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Manuel Santiago Torres, el mancebo de botica

En la antigüedad, en esa antigüedad que está a la vuelta de la esquina, que dista de este hoy tan moderno, tan controvertido, tan extenuante, no más de un suspiro de tiempo en el tiempo eterno, la lógica estaba en el aprendizaje laboral más que en el estudio, en ese aquel de hacerse un hombre antes que hacerse un sabio, un trabajador más que un erudito, y por todos los lados del pueblo afloraban los niños aprendices, aquellos de gorrilla o aquellos de pelona, los que a los aprendizajes de los oficios iban ataviados con los percheros impecables de los arreglos festivos, y aquellos otros en que, para los niños, se le colocaban, como hábitos hortelanos, sus atuendos estropeados, los que ya no daban para más remiendos, ni por donde ocultar más grasas o más rotos para no abusar demasiado del remiendo sobre remiendo, y sobre remiendo, uno…

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Fotografía: Ángel Santiago

Aquellos niños tan de postguerra, tan apagados, los que, por las mañanas los despertaban los gallos de las tareas aprendizales, ese espabilar en el oficio para ser del mañana su alguien, ese alguien elegido para evitar los fríos mañaneros de los campos, los rigores de las siegas, la estornina piara de los cochinos, o el de sol a sol de las juntas pastoriles por las vías pecuarias desaparecidas, aunque tantos cayeron en esa lotería del aprender con reclamo, para quitarse una boca de encima o ganarse un pan y unos cuantos melones de los melonares ajenos.

Un ayer de aprendizajes infantiles, que hoy darían en descalificación periodística, estadística y matriarcal, pecado mortal con su empeño de infiernos y otras delincuencias de confesionario, cuando no en delito o en un mínimo de denuncia administrativa de una sociedad tan protectora, por aquellos ayes tan inconsútiles y tan traviesos de la explotación infantil, un eufemismo más, vivido en nuestra vida, nuestras vidas mondas y conmovidas continuamente por la rastrera preciosidad pagana de los eufemismos.

De las catervas de los niños y de la época de aquellos niños, uno se encontraba en la menesterosa alegría de ver cada mañana a los niños con sus hatillos hacia los lugares más variopintos donde les mostraban y enseñaban los oficios, y todas las componendas que los oficios trajinaban. Y por las calles se veían las camarillas de los zapateros con sus cuatro o cinco mocosos, aún en pantalón corto y ya dados al clavado del clavo y al agujero de la lezna para el pase del cabo con cerote, al encalador con sus dos niñatos de blanco enseñándoles el secreto volcánico del hervir de la cal y como se debían pintar unas rejas de hierro sin que se desperdicie ni una gota de pintura, al albañil con sus treceañeros pelones y arrecidos, ya chulillos en afanes de hombrías tan tempranas, dándole al yeso su más o menos cochura, o al delicado arte de partir el ladrillo, la precisión de su corte rectilíneo, o su corte curvo; que si matancero con sus tres delgadillos ya fuera sólo para menearle el rabo al bicho haciéndolo juego de carrasqueña sin la más mínima estridencia. Que si hortelano con su ayudantía de mocosuelos descubriéndole el frío a los rábanos y el por qué de su refrán, o arrancando de los alrededores de las lechugas las hierbecillas malas. Si pastorcillo niño y belenero, arrejuntando las cabras y las ovejas por las sombras de los pedruscos, si guarda de los cochinos con sus cochinos, si el niño del herrero con su yunque y con su martillos, y si niña modistilla con la señora modista llevándole la máquina de coser y el muestrario de botones, si…

Mañanas de niños aprendices por las mañanas de Porcuna, los de gorrilla proletaria y dickensiana y los de blusilla con botón alto y abrochado elegante, los que acudían a las académicas clases del comportamiento en el atender a la ciudadanía, aquellos niños adolescentes, mancebos, horteras, aprendices, en sus adolescencias tempranas y en sus hombrías sin nombre; niñas haciéndose mujeres, mostrando el muestrario de los encajes en sus libros sin palabras, a las modistillas de etiqueta en la mercería de Izquierdo, el niño vendedor del vino por las tabernas de las calles, tabernas que, más que tabernas eran habitacioncillas robadas a unas casas, con sus toneles, sus retratos flamencos y sus vasos desconchados, o sus niños de farmacia aprendiendo de las recetas los difíciles mandamientos de los médicos…

