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Palmira Díaz Casado, los fogones y los servicios

En el verano de 1976 aparecieron las calaveras. En aquel verano tórrido y en el que Porcuna aún se dibujaba en su silueta y en su semblante de ser pueblo antiguo en blanco y negro, y a pesar de todo, tan colorista. Verano de emigrantes haciendo los recorridos de los árboles frutales franceses, en sus melocotones, en sus manzanas o en sus vendimias, verano de trillas sobre los campos amarillos y un polvo de parvas siempre suspendido por el aire como una nube de purpurina que picaba en los ojos, en las manos y en las espaldas, verano de forasteros en las visitas al pueblo para ver y sentir a los abuelos de las casas pequeñas para sustituir las duchas de los progresos por los baños en barreño o en pila, verano de las siestas en camastro y cortinones corridos para que no entraran las moscas ni el sopor de las horas quietas, o de colchones tendidos a las puertas de las casas para hacer fresquito el sueño de las noches, y verano de piscina verde y de olivos quietos en aquel verano de las calaveras.

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Fotografía: María de los Ángeles Fernández Garrote

Aparecieron las calaveras, mondas, lirondas y pulidas, y junto a ellas, aparecieron los fémures, las pelvis, las tibias, los peronés y los huesecillos de las manos como canicas para darles el toque de los dedos, y unas cuantas hormigas y lombrices de tierra entrando y saliendo de las cuencas vacías, como queriéndoles dar vida a esos ojos tan antiguos, tan vacíos, tan silenciosos, que miraban hacía las paredes queriendo encontrar, como bordadas o guardadas como caras fantasmas, las secuencias de aquellos su días y de aquellas sus labores, y hasta poder explicarse a ellas mismas aquel enterramiento en calle tan alejada de los campos santos del Señor.

En el verano de 1976, por la calle Sebastián de Porcuna, aparecieron las calaveras, dando la tierra a luz un extraño y desconocido cementerio donde nadie conocía ni presentía sus tumbas, ni reconocía del ayer aquellos rostros de huesos, extrañas sonrisas de dientes amarillos y un algo de miedo perfilado en sus frentes, escrito a buril o a cincel, y en tintas simpáticas siempre esperando el limón descodificador, que quizá intentaban decirnos muchas cosas con la muestra de sus símbolos antropológicos, imposibles de comprender por los humanos de a pie, mientras por la calle Llana, subiendo su cuesta hasta el encuentro con la calle Gitanos, el entierro de Miguel Corpas Huertas, muerto tan joven, tan campechano, tan sonriente, tan musical en el alegro de la calle Llana, cuando en ella, sonaban las coplas de su tocadiscos, avanzaba sus pasos y sus lloros, siendo la muerte no su cuerpo muerto, sino el irse despidiendo, a cada paso, del lugar de sus días.

En el verano de 1976, por la calle Sebastián de Porcuna, la aparición de las calaveras paralizó los rostros y paralizaron los trabajos del Paro Obrero. Porcuna estaba siendo abierta en canal como un cochino de matanza o como una gran excavación arqueológica para darle al pueblo el canal interno de las acometidas y las instalaciones del agua potable: ese mar por las casas y esos retretes con cortinillas a los que daba gusto echarles cubos de agua hasta descubrirles el verdadero color blanco de las porcelanas.

Por las Cuatro esquinas Porcuna abierta en sus entrañas y Porcuna veneciana y conectada en los puentecillos de tablas que iban de las casas a los centros de las calles abiertas, enseñándonos a ser equilibristas del circo de la modernidad y los adelantos necesarios y sublimes. Abiertas las calles en canal para ver nuestro pasado reencarnado en las sombras de los escombros, de las tierras y de las piedras saliendo a la luz del nuevo sol y que parecían voces de ultratumba o voces historiadoras radiografiando los pasados tan antiguos, que nos iban concediendo las viejas y parladoras señales de identidad. Calles abiertas en las entrañas de sus huellas pretéritas, cuando las calles estaban más bajitas y las casas parecían más altas aún siendo mínimas y abigarradas, como si fueran aún calles pompeyanas, calles de la Obulco pompeyana. Calles en sus arterias y en sus interiores y en sus tumbas, sacando tierras, sacando piedras, y hasta espíritus antepasados, y metiendo tubos de cemento y tuberías de cobre, mientras, extrañas, e invisibles y encontradas o aparecidas aguas, cerraron las fuentes de los Llanetes, comenzando a cantar las marítimas soñolencias de las aguas multiplicadas, a las que sólo les faltaban sus peces multiplicados para llegar a ser aguas bautismales del río Jordán.

Abriendo calles y destrozando calles. Inaugurando calles nuevas y desfigurando las calles en sus siglos de aceras con losetas de piedras areniscas, y tendidas con adoquines y escalones gigantes donde crecían las hierbas del otoño y tejían los hormigos civileros sus caminos trajineros y laborales. Calles que ya no serían nunca más, las calles medievales con su cosa rústica y su cosa regia. Calles que ya no serían nunca más calles de pueblo sino calles de cemento de ciudad preparadas para el avecinado futuro de los coches y las alturas de los tacones de aguja, aquellos que se quedaban incrustados entre las rendijas de los adoquines y que hacían exclamar a las jovencitas forasteras de las ciudades sus más ásperas palabrotas.

