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María Cañas Toribio, cinco veintes y seis

-María, “La Cañica” ¿Por cuántos años andamos ya?

-Por los cinco veintes y seis, buena mujer.

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Adornada con jazmines como una flor de la canela, y una alondra vestida de golondrina revoloteándole por la aureola sacra de su estampa queriendo hacer nido en su velo, por ver si del negro naciera una luz, tenue y hermosa y floral, sonando en castañuelas de luna, para crear alegres pajarillos voladores y líricos, u hojas de menta y de hierbabuena perfumando de esencias verdes la aurora solar de sus ojos maravillados, que, aún tan viejos y tan cansados ya, de mirar los siglos en todos sus años y en todos sus días, quejumbrosos y alegres como un aleteo de mariposas pálidas o amarillas, o un mundo de acuarelas despertadas en las pestañas, miran de cada día aún los días maravillados de ese sol que tras la ventana viene hacia ella, atravesando cielos, atravesando nubes, nieblas, aviones, pájaros mitológicos, grifos y medusas volcánicas para llamar a su ventana y darle a María Cañas Toribio, en el amanecer genial, longevo y calmo de su edad tan rotunda, el cumpleaños feliz cantado por un coro de arcángeles barbudos y querubines azules, y ánimas benditas, de las que rezan a los muertos del cementerio para crear la ilusión o la óptica, o la lírica del verso resucitado, o la lírica de la cancioneta melancólica y campesina, y soplar, junto al poco aire ya de María Cañas, la única vela del mundo que le queda por soplar, la vela majestuosa de sus cientos seis años, compuesta en la cera de las ciento seis velitas mínimas, de las guardadas en el corazón sagrado de sus años vividos, caminantes; de un lado hacia el otro lado ese milagro de María Cañas Toribio preguntándole al aire de los fantasmas la sensación del vivir tan tardío, de sentir aún ese mundo como de rosas tras tantas espinas, y tras tantos pétalos también.

El sol que repiquetea en su ventana como un pájaro carpintero; esa ventana que se abre para fotografiar a María Cañas en camisón de dormir, allí, metidita en su cuna grande, como una metáfora de niño o un acierto de nacimientos, pues, a los ciento seis años, todo despertar es ya un nacimiento, o un paso atrás, sino un paso hacia adelante tan tardío, como si aún tuviera muchas cosas que hacer, y que correr otras más aventuras. Y en el ensueño de los rayos anaranjados haciendo retratadura obscena y delicada tras el telón de las cortinas, María pide teta como pide nana, y un acune en los brazos que la lleven hacia aquel año del Señor de 1874- qué lejanía de cifras, qué arqueología, que estatua de bronce: que cosa más extraña y arqueológica, qué clamor de numeros multiplicados, qué juego de espejos, qué hondura de tiempo ido, ido como los idus de marzo, los de los buenos augurios, aquellos quinces de marzo de los calendarios decimales y las velas encendidas en las aras de los sacrificios y las bacanales con uvas y con vinos- Una niña decimonónica nacida republicana, y tan sin saberlo, en la I República aquella que duró lo que le dura el suspiro a una bala, o el humo, hasta que Martínez Campos, le quitó el dígito y la mayúscula a la historia republicana, para restaurar a los Borbones en el Palacio real.

María, María Cañas Toribio, “La Cañica”, sol de Porcuna despertando cada mañana con su siglo y pico cargado sobre sus espaldas, sobre el alma de sus espaldas y el cansancio de sus piernas, y el paso y peso de sus alpargatas negras intentando mantener en pie el equilibrio, no de su peso mínimo, caducado, peso de maimones y sopas de cebolla, de leche migada con pan y otras cosas blandas, sino el peso de sus años, de esos ciento seis años que ya no saben pronunciarte sino queriéndote mucho. Isis salvadora y eterna sobre el altar de la mesa camilla, adornada de rosas y de geranios de olor, agrestes como campos y corrales antiguos, con sus pozos y sus cubetas de lata para celebrar con agua los brindis centenarios que te visten y te persiguen para darte más años aún, y una copica de vino quinado para recordarte los tiempos de las tabernas y los tiempos de los maridos a la luz de la tarde en el corral de los grises; las alegres ventanas de los días festivos y de las rencas madreselvas.

