en trabajar me honro, ni hay ladrones que roben ni gallinas que falten, y que por aquí no puede existir gente más honrada y de buen y mejor servir que la que hay!

-Tomás “El Guiñolero”, no tomes esas sulfuraciones ni esos berrinches, ni esas malas cataduras en caballero tan fino como vos, que la copla carnavalera fue de su día y no ha de volver al día este de hoy en que usted se mienta, y de paso, nos mentamos todos, que es copla que aunque, adolescente, ya tiene sus muchos años, tantos, que parecen siglos, y los que la compusieron y la cantaron andan ya reposando malvas, y hasta es posible que ni huesos sean ya. Y si vuelve la letra, será con la letra cambiada y el paso renco y arrecido, y hasta con otras más nobles expresiones. Que ese cantar debe ser de cuando por estos pagos vivía Valentín “El Beato Juan Bautista”, y su señora esposa viejecita y chiquitilla como una cosa de cántaro, la doña Anica “La Catalana” ¿Acaso no los recuerda usted de vivir por estos pagos y por estas esquinas cruzadas? Ese matrimonio de cieguecicos que iba por la calle palpando las paredes de las casas como queriendo levantar desconchones, hasta encontrar la esquina de su vivienda, la de las dos manecicas de cal. Aquellos ojos vacíos, el otro lado de las fotografías, aquellos ojos blancos como fechas sin sucesos, mirando para el abismo hacia donde miran los ojos ciegos. ¿Qué no se acuerda?

-Cómo no me voy acordar, amigo “Titi”, tamborilero de engarce y guasa, si yo mismo me encargaba, como otros más, me supongo yo, de liarle al “Beato Juan Bautista” los cigarrillos de picadura, y de ponérselos en la boca para los fantasmas de los humos, y hasta encenderle la yesca y ponérsela en su manos.

-¡Ay, del “Beato Juan Bautista” y de Anica “La Catalana”! ¡Quién no se ha de acordar!; que cuando se ponían a comer las tajadas de pollo frito, los dos cieguecicos y al tiento, como sacados de una Biblia muy vieja o de una leyenda de antaño, y sin más ojos que sus manos, el “Beato Juan Bautista”, se las apañaba, el muy gañán y tunante, para quitarle a “la Catalana” las tajadas más magras, las que daban en pechuga o en muslo engordado, dejándole a la pobretica, las tajadas de más hueso, que si las alas, que si los pescuezos, que parecía la pobre estar comiendo, más que pollo, ancas de rana.

“-Valentín, “Beato Juan Bautista” de mis amores y de mis
padecimientos, rezador de santos de alacena y besamanos de
vírgenes de almanaque; encendedor de velas que no ves ni
sientes. Rezador de las oraciones más oscuras y los flagelos
más santos y silenciosos, ¿es que, acaso, sólo hay huesos
en la fuente?”

“-Huesos deben de haber, Anica mía, pues que yo, ya tengo
los escasos dientes de la boca, que, en dando hueso con hueso
parecen estar siempre tocando una música de carnaval o un
repiqueteo de maitines”

“-Será, que, como estamos cieguecicos, nos la quieren dar con
queso los de los puestos de la carne de la Plaza del Progreso”

“-Pues, por lo mismo, hasta es verdad, cieguita mía”

Desde el INRI que encabeza el inicio final del fondo de la calle Peñuela, hasta los pies que se abocan en el Llanete de San Benito, pasando en sus horizontales por los dos brazos largos, frondosos, habitados y habilitados, que se pierden, el uno dando callejuela a la calle la Palma, y por el otro, recibiendo los hábitos y habitares de la Ronda Marconi, las Cuatro Esquinas dibujan siempre su cruz y su signo de la cruz, cambie lo que cambie: cambien sus casas o cambien sus gentes, cambien los aires y hasta el sueño agrario de sus antiguas bombillas, cambien los adoquines y lleguen los cementos y los alquitranes, o vuelvan las piedras de arenisca a simular las antiguas orfebrerías de los guijarros, las Cuatro Esquinas siempre en su cruz, y siempre en su armonía vieja de calle con cruces de caminos hacia todos los caminos; incluso calles en cruz con sus estelas luminarias de la calle Barrionuevo y de la calle las Hermosas: “Cuatro esquinas madre tiene mi calle, y cuatro angelitos madre que me la guarden” La frondosa santidad de una cruz vecinal desde sus años mozos y antiguos de los tiempos vividos, cuando apenas la Porcuna actual era una Porcuna escasamente creada, y el diseñador de sus caminos interiores andaba a la gresca con la geología de las canteras, los lejíos y los campos de labor para crear el diseño de la vieja Porcuna de hoy en sus principios primitivos y clásicos.