Por las calles, el ingeniero Pedro, el del piso alquilado por la calle Torrubia, donde Encarna del Pino Lara barría y fregaba los suelos, guisaba los guisos y lavaba las ropas, mientras el don Pedro ingeniero se dedicaba a levantar las calles para traernos las modernidades de los asuntos básicos, sin saber que, a la vez que nos ponía al día en nuestras esenciales necesidades, nos iba dejando sin pasado y casi sin sueños de calles compartidas; y aquellos tres días sin luz en aquella Porcuna de verano, con las calles abiertas y a oscuras y las vecindades tendidas en las calles a la sola luz de las estrellas y una luna débil que apenas alumbraba lo socorrido de las conversaciones en que los rostros paseaban sus misterios y los niños jugábamos al juego del escondite, más escondido que nunca, donde, en lugar de encontrar cuerpos en sus escondrijos de los portales y los patines, aprendíamos a buscar y encontrar fantasmas, y donde todo llevaba un nombre extraño y una forma de existir, pasajera en sus tres noches oscurísimas, que bien hablaba de la oscuridad de los cortijos donde tantas cosas se contaban a la sola luz de la noche quieta y al solo brillar de las luciérnagas sobre los olivos.

Era, efectivamente, en el verano de 1976, cuando aparecieron las calaveras por la calle Sebastián de Porcuna, sacadas de ese extraño y desconocido cementerio de la calle abierta para las nuevas acometidas, y parecía la calle una fosa común de alguna guerra pasada, cercana o pretérita, pero, a saber de qué guerra hablaban esas calaveras, y a saber de qué siglos, o quizá calaveras de alguna venganza personal, una mala querencia enterrada en las horas brujas de las noches quietas tras pasar el sereno Luis, y también tabernero por las Cuatro esquinas por los principios del siglo XX, padre de Palmira Díaz Casado, y esposo de la mama María de los nietos en sus faldas, la ronda nocturna de los candiles de petróleo, oyendo los ronquidos de los durmientes, apartando de una pelea a dos hombres a garrotazos o pidiendo decencia a dos enamorados que se querían mucho y que sólo sabían amarse en los besos tras las rejas de hierro.

Pero ahí estaban las calaveras, colocadas sobre los montículos de tierra de la calle Sebastián de Porcuna por donde la calle mediaba, brillantes como marfil de elefante u oros muy antiguos, pulidas por las tierras y bañadas por las aguas de las canales de las lluvias que tragaba la calle como si tuviera mucha sed. Ahí puestas las calaveras, y los huesos de los cuerpos desguazados; sobre los montículos de tierra, expuestos como para una exposición a la que sólo le hacían falta las vitrinas de cristal y los cartelitos mecanografiados con sus historias, mientras las gentes de la calle Sebastián de Porcuna las contemplaban admirativas y horrorizadas, a la vez que buscaban en sus memorias más antiguas, tan simples y tan austeras, tan esenciales, a algún desaparecido de algún tiempo pasado, aquel que estaba pero un día dejó de estar y nunca más de él se supo. La vecindad de la calle Sebastián de Porcuna miraba las calaveras y los huesos esparcidos y silenciosos: huesos de tierra, falanges de los dedos para impulsar las canicas, calaveras para patearlas y comenzar un partido de fútbol, o volverlas a enterrar para el descanso eterno interrumpido tan de repente, al ritmo de la excavadora, los martillos mecánicos y los azadones de las acequias.

La vecindad de la calle Sebastián de Porcuna cruzando por los puentecillos de tablas de sus casas para acercarse a las calaveras y encontrarlas parecidos:

-No sé, pero a mí me da la cosa que esa calavera se le parece a fulano de tal, que un día se fue y no vino, o si vino, se encerró y nunca lo echamos de menos, y hasta parecía…

-Todas las calaveras se parecen, Matilde, y ninguna guarda parecido con estampa, con estatua o con fotografía, mujer.

-Extraño cementerio puesto al día, por lo que, no es de extrañar, aunque paranormal sea, que por aquí aparezcan espíritus noctívagos, almas en pena rogando oraciones o presencias de santas compañas encendiendo las velas de las procesiones bosquimanas.

-Calla, calla y calla, buena mujer, que me estás poniendo los pelos de punta y voy a tener malos sueños para el resto de mis noches.

Las calaveras puestas ahí, con los fémures cruzados como si fueran el telón de fondo de una bandera pirata: la bandera pirata y blanca de la cal de las paredes; y las mujeres y los hombres mirando la duda pensante de las calaveras, que también parecían calaveras de escritorio ducal, o calaveras de consulta médica haciendo de pisapapeles: Bartolillo, Matilde la del estanco, los Calderones, la Calera comprobando el parecido de la roca de la cal con la cal de las calaveras, Sacra, Caridad, Elvira, Julia, Espiri, Benito, Cachuletos, Gronzones, Pajaricos y Malaspatas, y esos hombres del campo y de las tabernas queriendo contemplar, en las calaveras, las esculturas de roca de las pesadillas del vino:

-Igual son enterramiento romano, porque, para concurrido cementerio cristiano, pocas calaveras son.

-Al igual; pero yo juraría que esa calavera que me mira se parece a la cara de…

Sobre el alma de las calaveras de la calle Sebastián de Porcuna, el alma de las cosas que no se sabrían nunca, siendo sólo conjeturas de julepe y de acera con ganchillos, todas las palabras pronunciadas.

Vecindades de Sebastián de Porcuna contemplando las calaveras expuestas como escaparate de tienda de cosas esotéricas que hasta parecían despedir olores de inciensos.