Acurrucada en ti como si tuvieras mucho frío, como una cosa chiquita que quiere volver al vientre menguando como un reloj que se atrasa, que ya no sabe darte las horas, que se paran en ti para hacerte eterna como una niña recién nacida a la que aún le queda mucho calendario: gallinita clueca de los huevos de oro, que al romperse, deja nacer libélulas y palomicas de la luz para hacerle a la bombilla de tu cabeza con velo, la corona real y de oro, el juego de los niños jugando al corro de la patata, posarse en ti como una cabeza femenina de Macondo volada de mariposas amarillas y colibríes cantores, y algún pajarico del agua bebiendo de tus lágrimas, o de las lágrimas de tus risas desdentadas como si bebieran de un río o de un arroyo seco al que ha hecho brotar la primera lluvia del otoño.

Luciendo ligeras ropas de vieja que se olvidó de ser vieja chocha para ser abuela con la cabeza de los cuentos , de las leyendas y de los cancioneros, los dichos picantes y las cantinelas carnavaleras, María “La Cañica” se sienta en el ayer de sus ropas otras, cuando dibujaban prados verdes y amapolas coloradas que desteñían el tiempo vivido y que tú volvías a colorear para que parecieran siempre prendas nuevas salidas de las pañerías antiguas de los antiguos vendedores callejeros, los que se acercaban a tu casa para mostrarte, para poner a tus pies, el fardo con el muestrario de las telas en sus nuevos colores y en sus nuevos estampados, para que tus manos cosieran los patrones de las modas extranjeras y hacerte faldones que te llegaran hasta las suelas de tus zapatitos de tacón, no fuera que el mal viento de la Cándida Erendira de las historias colombianas, descorriera los cortinones de tu falda hasta mostrar a los ojos de los hombres y de los mozuelos hambrientos de carnes, con panas y con sombrerillos de jugar al juego de la pelota, el juego y secreto oscuro de tus tobillos al aire, derramando por las tierras y por las piedras de las gentes, una leve alusión a la carne, a esa cosa tuya femenina de tus tiempos mozos, y un pecado nefando de cabareteras de calle bailando los bailes del acordeón parisino hasta crear una ola de ondas marinas o una onda de agua de pozo aporreada por una china de guijarro, por donde asomas tú para presenciar la literatura de los peces invisibles, o los ojos de la que cayó al agua como mal enamorada, o tan enamorada, y aún mira hacia arriba por ver si al amor traicionero le quedó algún beso aún guardado en la adolescencia de los labios rojos, o en el brillo aún de unos ojos negros que supieran decir un cuanto lo siento derramado en una lágrima.

***

Por la calle Santa Ana del ayer, atardece la tarde en sus colores antiguos, esos que ya sólo saben escribirse en verso clásico o juglar, o en un diario personal lleno de palabras viejas e imposibles, casi comidas por el decolorado paso de los días vividos, dejando los azules marinos en azules celestes, en anaranjados o pálidos los rojos, y en grises de medio luto, los plañideros negros en sus lutos ancestrales.

A María “La Cañica”, su hija Natalia, le ha sacado a la puerta de su casa, la vieja y baja silla de anea, tan añosa, tan gastada, tan curtida, tan con memoria tanta, tan cansada y tan firme aún, que pretendiera ser trono real en una real ceremonia, o escaño municipal en un propósito de festejos, cuando sólo pretende ser lo que es, sillica baja para el entretenimiento del punto de ganchillo, o una charla de viejas alrededor de sus labores modistillas del hogar, hechas y compuestas ya , todas las faenas y labores y cocinas de las casas bien llevadas.

La silla a la puerta de la calle, vadeando, como si fuera río, losetas de piedra y guijarros de verano, porque todo es verano en el verano aquel de la calle Santa Ana, menos para María “La Cañica”, que aparece bajo el umbral de la puerta, traspasando el cortinón como una diosa antigua y oscura vestida de invierno, en su batilla negra y larga con sus mangas hasta las muñecas protegiéndose de un frío que no es, pero que ella siente entrándole por las manos hasta subírsele a la garganta:

-Tarde fresca hace Natalia, y me aprieta la chambra y la combinación. ¿No sería bueno que me trajeras una rebequilla, manque sea de hilo con calaicos, Natalia, hija?

