Ir al contenido principal

Manuel Camuña, arrezul y cartas de amor

Monólogo de Manolo Camuñas: “Mi nombre, uno de mis innumerables, y afortunados o malintencionados nombres, es el de Manuel Camuñas Pérez, y pónganle ustedes mismos los nombrajos que le apetezcan, que, en esta hora, después del estar paciendo huesos y almacenando recuerdos, poca cosa puedo temer más de las cosas de los vivos, que es algo para mí, menguado, y desde muchos años atrás, ya cosa que casi suena en la prehistoria con un tinte de arqueología reconstruyendo mi ayer, que tal cosa viene a hacer “El poeta de las Estatuas”, como si fuera cosa digna de contar, cuando todo lo más, azares de la vida, con algún que otro azahar de naranja amarga florando por la Plazoleta de los niños, cogiendo por el aire de la tarde, la alcancía de los centimicos a la salida de los bautizos.

® AD ENTERTAINMENTS ||| PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN

Mi nombre, uno de mis innumerables nombres, a veces, despega su nombrajo de la lápida que me amura, y quizá, hasta me proteja, que en esto del cementerio ya se sabe que suelen sobrevivir las rencillas pasadas como si fueran recién cometidas; ya se sabe: el rencor siempre de los muertos, y a veces se va volando en la tarde- pajarillo libre y ocasional- por los parajes antiguos del ayer, que fueron mi pasado.

Mi nombre, uno de mis innumerables nombres, cuando le coge la correndilla del alma, siente gozoso de salirse de los encierros del cementerio, y pone mi nombre en las estancias de las escenas antiguas. Por ejemplo, si es tarde de niebla y llovizna de hojas, como lagrimitas de ciego lloradas sobre un charco, o de enamorada tibia, agreste y virginal, gusta mi nombre, o uno de mis nombres, sentarse en los cerbirguillos de los Pinos bonitos, para ver pasear a las parejas enamoradas cogiditas de las manos bajo un paraguas negro, mientras, por no sé que ennorte, ni qué arrimarse al chisco, unas voces pronuncian un nombre mío. O ver y sentir al viento pasar, esa cosa invisible que se mueve creando palabras o sensaciones en las inertes compañías de las cosas quietas.

Según constan, dicen, exponen y anuncian las actas judiciales de los registros civiles, donde se hace mi radiografía escueta, técnica y esencial, también fría, de las verdades con fundamento de identidad, las que anuncian el acta de función, y a corrido y corrillo, en lo siguiente, la hermana mayor del acta de defunción, yo, Manuel Camuña Pérez, hijo de Manuel y de María Dolores, nací en Porcuna un veintiuno de diciembre de mil novecientos veintiocho, dando los relojes de las horas las campanadas de las seis de la tarde, en el número nueve de la calle Silera, por lo que puedo decir, que fui ciudadano de las afueras- aunque con los años, cogiera casa y sitio como un poco más metido en el pueblo- donde, posiblemente, a mi madre, María Dolores, se la trajeran pareada en los dolores del parto en campo, cogiendo aceitunas negras bajo un olivo escarchado, como eran las escarchas de antaño:

“-Manuel, créome que me estoy sintiendo los dolores del parto, Manuel”

“-Pues, aparejo la mula y nos vamos pa Porcuna ya mismico, no sea que se te venga el parto rápido y más rápida se nos haga la hora de la oración y se nos venga la noche encima con esas oscuridades, que tengamos que bautizar al niño en las orillas del Salao, mientras de reojo mira la subterránea dulzura de la raíz del arrezul, que presiento futuro en su vejez temprana, María Dolores.

En esas fechas se mueve y se menea mi acta del nacimiento, el de la función, siendo incierto el diálogo que acompaña, aunque, suponiéndolo, como suelen ser inciertas las conversaciones del recuerdo, aunque, con cuatro palabrillas sueltas que se recuerden, al trasmoche y al salto de mata de las ocurrencias, bien se puede enjaretar una comedia, o un drama muy dolido, en tres actos de escenario.

Escuetas verdades técnicas que me ponen en un día, en un mes y en un año, y hasta en la extraña precisión de una hora, en unos años donde apenas tenían nombre, y menos dueño, los relojes, y en pocos bolsillos sonaban las manecillas el tic tac del pasar del tiempo.

El acta judicial anota el principio y anota el final, dos asuntos de unas líneas escritas primorosamente, con cincuenta años de diferencia, donde sólo cambian las firmas judiciales y los sellos de tinta, viniendo a decir que, Manuel Camuña Pérez , El Camuña sin su ese luego tan nombrada y tan sonora en pueblo que nunca supo pronunciar las eses, que luego la ese se la inventó el tiempo de las almas castellanas, o un ponerme en plural como si fuera muchas cosas en un mismo apellido, o algunos de mis innumerables nombres, el que luego derivaría en nombrajo y en una cosa del negocieo, y el trachimoche de los intercambios callejeros y alguna que otra cambalá de esquina a esquina, cantando coplas flamencas mientras miraba las apariciones por las paredes blancas.

Que vienen a decir las letras y los números del acta civil, que Manuel Camuña Pérez murió en Porcuna, un día dos de agosto, que supongo caluroso y con muchos forasteros recorriendo los paseos, los puestos de la Plaza y los huecos de las tabernas, de mil novecientos setenta y nueve, en la casa chiquetuela de la calle Carmona, en su número siete, que por el me cachis’en la mar de un poco, no entré en los cincuenta y un años, quedándome en el medio siglo justo de los cincuenta, que es como la mitad del todo íntegro; siendo , en la profesión de las alianzas, de estado civil, soltero, a pesar de haber querido siempre formar un hogar con mujer en sus tareas y niños jugando al juego de los trabajos tempranos, que no será porque no salieron piropos de mi boca para engatusar a cualquiera de las mozuelas de los vestidillos estampados, que paseaban agarradicas del brazo por el Paseo de Jesús en las tardes otoñales de las hojas amarillas y los frutos orejones, que opina uno, es la mejor época para decir piropos a las mozuelas guapas, y hasta escribir endechas de amor que quedan luego tan bien recordándolas agrestes, para que los piropos las cubran como si fueran hojas caídas de las moreras:

“-Si fueras melocotón, tenían que hacer el ponche en el Pozo ancho”