Estos niños aprendices acudían a un algo así como una Formación Profesional de los oficios, sin titulaciones con firmas sino con sapiencias manuales, y donde más que teoría, todo se hacía en la práctica: cómo arrancar una alcachofa, cómo colocar una escobilla en la caña del encalado, como coser una cremallera, cómo saber a la perfección la cantidad de agua, de arena y de cemento, para la mejor argamasa, darle sabiduría al metro de medir para cortar las telas con su elegancia de bailarina de mostrador, como templar el yunque y el martillo con un cantar viejo sonando, incluso, en el anuncio de los aprendizajes con menos sonaduras y más reverencias, cómo atender las visitas de los giros y telegramas donde la propina era el sueldo deseado; enseñar a una niña cómo se debía servir un cocido, y decir señor y señora con la más alta estima y el más clemente arrebol, o el triste y bujalance oficio de niño recadero, aquel que lo mismo servía para un roto que para un descosido, y su ya no saber salir de aquella regia servidumbre de andadores de calles, llevando recados y acarreando bolsas, si no era a base de más y más recados hasta una jubilación ciega y sin paga y más mandados haciendo:

-¿No hay nadie que me mande algo?
-Tú ya no estás para servir más recados; en todo caso te mandamos a los mandamientos y a los cubos de las aguas…

Y entre trabajo y trabajo que eran esenciales aprendizajes, unas horas de clases, si las había, en un aula de invierno o alguna escuela nocturna de la maestra sin título, y los momentos republicanos enseñando a los indefensos.

De este mundo de los oficios y los aprendizajes infantiles, de los oficiales y sus niñadas en baberos, salió Manuel Santiago Torres, el mancebo de botica, Manolo “El de la farmacia”, con ese “de la farmacia” que se le quedó como adorno de nombrajo, y que Manolo paseaba con dignidad, bonanza, gracia y batín blanco, desde la farmacia de don Alberto Barrionuevo, por la calle Torrubia hasta su casa del Paseo de Jesús, con su desierto de ayer, con su rosaleda de hoy.

Del amor en guerra, del deseo en guerra, de esa solución de olvido que hacía del tálamo un adiós chiquitillo, un tender un velo hacia las realidades destruidas de las calles, se alumbró del mundo tan extraña luz, tan líquida luz, tan débil luz, tan esperanzada luz, cuando ya de la guerra se sentían sus últimos coletazos y sus penúltimas balas, y por aquel no pasarán pasionario y cartelero de Madrid, finalmente pasaron todos, se intercambiaron las banderas, se intercambiaron los himnos y se adjudicaron las hambres; se les pusieron nombres nuevos a los colores antiguos, a las nombradas calles, se le bajó el largo a la falda y se le puso luto a las mangas de los blusones; se destruyeron los mundos para volver a reconstruir los mundos destrozados, y entre todo este desorden, entre todo este vencimiento, entre todo aquel olor a quemado, desde las ojerizas de los ojos, de un padre albañil, de los que se darían a reconstruir lo destruido, de un padre represaliado y con el cencerro al cuello de los señalados, y una madre ataviada de madre de su casa, y de todas las casas de alrededor, vino al mundo Manuel Santiago Torres, el mancebo de la farmacia de don Alberto, en el inicial navideño de 1939, en esos días en que todo sigue siendo año anterior, cuando todo lo más, el árbol de navidad, aquel árbol de navidad de esparraguera, sólo se le podía adornar con cuatro casquillos de balas vacíos envueltos en plumas de gallina, alguna carta de amor escrita bajo las rejas de un encierro con pecado inconcebible y una especie de estrella de navidad hecha de cartón y papel de orillo.

Al menos niño nacido, que no sintió de la guerra la malquerencia de las vecindades enfrentadas, ni pudo confundir los truenos de las bombas con un festejo de fuegos artificiales, donde el cohete gordo era el que anunciaba la destrucción de una casa, ni pudo enfrentarse al toro chispero de la Cabeza celebración, aunque luego, con los años, a Manolo le picó la curiosidad y la rebeldía de los maletillas sin plaza de toros, y se dio al ensueñe de vislumbrar su nombre rotulado sobre los carteles taurinos de las cinco de la tarde, lorquianos, romerales, sangrantes, aventureros.