-Madre, que estamos en los treinta grados, sino hay unos chispicos más, que va a pensar la gente que eres vieja de brasero en verano, madre.

-Y a mí, que más se me da y se me importa lo que piense y diga la gente, o lo que deje de pensar y de decir. Cuando tengas mis años, si es que llegas, que difícil se va a hacer la cosa, Natalia mía, tendrás pensares distintos, como distintos serán los pesares, las temperaturas de los termómetros de las Estaciones y hasta el revuelo de los cortinones mecidos por el viento solano.

“La Cañica”, con sus ciento seis años y con su velo negro anudado a la garganta en nudo de dos vueltas, para que no se le entre el aire invisible para los fríos de los viejos, ni los malos pensamientos de las cabezas hueras, ni las modernidades de las juventudes forasteras de las capitales. Metidita en su velo como una virgencilla de luto semanasantero, no dejando ver más que la redonda blancura de su cara niña llena de arrugas y de surcos marcándole todos los días vividos, como si su cara fuera, como si las arrugas de su cara fueran los calendarios de sus muchos almanaques rememorando y rememorándola: sol apareciendo entre un nublado de nubes muy negras, su cara, sol blanco de verano que no se puede mirar fijamente, no sea que pueda llegar a herir las miradas , y los dos azules de sus ojos alumbrando como mariposillas encendidas ante el retrato de una hija muerta en los días de difuntos. Una cara enclaustrada, a la manera de cara de monja de clausura, en un velo negro, que, si más oscura fuera la carilla, bien pudiera ser María “La Cañica”, un San Benito femenino llevada en las andas de su sillica de anea, adornada de jamargos y guisantes de olor: tan bajita la silla, y tan menuda María, que silla y “Cañica” se confunden en un solo cuerpo y en una sola alzada costalera:

-¿Ya rezaste el rosario de la atardecida, María “La Cañica”?

-Rezado fue y quedó, en sus tantas de la tarde, dadas en sus cinco campanadas, como rezándole a un torero muerto un responso por su muerte dicho por Federico García Lorca.

De la cesta, María saca la madeja de hilo blanco y la aguja del ganchillo, y los muchos palmos de colcha derramándosele por la bata como si hubiera caído una nevada o hubiera pasado un ángel blanco dejándola vestida de plumas blancas, para volver sus manos, que no son manos sino pieles pintando venas y cubriendo huesos, radiografiándolos en sus dolores de marfil y en sus callos de hilos y de labranzas, al enjaretado laberíntico del hilo y la aguja, para seguir confeccionando la colcha matrimonial, haciéndola crecer como se crece en los años y en los empeños, y en las buenas voluntades, que mientras siga creciéndole a “La Cañica” la colcha en sus manos, le seguirán creciendo los años y las velas de los cumpleaños, o cuanto menos los días del porvenir mañana hasta que llegue el invierno malo de los viejos, y entonces ya se vería, pero que mientras hubiera colcha habría vida, y que cuando la colcha se acabara sería hora de llamar a los funerarios para que trajeran el ataúd y la corona de flores, y para que abrieran la tapa del arca para sacar la foto, y ponerla sobre su nicho, adornando de nombre sonoro los yerros lacados de las letras. Por eso, parecía que “La Cañica” nunca quisiera acabar la colcha, presintiendo en la maravilla del realismo mágico, que tras la última puntada sería el momento de abrir y encender las velas de las casas para juntar a los hombres con los hombres y a las mujeres en sus labores y en sus oraciones para rezarle a María las oraciones de los finados, con la calle despierta y en pie, como estaban las calles antiguas con fallecido: la multitudinaria despedida del vecino de toda la vida; por eso “La Cañica” teje su colcha matrimonial con el sosiego y la paz, de la que ya tiene señaladas todas las fechas en las efemérides recordatorias pasadas y venideras.

-María ¿Cuántos años tiene usted ya, si es que se acuerda ya de todos los años cumplidos, María “La Cañica”?