Una cruz la cruz de las Cuatro Esquinas; una cruz con abejillas libadoras del polen de las plantas de los tejados. Soleadas Cuatro Esquinas, amplias y acogedoras, y a la vez, estrechillas y como metidas en sí, dibujando los límites de ser barrio propio, creador de sus propios genes, sus propias hablas y sus propios habitantes.
Si el barrio de San Benito llega hasta los límites de la calle Santa Ana, sin nunca saberse de cierto, si, las últimas casas de la calle Santa Ana, esas que se alzan sobre la callejuela de la calle Cristóbal López, sentían y sienten ya, en ser de la barriada del Santo Patrón, o se asoman ya a esa otra barriada de las Cuatro Esquinas: el barrio comunal de las Cuatro Esquinas, donde se juntan, con la calle Sebastián de Porcuna, Barrionuevo, Peñuela, las Hermosas, su parte de Ronda Marconi, Cruz de la Monja, Garrotes, Yerro, Carmona y Paulino Molina, quizá con un pequeño suspirillo de la calle la Palma, y un tímido asomarse a la calle Nueva con un algo de calle de los Gallos, en sus más y en sus menos, que en este empeño imposible de barriar Porcuna, una misma calle puede sentir sentimientos distintos según se limiten o se acoten sus fronteras, o según se esté más a gusto, o en disgusto precipitado y de voto democrático.

Soledosas Cuatro Esquinas, abrazándose a la laica cruz que diseña caprichosamente su fisonomía y su nombre hasta crear un todo concreto y táctil de espesuras de gentes y de condiciones, y casitas dibujadas en el dibujo igual de los viejos tiempos inmemoriales.

Mirando la cruz, desde el Llanete de San Benito hacía arriba, por donde debía ir el brazo derecho del Cristo imaginario que la viste, la adorna, la acorrala, la abraza y la desposa, y a la vez la deja libre, abierta, expansiva y vagabunda, para que ande al libre albedrío de sus anchas y de sus largas, junto a esa esquina, que bien se podría llamar primera, según se vea, según se sienta, se crea o se encabrite, habitaba en sus aquellos gozosos, picarescos, laborales y convencionales tiempos de la gran crisis emocional de las miradas de reojo, los bulliciosos corralillos parladores, y el cachondeo puebleril del pasar de todo sin pasar de nada, Tomás Toribio de Dios, de los historiados Toribios de siempre, de los de andar por Porcuna, casi en sus fundaciones y en sus fundamentos, y en el apellido “de Dios” de las inclusas, los tornos y los orfanatos, que se quedaron en apellido testimonial, religioso, toponimal y hereditario, como un apellido paterno dado en materno, por la gracia o desgracia del no habemus papa: un pequeño clavel de extraña y oculta sangre que se colgaba al recién nacido como un sambenito en sus sayas judiciales y eclesiásticas de los libros de registro, y en su señalamiento antiguo del libro de familia, todo lo más seguro, numerosa.

Elegante en la elegancia del blusón y los cómodos zapatos de material, por aquello del estar todico el día de pie, en lo uno o en lo otro de su negocio; campechano en la campechanía del que, más que tratar en el campo, trataba a los que en el campo ponían sus días y sus sudores, y esa sonrisa bonachona y pícara de la picaresca clásica de las fondas de los caminos y las postas con caballos y condumios del tragar, Tomás Toribio de Dios, abría los ojos al día de las tempraneras madrugadas, sin más gallo que el chirriar de las bisagras mosas, o “El Gallete” esperando el aguardiente de copa, abriendo la puerta y la puerta-ventana de su taberna, para airear el vino de los efluvios rancios y reposados de la taberna cerrada, y era el primero en salir a la calle Sebastián de Porcuna, como queriendo apagar las bombillas eléctricas de las fachadas blancas, cual si fueran aún, candilicos de petróleo, y arrastrar, desde su Este y hacia sus Cuatro Esquinas del alma, del hogar, del trabajo y de la clientela, el sol de los buenos días, sin saber aún, ciertamente, si la cosa del cielo mañanero estaba para un buenos días nos dé Dios, o un buenas noches, que tenga usted buen descanso, o, cuanto menos, plácido, armonioso o pinturero del llegar tarde a casa confundiendo los hombros las cuatro esquinas de la calle.

La taberna de Tomás Toribio de Dios, “Tomás el Guiñolero”, de los Guiñoleros taberneros casi por heredad o costumbre, por el brazo derecho de las Cuatro Esquinas, según se sube, que ya se dijo antes, o si usted se empeña en bajar, que tampoco es malo, ni manco, ni cojo, ni anda al desgaire de lo convencional ni lo anárquico o anacrónico, y hasta resulta más descansado y como de traperío, poniendo la taberna a la izquierda, abría Tomás cada mañana las puertas de su taberna; mañanas tempraneras, aún de luna para la rondalla, la tuna o el romper de la teja a la puerta de la enamorada casadera, y esperando al sol, como también se expuso antes, dando fin a las palabras postreras e inaugurando las nuevas palabras del amanecer, que bien daban en un fino buenos días, o en un porcunero “mu buenas”, como porcunero es ese decir “vamos”, en lugar de decir un adiós o un hasta pronto, cuando dos personas se encuentran y cruzan en un mismo punto, como si el decir adiós diera en despedida, y hasta en despedida eterna, cuando sólo quiere significar saludo, amistad ,camaradería, vecindad o simple y llana educación.