De los niños aprendices de oficios, aquellos niños de ayer que abandonaban las escuelas nada más aprender sus primeros números, los esenciales, y sus primeras letras, para construir una frase, emergió la figura porcunera de Manuel Santiago Torres, ese figurín candeal, campechano y pintoresco, saleroso, familiar, entrañable y locuaz, anunciando sus andaduras por las calles a medio vestir de Porcuna, para enfilar desde su casa los caminos del aprendiz con enjundia y sabiduría, el aprendiz de puro pueblo, porque, en el mundo infantil de los aprendizajes, había cartas con todas y para todas las oportunidades, y las cartas todas, también con su cosilla de suerte, con su sentido lotero, como en el caso de Manolo, que, en lugar de acceder al aprendizaje de guardián de cochinos en las pocilgas de los cortijos, o aprendiz de encalador en las chanclas de goma de las fachadas y el juego de las chanflas adornando las losetas, o el oficio paterno de la albañilería de andamio y carrucha, le vino en suerte lo de ser aprendiz de boticario, en ese ayer donde este oficio no se aprendía en las universidades sino en la universidad del vista y el ojo, enfant de las manos blancas y los ecos señoriales de sociedad, y las grandes casonas, y los grandes encuentros y las graves conversaciones; que, suerte fue, pues, de hijo de represaliado en aquella postguerra inhumana y terrible, el niño Manuel tenía más números en la lotería para ser mancebo de cortijada, pero dio en botica, en un ser, primero , niño de todo, de un aquí para allá en la señorial, elegante, cautiva , cuadrangular farmacia de don Alberto Barrionuevo, por esa calle Torrubia, donde se reunían en su ascensión varios de los variados mundos de aquella vieja Porcuna.

El niño Manuel aprendiendo de los asuntos farmacéuticos los entresijos de las lecciones de don Alberto, que si esto para esto, que si aquello para lo otro, que si ordéname eso, y no me desordenes aquello; quizá algún cuesco de nudillo por un souvenir de juego de infancia entre tantos medicamentos. Apoyado sobre la mesa de madera de la rebotica, esperando órdenes como mandadero principiante, donde las tertulias de los grandes nombres, el niño Manuel aprendía de las recetas sus raras caligrafías, acrobáticas, impronunciables, rectas y dejadas como riachuelos, a su deriva adivinadora, donde una consonante y una línea indefinida bien podría identificar un medicamento, o un sabe Dios qué: que si una píldora, que si un jarabe, que si una pomada, resultaba todo en un juego travieso de adivinanzas jeroglíficas. Bolígrafos que emborronaban los espacios en blanco de las recetas para escribir lo indescifrable, lo que sólo se podría retener, conjugar y conjurar con un mundo de aprendizaje in situ, un poco de valentía, un mucho de atención y un saber del mañana lo mejor para el cada día.

-¿Cómo llevas el descifre de esa receta, Manolillo?
-Ya esto en los de “Aspi…” Sólo falta descifrar con que termina la palabra.
-Perseverancia y buen atino para lo dificilillo, aunque seguro, que para descifrar lo de las pastillas “Juanola”, te habrá sido más sencillo, que me estás dejando la vitrina empeluchá.
-Eso ya me lo he aprendido de memoria, don Alberto.
-Pues, ale, aquí tienes unas cuantas rectas más de don Carlos para que le adivines sus significados…

Mancebo de farmacia, hortera de tocador del mostrador de la farmacia, boticario en el asunto señor de los aprendizajes, pero, en el fondo, lo que al niño Manuel, al ya Manuel adolecentón en su primera barba y primer afeitado de finales de los años cuarenta, lo que verdaderamente le hubiera gustado haber sido, el oficio elegido y madre donde ejercer la voluntad aquella de sus inquietudes, tenía que ver con una plaza de toros y un toro bravo en medio de la arena desafiando a todo el mundo hasta encontrar en la muerte su sacrificio mitológico y una sangre con coraje. Y en ese sueño de maletilla, de adolescente listo ya para torear novillos, hacia el cortijo de Lora- aquel del dicho porcunero y con cuernos- se fue un día Manuel Santiago en compañía de su inseparable Juan Pérez Zumaquero, “Juanito Reina”, otro que tal pintaba para las enseñanzas taurinas. Cada cual con su trapillo rojo arrancado de la encimera de una mesa camilla, o de una cabecera de sofá, cada cual con la cruz de sus espadas hechas de unas varetas de olivo, resecas, erectas, hirientes, ya amordazadas en sus encuentros de cruz por algunas lianas de los humedales.