-Para dentro de unos días, cinco veintes y seis más, para que no se queden los cinco veintes solos y se vayan a morir de tristeza o de desconsuelo, y hasta de soledad, que los seis años son como los seis años del niño que comienza la escuela y que me ponen en la calle jugando al juego del escondite. Que asina, los seis años del final los acompañan, o les rinden guardia palaciega o clerical como Guardia suiza del Vaticano. Y sí quieres, te canto un lerele con las patas verdes, o la copla que decía- a ver si me acuerdo- y que cantaba “La Chiquita Pinanta”, en los delirios de sus tardes de escalón:

“El Enrique se ha marchado,
Se ha marchado al extranjero.
Navegando en altos mares
Se ha hecho un gran caballero,
Disfruta de lo que quiere,
Disfruta de su mejora,
Disfruta de los regalos,
Sin acordarse de Lola”


María “La Cañica”, cuenta sus años en les Quatre-vingts de los números franceses con que los viejos de Porcuna contaban no más ayer sus años si llegaban a los setenta, quizá por la impronta imperial y recordaticia de la ocupación napoleónica, con un rey borracho de vino trayendo modernidades de Paris, y una María Bellido con cántaro repartiendo aguas y recogiendo balas entregadas a las arcas de oro de los reales palacios sin reyes.

Alrededor de María “La Cañica” en sus ciento seis años, un correndero de vecinas intenta ponerle música al romance como si fuera copla para ser cantada en un tablado de cupletistas sobre el escenario de una loseta de arenisca fregada con lejía y trapo de estopa.

Jugando sin jugar al juego del correndillo, las visitadoras vecinas de la tarde de las casas vecinales, con Eulalia en sus arreglos del remendar los pantalones, o el huevo de madera bajo el calcetín intentando pillar con el zurcido , los hilos deshilvanados, Manuela arrejuntándole a las agujas de la lana el apaño de un saquito para la entrada del invierno, Juana María, Marina y otra Manuela, y Carmen, y otra Natalia, y otra María, haciéndole a “La Cañica” su rueda de pavo real, mientras tejen en sus manos las ofrendas de las vestimentas o los adornos de las estancias, quizá marcos de rosetas para vestir los retratos o engarces de cadeneta por tal de pasar el tiempo, y chácharas de los ayeres y del hoy, y del mañana y del pasado mañana. Y en medío “La Cañica” , que ella mucho de ayer y de hoy, y esperanzada en el mañana, pero recelosa del más allá del pasado mañana, esa distancia tan larga y de tan difícil camino; en medio, como en rendición de pleitesías o el respeto más entrañable hacia esa reliquia de la calle Santa Ana, que, cuando se asomaba a la puerta de la casa de su hija Natalia hablaban todos los tiempos idos sólo con mirarla y hasta con adivinar lo que la sostenía y lo que la aguardaba, y lo que la guardaba así, tan increíblemente hermosa dentro de sus negros y de sus ancestrales saberes, como si todo le fueran velos por donde se almacenaban tibias y esclarecedoras, las fotografías de aquellos tiempos tan distraídos y tan trabajados.

-Los versos que has recitado con tu media lengua sin dientes, no los entiendo bien, “Cañica”

Proclama Alberto España, “El cortaor”, saliendo de su casa, ya también viejo del XIX en sus noventa años, con el marrillo de olivo sosteniéndole el paso y bailándole entre los brillosos guijarros mellados de la calle. La boina cubriéndole la calva o los cuatro pelos de su cabeza, cabeza famosa y tan celebrada en sus días de las glorias loperanas, que se contarán, como si fuera coquetería más que capricho de frío o forma de estar en sus contadurías de almanaque, boina como sombrero de pobre que lo defendían del sol de la tarde santanera. Y Alberto España se hace hueco entre las mujeres para participar de las charlas, de los dichos y de los romances, mientras mira calle abajo o calle arriba las gentes que van y vienen sorteando los socavones de la calle y el trajín de los escalones.