Tomás Toribio de Dios, a la puerta de su taberna, elegante de blusón y camisa blanca, blande en su mano ya cana, como su cabeza- que las manos tienen la estampa, también, de encanecer, aunque sea en cana rara o idilio metafórico y transgresor, y en colipoterras sensaciones de madamas de mancebías, viejas, y a pesar de todo, guapas y elegantes- la llave que le trae los dineros, los gustos y los disgustos de oficio aquel con tanto vino y tanto efecto del vino dando cambaladas y desatando lenguas y puñetazos. Tomás “El Guiñolero”, ajusta de su pantalón de tergal, gris o marrón, austero y cómodo, la correa que le endereza el cuerpo, le adelanta la nuez mosqueada de la garganta y le sube la cara para dar en las Cuatro Esquinas todos sus ojos en sus cuatro bocacalles; pone sobre su hombro izquierdo el trapo blanco, lavado en barreño de pila, por la Amanda Dorotea, su mujer, de los taberneros de antaño, incluso de antes del antaño, y sube la persiana de madera de la puerta-ventana, para dar al tabernucho del interior la claridad del día, cuando el día tenga a bien, entrar, que si es en sol, preciso y urgente, y si en nublado da, un sol como de sombra, bombilla encendida y encendiendo los braseros de picón bajo las mesas camillas de la taberna, que la taberna de Tomás “El Guiñolero” era de las tabernas del ayer, con sus mesas camillas con sayuelas en invierno y braseros de picón para crear los lunares de cabrillas en las machas piernas de los jugadores del julepe o los jugadores del dominó.

-Señor don Tomas “El Guiñolero”: hora es ya de que vaya usted encendiendo los braseros, que vengo yo de la Ronda Marconi con el moco colgando y las manos en sus puros hielos, y me he dicho, pues me voy a la taberna de mi amigo “el Guiñolero”, donde, aparte de calentarme las entrañas del estógamo el aguardiente mañanero, caliénteme también el braserillo de picón, si en usted está bien, encenderlo ya.

-Don Pedro Serrato, sordo y pintor de Inmaculadas azules y de desnudos por las paredes, pornográficos y perseguidos: espere usted sus cuantos minutos hasta que venga más clientela, que una copa de aguardiente no paga el picón de la hora que tarda en bebérselo, muy señor mío.

-Ya estamos con la retahíla, los estorbos y las retrancas de las pérdidas y de las ganancias. ¡Ay, Señor! Pues póngame usted otras dos copichuelas, así de seguido, a ver si a la tercera prenden las llamas del picón, ya sean por el fuego de mi boca, sin más necesidad de taparlas con el papel de orillo del chocolate.

Por la fisonomía vieja de la Porcuna de antaño, la rústica, la agraria, la laboral, la vencida más que ganada, o la ganada, que quién sabe, sus calles se vivían en los jolgorios de sus negocios, por eso, lo del subir al llamado “subir a la Carrera”, al centro negociero superior de Porcuna, sólo se hacía en sus necesidades más urgentes, de las que no se tenían a mano, que si a la Plaza de abastos, que si al médico o al practicante, que si los papeleos del Ayuntamiento, o a la compra del trozo de tela para la falda o para la camisa, un sobre, un pliego y un sello, y echar la carta en el buzón de correos, y mirando para atrás, por si hubiera caído en tierra, o el medio aderezo de una pedida de mano, o si a los días de Feria o en el domingo de Romería, a ver el desfile señorial de los caballos y los mayordomos antes de coger el autocar para el Llano y “ver salir la procesión”, o en el día de la bendición de Nuestro Padre Jesús Nazareno en aquel milagro niño del Catorce de septiembre. Que, normalmente, la vida toda se hacía en sus calles, que rara era la calle que no cubría las necesidades básicas del vivir y del gozar cotidiano de sus habitantes, y así, todo se encontraba a la vuelta de la esquina, y si no era la esquina de la propia calle, era la esquina de la calle siguiente, o la callejuela sin salía, o en el clavel rojo clavel de sus bocacalles. Pero, por las calles, los establecimientos de los útiles más necesarios se alumbraban cada día en sus puertas sin letreros: calles con sus tabernas, tabernas sólo de hombres, masculinas tabernas de los hombres de campo, cuchitriles con barra y con vinos y con mesas camilla. Calles con sus tiendecillas de comestibles: cuatro estantes azules y marrones llenos de latas de sardinas, jícaras de chocolate y colas de bacalao, y sus cajoncillos llenos de legumbres como piedras, y sus amontonadillos de papel de estraza o de papel engrasado para los embutidos del cortar: Calles con sus encaladores, con sus barberos sin barberías, con sus lecherías de cabras o de vacas, con sus zapateros de habitacioncillas y cerotes, sus modistas entre sus hilos de hilvanes, y sus reatas de niñas modistillas, sus huertos con sus verdes y sus rojos y sus carnicerías de animales vivos, con sus pollos y sus conejos de corral. Calles con los humos de sus panaderías, sus carbones, su cal y su picón y hasta con sus casillas donde las viudas sin muerto vendían las golosinas de los niños y los cigarrillos sueltos, de Vicentillo, de Providencia, de la Bartola. Y si otros oficios u otras virtudes del vender no estaban por las calles faltando sus menesteres y sus golosinas, nos las traían los vendedores ambulantes, esas forasterías o vendedurías pateándose las calles de Porcuna, con sus quesos, sus garbanzos tostaos, sus mieles, sus hojaldres, sus majoletas y su arrezul: el hojalatero componiendo ollas con agujeros, Manuela “la Marrita” componiendo los paraguas del invierno, o la gitana de moño y delantal vendiendo ajuares de novia para llenar las arcas y las cómodas, y hasta de Jaén venía a Porcuna el vendedor de los trajes festivos, primero para tomar las medidas, y en después para entregar los trajes confeccionados.