Con las calaveras que en el verano de 1976 aparecieron en la zanja abierta de la calle Sebastián de Porcuna nunca se supo bien, o se supo mal, o se supo nada, qué se hizo con ellas, ni el a dónde fueron a parar, ni qué manos las salvaron o las volvieron a enterrar; si siguen bajo la calle y fueron tapadas por el cemento, si fueron llevadas al cementerio y enterradas en la fosa común de los ahorcados y otros suicidas, como los suicidas de los pozos, o los suicidas de venenos por amor, si fueron quemadas para devolverlas al polvo inaugural de las concepciones maritales, si fueron a adornar despachos utilizándolas como adornos de calidad y antigüedad, o a laboratorios científicos o arqueológicos para datarlas y darlas vida en no se sabe qué tiempos y en qué siglos, o se esconden en el curioso secreter donde se guardan las cosas que no han de saberse jamás. Pero las calaveras estuvieron ahí expuestas hasta la llegada de las autoridades civiles, judiciales, militares y eclesiásticas, recibidas sin pompa y sin trompetería, por una calle expectante, curiosa y asustada, mientras los niños de las permanencias de doña Clementina, avisados por el suceso y que salimos corriendo para ver el acontecimiento sin que doña Clementina pusiera orden ni concierto en nuestro desorden, nuestro desconcierto y nuestra escapada, contemplábamos por primera vez, y quizá por única vez, la excelencia de la muerte desnudándolo todo, y descorriendo el telón del escenario de la vida para representar el final de la comedia o el principio del drama y los augurios de la vida eterna ya sin cuerpo y sólo alma, quizá también el final del drama y mejor explicado todo, que todos los libros de texto donde se explicaba la naturaleza y el cuerpo humano. En esto que, por la calle, bajando la esquina bifurcadora de la calle la Palma, después de sus faenas culinarias en las escuelas de San Francisco, entraba la señora Palmira Díaz Casado, con un dedo vendado por una herida de cuchillo que le dejo al aire un hueso color marfil, tan parecido o igual, que el color marfil de las calaveras:

-¡Madre del amor hermoso! ¿Acaso la calle se ha convertido en cementerio?

-Palmira, unas calaveras y otros huesos que han aparecido, así por las buenas, y a las buenas de Dios.

-Si ya decía yo que no había que remover mucho la tierra, que dentro de ella están las otras cosas, las cosas incomprensibles; que a la tierra hay que dejarla en paz con sus cosas interiores, que luego pasa lo que pasa; y ahora qué: más misterios para ya tantos misterios, ¡Ay, mi calle Sebastián de Porcuna de adoquines!

-A veces, de noche, se veían como fosforescencias claras saliendo de las rajas de hierba de los adoquines, y un olor como de pasado queriendo abrir la boca y pidiendo muchos oídos, Palmira.

-Serían luciérnagas haciendo sus nidos o sus amoríos, insectos fosforescentes y alados recorriendo las calles en sus silencios nocturnos.

-Las luciérnagas son de los árboles, Palmira.

- ¡A saber de donde son las luciérnagas! Pues también las calaveras son de los cementerios y mira tú donde han venido a aparecer.

***

Palmira Díaz Casado venía de aquellas numerosísimas familias de los matrimonios de antaño, con su media docena de hijos, cuanto menos, agricultores o sirvientes, acostumbrados a las fatigas y a las escaseces de aquellos tiempos tan inaugurales en sus siglos, donde el lujo más necesario era un pedazo de pan y un sorbo de agua, y a lo más, un huertecillo con cuatro hierbas, un corral con cuatro gallinas y unos cuantos jornales de trillas, algodones o aceitunas, y una pequeña choza donde no entraran las lluvias, unos jergones de paja o de farfolla con las ásperas y blancas sábanas, donde los vástagos dormían de dos en dos o de tres en tres, apelotonados como pájaros en sus nidos, haciéndose los espacios a codazos o a mordiscos, o un sueño rápido que los despertara de la incomodidad lo más tarde posible, mientras los padres seguían creando hijos y dibujando suspiros que a penas se escuchaban, como si se amaran sellándose las bocas con pellizcos de plastilina.

Las necesidades de los años hacían que los hijos se fueran alejando de un lado para otro, si varones eran, se colocaban a los varones en el ámbito y en la alcancía rural de los cortijos, donde todos los jornales eran jornales de mantenimiento para el yantar de los infantes pelones y harapientos, un quitarse unas bocas de en medio, pues, en el antes del ayer, donde comían dos a penas podían comer tres, y menos nueve o diez. Si eran hembras, a las niñas hembras se las colocaban en las casas de los señores para el aseo de las grandes casonas blasonadas y elegantes, o las casillas con ínfulas y maneras del buen vivir, donde se aprendía más pronto a decir, sí señora o sí señor, antes que un murmurar tengo un hambre y una sed urgentes, pues, el temor del hambre sólo podía existir en las gentes bien comidas y mejor servidas, y todo lo más era un sufrimiento de estómago y un aguantarse las ganas para cuando llegara la hora, siempre tardía: una música de tripas tocando en sus acordeones que nunca llegaban a los grandes odios señoriales.

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Fotografía: María de los Ángeles Fernández Garrote