“-Anda, Manolo Camuñas, y ponte a vender majuletas, que tienes más fallos que una matalahúva”

“-Cuando paso por tu puerta cojo pan y voy comiendo, pa que no diga la gente que con verte me mantengo, María Angustias”

“-Calla ya, Manolo Camuñas, que si no, te voy a dar un cuesco que te van a tener que sacar la pus con un cazo, manditalma”

“- Pues nada, hermosas damas, sigan ustedes el camino de sus paseos, y si se les acaban las pipas, aquí tengo yo un par bolsejas más, para que nunca dejen de sonar en vuestros dientes la caja de música de la sal y la madera, que para mañana me aprenderé algún piropo más, a ver si en uno de ellos, le pega la pita al palo y tenemos y organizamos, bodorrio con pepitoria”

Eran los tiempos de los piropos a las mozas casaderas, yendo detrás de ellas comiendo pipas, cascando chácharas y retorcimientos de boca, quizá algún guiño murmurado en un ojo, que era ya como el primer beso, y que a mí nunca me cupo, y tiempo cuando a los piropos se les respondían con refranes, y otras razones entelarías, guardadas en la boca como se esconden por las espaldas los ramales de los ahorcados.

Así que, soltero quedeme, sino para vestir santos, que uno no ha sido nunca mozuelo de sacristía, pregonador de ceras ni sustentador de cultos, que tampoco estaba mal quedarme soltero, aún siendo por aquellos tiempos la soltería cosa de extraños miramientos, que daba en mocico viejo una simple libertad o un mal apaño consciente, que ni con tierna soltera ni con viuda gallarda más dura que las gallinas, y ni para un plato de sopa dada en adorno de frente a las cinco de la tarde, y ni para izas, rabizas ni colipoterras, de las que anunciaban sus carnes por las mancebías porcuneras de, “El Talento”, por el Parral haciendo su cortijada, con sus busconas manchegas, de buenas nalgas fabricadas con migas y sopas de ajo, “La Isabelita”, por los finales del Camino alto, con sus pupilas de sierra y arroyos de nieve, acogiendo a los hombres como envolviéndolos con leños en llamas, “La Levadura”, final de la calle Padre Lara, según se baja a la izquierda, con sus fulanas del norte, recias, egregias, sonadoras, que tendían la ropa a la puerta del burdel para que todos vieran lo limpias que eran, y al paso de los entierros, vistiendo sus velos de luto y se persignando sus caras, como si les doliera mucho el muerto, o el lupanar de la Cruz blanca: “El Gato negro”, con sus meretrices impacientes, como si siempre estuvieran esperando a la puerta, el coche de línea que habría de parar en la cruz, para que se las llevara a Madrid, para el buen hacerse la carrera lujosa por el café de Chicote. Que ni eso un servidor, Manolo Camuñas, mojé, que bastante tuve ya con el padecer eterno de una noche de juerga militar vistiendo por las afueras de un cuartel mis ropajes de bonito, en que la cosa esa de la juventud, del primer bigote, del primer cigarrillo con la mirada de padre luciendo regañadientes, y esa cosa del macho niño que abandona el pajar de los padres para hacerse hombre o macho, o nada, en las garitas de guardia de los cuarteles militares. Una cosa de niñas sirviendo cuerpos y refrescos de limón, ofrecidos a las bocas y bendecidos en las manos. Tres pesetas por el mostrador que alguna mujer se mete entre los pechos del escote, como si fuera un escapulario sonando en tres monedas de lata, que dieron, en el después de los placeres, en tres monedas de hierro grabadas a fuego sobre mis espaldas y sobre los entenderes de mi cabeza tan sonada, y tan genial. Las sábanas blancas, y suaves como una tez femenina susurrándome cosas al oído, y mostrándome los dientes para crear todos los colores del marfil de la nicotina. Manos que nunca cogieron aceitunas, ni lavaron platos, ni aclararon algodón, ni lavaron ropas del trabajar en una pila de piedra en una tarde de escarcha. Manos que más que llamar, anunciaban algo, quizá la boca que se iba acercando, creando la emoción de un beso sonoro sonado.

Luego se me fue un poco la cabeza, ya se sabe, por la cosa aquella de los aliños que predicaban las gentes de Porcuna como poniéndome una estrella amarilla y señalándome un campo, y hasta campo santo señalándome, que tampoco tanto se me fue la cabeza, no más lo justo para no recordar mucho, no vayan ustedes a pensar que para el Manolo Camuñas, ya definitivamente sentido en su nombrajo, todo eran orates aventuras ni el volar cruzando el mundo; que bien pudieran ser muchas suposiciones, como innumerables eran mis nombres, y fuera yo, en el momento del silencio, el hombre que creaba el espectáculo para salir de mi soledad y crearme la palabra que viniera hacía mí y me dijera algo, ya fuera un susurro que no se quiere decir, como igual me inventaba el vino y hasta me inventaba las borracheras, y ese Camuñas que iba de una acera a otra creando la sensación del vértigo, quizá estaba representando el alma oscura del payaso, que para huir de su soledad eterna, necesita ser reído, escupido, vejado, con tal de que hasta sus oídos le llegara una palabra, o hubiera una mano amable que me dijera: “venga Manolo Camuñas, que yo te acompaño a tu casa”

“-Manolo Camuñas, no te da na, hombre, ir como vas”

Sentencia a Camuñas su borrachera, Barranco el municipal, que pasaba por ahí estando Camuñas haciéndole sus cabriolas a la calle, y echando a chiquillos mocosos y malintencionados, que iban detrás de la borrachera de Manolo Camuñas, diciéndole piropos extraños, discutiéndole sus cosas y sus maneras, preguntando por el arrezul y las majuletas ya gastadas en vino, y Manolo contestando a los mocosos por tal de redimirse de la soledad creando las palabras, ya fueran palabras hirientes. Y así se enderezó Manolo, como quien le ha escupido a la cara o se la mentao malos cuernos y otros miramientos trabajosos de digerir, contestando al señor municipal Barranco:

“-Barranco, ni una gotica de vino me he bebío; me hago el borracho por tal de que alguien me haga caso y me dirija la palabra…”

La soledad, qué sabe la gente de la soledad, esa que se vive tan sola y tan solo, la que empapela el mundo con su papel blanco creándote una jaula por donde vas y vienes sin que nadie se pare a tenderte la mano. La soledad…

Total, y vayan las lágrimas a su mar, que soltero me quedé, como pregonaba la copla de los tablaos del cine de la señorita Gracia, que tampoco estaba mal para el tan poco empeño, que también es verdad, que el empeño se trajo y se quedó en tres o cuatro piropos en las tardes aburridas y grises, y en unas negaciones de amor dadas en refranes sonoros y como pequeñas y efímeras dagas de las que llegan a los ojos y se clavan en el corazón pero nunca atraviesan el alma, que, cuando lo quiere o barrunta, es dura de roer.