Calles con sus radios transistores invitando a un baile, y con los cines de las primeras televisiones invitando a la gente a ocupar las aceras para una sesión de cine. Aquellas casas de las primeras y primitivas televisiones en blanco y negro, a las que de vez en cuando se les fundían alguna lámpara dejándonos el cine a oscuras, y donde nunca había besos ni juegos de manos. Aquella primera televisión de una calle, y aquella casa con la primea televisión de la calle que abría su puerta, se descorría el cortinón, se corría la tele hacia el centro del primer pasillo, y sobre la acera y sobre los adoquines, las filas de las sillas de anea ordenadas en vertical, para ver del gran invento, el cine de las novelas, de los teatros o de los programas musicales, donde siempre cantaban, Manolo Escobar, Juanito Valderrama, los Diablos, los Puntos, Luis Aguilé o el Dúo Dinámico.

En la taberna de Tomás “El Guiñolero”, se instaló la primera televisión de las Cuatro Esquinas, justo en la frentada interior que daba al medio de la calle, y a la casa-tienda de Tarín, al medio de la calle de la puerta de la taberna, y por las tardes, como si todo fuera un recreo escolar para los niños de las diversiones callejeras, de esa calle y de otras calles, Tomás Toribio de Dios abría la puerta de su taberna y encendía la tele. Por ese estrecho trozo de calle, los niños sin tele se pegaban codazos y arrempujones para ocupar los primeros sitios de las filas. Niños sentados por los suelos de los guijarros ocupando el trozo vertical de la calle que daba a la taberna de Tomás, como un foco de luz iluminando los primeros entretenimientos virtuales de los niños de las Cuatro Esquinas. Sentados por los suelos, arrastrados casi, con los ojos atónitos y divertidos, asombrados, esperando el momento en que Tomás le daba al botón rojo iluminado del transformador, hundía el botón de la puesta en marcha del artilugio y la pantalla del televisor se iluminaba asomando los blancos y los negros de las fotografías en movimiento, y por ese milagro aparecían “Los Chiripitifláuticos” charladores y divertidos hasta dar a los niños la sensación de estar en una sesión de cine en su matinée por un cine de verano: Locomotoro, Valentina, el Capitán Tan, el tío Aquiles, los hermanos Malasombra o el payaso triste que le lloraba a una margarita blanca, levantando la risa de los niños y de las niñas con churretes, entre los silencios de las risas mientras merendaban su hoyo de pan con aceite y azúcar, o su hoyo de aceite con Cola Cao, que dejaban los labios marrones como si hubieran sido besados por una boca con carmín, y Tomás Toribio de Dios, sentado a la mesa camilla mirando por la puerta-ventana de los visillos descorridos, el orden y la compostura de una veintena de niños embobados y sorprendidos. Y cuando “Los Chiripitifláticos” se despedían con las letras del fin, los niños se levantaban del suelo dando la sensación de ir cargados de sillicas y silloncicos, como si salieran de las escuelas de María la Santa o Clementina, y hasta parecían llevar en sus manos la cartelera de la tele para guardarla en la memoria del recuerdo. Y ya sin delirios de tele, las niñas se ponían a jugar a las chanflas o a la goma, o a hacer de modistillas sin costuras, o descosiéndose y volviéndose a coser los vueltos de las faldas, mientras los niños, dibujaban con yeso los carros cuadrangulares con laberintos, para jugar al juego de “los chinos”: esos niños de ayer al los que tanto les pesaban los bolsillos de tanto ir cargados de guijarros como si fueran pepitas de oro y de monedas de poco importe para el juego del “Arrimaíllo” , mientras el tendero Tarín, vestido siempre de negro, sin entender más luto que el color, en la esquina derecha de la calle Peñuela, donde tenía su tienda de comestibles, esperaba vender un par de kilos de garbanzos, o unas gaseosas de naranja, un par de cartericas para darles color amarillo a las habichuelas, o vender una pena asomando por la ventanica con nombre de madre: aquella viejuca de delirios y gritos, que en el chocheo aquel que aún no soportaba nombre científico, y todo lindaba en las locuras de los chocheos y en la incomprensión de los caminantes, encerrada en la cámara alta de la tienda, sin más cosa que una cama, una Virgen de escayola, una cabeza ida en devaneos y remembranzas viejas, y una boca que gritaba las penas de estar tan viva y tan muerta a la vez, asomaba su cabeza y su velo anudado al cuello, que quisiera ella fuera cuerda de ahorcar, por la minimísima ventana que daba a la calle, aireando sus gritos y sus desgracias de encierro y agonía hacia las mujeres que pasaban en sus asuntos del trapicheo, y a los hombres en sus asuntos de taberna, sin que nadie se parara a pensar en esa viejecica loca y delirante que lanzaba sus gritos al aire sin esperar más respuesta que una mirada de reojo y alguna burla de niños en sus juegos de calle, que miraban hacia la ventana esperando la aparición del fantasma para lanzarles sus risas y sus palabrejas como única compañía para esa clausura de madre chocha encerrada en la prisión de sus últimos días antes de ser caja con muerta.