-Es que no se hizo la miel para la boca del asno, señor y viejo España, ni está hecha la poesía para las lenguas anarquistas, Alberto España, ni para los perros que ladran, ni para los gatos que maúllan, aunque quizá sí para los gallos de corral, sobre todo en sus mañanas cuando le levantan al día su vestidillo de luna y lo adornan de mundo visto ya sobre los ojos, y siempre igual.

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-Resabios tienes más que años, “Cañica”, y están en tu cabeza todos los refranes del refranero español para soltarlos en los momentos precisos. Pero, malamente me defiendes, Cañica, que ni mal de ojo que te fuera yo echao, aunque romos pensamientos y hasta burdos y bastos sentimientos tenga yo, en mis escasos entenderes líricos.

La tarde va poniendo sus sombras sobre las paredes blancas y los brillos de las aceras, mientras los niños juegan calle arriba y calle abajo a los juegos de María Castaña, en una calle ocupada por sillas y por charlas, y por quehaceres de aguja, mientras por San Benito repican las campanas de una misa de ocho, doblando con el din dan del don Guido machadiano.

-A Antonia “La santera” se le está yendo la mano con la campanica, que me parece el badajo habérsele pegado a las manos con gachuela de harina y agua; que me parece a mí…

La tarde va dejando sus amarillos colgados de las tejas como colgando recuerdos de los días idos en las alforjas de los hombres de antiguamente. Un corrillo de mujeres rodea a “La Cañica”, cada una en sus cosas de las costuras y cada cual en los afines y desates de las lenguas, en las simplezas de los murmullos sencillos como música de mosquitos o canturrear de avispas, y en las cosas simples de las que ya no tienen más que perder, y donde todo queda en el ea del sindecir- la gran disculpa o excusa porcunera del ea- o acaba en un cucha tú con remilgos de llamar la atención.

María “La Cañica” cuenta los nudos de la colcha entretanto le da al aire de su mano el engarce rulero de la filigrana, haciendo aparecer, de pronto, un camino de yerba comido por el sol de los rastrojos, mientras Alberto España va rememorando, a las quehacederas mujeres de las labores de trapillo y lana, aquellas aventuras suyas de los desaliñados años de su juventud valiente y tarambana, cuando, dejadas las cortas de los olivos, como buen maestro cortador que España era en aquellos tiempos del hacha, y quemados los ramones antes de que se secaran mucho, en el distraerse agreste de sus labores de hombre luchador y con arrestos, caminaba los caminos que iban de Porcuna a Lopera para participar en el certamen boxístico de los testarazos de cabeza:

-Siete victorias sobre siete, sin más derrota que derrota ninguna sobre los cabeceadores loperanos, que pena es que este deporte de chocar cabezas sobre cabezas, como ciervos machos que en las berreas pelean a cabezazos para conseguir los favores de las hembras, no fuera deporte olímpico, que sino, aquí hubiérais tenido a un todo un Alberto España coleccionando medallas de oro, que si no para lucir colgadas sobre el pecho, o puestas sobre las paredes, bien hubieran venido para cambiarlas por billetes verdes que de muy buenos apaños me hubieran servido.

-España siempre con la tira, el rosario y la letanía de aquellos sus años mozos en sus luchas loperanas de hombres machos con las cabezas huecas, pues a quién se le puede ocurrir caminar tanticos kilómetros a pie para darse de cabezadas con los otros machos loperanos- comenta la vecindad agradecida de las hazañas de Alberto España en aquellos sus años mozos que engalanaban la calle como si fuera calle en verbena.

-De camino me traía una garrafilla de vino blanco cargada sobre los hombros, haciendo descansos de aquí y de allí, y si me encontraba por el camino bestia de carga, en las aguaderas le metía la garrafilla, y se hacía el caminar menos largo y menos pesado, mientras le iba contando y mostrando al mulero las cicatrices de la última pelea. Que la cosa quedaba así, como tantas veces os he contado ya, que es que a los viejos se nos pone siempre la misma pejiguera historia en la cabeza y de ahí, ni nos sacan, ni salimos. En la placilla de la iglesia quedábamos el loperano y yo, dos muchachotes enérgicos y con una especie de ira en los ojos dibujada. A nuestro alrededor, una algarabía de hombres y muchachos para contemplar la batalla; por algunos balcones los ojos invisibles de las mujeres se dejaban ver como en un ensueñe oriental. Los hombres hacían las apuestas de las pesetas: “una peseta a favor del de Lopera. Una peseta por que gana el porcunero”. Una muralla de hombres alrededor de los luchadores de las cabezadas haciendo cuerdas de ring para no salir del ruedo, como en una pelea de gallos donde los gallos eran hombres hechos y derechos, curtidos ya en unas cuantas batallitas de enfrentamientos a cabezazo limpio.