De la calle Silera pocos recuerdos guardo, o pocos sabe el poeta, que es el que, en el fondo, saca palabras a la calavera muda que me viste, o me arqueologa, que yo ahí nada tengo que ver, y sólo repito como muñeco o marioneta, las palabras, que en sus delirios, de ser ya poeta de otoño, que la poesía, como el mar, también es una fecha de otoño, me quiere el poeta poner en la boca, total, como diciéndose, “poco me puede contestar el muerto, si no es asentir”, en esta suerte de monólogo que ha ideado en todos sus días solos, para llenar unos cuantos folios y alumbrarme a mí de referente, como si fuera Manolo Camuñas una aparición mariana, que, por los tiempos que corren en el hoy de las apariciones, y como ya no existen pastorcillos por los campos, ni enamorados que por los campos anden componiendo ramicos de margaritas, amapolas y espigas verdes para ponerlas en una ventana por si fueran acariciadas por una mano, que tan dados eran, en la antigüedad, a los embrujos del sol y de las nubes, no le queda más remedio que aparecerse en el momento nocturno del “botellón” juvenil por La Redonda, como si fuera la aparición, una multitudinaria visión de alcoholes y yerbas medicinales.

De la Silera los cuatro juegos y las cuatro aporreaduras de un niño ya presintiendo guerra, que ya se veían por las calles esas miradas huidizas y respondonas, y como una inquina de grito a punto de estallar para crear en las paredes los tiros de los fusilamientos.

Yo era un niño normal contemplado a gentes que jugaban a la guerra, sin presentir quizá, que habrían que jugar de veras, supongo, asustado, como eran y estaban todos los niños de preguerra. Y niño que con el lápiz, le dibujaba siluetas a las letras para crear lo ilustrado, al que le prestaban libros los señoritos de los dineros y los maestros de las escuelas para darle entendimientos a falta de brillo y otras cosas del comer, y entendimientos me dieron y entendimientos aprendía, que si no hubiera sido por el aliño trajinero y trocador… Haraposo en mi pantalón único, con la camisilla áspera abrochada hasta el gaznate, y unas botejas de cuero, que lo mismo servían para trepar cantones que para pasear ferias, con el pelo mejor peinado haciendo la brillantina la perfección de la raya al lado, y una cosa de jazmín revoloteando la raya como en una escena de mariposas en las estampitas costumbristas de Mesonero Romanos.

De cómo el nombre de Manuel Camuña Pérez, devino en el nombrajo de Manolo Camuñas, que, al caso, palíndromo, sería mejor que se lo preguntaran ustedes a las letras que me nombran en mi lápida sepulcral, que la cosa me viene curiosa, pues yo, en estando siempre de la tumba hacia adentro, como debe ser todo principio moral y hasta estético de un muerto, aunque sea ya muerto tan lejano, tan a destiempo y tan en otro tiempo, que luce ya hasta galones de veteranía, y en estando siempre dentro, de donde, en el cementerio enseñan mi nombre, ya sea desde el último piso, que es el que más cerca está del cielo y más lejos de las miradas, y más si la foto se ve borrosa, o como entinieblada, ya sea a los que bien miran desde el corazón y el sentimiento, aunque sólo sea para decir: “cucha, si es este, el Manolo Camuñas de las majuletas y del arrezul…”, nunca había caído que, sobre la lápida, grabadas, conste el nombre de un nombrajo, más que el nombre que me nombra en todos los papeles de los registros civiles y religiosos, y hoy, en este hoy de sacar los huesos a pasear para que se aireen y pongan un poco de orden en mi singladura, ya sea sólo orden poético, lo que tan poco le viene mal a este loco Camuñas, que siempre se las dio de poeta, a pesar de todo, aunque nunca supo componer un verso ya fuera en la sencillez del romance octosílabo, en este hoy de picos pardos y lengua moderadamente desatada, por las cautelosas aguas de sacar el pie del tiesto y ponerme a vagar, como alma en monólogo, el mundo de los mis ayeres míos (redundancia), he caído en la cuenta, de que, el muerto que anuncian es al Manolo Camuñas del nombrajo popular, y no al Manuel Camuña del nombre verdadero, que, hasta me hace pensar en que sea la mía, la única lápida o tumba del cementerio que anuncia nombrajo, que no nombre, que no me creo yo que haya por ahí palabras que anuncien Pelusos, Gronzones o Chichimaos, como la mía lápida anuncia a Manolo Camuñas en el sentido del nombre popular y casquivano con que me vinieron a nombrar las lenguas de las gentes del lugar. Dando la sensación de que, en lugar de enterrar cuerpo hubieran enterrado remoquete, más que a persona, a personaje, y más que pasado con carnes, leyenda espiritual.

Pelillos a la mar, y a la noche, un vaso de leche migao con pan y un brindar porque en el cementerio ande anidando en su nido de huesos, Manolo Camuñas, en lugar del Manuel Camuña de los papeles, que sólo llegó a la adolescencia y tras la mili murió haciendo bello cadáver, juvenil y dominguero en los efectos de la mortaja.

En otro orden de cosas, y yendo así, a la pata de cabra, y si es llana mejor, saltando los peldaños de la memoria, como si no me fuera a dar tiempo de todo, no sé si ustedes se habrán dado cuenta, alguna vez, haciendo dibujo o imaginación de los planos, que la calle Carmona, donde el destino de la soltería y algunos asuntillos más que no vienen al caso, y que ya se supieron y se hablaron en la intimidad de los aciertos o en la voluntariedad de los desaciertos, le dibuja a La Cruz de la Monja su ceja, siendo el ojo el Llanete Cagana, y siendo el palo de la nariz, la calle Garrotes sin que llegue a la calle el Yerro, ni se escurra caminico adelante para la Ronda Marconi, que entonces, dibujaría nariz quevediana, napia quijotesca y enteca, estrambote del estar siempre sonando mocos o en la anunciación de cosas peores o palabras más entretenidas.