Palmira Díaz Casado, era de aquella clases de niñas de los años veinte del siglo XX, a la que no le quedó más remedio que crecer de golpe y a palos de conciencia, aumentar de tamaño y de hechuras, hacerse mujer mucho antes de tiempo, para pasar de ser niña de juegos por las calles y de gramáticas en las escuelas, a ser niña de servir a señores, y así, no más pasar de ser niña de Primera Comunión, que era donde se le acababan las infancias a las niñas pobres, , la niña Palmira comenzó los servicios de las grandes casas ajenas y amplísimas, tocándole en suerte, pues todo era una especie de suerte, a veces, buena, y a veces , mala, en la casa del médico don José Vázquez, la señora doña Ángela, y las señoritas hembras tres: Amparito, Angelita y Mari Pili, primero como niñera de la primera hija del matrimonio señorial, pero, en el fondo, un estar en la casona para lo que hiciera falta y menester, que si un lavado, un fregado, un planchado, un cuentacuentos o una nana nocturna para dormir a la infanta en sus sábanas de seda y en su cunita de madera heredada del medievo con mucho brillo y con mucha historia. Allí, sirviendo en la casa de don José Vázquez, recogió cariño Palmira, y también buenas maneras y mejores atenciones, estómago lleno y unas cuantas perrasgordas para entregar en la casa de Luis “el sereno” y de mama María, para gastarlas en las comidas familiares o para echarlas en la hucha donde se guardaban los ahorros del ajuar de novia, familia que, como toda familia ambulante, en la Porcuna ambulante de las pobrerías, hubo de andar de casa en casa o de choza en choza hasta hallar el hogar definitivo, que era casi como un descanso eterno, sin lápidas y sin cipreses, ese hogar para toda la vida, el hogar para las vivencias, las convivencias y las reformas de los tiempos, y ya casada Palmira Díaz Casado con el Benito Garrote Rincón, el primer hogar, no más unas cámaras alquiladas por el Llanete Cagana, lo justo para una cama, para una mesa, un jergón por el suelo y una hornilla de carbón. Luego a la calle Las Hermosas, por donde Manolita “la Helaera”, en otro chamizo con otro techo y una luz de luna a la vista de las tejas, hasta el hogar definitivo de Sebastián de Porcuna, ya con los hijos nacidos: María de los Ángeles, Amparo y José Manuel; unos años pasados en Santiago de Calatrava para los asuntos laborales de Benito, trabajando en una panadería, haciendo oficios como recorriendo caminos, buscándose el agua y el pan donde el agua y el pan estuvieren, sin más atuendos que los únicos llevados sobre los cuerpos y en una maleta militar muchos recuerdos, y muchas nostalgias en el corazón, pero siempre con el lema de Palmira bordado en el lugar de las almas, donde se guardan los grandes ideales y las mejores secuencias y sentencias, también, quizá, las ausencias: “nosotros, hemos sío pobres, pero con brillico…”

Ya Palmira convertida en abuela Palmira, recogida en su silla, con los hijos y nietos alrededor haciéndole corona de jazmines y reverencias de agradecimientos tantos, y algún bisnieto ya, sin apenas hablar, pero todo oídos, Palmira contaba lo de aquellas escapadas de cuando servía en la casa de los señores, de don José Vázquez y señora hacía la Sierra Morena de Andújar, donde el doctor practicaba el arte de la cacería mayor de la escopeta, matando ciervos y jabalíes , mientras la señora Ángela oraba en los oratorios del monasterio y platicaba con la vecindad los privilegios de sus castas y los asuntos del pedigrí , y quizá concertaba una boda para alguna de sus tres hijas, poniendo dotes de esquela para firmar encima de la mesa, mientras sorbían el té, las bocas y los mosquitos.

En la gran casona señorial del Cerro del Cabezo, donde Palmira cuidaba de todos, de los chicos, de los grandes y de los medianos, de los propios y de los ajenos, siendo el alma de la casa y la mano de las virtudes del buen estar y el mejor reposar de los señores y allegados, y la presencia insustituible para el buen habitar por el caserón. Caserón con grandes puertas altas y grandes ventanas a lo largo de toda su fachada, donde, se decía, también pasaba y vivía el rey don Alfonso XIII en sus visitas de caza y esparcimientos lejos de las leyes primoriverianas de los palacios y de los gobiernos. Y en las tardes frescas de la serranía sin más bandolerismo que las escopetas de los cazadores, esas que se escuchaban a la distancia y que luego venían cargadas de carnes frescas, para comer en el instante o para salar para los después , la visita diaria a los monjes trinitarios que custodiaban y oraban el monasterio de la Morenita. Monjes que Palmira recordaba, viviendo en la miseria, siendo más que monjes trinitarios, monjes franciscanos en la pobreza del mendigar, monjes dados al mantenimiento de la caridad y que sólo comían lo que bien les llevaban los hacendados y los visitadores de la Virgen de la Cabeza; monjes que recordaba Palmira en sus hábitos viejos y remendados, harapientos y negros como monjes viejísimos y flageladores , llenos de cilicios, de pecados y de malos pensamientos, que enseñaban a los visitantes el monasterio, los túneles y las cuevas donde se guardaban los mantos y las sayas viejas muy usadas de la Virgen, llenas de polvo y de telarañas, pareciendo hacer más sagradas aún tan sagradas vestiduras procesionales: túneles y cuevas donde se refugiaran los monjes cuando la guerra civil llenó de bombas el Cerro del Cabezo.

Trabajadora de las casas ajenas de los señores adinerados, en el diario trajinar de la casa del médico don José Vázquez, y lavadora a mano en la casona de don Francisco Garrido, en las enormes pilas de piedra de los corrales, con las montañas de ropas sucias ocupando todos los espacios, lavadas con aquellos detergentes del ayer que pelaban las manos como si fueran lavadas con agua hirviendo, dejándolas en las venas y en esa cosa de la sangre que hacía de las manos pulcras, manos rojas sin huellas dactilares. Infinitud de ropas ondulando al aire secador de los tendederos abriendo escenarios por donde los olores de las rosas de antaño perfumaban las ropas limpias mientras el viento las mecía fantaseando los brillos de la luna.


Pero, la gran estampa y condición, dentro de sus muchas estampas y condiciones muchas, y el mejor recuerdo que se tiene de Palmira Díaz Casado: los mejores momentos de los trabajos muchos de Palmira Díaz Casado, por los que obtuvo su mejor cariño, que era sobre todo el cariño de los niños y de los mayores, cariños por los que paraban a Palmira por las calles para besarla de besos y de saludos, fue, cuando don Francisco Peña Alcalá, maestro en aquellas escuelas tan femeninas, con tantas aulas y con tantas niñas, se la llevó de cocinera a las escuelas de San Francisco, aquellas escuelas aún con su iglesia al lado, iglesia no más en su fachada donde los niños tirábamos perrillas de falso metal a la hornacina del santo sin cabeza, como una especie de encontrar milagros o de lograr atines. Iglesia derruida con los tejados abiertos, las vigas sonando y las piedras aún resistentes, como quien se resiste a morir del todo, sostenidas unas sobre otras guardando el equilibrio sagrado de los imposibles, y sostenidas por no se sabía qué mano, mientras por el interior del antiguo convento en ruinas, crecían las higueras salvajes, los jaramagos amarillos y las plantas del incienso despidiendo un armonioso olor sin jardinería. Iglesia con su casetita al lado, azul y techo de lata, donde Clara vendía sus mañaneras jeringas, dejando por la calle un olor a aceites hirviendo y un paladar en los labios de los que se recuerdan toda la vida.