El hombre que recogía las apuestas se metía las pesetas en los bolsillos del pantalón, en uno la del uno y en el otro la del otro. Cuando todo se barruntaba ya en sus comienzos, y como en un duelo francés de pistolas, el loperano se iba a su muro de hombres y a mi muro de hombres me iba yo. Y la cosa resultaba fácil y sencilla, cuando la voz arbitral gritaba ¡Ahora!, nos íbamos a las frentes el de Lopera y yo, como en la dicha pelea de ciervos, dándonos de cabezazos, yo en su frente, y el loperano en la frente mía, que se oían crujir los huesos como si se estuvieran machacando aceitunas con mazo de piedra, que no mazo de madera, y se abrían las carnes de las frentes como cortadas por navajas barberas poniéndonos los rostros rojos de sangres y los pañuelos de las narices tan teñidos, que luego resultaba complicadillo poderlos lavar bien para quitarles sus rojos.

- ¿Y cómo y cuando acababa la pelea de los cabezazos, Alberto España?

-Fácilmente, “Cañica”; que, o bien cuando alguien se rendía, que solía ser un loperano las más de las veces, lo que es decir las veces todas, o cuando el vecino de enfrente quedaba en el suelo para darle oxígenos y unos cuantos puntos de sutura por su frente. Pero luego quedábamos tan amigos, y con las pesetas rentadas, nos íbamos de tabernas y nos apañábamos unas borracheras, sino sonoras, sí que de muy buen ver; y con lo que me quedaba, pues eso, que me apañaba mi garrafita de vino loperano, y me volvía para Porcuna poniendo su nombre en tan alto pabellón, aunque de estos combates apenas se enteraba más que la vecindad de la calle y algún murmullo pregonando mi nombre en las charlas de taberna.

-¿Y se te rindieron las fuerzas, o los años y los cabezazos te dejaron los sesos estancados y baldados los huesos de la frente, para no entrar más en tan díscolos y extraños combates, Alberto España, o te echaron de Lopera para no entraras jamás, ni para comprar vino ni para coger aceitunas; o en que quedó el final de las luchas aquellas, descabelladas y salvajes como de hombres primitivos, Alberto España?

-La autoridad fue, Carmen “La Amolanchina”, que en viendo tantos alborotos y en sacando sus conclusiones, llegaron al corolario de la suprema sentencia, y por el bien y la dignidad de las personas humanas, el alcalde de Lopera suspendió y prohibió los combates siguientes, y se acabó esa fortuna macha del boxeo a cabezazos, aunque, se me da a mí la cosa y hasta el ingenio, o me supongo yo, de que todo vino a ser el que no se quedara en los suelos de Lopera ningún combate ganador, viniéndose todos para Porcuna; y creo yo, se me da a mí la idea, de que, quizá desde aquellos míticos combates a cabezazos, entraron en labor esas ojerizas y demás zarandajas entre los loperanos y nosotros, que dejaron de llamarnos porcuneses para decirnos porcuneros, como si el gentilicio fuera ofensa más que virtud, y ni lo uno ni lo otro; pero cierto es que todos los títulos viniéronse para Porcuna en sus medallicas invisibles, las que me cuelgan del alma, como me cuelgan de los codos los pellejos de la vejez. Pero qué buenos tiempos aquellos, vecinas, y qué buenos años los aquellos años mozos míos, bravos como toros, susurrantes como esquinas, que a falta de más entretenimientos tras las cortas de los olivos bien venían para entretener las horas muertas, y traerme para la casa, sino muchos dineros, sí el vino loperano gratis como ofrenda que se hacía al vencedor.