La calle Carmona es la ceja que tolda el ojo del Llanete Cagana, la que ceña o la que raja, la que también cúbrela el sol y hasta le quita un poquito de lluvia como un paraguas arqueado sacando su bosque negro.
Por la calle Carmona se presidieron los días aquellos de Manolo Camuñas, sonrojado y aguerrido como un cura guerrillero, en cuyo transcurrir besaron las huellas de todos los míos vividos días. Ya, Manuel Camuña hecho Manolo Camuñas, como a quien se le ha hecho el traje de ver todos los días en sus días de festividad, o días de andar por casa en la faena de los trajines y otros pierde peones más, de los que te decían: “¡anda ve y te pelas!, y te quedabas ahí, acurrucado al laíco de la puerta, bajo el yerro de la retranca esperando escuchar lluvias bajando como río por la calle Carmona, o un buenas tardes sereno dicho desde la puerta de enfrente, donde, otra cosa como sombra también está ahí camuflada, acurrucada al lado de la puerta, bajo el yerro de la retranca esperando el caer de las lluvias: metáforas de la soledad vivida tan a destajo.

Pocas lluvias en Porcuna se ven tan hermosas como las lluvias que caen y bajan por la calle Carmona; tan majestuosa lluvia descendiendo la calle, que uno siempre prepara la caña de pescar por si vinieran peces tras el torrente, ya fuera un pececito de plata para prender de una cadena y colgármelo al cuello, o un caballito de mar con el que conquistar las llanuras y las colinas.

En el horno de Cagana el panetico de todos los días, quizá un bollo de chocolate según me hubieran ido las ventas del arrezul y las majuletas; si con hambre, suelo para el medio día, y la carica para la noche, y en medio, lo que se hiciera falta, o lo que se tuviera para comer, que, ya se sabe que, en casa de soltero, no se alimenta, se come, como si fuera ganao el soltero al que se ha de llenar la panza, que por mi cuerpo poca, no más un huevo de vino y alguna carne de matanza, y lo mismo puede y resiste el estómago, lleno con una buena fabada, asturiana o de habichuelas con testuzo y su pescuezo de pavo, que con un par de huevos pasados por agua, con su aceitico de oliva y su chispica de sal, o un par de picatostes con su poquita de azúcar , que así se le queda a uno el cuerpo campechano e inteligente. Y un almorzar sentado en el escalón de la calle, como si quisiera dar la noticia al mundo, que, en esa casa, aparte de locura, de vino y de secretos de escritura, quizá también de una rosa, se comía a diario, si no caliente, sí con pan y con aceitunas, o lo que bien daban las ventas de las raíces subterráneas y las bayas de los arbustos.

Y si de visita hasta las dos Dolores vendedoras de la Cruz de la Monja, si en la tiendecilla chica de la Dolores del “Tiesto los gatos”, las tres rodajas de mortadela, su raspa de bacalao, para tomar con el vino, y su tableta de supuesto chocolate que regalaba platos, vasos y cucharas de aluminio, y que se compraba por comprar, na más que por el regalo, que ni los perros querían tan supuesto manjar de cacao.

Si por la otra tienda, la de la otra Dolores- por bajo de Clementina- que vino a darse en la novedad de la frutería, cuando la fruta era cosa de huerta y cosa de Plaza: un melón del lugar y unas brevas de los huertos, y una sandía para meterla en el pozo y cortarla fresquita.

Las cosas estas que hacían de ojo a la ceja de la calle Carmona, donde fijé yo mi residencia por aquellas cosas de la soltería y otros menesteres de la edad, mis apaños y mis asuntillos, de campo y de escritura, y de locura también, pasa que una locura tan bien llevada, que me volvía invisible cuando no llevaba arrezul bajo los brazos, aunque luego la invisibilidad me diera tantos disgustos y tan escasas palabras.

De pronto estaba yo comiendo a la puerta, o a los duermevelas de la digestión, cuando aporreaban la puerta de mi casa como si pidieran socorro, hubiera terremoto, o se precisara de una ayuda varonil para apagar un incendio de pajar:

“-Mira, Manolo, que te tenío carta de mi Benito, que anda, como bien sabes, por la mili, para ver si me lees la carta y le mandamos la contestación a vuelta de correo, que aquí tengo ya el sobre, el pliego y los dos sellos, uno para el sobre de ida y otro para el sobre de vuelta, que no se malgaste mi Benito los dinerillos en cosas de estanco, y hasta un billete de papel tengo, para metérselo en la carta pillado entre dos rotos de cartón, Manolo Camuñas, y un cigarrillo rubio, y una cuchilla de afeitar…”

Oh, de aquellos años míos, cuando era el amanuense al dictado de los analfabetos, escribidor de las cartas por la Cruz de la monja, como bien sabe el poeta, que alguna vez me vido escribir por su calle, bien fuera a Rafaela, “La Capota”, o a Juanita, sus escuetas cartas familiares; el ser llamado al palomar de las cartas para leer los correos con esas letras imposibles, y en el menos que canta un gallo, Manolo Camuñas, el loco de las borracheras fingidas, y también en unas pocas de las verdaderas, que qué sino con vino podía uno quitarse este amargor de estar solo en mundo tan abundante, sin más presencias que las flores de plástico descoloridas sobre las jardineras de barro, contestando a las cartas quizá todas las palabras que uno anhelaba escuchar.

Recordando los tiempos aquellos de antes del aliño, o de lo que en aliño se vino a llamar, aquella cosa mía de las contemplaciones y los retardos, cuando yo, adolescentón que le tenía animadversión a la inocencia del campo, hasta que no hubo más remedio que recolectarle sus frutos, andaba yo en las pruebas de los bancos, no de los bancos de pino, ni de los bancos de piedra, si no, de los bancos con mostradores y máquinas calculadoras de manivela, haciendo de becario probador pobre yo en el sutil mundo de los ahorros porcuneros que daban en sus bastantes pesetas, como en sus joyas de caja fuerte. Eran los tiempos de mi inteligencia, de cuando aún me llamaba Manuel Camuña Pérez, y decían de mí las gentes “mira qué pobre de la Silera que ha salido con inteligencias, y anda de mancebo de banco luciendo traje de chaqueta y corbatilla de lazo”, y lucía yo pinturero los arreglos de los trajes de chaqueta, modestos pero con brillo, como una manzana a la que, en quitándole el polvo, da lecciones de brillantina.