Por las escuelas de San Francisco, Palmira encontró el acomodo definitivo de sus negocios, sus trabajos, sus apaños y sus tejemanejes culinarios. Palmira Díaz Casado en aquellas escuelas de San Francisco, con sus puertas verdes y sus grandes ventanas, y su patio de tierra donde fotografiaban a los niños en sus indumentarias abstractas, y su gran morera por donde subían los tarzanes de los pantalones cortos y las gafas de aumento para lanzar las moras ya en sus azúcares deliciosos y en sus manchas sin quitanzas y recolectar las hojas para alimentar a los gusanos de seda de las mariposas blancas, que se guardaban en los bolsillos junto a los tiradores, las chinas, las chapas de las botellas de cerveza, los santicos de las cajetas de mixtos y las bolicas de barro.

Unas escuelas con sus maestras de siempre; esas maestras de siempre, serías y sabias en sus enseñanzas, y sobrias en sus ropas negras y en sus abrigos tan alzados y tan tobilleros, y en sus decencias de confesionario, que enseñaban las gramáticas y los números a las niñas de las trenzas. El mundo enseñante de los nombres femeninos: doña Lolita Peralta, doña Iluminada Millán, doña Consuelo Peralta, doña Paquita Hernández, doña Pepita García, doña Encarnita Millán, doña Dolores Fernández, doña Gracia Toro, doña Rocío Pulido y doña Genoveva Dacosta. El mundo de las doñas enseñando oraciones gramaticales y oraciones eclesiásticas, y orden de bordados y cosidos con aguja para hacer de las niñas las regaladas amas de casa para el sostén de los maridos agricultores y los hogares bullangueros de los niños con chupetes y con remiendos: santísimas señoras de los hogares futuros en sus quehaceres femeninos, no solo para la letra, sino para el laboreo de los ajuares casaderos.

La academia de las doñas, de las grandes enseñadoras de las niñas de Porcuna, las recordadas maestras del ayer, nacionales, confesadoras, confesionales y decentes, promulgadoras del amor materno sobre todos los amores y amoríos y las esencias del nacional catolicismo pregonado por las aulas católicas, lo suficiente, para salir adelante hacia el mundo de las cosas alfabetas y de los asuntos laborales femeninos. Las populosas maestras de las escuelas de San Francisco, las retratadas bajo la sombra del porche de la escuela de don Clemente, aquella escuela de don Clemente por donde andaban los niños de párvulos aprendiendo a deletrear o encarrilar sin respiro, aquello del “mi mamá me mima”, y donde se cantaban los números de las sumas y las multiplicaciones, los viejos reyes Godos tan olvidados y resucitados de golpe, los ríos y los valles del mapa de España y los rezos del catecismo como una coral de iglesia decentemente patria, mientras don Clemente dibujaba sobre la pizarra negra los armoniosos, nacionales y realistas retratos de Franco y de José Antonio, para que los niños pelones aprendieran patriotismo del bueno, y no del impostado y felón, en sus esencias más visigodas, más conquistadoras y más imperialistas de aquel imperio perdido y despilfarrado, y aún más realistas aún sus dibujos de las morcillas y las ristras de chorizos, esas cosas de las matanzas expuestas sobre la pizarra y que parecían tan comestibles, como comestibles eran las castañas que los niños llevábamos a don Clemente, aquellas castañas que don Clemente ponía sobre el brasero para asarlas, y que, mientras don Clemente echaba sus siestas diarias apoyada su gran cabeza sobre la mesa de madera, que pasaba a ser ya, mesa con dos grandes cabezas, la de don Clemente y la de la bola del mundo, los niños las robábamos para volver a las manos que se las dieran al maestro, pero yendo ya a parar, más que a los bolsillos de los pantalones a los grandes y amplios bolsillos de las bocas. No todos, que no todos éramos capaces de robarle a don Clemente las castañas asadas, sino los niños más valientes y los más atrevidos, aquellos niños que solían criarse por el Comero o por la Ronda Marconi: esos barrios aguerridos y valerosos. Y a la puerta del aula, su huertecillo con sus pencas, sus habas y sus lechugas, y en donde don Clemente nos convertía en niños agricultores de huerta para un futuro de niños aceituneros, quizá, la enseñanza más necesitada y la única verdadera, y donde los niños nos sentíamos más agusto y menos aburridos, aprobando la lección de los trabajos manuales.

Palmira Díaz Casado, en la cocina de las escuelas de San Francisco desde las primeras horas de la mañana, trajinando en los avíos para los calderos, por el edificio nuevo que a tal menester de la cocina y el comedor se construyó por el patio-recreo de las escuelas, edificio de una sola planta con su hilera de altos y espaciosos ventanales, dando sus puertas verdes al gran comedor acondicionado para tales menesteres del condumio escolar y maestril , una cocina chiquita, como si fuera cocina de juguete, donde más que cocinar para un comedor, parecía Palmira cocinar para una casa de muñecas en los juegos de niñas, en el juego de las calles, las cuadras y los corrales de las casas. Una cocina, que, en el fondo, no era más que dos grandes pollos, y no pollos de carne, pintados de cal, donde Palmira ejercía de cocinera los días laborables de las aulas alumnadas.