-Alberto España, suena tu historia a una historia de leyenda contada por un ciego, y de los muy ayeres aprendida, que ya es sabido que en esto de la historia contada, de voz o de tinta, siempre se dice y cumple el mandamiento chino, que decía, que existen tres tipos de historia, la tuya, la mía y la verdadera.

-Ay, “Cañica”, siempre presta a llevarme la contraria, cuando no es por un motivo por otro, y si no, tú te inventas los motivos que te convengan. Aunque cierto es que ya parecen leyenda mis cabezazos de ayer en los feudos loperanos, pero cierto es que le di a Porcuna sus más gloriosas jornadas deportivas.

Oscurece la tarde por la calle Santa Ana en encendiéndose las bombillas y en oliendo las cenas de los cocidos fritos con cebolla escapándose por las vetanas, en aquel verano de 1980 en que María “La Cañica” cumplió sus ciento seis años de vida, o sus cinco veintes y seis, como a ella le gustaba nombrarlos; ya calle sin sus losetas de acera y sin sus guijarros brillantes dibujando su pavimento, y sin sus escalones de entrada a alcazaba o castillo, ascendiéndola luminosa y blanca, sino todo en cemento férreo, como de cemento parecía estar hecha la cabeza de Alberto España por aquellos años de los cabezazos. Sentada “La Cañica” en la mecedora del patio, come sus gachas de harina mientras pregunta a las estrellas cual será su estrella última. Por el patio huele la dama de noche su aroma de enamorados o sus olores de tristezas y de responsos embebiendo los ojos como enloqueciendo las cabezas.

-Natalia, hija, para la procesión del Viernes Santo, me llevas la sillica a la puerta del horno de la Niña, bien pegada a los adoquines para ver bien subir las andas de La Soledad, el Cristo de Güeto y el Santo Entierro, los caballos con los romanos, y la banda de tocadores con sus tambores y trompetas, sonando Antonio Pino, en su corneta militar, una diana floreada desenvuelta y revenida en tristura, los nazarenos con las capas rojas, que bien se merecerán un buen planchado y hasta un buen teñido, y las mujeres de luto que acompañan a la Soledad, con Vicentillo empujándole el carro, a favor o penitencia, para que no se haga grande la cuesta, ni esforzado el caminar quieto de la Dolorosa.

-Madre, para la procesión del Viernes Santo faltan todavía sus buenos meses, que estamos apenas en agosto. Todo lo más la bajo para la procesión del Cuatro de setiembre de la Soledad y San Benito, que es diurna de sol y de vestidos claros.

-Pero las velas no lucen igual sus brillos de luz con tanto sol en lo alto, Natalia, y las caras se ven demasiado claras y demasiado cerca, cuando, a mí se me antoja, que las procesiones tienen que ser en los días oscurecidos donde pasen las gentes en penumbras sin adivinarse jamás la verdad que se traen entre los ojos.

-Unos meses no más, madre. Deja que pase la aceituna y se haga la corta y la quema del ramón, y entonces la bajaré al Llano de San Benito para que usted vea subir a los santos en la procesión del Viernes Santo, con todo oscurico y las velas encendidas vistas en sus luminarias.

-No sé yo, Natalia, hija, si este cuerpo va a aguantar muchos más meses aún, que estoy viendo que se me va acabando el hacer de la colcha matrimonial, y en acabándose ésta, siento y presiento yo la profecía de mis días finales.

Al borde de la cama, María Cañas Toribio, “La Cañica”, en su siglo largo de vida, se quita el velo para dormir, y para dormir, desanuda la serpiente laberíntica de su moño que le cae luengo y dilatado sobre sus hombros, vistiéndola de hebras de plata que casi llegan a su cintura, como si de pronto, fuera ella la Santa de los Doce cuentos peregrinos de García Márquez, y toda su vida se sostuviera en su pelo, que, mientras todo el cuerpo se le menguaba y se le encogía a “La Cañica”, su pelo seguía creciendo como si fuera pelo de adolescente que tiene que enamorar por la belleza de su cabellera. Natalia le peina los cabellos a su madre centenaria como si fuera a resucitarla para hacerla novia de vestir, y le da el beso de las buenas noches sin saber si mañana será día de amanecerla a “La Cañica”, o día de velarla.