En aquellos mis años niños, esos en que los niños se hacían mozos con las primeras palmas, como alumno predilecto de los maestros, que en todas las pruebas ganaba la matrícula de honor y alguna que otra ojeriza, bien o mal entendida, se me dio a la idea, y a la propina, de mejorar las letras, los números y los signos, de copiar letras ajenas y de imitar las otras firmas que no eran la mía. Y las imitaciones tan bien se me daban, que luego vino a dar en malas famas casi de estafador, que, el director del banco donde hacía las pruebas, de cuyo nombre ya ni me acuerdo, pero que también debe andar por estos fueros del cementerio, donde hacía las pruebas de admisión en mancebo en camisa blanca con manguitos para evitar en ensucie de las tintas, me llamó a su despacho y me preguntó sobre esas cosas mías de las imitaciones, sobre todo, de las imitaciones de firmas. Tan complejo, delicado y maravillado era el juego de la imitación de firmas, que el director me dio largas de despedida para la calle, con el rabo entre las piernas y las firmas de los clientes, imitadas sobre la mesa del jefe.

Y el Manuel Camuña Pérez se quedó sin aprendizaje, futuro y trabajo en el banco y sin saber ciertamente dónde ganarse ahora las habichuelas, ya sólo fueran las mínimas. Cosas de la vida ya olvidadas, que es lo bueno de ser habitante de cementerio, que en este hogar comunitario, las cosas se olvidan fácilmente, salvo que haya alguna que otra alma en pena que siempre anda alocada como abeja en celo de miel, en un ir de aquí para allá sin encontrar nunca descanso ni reposo. Cosas de la vida, para qué se va a contar más; las cosas sucedieron como le vinieron a bien o a mal suceder, y hoy no guardo rencor ni nada.

Y luego me llegó la cosa de la mili y la cosa del aliño, y unos tiempos futuros de treinta años en el vagabundeo de mi cabeza y aquella soledad tan extraña que me hacía invisible, cuando sordo, buscaba las palabras.

Las mujeres analfabetas de la Cruz de la monja, de Garrotes, de Yerro, de Peñuela, de Las Hermosas, solían llamar a mi puerta para que me llegara a sus casas para leerles las cartas que les llegaban de las gentes de afuera, y de las gentes de más afuera aún. Y por las casas andaba el Manolo Camuñas escribano trazando sobre las cuartillas rayadas el sentido de las palabras escritas.

“-Anda, Manolo, léeme otra vez la carta, que quiero que se me quede grabada en la cabeza para no olvidar jamás sus palabras”

Cartas para las analfabetas mujeres de las casas, cartas de abuelas para los hijos de las ciudades, donde se metían los besos grabados en azules, cartas para las viudas de muerte reciente, que eran cartas de luto con sus filos pintados de negro, para que quedara a la luz el dolor de la casa, por donde se escribían las palabras tristes que siempre daban en una lagrimilla caida sobre la tinta, para que el dolor llegará en su mancha y así hacerlo dolor cierto, y cartas a las que se les ponían sus sellos matasellados, para que también llevara luto la estampita del Caudillo, cartas leídas y escritas para la niña adolescente, sirvienta de pringues e iletrada de escrituras, cartas que iban a los novios de la mili, con fotografías dentro, para ver los cambios físicos de las últimas semanas, y darlas muchos besos hasta despintarlas de sus colores, sellos de correos para las respuestas urgentes y gratuitas, y pétalos de rosa espurreadas con agua de limón, como si fueran los labios pintados que se habrían de pintar en los labios ausentes.

® AD ENTERTAINMENTS ||| PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN

El escribidor de las cartas recorría las casas del vecindario en las mañaneras horas del cartero, que si las cartas no venían a mí, yo iba buscando a las cartas metidas bajo las rajas de las puertas entreabiertas. Manolo Camuñas con sus bolígrafos azules en las manos, tocando puertas como aporreando tambores y ocupando asientos mayores que me prestigiaban, aunque el prestigio duraba lo que duraba la carta echada en el buzón.

“-Manolo, no olvides ponerle a mi hijo que el cochino va engordando en su amor y en sus comidas, y que a su muerte, se le hará llegar algunas delicias de matanza.”

“-¿Y qué más?”

“-Y que tengo muchas ganas de que vuelva a llegar agosto, para que me vengan a visitar”

“-¿Y qué más?”

Llenando líneas como poniendo suspiros por encima de las novedades del pueblo y del hogar, y siempre las mismas palabras y tan similares noticias, que, más que ser noticias, eran cosas simples que se convertían siempre en palabras de amor, o de soledad.

Cuando acababa de escribir las cartas, meterlas en sus sobres, pasar los sellos por la lengua y ponerlos en sus esquinas derecha, las mujeres me daban una peseta o dos reales, a todo lo más un duro, si se acababa de cobrar la paga, o recibido algún giro postal o telegráfico, dineros que venían a mi bolsillo para dejarlos en las tiendas de las dos Dolores, la vieja y la joven, y en las tabernas del “Guiñolero” y del “Rano”, que a los dineros había que darles sus aires y sus vuelos para que todo el mundo pudiera vivir, si no un poco mejor, sí al menos, con un poco más de calma y hasta de esperanza.

Por mi cabeza volaban todos los pájaros del mundo y ya era yo un hombre de nidos llenos de huevecitos, que me estallaban en la cara para teñirme de blancos y de amarillos. Culillo de mal asiento que no podía estar encerrado en una casa, y que buscaba de las calles, el vino, el pan, las ventanas y las palabras, y de los campos, la solemne aurora de los trabajos sin amo, echándome a pesorro sobre las dudas y sobre la soledad, y los duendes de mi cabeza que me hablaban intentando describir el lado de mi sombra, aquella niebla y aquel rocio de la noche cayéndome sobre la cabeza. Tambaleante como un alambre buscando el agua subterránea, con el libro de las lecturas buenas y las lecturas malas del padre Garmendia, sentando a la soledad de un olivo, aislado como espectro jugando al birlibirloque de unas veces hacerme el loco, y otras hacerme el cuerdo, o parecerlo ambas, como, al igual que imitaba las firmas adolescentes y ponía firmas falsas en las cartas que escribía, imitar la borrachera de los borrachos, el canto o el despertar o el perseguirme de los niños en el “Ya se ha muerto el burro de la tía el vinagre…”, y hasta imitar el paso de las mujeres recogiéndose el delantal en la cintura como si buscaran pelea, o una voz más alta que la otra.