Por Lora se encontraban los toros de Porcuna, negros, ibéricos, serranos, aquellos toros que se toreaban en la Plazoleta adornada de tablas, tendidos y subidas de altillos, con su palco principal para las autoridades con bigotes y con puros, y las manolas con faralaes y mantillas, blancas de nácar, casi plásticos barnizados con polvillos de perlas, que decían mucho huy tapándose mucho los ojos, con menos miedo que pudor. Por aquella plaza de toros popular que hacía del centro eclesiástico y mandamás de Porcuna, un centro manchego en lo medieval de los ruedos con tablas e improvisaciones, soñaban el Juan y el Manuel ser un buen día sus primeros espadas, poner en un buen día sus intentos de los tientos y demostrarles al pueblo de Porcuna sus valías para el toreo, sus magistraturas para los pases, sus valentías para los bravos, los vuelos y las revolainas, mientras, con la miel de los imposibles en los labios desde los escondites de debajo de las gradas, aquellos oscuros donde a veces se metían los toros y las vaquillas para echar a prisi corriendo al personal, como queriendo desmontar el tinglado de sus agravios, los dos adolescentes miraban de los torerillos sus bailecillos de modelos en babuchas de salón.

Por los campos del cortijo de Lora, los atrevidos aprendices de maletillas, toros no encontraron, que, o bien desaparecieron, o andaban en otros montes o en otras plazas, pero, no dándose por vencidos, los dos jovenzuelos, con sus estoques de varetas y sus tapetes colorados, viendo una manada de pavos picando semillas y lombrices por los alrededores, sostuvieron las espadas, les acomodaron el manto como vistiendo a una virgen de vestir, y, ni cortos ni perezosos, y en un mano a mano genial y picaresco, que ni en la Maestranza de Sevilla, se pusieron a torear a los pavos esperando sus envestidas, pero, todo lo más que consiguieron fue un revuelo de pavos haciéndoles la rueda a esos araposcolgando como si fueran pavas disfrazadas, o telones de escenario, tras los cuales, andarían las pavas escondidas dispuestas para el apareo.

La juventud que era así; ese afán por ser lo imposible, y en las diversiones, las diversiones agrestes de los cantones, los descampados o ese ir en busca del toro, aunque los magos de los infortunios, y por esa oportunidad, les hubieran trocado los toros en pavos.

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Fotografía: Ángel Santiago

Manuel Santiago Torres se ganó a las gentes de Porcuna desde su puesto inicial de mancebo de botica hasta su después de sabio en todo lo farmacéutico, a través de su extraordinario don de gentes, ese ángel alado que, de pronto, desciende hacia uno para cubrirlo con la gracia del trato, de la amabilidad, de la mano tendida, de la risa siempre floreciendo en la abertura de unos labios, e hizo de la farmacia de don Alberto su lugar de honor para el noble y dicharachero trato con las gentes, ese otro arte que se lleva dentro y que sólo se da a los escogidos con alma, ese don con el que se adorna uno viéndole a la vida, riéndole a la vida, sus desnudos con soltura y sus rarezas agradables, cambiar los lloros por risas para hacer de su lugar de trabajo, no el lugar de las enfermedades sino el hogar de las esperanzas, el cuadrado círculo de la amistad sobre todas las cosas, donde la mujer que estaba con sus recetas en las manos- las boticas o farmacias siempre han sido cosas de mujeres- más que estar destinadas a un dolor o a un final, se enfrentaran a la realidad de los días siempre sonriendo, siempre abiertas al no doloso suspiro, y para eso, Manolo guardaba en su cabeza y en su boca el sin fin de las curiosidades, la variedad del chiste, la locuacidad de la anécdota, la verisimilitud de lo imposible, y ese aje gaditano que desinflaba las ampollas, curaba los resfriados, aliviaba los dolores de cabeza, y así, cuando las mujeres de Porcuna salían de la farmacia de don Alberto, en lugar de decir, vengo de por unas medicinas, decían, ahí he estado echando un buen rato con el garrampón de Manolo, que tiene para todo, y para todo lo tiene con gracia y con alegría.