La taberna de Tomas “El Guiñolero”, como todas las tabernas barrieras de Porcuna, se abría en sus primeras horas de la mañana, cuando las bombillas encendidas de las calles seguían diciendo que aún era de noche: pero la taberna ya abierta, aireándose y preparando las redondas, barrigudas y rayadas copas de cristal para los aguardientes, que si dulces, que si secos, en solos o con sus aliños del agua, o para los brandies de Jerez de los madrugadores hombres sin sueño, del campo, o los hombres de los otros oficios y de los otros menesteres laborales, o de los hombres que iban y venían por las Cuatro Esquinas y se encontraban con esa casa encendida en su bombilla de centro, aún con alocadas mariposas de la luz bailando el baile grácil de los voltios al sereno sonar de la música de sus alas.

Amanecer de la taberna como amanecer era y se hacía por la cabrería de Manolo Ramírez, el luego después, maestro de obras, e hijo del otro Ramírez, del Ramírez de la casetica por el muro del Paseo de Jesús, cabrería donde Manolo ordeñaba su manada de cabras, cencerradas y baladoras, con las ubres escurridizas como calles con lluvias, llenas y pesadas, olorosas de cagarrutas y leches agrias, que daban en las lecheras de metal sus leches y sus espumas: leches espesas de cabra, calientes, olorosas, naturales, fruteras, zurras, y circunloqueas, dejando en el ambiente de cuadra los espesos humos de leche recién ordeñada, que pasaba de una lechera a otra lechera, como a los bolsillos del maestro ordeñador pasaban las pesetas de los monederos, las prebendas monetarias para los desayunos de los niños escolares, que eran los que tomaban la leche de los ordeñes.

Las tabernas sólo eran una cuestión y una costumbre tan heredada, de hombres y para los hombres, un aroma masculino, en que las mujeres se quedaban a la puerta dando la voz, y a veces la voz de alarma de las borracheras familiares: “qué ¿otra vez piripi?”, un meollo, una entidad y hasta una propiedad masculina, viril y varonil, como de Varon Dandy o de sudor viejo sudado en las pellizas, como una reliquia de los campos de trigo, y por la taberna de Tomás Toribio de Dios, andaban las calenturas tan mañaneras de los aguardientes, esas copejas de cristal que se bebían de un trago, por aquello de las prisas, mientras a la puerta de la taberna, una reata de borricas y de mulos hurgaban en la paja de las maderas intentando encontrar alguna brizna suelta, haciendo sonar sus relinchos y sus campanillas para despertar a los durmientes tardíos y a los perezosos niños de las escuelas, mientras por el radio de la repisilla, las voces de los locutores daban los buenos días programando músicas populares y patrias de la copla y del flamenco para el alegre despertar de los caretos, aún con legañas, que en el aguardiente encontraban sus despertares, sus gracias y sus bendiciones, para partir hacia los campos saludando a todos los mundos de Dios como si representaran una comedia caricata de teatro.

Y cuando los madrugadores hombres de los jornales del peón volvían a dejar la taberna vacía y el sol ya se colaba por las aberturas, la taberna de “el Guiñolero”, con su puerta abierta y su puerta-ventana encajada, se vestía de luces para el descubrimiento de sus interiores: Tomas Toribio tras de la barra, no más un poyete de madera barnizada con más años que sus años, trapillo al hombro y trapejo en mano, quitando las cuatro gotas derramadas de los alcoholes y los sudores de las manos, un primer portal principal dando a la calle, con sus mesas camillas cuadradas cubiertas por el mármol blanco cariado con amarillos lunares del tiempo, sirviendo de mesas principescas a los bebedores del mediodía de las esperas comensales, o de las noches saradas y bulliciosas, y sus sillas alrededor , haciéndolas mesas redondas, sin más rey Arturo que unos peoneros con guasa. Tras el mostrador, y en sus principios, no más que unas baldas de madera por donde se amontonaban las botellas de las viñas y las matalahúvas, que quedaban siempre en sus anisetes y en sus brandies , con algún regalo de espesa manzanilla para servir con agua hirviendo; un barril de vino tan amarronado ya en su solera antigua como sudoroso en sus efluvios, como si el vino se quisiera salir de madre haciéndose manantial de fiebres: el vino amontillado o el vino loperano, cociéndose en sus adentros del roble, criando madres y parásitos microscópicos, que daban al vino, sabor, color, consistencia y catadura alta, quizá con un trozo de jamón dentro, haciendo del vino, cuerpo y hondura, vino y carne para la consagración, vino y tapa en un mismo vaso y en un aroma ideal. Y un almanaque colgado de la pared, decente y señaladero, quitándole a la fotografía sus hojas pasadas de fecha, como si, a la vez, se le fueran quitando años a la vida.