“-Ya está Manolo Camuñas haciéndonos burla y gresca. Manolo, que si tan aburrío estás de patear calles y tabernas, búscate por los campos los tesorillos de la naturaleza, y nos los pones a las puertas para hacerte unas compras”

Las mujeres de Porcuna de aquellos buenos años de las vecindades, arreglando el mundo de las calles a las puertas de sus casas, con el trapo en las manos y la escoba apoyada en la pared, contemplando el correr las aguas de los fregados, o viendo caer los soles bajo el peso glacial de las horas muertas.

Viviendo en el manfutismo de los chorros habladores y de las chorradas malpensantes, y alejado de los murmullos como una brisa que pasa a penas moviendo hojas. Gallardura de ensueño mostrando sobre las manos las cicatrices curadas y sobre la cabeza lo que entra en un verso, y menos en un peso pesándome la vida, y ni que hablar de un beso, aquella cosa tan extraña, y aquel soñar con doncellas.

***
La vida suele tener muchas cosas, como muchas cosas te da y quita la vida, casquivana que es ella y refunfuñadora, con tal que le cambie el pestañeo a sus días, pero uno se ha quedado siempre, de la vida, con sus dos esenciales sentencias, que son que, en la vida, o se come o se pasa hambre, y en aquellos tiempos en que el hambre se estampaba en las paredes con saña y sin rebeldía, y andaba yo, el Manolo Camuñas ya metido en su nombrajo y en sus cuarenta niños viniéndome detrás, espetando un no sé qué a esfaretón perdío, hasta que el campo me daba la virtud del correr, espantando tanta mosca cojonera, y tanta avispa sin escuela ni entretenimientos, y dado que un servidor siempre fue dado a comer la comida trabajada, ya fuera trabajada en sus libres, y a la falta de pan, tortas que te crió, que los jornales escasos del campo, y sólo para los más entretenidos o arrimados, y las pocas pesetas que daban las cartas escritas, que en juntándolas, a penas daban para dar el primer paso del almuerzo, que de desayuno un vaso de agua con limón y se quedaba el cuerpo limpio y como si hubiera sido bañado en agua de colonia, me salí a los campos a buscarme los alimentos de la cena, que aunque en pocas abundancias, necesitados, y de esa escena, de esa búsqueda de lo necesario para no tener que mendigar a las puertas de las iglesias como pobre de pedir, o a las puertas de las casas, abiertas siempre, pero cerradas también, o pasar más hambre que el perro del afilaor, del Sebastián o del Domingo. De esas necesidades, de aquellas inquietudes filosóficas de llenar el estómago, nací yo en el otro nombre del Manolo Camuñas que cuenta la leyenda, de los que me vieron pasar un día por estas tierras, o al menos mi leyenda más ganada, aquella que andaba de boca en boca y se la esperaba como agua de mayo o agua de septiembre, las dos aguas de los olivos, como una copla que se canta en romance de ciego, la del Manolo Camuñas callejero por las calles de Porcuna, con su atadillo de ramales, enseñándole a la gente y a los niños de la gente, el azúcar del arrezul en su palo, para mascarlo en la boca y sentir la sensación del frío, dejando en la lengua el paladar y el aroma del regaliz, o con la espuertecica de mimbre, o con la talega de a cuadros, llena de majuletas de los arbolillos, esa delicia de guinda roja que, alimentar, todo hay que decirlo, alimentaba poco, no más que golosina con la que entretenerse mientras se miraban las paredes de enfrente esperando los almuerzos: una manzana chiquita la majuleta, que, mientras se la sostenía en la boca para no acabarla nunca, soñaba el niño con el milagro de tener manzana, más que majuleta, aunque fuera la manzana pecadora y sagrada del Antiguo Testamento.

Del caminar por las calles con mi carguilla de arrezul y majuletas bien lo supieron siempre las suelas de mis zapatos y los callos y cansancios de mis pies, anunciando los pregones del azúcar y de las manzanitas enanas en los ayeres de los adoquines y las losetas de piedra, con una reata o yunta de mocosos detrás enseñando perrasgordas, deseos en los ojos, burlas en las bocas, o para aprovechar el más menor descuido mío, en atendiendo a un cliente, para alejarse corriendo con una raíz de arrezul cigarreándole en la boca o con una almorzá de majuletas jugando al juego de las canicas de barro, que tenía uno que estar siempre en el reojo de las miradas, mirando bisojo para todos lados, por si las manos largas, o el punto entretenido del riesgo despistándose.

El aleluya de Manolo Camuñas caminando Porcuna de una acera a otra acera, con mi carga de raíces y de bayas colorás, pregonando el pregón de los alimentos-golosina para el entretenimiento, esas golosinas antiguas tan a la mano y tan alejadas, que hasta las calles y los niños de Porcuna acercaba yo, Manolo Camuñas, para el disfrutar de los goces naturales como ofreciendo un tesoro sonoro hablando en la lengua del barro.

Al “majuleto Peralta”, yo no sé, ciertamente, lo que le darían, como anuncia el dicho populachero porcunés, “Te voy a dar lo que al majuleto Peralta”, aunque, su buena tunda de palos le meterían al pobre para dejarlo en leyenda, o en dicho retenido en el tiempo, pero yo, todas las temporadas le sacaba sus buenas espuertas de majuletas que traía a Porcuna, con tanto camino, a esas horas de la tarde en que la primavera anunciaba el tiempo de los verdes.

Entre el “majuleto Peralta”, en gigantón y achaparrado, del que tenía que espantar a las cabras para que no se me comieran el capital como un hijo tarambana se come el capital del padre dadivoso, el otro majuleto que había por la casería de don Benito, y algunos arbustos del Cortijuelo, me hacía yo mi apaño de las ventas ambulantes, trayendo y llevando espuertas y talegas de tela, o alforjas campesinas de aceituna.