A la botica de don Alberto, que prácticamente era la botica de Manolo, y hasta de los dos Manolos, señorial en casona de tronío y rangos de escudos con azules y nombramientos, la ascendían unos escalones de piedra hasta dar en el noble salón farmacéutico, que más que sala de botica, parecía sala de palacio, entrada de castillo, aula de exposición; lugar de los grandes encuentros, con sus muebles de época en sus buenas maderas y los medicamentos expuestos como si se expusieran piezas de museo sacadas de una tumba sagrada de Micenas , y los ojos de los enfermos de las recetas miraban aquellas vitrinas tan nobles, tan pulcras, tan labradas, tan brillantes, como si dentro no se hallaran las soluciones para sus males sino el empeño de las joyas, y una cosa como de milagro, y así, cada pastilla mirada sonaba a perla o a rubí, o a algún diamante labrado.

Sobre el techo la lámpara de cristal danzando bailes de espejitos. En el mostrador, su exposición de billetes antiguos, de monedas antiguas y vitolas de puros habanos para el entretenimiento de los ojos mientras llegaban las medicinas, que era Manuel Santiago Torres aficionado a la numismática y a la cosa vitolera goyesca,y quizá tenía allí esas piezas de colección para hacerlo sentirse como en casa, porque, no más esa era la sensación de Manolo en la farmacia de don Alberto, un sentirse como en casa y un hacer sentir a la clientela, el encontrarse en casa propia; como también era Manolo aficionado a hacer monedas de cualquier chapa, a jugar al ajedrez en cualquier tablero, con sus blancas y sus negras, a la lectura relajada de un clásico meciéndose en una mecedora, y a la conversación siempre en esa altitud de mira que dice que en el hablar reside el entendimiento, la compresión, la libertad y la ideología. Una inquietud de palabras reposadas, sentidas, teatrales en aquel gran teatro del mundo que fue su vida vivida con intensidad y amistad por los cuatro costados de Porcuna.

En la frentada las nobles estanterías de madera, acastañadas, rectilíneas, perfectas, brillantes y decimonónicas, relucientes, como si cada día y a cada hora le dieran sus baños de barniz o sus mejunjes de brillo con agua y vinagre. Sobre las estanterías los botellones de cristal, clásicos, por donde andaban los potingues líquidos de cuando en las boticas se fabricaban los medicamentos, sus tarros blancos de porcelana, decorativos como cántaros de fuente de los mesones nuevos, deslumbrando en sus esmaltes las elegancias de las plantas medicinales con sus florecillas malvas y sus secuencias nominales de enfermedades a curar. espliego, lavanda, pasiflora, malvavisco, hierbaluisa, mandrágora… Una pantalla de cine hacia la que se iban los ojos como si se estuviera en la sesión de tarde del matiné en el cine de doña Gracia, mientras las mujeres del velo o las con lactancia en brazos intentaban descifrar de los latines sus imprecisas traducciones; y una serpiente enroscada, evática y tentadora por donde pecar una y mil veces.

Un peso de antiguo con sus números oscilando la balanza de las carnes en sus gorduras o en sus raquitismos, por si el caso de una vitamina o el contrario de una dieta con alcachofas. En el peso de la farmacia de don Alberto siempre había un niño intentando pesarse, un niño que nunca llegaba a la pesa oscilante de la altura, y siempre Manolo ahí, con las manos en el peso, como verdulero de la Plaza, dándole al niño el gusto de los kilogramos, y alguna golosina de regaliz o algún caramelo de menta. Y unos sillones de época, labrados primorosos en sus relieves secuenciados de unos gravados de algún discípulo displicente de Doré, con sus tapicerías aterciopeladas y coloreadas en rojo inglés, que era el rojo primordial de las casas con solera y de la solera de las cosas con fortuna.

Tras la cortinilla satén, la rebotica, con su mesa camilla y su porrón de verano, cuatro vasos, tres trapillos y una fuente con avellanas. La rebotica con sus varoniles de las tardes, mientras las mujeres se daban al rezo del rosario o a las obras de caridad por los hogares sin techo. La rebotica tertulia de la tarde, con su médico, su cura, su practicante, su veterinario, su juez, su guardia civil, su concejal, su listo, su allegado, su meritorio, su manijero y su labrador con solera y con billetes, hombres con sombrero de copa ya sólo fueran imaginarios sombreros, y de frondosos bigotes y perillas, ya sin perillas también, pero suponiéndolas, como escapados de algún sainete de Zorrilla donde se trataban los secretos asuntos del Estado, del Estado español o del Estado porcunero. Reuniones de dimes y diretes, hablas y charladurías de casino con julepe y unos sorbos de espiritosos alcoholes que perfilaban los asuntos y desataban las lenguas; sonadas y asonadas atronando en las mentes pero dulcemente puestas en las bocas como si fueran conspiraciones de mesa camilla que nunca salían del brasero y nunca traspasaban las cortinas; que todo quedaba como un asunto de interior que más decía en la pregunta que en la respuesta, y cuando Manolo entraba en el cuartillo de las chácharas para la busca de cualquier medicamento, se ofrecía un disimulo de miradas y rozamientos de piernas para que todo quedara en un asunto de catarros y lumbalgias, reumas y soplos de corazón.