Sobre una repisilla su radio transistor en los programas del día encendido en su baja voz para no molestar a las vecinas de las casas, que, ya de por sí, andaban en sus coplas a lo Piquer, mientras se afanaban en sus costumbres de llevadoras del hogar, su tele en blanco y negro sobre otra repiseja, que, como novedad, apenas llamaba la atención a los bebedores, que andaban en otras cosas y en sus otras costumbres tan imposibles de cambiar, en sus vinos, en sus charlas o en sus juegos, aguantando boinas y pantalones remendados, y en sus blusas sudorosas, que, en las tabernas de las calles, las vestimentas no se usaban para presumir de salidas festivas, sino como ropas del día de la vecindad, las del simple tapar las carnes y proteger los pudores de las carnes al aire; ropas de campo que venían del campo y se paraban en las tabernas para llenarlas de barro, en los inviernos, y de polvo de tierra o polvo de paja en los veranos: unas palmadas en las ropas antes de entrar en la taberna, o un restregar los zapatos sobre el escalón de piedra, para dejar una acera manchada, para que la Amanda Dorotea del Pino Torres, la mujer de Tomás Toribio de Dios, con la escoba siempre en la mano, y el recogedor a su lado, no paraba de barrer polvos y barros, mientras con el trapejo de esparto, agachada como recogedora de aceitunas, ante el gran árbol de la puerta de entrada a la taberna sacaba brillo de iglesia o de palacio a los losas de piedra, y sacaba brillo de ojos llorosos al pavimento de guijarros, mientras, a la vez, quitaba cuatro hierbas sueltas de las que crecían entre los guijarros, o si eran muchas las cuatro hierbas sueltas, echaba por los escondrijos de los entremedias, sus puñadillos de sal gorda, perfilándole a los yerbajales, su cosa de matanza o su cosa de lomo a la sal.

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O en su mañana, en su cocinilla, la Amanda Dorotea, apañando el café de puchero para quien lo quisiera tomar, que nadie era, que era cosa rara el café aún para taberna populosa de calle, y no eran las tabernas temas de café, ni en sus mañanas, ni en sus tardes ni en sus noches, ya fuera café con leche o fuera café de cebada, quemadito como minero del carbón.

En su segundo portal de la taberna, traspasando el marco con cortinilla de tirillas marrones, como dando paso a un cuarto reservado, y de lo de andar a oscuras o en secretos, la trastaberna, como una rebotica sin tertulias, y sin más charlas que los juegos de cartas, de dos en dos, por parejas o por grupos, donde los hombres jugaban con dineros a los juegos de la baraja española, en su brisca, en su tute, en su julepe o en su giley, aunque, con pesetas las mínimas, no más, gordas y perrillas, con unas cuantas doradas haciendo mucho del poco bulto, pero entretenimiento , cuyas ganancias, a todo lo más, daban para pagarse unos vinos, o un paquete de tabaco del fino, para presumir de pobre con suerte, comprado donde Matilde, la del estanco de la calle Sebastián de Porcuna, que sustituyera al tabaco liado en papel y sin boquilla, dándole categoría de solera al mal de los bronquios.

Y en las otras estancias, bajas y altas, la casa familiar de la familia, la de los quehaceres cotidianos y los quehaceres serviciales; bajando y subiendo escaleras, como bajando y subiendo de un mulo quieto, como mulo de bronce monumentado en el ilusorio monumento de lo inaudito.

Mediodías de los hombres del barrio en la taberna de Tomás “El Guiñolero” gozando de la sabiduría de la barra, por aquellos veranos tórridos de los trabajos mañaneros y madrugadores del campo: Antonio “Gallete”, Papaíto, “El Catalán”, “El Carmonico”, Pedro “Maraña”, “El sordo Serrato”, Manolo “Peluso”, “Luterio” con su boina y su gracia, Tarín en los intermedios de su tienda, “El Titi”, Antonio “Guitarra”, Transpalante, Manuel José, Rupertico, “Cuernos de oro”, y “El Toro nevao”, “Cagana”, El Barbero sin barbería y padre de encaladores, Manuel “El Pavero”, el beato Sebastián, Vicentillo, Francisco “el carpintero”, Manolo “Batato”, Eduardo “El afilaor”, “Ramicos”, y faltando tantos nombres y tantos nombrajos, como faltar faltaba Manolito “el encalaor”, a no ser en sus vueltas a Porcuna, que andaba Manolito por la condal ciudad de Barcelona de los años primeros de los sesenta, hacendoso en las cosas de la cinematografía, retocando los escenarios de la película “Una pistola para Ringo”, con el Fernando Sancho y la Lorella de Luca, y en alguna otra película donde actuaba la Sarita Montiel, mimada entre algodones y entre besos prohibidos, mientras en las cartas que escribía a su casa de la calle Peñuela desde la Barcelona condal y españolista, enviaba fotografías donde se veía a Manolito en sus mejores años de tipo cantarín y jolgorioso, en compañía de los actores famosos, que si la Sara, que si el Sancho o el Pepe Pinto, con mucho cocidito madrileño pero con poco empeño cinematográfico.