Un gas de pollo, ancho, donde Palmira subía las grandes ollas de aluminio, de esas que duraban toda la vida y hacían los guisos más exquisitos: ollas de convento o de cocina de cuartel, ollas de familia numerosa a las que se le juntaban catorce o quince comensales; peroles, sartenes, cacerolas, cazos y la olla exprés donde se aligeraban las horas y salían, tiernos en sus harinas, los garbanzos de los cocidos porcuneros, que en no mucho tienen que ver con los cocidos de otros lugares y de otras costumbres. Y por las paredes, colgadas de sus clavos, las paletas, los cazos, los cucharones, los escurridores, las espumaderas, los cuchillos y los trapos de mano. El cuchitril cocinero donde Palmira Díaz Casado guisaba los mejores manjares, los tradicionales manjares de los hogares con tantas gentes, los ancestrales potajes heredados de las bisabuelas de otras tantas bisabuelas más, elementales y sabrosos manjares de cuchara, que si el potaje de panezuelos, delicia porcunera, que si las papas en caldo, o el potaje de habas, las guitarras con berenjenas, la pepitoria de gallina y las patas y cuajás de cordero o de oveja, esos desperdicios de los carniceros que en tan exquisitos guisos daban, los emperejilaos de acelgas o de espinacas, con sus tostoncillos, sus ajos y su perejil bien machacados en el mortero musical de las músicas aldeanas por la señora Palmira: señora de su cocina y del buen mezclar de los condimentos.

En la bodeguilla de al lado de la cocina los platos y los vasos, cuchillos, tenedores y cucharas, servilletas y manteles, y los ingredientes necesarios para las ollas, todos ordenados en el orden de Palmira, que era Palmira de las que aprendieron que en el orden estaba el mejor trabajo, y por aquí tenía Palmira su saquejo de garbanzos, su saquejo de lentejas y su saquejo de habichuelas, sus cartuchos de arroz y su caja con patatas, sus cebollas y sus cartericas, y colgadas del techo, sus ristras de ajos, olorosos y espantadores de los vampiros de las fábulas rumanas y de otros cuentos vampirescos más.
Tempranera en su mañana amanecedora, Palmira se preparaba mentalmente el menú de cada día para las niñas trenceras de las aulas, en el mediodía de la multiplicación de los alimentos, y para alguna que otra maestra que al magistral olor que salía de la cocina dando a las clases magisterio de clases gastronómicas, gustaba entrar en ella para catar de Palmira, sus admirables y comentados guisos:

-Señora cocinera Palmira ¿Qué se cuece hoy en ese fogón? ¿Qué delicia nos tienes hoy preparada? Lo digo, por si comer aquí o comer en casa.

-Señora maestra doña Gracia Toro, de primero, hoy me estoy trajinando, y como plato principal, que es el plato que alimenta principalmente, y ese que abre el estómago a tiempo y casi siempre lo cierra por no poder tragar más, dejando el plato segundo en casi plato de adorno, o plato de ir hurgando con el tenedor sin saber si llevarse el bocado a la boca, a pesar de que me tenía pensadas unas papas en caldo, pero, como algo me decía que doña Gracia tenía ganas de comer hoy en el comedor de las niñas, y puesto que usted gusta de los cocidos, y tengo a remojo, desde ayer, unos buenos garbanzos de los sembradíos de Porcuna, pues me estoy haciendo un cocido de esos de chuparse los dedos hasta derretir el esmalte de uñas en la boca, como si el caldo fuera acetona, y que así, se está comío para todo el día, como si fuera el cocido migas de cortijo. Que aquí le tengo puesto ya, las carnes de pollo y de gallina, con sus patas escaldadas y limpias y sus crestas de gallo aún con su color de sangre, los huesos frescos y los huesos viejos, su tocino fresco con beta y su tocino añejo con su amarillo que tan buen gusto y caldo da, y como tenía cardillos que me trajo mi Benito de los lindones de los Granaillos bajos, pues, cardillos que le he puesto, y unas pocas patatas y mucho sudor de olla, así lentica, que prisas las pocas y las justas, para que todo salga tierno para el deguste de todo.

-No está nada mal, Palmira, para ir haciendo las ganas de comer.

-Y pa segundo- que es tontería pues el cocido es plato único, que se basta y se sobra para mantener un cuerpo las veinticuatro horas del día- si me llegan, tengo encargadas unas pocas de bacalaillas del puesto de Antonio, recién llegadas de la mar, y listas para hacerlas tajaicas, o ponerlas enteras tal cual, meterlas su sal, bañarlas de harina y a freírlas en el aceite de oliva hasta dejarlas crujientes por fuera y jugosas por dentro. Y si acaso no me llegan las bacalaillas, pues nada, que abro una lata de estas grandes de caballa, y caballa en aceite que te crió. Y su pan, su agua y su arroz con leche, así, meloso, como debe ser el arroz con leche, y su poquita de canela. Y para después calle y casa, y unas muy buenas tardes con los estómagos llenos.

-Pues vaya usted poniendo el plato en la mesa, Palmira, que me has puesto la gula a punto de pecado entregado a don Rafael Vallejos como entregando una ofrenda.