Y el arrezul , por el Sulfuro de la carretera Lopera, lindando con el arroyo, que gusta el arrezul tener humedad, y por eso, su innata inteligencia lo hace echar raíces donde se sienten y huelen los humedales, o en las revueltas del Salao, o en los sitios de Maldispuesto y Pedro Palacios, con mi hachuela de hierro y mi machete de caza, buscando ese sol amarillento y dulce de las raíces, tirar de ellas y ponerlas manchadas en mis manos para dalas su bañico , y quitarles los barros con las aguas del Salao, que no sé yo si saladas serían, que nunca tuve a bien catarlas habiendo tantas aguas de las fuentes.

Apoyado en el báculo de mi espuerta de majuletas y en mi buen atadillo de arrezul, y en habiendo pasado las horas entre el susurro de las aves cantarinas, que uno también se suele poner poético cuando es menester de necesidad, o estando en el sosquín de las orates aventuras o desventuras del alma, andurreaba yo los campos de vuelta, pregonando la flor de mis negocios, los rojos y los amarillos, que, puestos por los suelos dibujaban bandera monárquica, a la que se llegaban los niños- siempre yo gallina clueca con veinte pollitos detrás pidiendo trigo- a los que se acercaban las mujeres, las de velo, las de moño, la de estampados y las de labios rojos, las del delantal o las uñas lacadas, a por la almorzá de frutos, no más lo que entraba en el peso de la mano, a dos reales, con un poco de suerte, un poquillo más, dependiendo, o venían para comprar el palitroque del arrezul, los hombres que estaban dejando de fumar, y que, en aquel empeño del dejar de fumar los humos, hasta parecían ya hombres sin bigotes, dejando de ser hombres tan hombres, para parecer hacer estampa de marimachos, que era lo que tenía el dejar de fumar…

Y en un de aquí y de allí, diciendo picias como diciendo verdades: travestido ambulante llamado de mil maneras en mis infinitos nombres, y alguna cabriola de cabra, como danzarín danzando el baile de los charcos. De una calle hacia otra calle, y de un barrio hacia otro barrio, de las Puertas de Córdoba a las Casas nuevas, sin pasar muy por delante del Cuartel, por lo que pudiera pasar sin el control sanitario y sin el permiso de la autoridad; y de las Casas Nuevas al Horcón, cargaditas las espaldas con el arrezul y los hombros con el esportillo, haciendo mis paradas, como también buen vividor de lo que hubiera que vivir bien, también por las tabernillas de las calles, que a mi encuentro se me venían llamándome desde unos hermosos ojos de extraña hembra derramando alcoholes de uva, y como cabelleras rubias de las revistas en blanco y negro, pero que suponíamos rubias, porque eran como lo otro. O pasar vendiendo espuertas y atadillos por las casas de los amiguetes, como el amiguete Francisco Martínez Jalón, “Frasquito el Churro”, que cuando pasaba por su casa de la Ronda Marconi, que en calle tan larga, Frasquito vivía en la parte del señorío que casi tocaba la Carrera, y no de lejío con “Rubicos” , me invitaba a un vasejo de vino en el portal de su casa, antes de irme a cenar la ganancia de los dulces, y yo se lo agradecía repartiendo palitroques de arrezul a las bocas de los niños de la casa, como si les estuviera poniéndoles el termómetro.
Y por aquí reunía una gorda, y por allí una peseta, que a cada gente su precio, que si monigote del Llanete Padilla, la mínima perrilla y era más que suficiente, que donde no había no había y no había más que decir, o si no de gratis, como si todos los días fueran días de Reyes magos, que también me pasaba esto del regalar, por no sentir la cara de los niños enseñándome sus manos vacías; si por la Carrera y otros barrios nobles, a los niños marionetas de los pantalones cortos con tirantes, a peseta la almorzá y a peseta el palitroque, y así, compensaba pérdidas excesivas, con ganancias buenas, y aquí todos en paz y después gloria y todos comíos, o al menos, entreteníos en el diente.

El caso era acostarse uno con el estómago lleno, ya que con la mente tranquila jamás dormí ningún día, que, entre los aires del vino, el saber fantasear de la literatura, ya fuera la más cursi, que es lo que haber había, el hacer y quehacer de las cartas escritas de las novias enamoradas, el aquel decir del aliño y otros condimentos, y el más allá del orate, andaba la mía cabeza de Camuñas echada sobre la almohada, como unas volaoras dando vueltas horizontales sobre el hombre que no dormía, y sin embargo soñaba, y era el otro nombre desconocido mío, el que nadie me sabía: el que ni yo mismo me sabía pero que me habitaba, y hasta que disponía a lo otro.

Era ese pues el Manolo Camuñas de la leyenda, o al menos de la leyenda popular más apreciada, y a pesar de todo, tan necesitado de palabras luego; en el después tan necesario de las palabras.

Y espinacas salvajes de los húmedos lindones, y espárragos trigueros y hasta esparragueras para los árboles de Navidad, brevas e higos chumbos a finales del verano, diseñándole a los cantones sus líquenes espesos y espinosos, y collejas y ajos porros y brazadillos de hinojo y de tomillo, y alcaparrones rastreros, quizá una amapola prendida como una ofrenda floral, y un saquejo de bellotas de dulce y seda; pajarillos y zorzales de las trampas camufladas, y si de charco ranas, ranas para comerlas fritas, y si pato del Salao, o mochuelo con cigarrones. La oferta ambulante de la universal huerta de los campos libres, primitivos y anarquistas, y de las manos necesitadas. Este Manolo Camuñas agricultor de lo ajeno, de lo de Dios, campechano en su campo propio y letrado en la letra ajena como si fuera académico de cortijo; galán sin galandorias, besador de los labios de la luna posada en mis manos, a la puerta de mi casa sentado sobre el escalón de piedra, mirando para el cielo por ver si de hablarle a alguna estrella o a un deseo volandero escapado de un suspiro que nadie debía saber jamás.