Hombres de las tabernas en los mediodías de la taberna de Tomás, esperando, haciendo las horas esperadoras, pacientes y campechanas, para el condumio caliente del almuerzo en sus inviernos, o de las ensaladillas, los salmorejos y las ensaladas de lechuga y agua, si en verano arreciaban los calores, mientras por las calles de las Cuatro Esquinas, asomaban los aromas de las comidas, como si asomaran las manos y cabezas de las guisadoras: Estrella, la que podía haber sido estrella de cine o modelo de pasarela, si no hubiera sido por esas cosas remiradas y decentes de los pueblos, María “La Úrsula”, Dolores, Carmen, María, La Bartola, Providencia, la Ortega, Celia en su viudedad tan temprana por culpa de un tractor por los campos de los arados, Mama Carmen…, mujeres en las haciendas de las comidas, mientras esperaban a sus hombres de las tabernas:

-¡Anda niño!, ve a prisi corriendo, a se Tomás y dile a tu padre que está la mesa puesta, la que, como se descuide una chispica de na, se va a comer lo que yo me comí antes de nacer, o sea, la nada de la nada absoluta, que en el juego de la fuente sola, cuchara que no llega, bocado que se pierde.

-Niño, aquí lo de tos los días, que te andes pa la taberna del “Guiñolero”, y le digas a tu padre, a tu hermano y hasta al fantasma del vino, que la comida se enfría, y si pal verano bien, pero, para el invierno nanai. Que qué ganicas tengo yo que alguien invente algún día, lo del dichoso microondas, para no estar, quita que te pongo, la cacerola del fuego, que de tanto calentar, la sopa va camino de pasar, de sopa, a salsa de mojar pan.

-¿Y, me puedo traer un polo, mama? De esos polos de hielo con colores, de los que se fabrica Dorotea, de menta, de fresa, de Cola Cao o de anís; de esos que son puro hielo, pero tan agradables sabores, y que en la boca se derriten poco a poco, sin prisas, como si no se quisieran acabar nunca.

-Pues, cómprate el polo, y le dices a Tomás que mañana se lo pago, o el mañana del mañana, o el del pasado mañana… Y a tu padre le dices un venacapacá, y sino, te lo traes de la mano o del cabestro, no sea que el vino le nuble los ojos y le haga tragarse todas las esquinas.

Los mediodías en la taberna de Tomás “El Guiñolero”, si en verano con ventilador de aspas repartiendo los aires y despistando moscas y mosquitos, levantando el polvo de las hojas de los almanaques, que se volvían locas como si quisieran acabar pronto los días, los meses y los años, y el polvo de las botellas y el polvo de los recuerdos, y en sus inviernos, la taberna de Tomás “El Guiñolero”, en sus tardes-noches de braseros, con los hombres recién llegados de los Tajos de la aceituna, después de haberse dado el baño del lebrillo, no más un enjuague de cara, un lavado de manos, brazos y sobaqueras, y un peinado hacia atrás de los pelos de la cabeza, aceitosos como oros de aceitunas. Arremangados y calurosos como si aún estuvieran en el vareo de los olivos, soltando sus “buenas tardes”, o sus “buenas” escuetos y cumplidores, a los espejos invisibles de las paredes, como para verse más guapos y menos renegridos, más apuestos y más presentables, sorbiendo el vino de las tardes anocheciendo, y si en lujo o en fiesta, o en capricho de un beber menos macho, una cervecilla fresca de las enfriadas en barril con bloques de hielo, como si fuera cerveza de campestre día de romería.

Agreste como una foto amarilla, la taberna de Tomás Toribio, en la esquina de sus Cuatro Esquinas: cuchitril de los hombres de campo y de los niños con polos de nevera, y tele por las tardes. Olorosa taberna, como olían a taberna las tabernas de aquellos otros días pasados: taberna en sus vinos y en sus aguardientes, crujiendo tablas y cantando las botellas la canción del entrechocar de los cristales.

-Señor Tomas “El Guiñolero”, a ver si me apaña usted una botella bonita, para pegarle los sellos de los paquetes de tabaco “Goya”, para pasar a ser, de botella simple, a botella adornada de casa con bienes, que sirva para florero de flores de plástico o de olorosas rosas del corral.

-La botella se te guardará, empenas que, del licor que guarda, no le quede ni la sola última gota final, en la que se emborrachan los mosquitos y las avispas.

-Pues, muchas gracias, señor “Guiñolero”, y quede usted con Dios, que yo ya me voy por mi camino recto, aunque, me temo que, como siempre, el camino se me torcerá de una acera a otra acera, para no cambiar la costumbre, que, como costumbre ya es tradición, y si no me estrello contra un quicio pareciera que me vendiera usted vino del malo, del aguao, del mal pasado por agua, como si del huevo pasado por agua que comen las viejas se tratara.