Por el comedor las largas mesas de formica, blancas, pulcras, lisas: espejos donde poner los ojos, donde Palmira iba poniendo aquellos platos de comedor de las escuelas de San Francisco, aquellos platos tan recordados por aquellas niñas de ayer que hoy se adornan de abuelas y como abuelas vagan en el recuerdo con añoranza de nostalgia, aquellos platos blancos con sus filicos pintados de azul y rojo donde la comida recién cocinada era manjar exquisito en todos los fundamentos, y al lado sus vasos de cristal transparente llenos del agua de las jarras, como cristales venidos de los mejores cristaleros; cuchillos, tenedores, cucharas- mucha cuchara para menos tenedor, como debía ser y era- y sus servilletas de cuadros, las que, tras los almuerzos, Palmira se llevaba a su casa para darlas su buena lavadora de pila y sol, o de pila y escarcha, y su buen planchado de plancha eléctrica, olvidados ya los tiempos de la plancha de hierro puesta a calentar en el chisco, que en Porcuna, solamente Gracia “la Cartulina” utilizó toda la vida, como toda la vida guisó en chisco, a pesar de tener en la primera cocina de su casa, su buena cocina de gas sin estrenar:

-Pero es que no me hago yo a esto del gas butano. Así que, chisco de palos, trébedes y el perol puesto sobre las ascuas.

Por la cocina de las escuelas de San Francisco transcurría la vida laboral de la cocinera Palmira, la de los bellos ojos serenos y profundos: ojos de abuela que miraban mucho y lánguido, ya fueran aún ojos jóvenes, ojos servidores como servidoras eran sus manos, trabajadoras, tradicionales, amasadoras del pan de los suyos y del pan de los demás; trajinadoras en los asuntos propios y en los asuntos ajenos; y su permanente negricana ondulada en caracoles amplios como blondas. Su presencia armoniosa, que no sólo daba armonía y buena vecindad, sino que creaba armonía para pasar los días estos de la vida en las mejores maneras posibles, en las mejor construidas. Humilde pero, como ella decía, con brillico, el brillico de la serenidad, las buenas maneras, y las cosas bien hechas, el brillico de la peseta ahorrada para el bien y buen sentir de la peseta. Alma señera y señora de la calle Sebastián de Porcuna, con sus puertas abiertas siempre para lo que fuera menester, que sólo había que descorrer el cortinón de su casa y decir “¡Palmira!”, para que Palmira dejara a la Palmira íntima, la de sus asuntos, la del reposo o el trajín de sus cosas, para ser la Palmira servicial del mundo de su calle, y del mundo de los suyos.

Palmira en sus bambos holgados y sus delantales estampados, en los arrechaques, los trajines y los avíos de la cocina y comedor de las escuelas de San Francisco. Con las ventanas abiertas para que salieran los humos, y, más que salir humos, salían alimentos bien cocinados, los de hacerse poco a poco, a su amor y a su templanza, en sus jugos o en sus salsas, que, las mujeres que bajaban de la Plaza de abastos con los cenachos medios de carnes, pescados y verduras, y se paraban a comprarle a Clara sus cartuchitos de jeringas, alzaban la cara hacía esas escuelas blancas y verdes, y abrían los olfatos para sentir los aromas de los guisos y potajes de Palmira cocinándose:

-Buenos avíos está preparándole Palmira hoy a las niñas…

Las niñas de las escuelas de San Francisco, a la hora del recreo, en lugar de ponerse a jugar a la comba, a las chanflas, a la goma, o al imaginario juego de las muñecas presentidas, burguesas e invisibles, se metían en la cocina de Palmira para echarle a Palmira una manecica, ayudando a Palmira a poner las largas mesas en sus arreglos para las comidas, y era para las niñas un juego de niñas grandes, donde se podía jugar a las casicas de verdad y a la verdad de las cocinas con sus alimentos. Y en la media hora del juego del recreo, le dejaban a Palmira las mesas de formica puestas, engalanadas para la hora del almuerzo del mediodía, el almuerzo que las niñas de las trenzas y los babys blancos esperaban impacientes, para, tras alimentar las cabezas, alimentar los estómagos, como bienes necesarios, y Palmira, en agradecimiento, le daba a las niñas peras de agua, galletas de coco, jícaras de chocolate y caramelos de colores, y esa sonrisa amable y atenta siempre que traspasando las paredes del salón comedor se abría a las gentes para entregarles el mundo de los aromas y de los sabores.

Unas decenas de niñas y unas cuantas maestras, quizá también don Clemente y el maestro Peña, don Francisco, ocupando el salón comedor, todas con las cucharas en las manos esperando el cocido o el arroz con chorizo y bacalao, y Palmira acarreando el gran perol de aluminio en sus bien pesados kilos guisados, y el cazo en la mano para ir llenando los platos que se le acercaban, después de haber rezado la oración de los alimentos bendecidos, y que se llenaban de humos y de olores, como los humos y los olores del hogar. Y cuando el silencio del trasiego del comedor se sentía como reposo nutricional, y todas las cucharas iban de los platos a las bocas, desde el umbral vigilador de la cocina, miraba Palmira a las niñas comer, con aquella sonrisa suya de boca cerrada, casi mueca de sonrisa, y así, se sentía la mujer más dichosa de la tierra, la madre nutricia, y la madre de todas esas trenzas, de todos esos babys y de todas esas bocas que en sus silencios hablaban como si fueran todo voces aclamadoras hacia Palmira, la cocinera, la mujer buena, amable, serena y tranquila, que ponía su sonrisa a los oídos y cantaba bajito las canciones tonadillas, mientras en el después de los almuerzos, fregaba vasos, platos, cucharas y tenedores mientras pensaba: “Mañana sábado, que no hay escuela, le tengo que dar una vueltecita de cal a estas paredes y a estos pollos que en cinco días de cocinar se me han puesto amarillos, con escoba y con brocha”. Y para antes de barrer y fregar los suelos coloraos, ya tenía Palmira la cal echada en agua, hirviendo en el volcán de la cubeta de metal, para encontrarse el lunes todo vestido de blanco, como una novia de armiño, subiendo o bajando las escalinatas de la Parroquia. “Y darle, también, una vueltecica de polvos coloraos al suelo de la cocina para que luzca curioso…”

Y cuando las últimas horas del mediodía sonaban en el reloj del Templo de las perrasgordas, Palmira echaba la llave a todo diciendo su “hasta mañana si Dios quiere”, que vaya si lo quería.