“-Ya se ha muerto el burro de la tía el vinagre…”

Los niños por las calles cantando la canción de los muertos, bendiciendo a los futuros difuntos, los que sentados en los escalones de sus casas dibujaban en la noche el por qué de la soledad tan sola, mientras esperaban, de un momento a otro, las campanadas del descanse en paz.
Pero siempre he tenido la sensación que, cuando morí, porque no había más remedio, y aquí me dejo lo que no me llevo, aunque empeño poco, que uno, dentro de todo lo suyo, también era vida, aunque luego, en el después de las ventas callejeras mucho más morí de milagro, como si fuera una ayuda necesitada, y tenía yo las ganas nunca dichas, aunque quizá fueran dichas pero nunca escuchadas, y menos, entendidas, de que, en la iglesia del adiós me cantaran las gentes, en lugar de las plegarias sagradas, me cantaran aquello que me cantaban los niños cuando venían detrás de mí: “Ya se ha muerto el burro de la tía el vinagre, ya se lo lleva Dios de este mundo miserable…” Y asomar yo la cabeza de la caja para hacer el coro burlón del tuturururú..

Son cosas que se me vienen ahora a la cabeza, como si fuese alucinación irremediable, impronta de los aquellos últimos días, últimos meses, últimos años, aquellos en que Manolo Camuñas dejó ya de sacar arrezul de los Salaos , y majuletas de las cortijadas, y comprendí que, en el fondo, no se me necesitaba ni se me echaba de menos, y cuando iba por la calle, el ruido de las voces se hizo todo silencio en torno mío, quizá cuando más necesitaba las palabras, cuando fueran las palabras llamándome en otros nombres.

Y en aquel ahora del último ayer, vagabundo por las calles haciéndome el borracho para que los niños me dijeran insultos, las madres compasión y los hombres un punto de desprecio cuando no de burla. Pero sentir las bocas abiertas, y mi nombre pronunciado, para dejar de ser un muerto en vida: ese que también era otro nombre mío.

Andante extraño por las calles de Porcuna, el Manolo Camuñas aquel último, que iba por las calles ya fantasma, sin que nadie me pidiera una majuletas o un trocillo de arrezul, o me cogiera del brazo para entrar en su casa y escribirle a las mozas sin escrituras las cartas de amor aquellas, las que siempre me preguntaban: “¿le has puesto muchos besos, Manolo; tantos que se salgan de la carta?”, o las cartas de la vieja llena de cruces y de círculos, y de dolor de madre antigua, tan sola y tan extraña en una casa vacía de hijos y vacía de nietos, y en huerto sin lechugas y en un corral sin gallinas…

Nadie sabe de la soledad más que el que vaga solo por las calles, ya sin ojos, y por las bocas ya sin palabras:

“-Señora, ¿me puede usted decir un buenos días o un desprecio con palabras?”

“-Manolo Camuñas, no tengo tiempo”

Y eso fue todo, hasta que un día me trajeron al cementerio y encerraron al hombre dentro de su nicho dejándole su nombrajo grabado en la lápida, cubriendo de leyenda aquellos días tan ajetreados y con tantas cosas dichas, y con tantas cosas hechas, que pasaron como pasan las cosas corrientes, las que al cerrar los ojos, dejan, lo que la gente confunde con el silencio, hasta que un poeta loco le pone freno al tiempo, me llama por mi nombre, y yo, en gesto de agradecimiento le cuento algunas de las escenas que vivieron y adornaron mi nombre, o al menos, uno, o dos, o tres de mis innumerables nombres”


A la vera del Salao Manolo Camuñas atao a un manojo de arrezul: extraño Calabuch siendo pueblo en carne entera, que al abrir su cremallera, derrama su trigo y su aroma, su cosa aquella que asoma, por calles y callejuelas, llevando la regadera de su cabeza romana en los vientos de sus alas haciendo cuentos de un cuento contado en la media tarde de arrezul con majuletas; extraña y clara silueta andando un nido de campos, como jesuita falso dado en huerto sin corral. Manolo Camuñas va por las ideas del mundo, corrigiendo en sus asuntos los imposibles deberes, y en la voz de sus saberes haciendo cartas de amor besadas en tinta china, una especie de sonrisa sonreída a media boca, que bien de su boca loca, que bien de su boca cuerda. Primitivo de la guerra en su niñez con churretes, y cuatro o cinco juguetes de cajetas de cartón. En la mili campeón de las carnes femeninas, un algo de tos ferina con aliños de beleño. Sin sueño sueño y sin dueño, los campos para sus manos y para los pies sus calles, con quince o veinte zagales riendo sus ocurrencias de hacerse el bueno o el lerdo, el borracho o saltarín; saltimbanqui de adoquin regalando frutos rojos y arrezul amarillento, por sacarle cuerda al cuento de los días pasajeros, sin más caliente agujero que un escalón y una puerta, y una luna medio muerta, y una estrella reluciente en el claro de su frente hasta volverla cerilla.

Camuñas de las sencillas triquiñuelas de los pueblos, si a yerro yerro y si a palo, palo con pan y cebolla, unas cuantas perrasgordas y un vaso de vino blanco, “Ideales” del estanco, y del banco o pino, un mirar senda o camino por donde se hablan los besos. Otoño de los excesos pagados en letra chica: la carga de la borrica llevándolo en mulo tordo y novela de aventuras. Por aquí las aberturas, y por allí los cerraos: el colmo de los alelaos es despertar cada día con esa cosa de poesía descorriendo las cortinas y agradeciendo los pozos, que del agua de los gozos salen las rimas del alma y las heridas se calman y se proclaman hazañas, como en las legañas, se anuncian las pesadillas dolosas. Camuñas de las ociosas vaguedades tarambanas de los retratos antiguos, de un siglo que era otro siglo y un pueblo que era otro pueblo, y el Camuñas por en medio pidiendo sus aguinaldos con unos cuantos guijarros de colorás majuletas, vistiéndonoslo de asceta o peregrino sin credo, mostrando los agujeros de los bolsillos del alma, y esa ausencia de la calma adornando de risa al llanto, si zancadilla, sombrajo, si pescuezo retorcío, un irse Manolo al río para arrancar arrezul, la ofrenda de su virtud expuesta casa por casa; tres pesetas, mucha guasa y un quede con Dios sin sombrero. Jornales de aventurero levantándole a la tierra una albura de creencias mitológicas y llanas. En la hora que reclama su Estatua o su perdición, Camuñas nos danza el son sonando a sonar de huesos, y en el roncero aparejo donde sestean las yuntas, Manuel Camuñas apunta, en su libretica blanca, su vida de adivinanza para adornarla de nombres.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
© 2020 Porcuna Digital · Quiénes somos · montilladigital@gmail.com

Designed by Open Themes & Nahuatl.mx.