Tomás Toribio y Dorotea del Pino: la esquina costumbrista de las Cuatro Esquinas de Porcuna; matrimonio con uñas y con sus dos hijos apañadillos y averiguadores.
No se puede nombrar esta taberna de la calle Sebastián de Porcuna sin encender velas, cumplir años y proclamar ausencias, ausencias de gentes y ausencias de tiempos. Santuario para la Porcuna clásica a la vuelta de la esquina, y que tan vieja nos parece ya cuando apenas ha empezado a escribir su primer renglón en la historia, costumbril y apelmazada, lírica y sustancial, caprichosa y picaresca, pobre y dicharachera, gentil y trabajadora en sus variedades de oficios y de oficiales de los oficios, donde las tabernas ofrecían las pequeñas distracciones del vino blanco, los cacahuetes con cáscara y las maisas de sartén cantándole al techo de la tapadera su cosa de volcán y su cosa de zarazuela; donde se ofertaban las tertulias más dicharacheras e insustanciales de tan graves y tan al día, llenas de chistes , de juegos de palabras, de sentencias y de moralejas de andar por casa, mientras se jugaban unos reales a los juegos de las cartas, entre el humo de los cigarrillos de picadura y el cantar sonoro y racial de los cantes flamencos.

Taberna de las Cuatro Esquinas de los días tranquilos de las cuatro charlas y los cuatro polos de hielo, y una sombra de decires y de sentires, sin más tino que el hablar por hablar, que la hacían navegar los siglos aquellos de las primeras y primitivas tabernas. Como también era taberna de los días festivos: San Benito, Romería, Feria real- Semana Santa no, que era cerrada por aquello del luto oficial- donde las gentes vecinales y algo festivas en sus otros atuendos, que no subían a la Carrera ni iban al Llano de Alharilla, y en feria sólo subían al centro el día principal de la procesión de San Benito y la Virgen de la Soledad en su Cuatro de septiembre, echaban sus fiestas en las taberna del barrio, donde entraban ya las mujeres con sus maridos del brazo, vergonzosas, indecisas, calladas y como cabizbajas, temerosas quizá de las otras miradas, las miradas pícaras de los días festivos que ponían sus ojos en ropas tan nuevas sobre las carnes, luciendo sus collares de jazmines y sus ropas de estreno recién cosidas por las modistas, donde tomaban sus cervezas y sus refrescos de naranja y comían sus calamares fritos, sus tajadas de bacalao o sus pollos al ajillo como si de celebración de boda se tratara, y que guisaba Dorotea en su cocina, que lo mismo servía como cocina de la casa que como cocina de la taberna, convirtiéndose en la cocina del barrio, olorosa en los días de las fiestas celebradas sin salir del hogar de sus casillas blancas, impregnando de aromas las estancias ocupadas, mientras los niños soñaban que, a las puertas de la taberna de Tomás “El Guiñolero” había un juego de barquillas, un subilibaja y un carrusel dando sus giros y sus volteretas, e invitándolos a montar hasta crear la fantasía de los cuentos contados por las abuelas.

Por las Cuatro Esquinas, las rosas y las astillas de un barrio con campo y con taberna. Algazara con creencias en el pan del mediodía y el vino en vaso chiquito, su cosa de casinillo y su cosa de cuadrilla, u hogar con mucha familia y muchos niños con polos. El hogar del “Guiñolero” en los solos de los días: croar de ranas y pías de pollitos con blusones. Alegres los nubarrones, cansados los soles altos. Tabernero sin más cantos que los discos dedicados de una radio en su repisa; cuatro botellas con risas y un barril de vino blanco, juegos de cartas sudando los arrastres de los oros pagados en perrasgordas. “El Guiñolero” se asombra de los días tan parejos. Mulos con sus aparejos, hombres con sus campechanas palabras de los inciertos. Por la taberna un gran viento de olores embriagadores, en vino blanco y sudores, y en polos de Cola Cao. Dorotea en el fregao de los vasos de cristal.

Dorotea en el misal de los rosarios de nácar hilvanados en el coral de los platillos de mármol. Taberna con cuatro salmos y unas cuantas borracheras, de esas del vino con friegas en las hambres olvidadas. Jornaleros de las nadas gastando sus cuatro duros en una almorzá con apuros y cigarrillos sin filtro. Las Cuatro Esquinas con frisos de la Porcuna castiza. Por San Benito, la misa, por la taberna la juerga, y por la casa la arenga de la mujer de su casa; cocinera de la baja cocción de las hornillas: “Dí a tu padre, que si pilla follón con vino de orza, se va a comer lo que sobra del fondo de la cazuela” Hogar de las horas muertas la taberna de Tomás, un mande usted en su mitad y un cucha tú sin palabras. Sudores de las albardas, soponcios de los traperos, sin más cuchillo de acero que unos dientes con negreces. Amor de un campo de peces, paradoja picaresca, ganando cuatro lentejas nacionales con taberna, y un aquí estoy, si convenga, o un ya me voy sin aviso. “Apúnteme usted los tres vinos, que se los pago mañana”. “El Guiñolero” se apaña su libreta de papel y su lápiz de madera, y al final de la escalera el mechinal de los duros y las almas con aristas. Las escenas costumbristas de una taberna de barrio: cuatro muleros y un galgo, y un fino zumo de parra, un mirar de las enaguas tras de la puerta-ventana, buscando al amo del amo y al toro de los cencerros. Tomás Toribio en abriendo, Tomás Toribio en cerrando las puertas de su taberna, da un buenas noches con siesta, y al apagarse la fiesta de su bombilla con luz, de la sombra de la cruz que viste a las Cuatro Esquinas, alguien recoge una espina y la convierte en un verso.

(*) Copla de carnaval de los años treinta.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
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