Que ese hasta mañana era la hora siguiente y estaba a la vuelta de la esquina de su casa, donde le esperaban los otros trabajos cotidianos, los trabajos de la casa del hogar, más cocina y más escoba, y más plancha y más camas y más sábanas, y en las horas libres que le dejaban sus ajetreadas existencias, en el patio con macetas o a la puerta de su casa en el rejunte de las vecinas, el trajín de los asuntos modistillas de las mujeres laborales y de sus casas, con el costurero bajo el brazo y el canastillo de vareta lleno de telas y de cenefas, de lanas, puntos y de ganchillos, de donde salían las puntas de encaje de las sábanas, las toallas, las colchas de hilo , los tapetes de rosetas, las mantelerías, los trapillos de las servilletas, y los tapabocas de los porrones. Y si aún quedaba tiempo, u otro ratico más, y antes de hacerle a la cama matrimonial el juego de los reposos, preparaba la Palmira nocturna la maravilla de los postres para que reposaran durante el sueño, y estuvieran listos y fríos para el desayuno: pestiños, roscos de fruta de sartén, de flores, o el roscón de olla tan popular en aquellos años cuando aún los hornos de las casas se daban como sorpresa, los borrachos de azúcar o los ricas mantas rellenas de flanín.

Pero a Palmira, la cocinera de las escuelas de San Francisco, también le llegaron sus años del jubileo de su jubilación, pero, en lugar de quedarse tranquila en su casa, como buena jubilada, a la que el descanso de sus años le llegaba como sueño, para pasar tranquilamente los muchos años que aún le quedaban por vivir- murió a los noventa y cuatro años rodeada de hijos, de nietos, bisnietos y amigos vecinos que la quisieron tanto- y por aquello de que: “a la casa siempre le viene bien arrimarle unas perrillas, por pocas que sean, porque siempre vienen bien, y nunca vienen mal”, y “con más años que un loro y algunas plumas estropeadas”, que dijera Julio Caro Baroja en una de sus muchas y maravillosas ocurrencias de filósofo llano y de antropólogo sutil, Palmira ayudaba en las bodas del salón de Paquito Ruiz, para echar los veranillos de los enlaces matrimoniales, siendo ya abuela cocinera a la que se le abrían los ojos cuando veía entrar a una novia de blanco al salón de bodas, tan jóvenes, tan lindas, tan risueñas, tan ilusionadas y enamoradas, mientras, por la cocina, y entre cantos de copla y trajín y zarandeo de cacharros, junto con Sole y Ángela la de Frasquito, “el de la luz”, y teniendo como camareros, y para lo que hiciera falta, a Manuel “el de la Matea”, Román “el Litri”, y Rafalito Anera, preparaba Palmira las comidas de cuchara: las albóndigas en caldo, la pepitoria de gallina con patatas y los medios pollos fritos, o los lomos mechados, violetes y flamenquines si la boda era de otro postín y otros reales. Y allí estaba Palmira y sus palmiras de al lado pelando pollos, hirviendo caldos y redondeando albóndigas, para, al final de la boda llamar los comensales a las cocineras y sacarlas en las volandas de los aplausos por la puerta grande de la cocina tradicional porcunera de la que Palmira fue embajadora ejemplar, de la que siempre se recordarán sus manos en los bulles de las viandas, y sus ojos admirables en la bonanza de sus buenas intenciones y sus mejores maneras de mujer luchadora desde el inicio de la cuna, como la calle Sebastián de Porcuna siempre echará de menos a esa buena vecina que cuando daba los buenos días en el barrido de su acera, levantaba de las gentes los ojos, como levantaron los albañiles de los suelos de la calle, aquellas calaveras de aquel verano de 1976, como queriendo mirarlo todo de nuevo, aunque fuera por última vez.

A Palmira, las cocinas le tendían sus blancuras, y Palmira en las mesuras de las antiguas campanas, le daba brillo a las almas de los alimentos regios. Palmira de los espejos, Palmira de las miradas. Cocinera en la alborada de los platos porcuneros, de los ancestros aquellos contados de boca en boca. Violetes de monja en toca, pepitorias de gallina, media almorzá de sardinas, guitarras y panezuelos. El olor de los pucheros saliendo por San Francisco: la lección del laberinto de los perfumes sagrados. Cocinera de estofados y delicias alfareras. Beata de las calderas religiosas de los guisos. Mujer de los sanos vicios de tenedor y cuchara. Por aquí tu esencia pasa dibujándonos tu ausencia, como una losa que pesa su maravilla de pluma. Palmira, niña de brumas en las brumas alfonsinas. Lavando trapos y espinas, cuidando hijos y ahijadas. Voluntad de las que pasan la vida dejando signos y pausas, y un suspiro de nostalgia despertando los aromas. Lavadera de las ropas, cocinera de los caldos. Hacendosa de los sacros menesteres del hogar, a tu puerta siempre están las miradas de las gentes, preguntando a las silentes ventanicas de tu casa, donde se halla aquella danza que le bailaba a la puerta: las sillas de las aceras, las cestas de las costuras, las charlas en las oscuras nocturnidades del cielo. Si pasa un pájaro ciego, si asoma una sombra larga, si en el detrás de tu espalda la gente dice tu nombre, y al volverte le respondes, pepitorias y bordados. A la sombra de tus lados le crecen flores de cera, de una acera hacia otra acera para procesionarte santa, llena de lirios y malvas, y olorosa de bullidos; en este hoy de suspiros en que te visto de Estatua, recuerdo cuando pasaba por la puerta de tu casa, y te decía:”Palmira, qué será que cuando miras se me abren las semillas y se me brotan los trigos, se me embellecen los trinos y se me escriben los versos”.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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