El día catorce de diciembre de mil novecientos ochenta, María Cañas Toribio, al calor de la lumbre del brasero tejió los últimos puntos de la blanca colcha matrimonial, y la contempló y apreció entera y gozosa y un algo compungida y pesarosa, como si en lugar de mirar la colcha blanca matrimonial, estuviera mirando su sudario del día siguiente, con las mujeres de la calle velándola en sus últimas horas antes de hacerla centenaria en el cementerio. A la noche se metió en la cama desanudando su melena larga y plata y rezando su oración de despedida. Los barruntos del sueño que no llegaba le bosquejaron un amanecer en que ya no habría más hilo ni más aguja, ni más sillica a la puerta de su casa, y todo lo más, muchas sillas alrededor de su féretro pefumado de esencias de ciprés y agua de colonia, velándola a ella con la ternura con que se vela a un niño enfermo. El amanecer del día quince de diciembre de mil novecientos ochenta cantó en el gallo de la campana de San Benito el triste repique de los difuntos. Los vecinos de la calle Santa Ana cuenteaban, que en ese amanecer último de la centenaria vida de María Cañas Toribio, “La Cañica”, al abrirse al día las ventanas de la calle, un vuelo de dementes y alienadas libélulas pusiéronle a la calle un velo verde de alas desplegadas, por donde los niños vieron caminar, como sostenida por el caminar sobre las aguas, la hermosa imagen de “La Cañica” diciendo adiós con sus manos.

Al murmullo de la tarde, La Cañica abre su estampa de aldeana, y por el vals de su enagua despunta la fragua su sueño eterno. Centenaria en el espejo de tantos días pasados, de un lado para otro lado contando en siglos sus años. La Cañica en el diario de quitarle al calendario un día tras otro día, en la extraña melodía de no acabárseles nunca las hojas del santoral, volviendo a resucitar, un día tras otro día. El despertar de María contando en francés sus años, cinco veintes anudados al nudo de su toquilla; quisquillosa melodía que acaba y vuelve a empezar, como los ríos que al mar, llegan y nunca se acaban, así de María sus aguas vertiéndola y siempre nueva, como una extraña azucena embrujada en flor de tela en un cuento de doncellas que nunca crecen ni menguan. La Cañica se abanica como en aires dieciochescos, pelucones de cangrejos pinzando las horas sordas, reales y perrasgordas y monedones de plata; el aire de las corbatas paseando caballeros. La brisa de los luceros dejándole a La Cañica las cosillas pequeñicas con que se visten los sueños. Ciento seis años zarceños ensayando confituras bajo la luz de la luna de las brujas con manzanas.

Cañica de las arcanas disposiciones del tiempo, si se hay que ir con el viento, con el viento se camina, vestida con las cortinas del jugar al escondite, en el pongo y en el quite de las velas cumplidoras. Abuela de las auroras y las noches sin estrellas; abuela de adormideras por el paseo de los tristes, canta una copla que dice los decires tan antiguos, que en el hoy de los respingos suena a sonora blasfemia, cuando no a una cosa incierta cantada en un romancero. Al filo del lapicero la lengua sonando estrofas, y vestidillos de monjas rezando huertos y credos.

La Cañica con el ruedo de las vecinas antiguas, tejiendo colchas o esquinas, bordando nombres y ajuares; la calle soltando mares de niños segando malvas, mientras contemplan las faldas de los lutos hogareños, y un algo así de cencerro de los viejos con boina. Cinco veintes y seis espinas y una rondalla bonica cantándole a la Cañica la coplillas de su antaño, mientras María sudando la gota gorda del sol, baila un baile cumplidor de minué palaciego, que a la barba de los ciegos se ve sólo en taconeo. Allí te pongo un lucero y aquí una copa de quina, y una raspa de sardina y un gato maullando amores, un jarrón lleno de flores y una esquela con un verso, y una sortija de incienso para perfumar tu estampa de centenaria constancia hasta crearte una estrella. Si tú no vienes por ella yo la prenderé en tu cielo, sobre el negro de tu velo hasta sentirte que sientes, por el agua de las fuentes, el renacer de tu Estatua.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
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