Las gentes esperando con sus recetas en las manos, las gentes que eran mujeres sin prisas y niños con sarampiones, en sus toses, sus suspiros y todos los achaques del mundo venidos a un solo cuerpo, y así, cuando Manolo abría de la cortina sus gruesas y nobles telas de la rebotica, resultaba tal que si Manolo descorriera el telón de un escenario por donde salía el caricato, el dicharachero, el hombre alegre de los blancos dientes, la voz pausada o estridente de los dichos y las ocurrencias, con la sonrisa brillándole en los ojos como una receta médica dispuesta a dar las soluciones más necesitadas, las más urgentes, las imposibles de recetar si no eran en las buenas palabras y las mejores maneras de atender a una clientela que no sólo iba por medicinas de cajetilla, sino por aquella otra medicina que se medía por los grados de una sonrisa o un chiste con moraleja, ofrecidas por un boticario de una vitalidad extrema, de un saber estar en la comedia de la vida, intenso, sabio, perspicaz, optimista, iluso, positivo, agradable y agradecido, que ya todo lo negativo llegaría en el lugar de la tumba, mientras tanto, a dar alegría, manos abiertas, corazón henchido, palmadas como aplausos y aquella sonrisa siempre puesta ahí, en el cielo de su boca, con la que pretendía comerse al mundo de las tristezas para dibujar en los rostros enfermos, en los apurados rostros, en los rostros medicamentados, la sonora carcajada del payaso que se pone la nariz de plástico, se pinta la cara y se planta tras la mesa mostrador de la farmacia de don Alberto dispuesto a cambiarle la cara al mundo; que donde había una pena se dibujara una risa y donde un dolor, unos momentos de anestesia en el remedio del sonreír.

Boticario del siempre ayer de las consejas, aquellos boticarios atentos, amenos, sabios, eclécticos, parladores, que sabían dar con la medicina y el remedio sin tener la necesidad de pasar por la consulta del médico si no fuera por el descuento de la receta.
Habilidoso con las risas, con la elegancia y la fragancia de los perfumes de limón, tierno, sentimental, galandoria de la farmacia de don Alberto, servida y vivida por Manuel Santiago Torres en todos sus momentos, donde las prisas se dejaban a la puerta, y tal vez hasta las enfermedades para ser guardadas por los caños de agua de la fuente de piedra; que así la gente entraba para sentarse en sus nobles asientos para ver y sentir el espectáculo musical y cabaretero de Manolo disfrazándole a la enfermedad su cosa de vislumbre, su orgullo de lucha.

Con cincuenta y un años, a Manuel Santiago Torres, el amigo de todos los amigos, el charlatán de las sonrisas y las lecturas plácidas y clásicas, se le acabó la vida, tan de repente, con tanta urgencia, que Manolo no sabía si lo que venía tras él era la muerte o un chiste mal contado al que había que celebrarle su extraña algarabía como si fuera una broma, pero nunca, ni en los días más tristes de su despedida, Manolo perdió de la vida su cosa de risa, su salve de alegría, esa vitalidad tan extrema que hacía siglos de un minuto e infinidad de besos de un beso solo; y enfermo ya de cementerio, recibía a la familia y a los amigos con su alegría siempre brillante, con el chiste a mano, con la anécdota en pie, consolando más que apetecer ser consolado, como había sido y hecho siempre, con el teatro siempre de su comedia, abierto siempre, para encontrar en lo serio ajeno, la alegría de sentir que menos daba una piedra y que tal día hizo un año, y que de aquí se van unos para que vengan otros, y que, en el fondo, todo esto de la vida es una comedia representada sobre un escenario por unos actores improvisados y delirantes.

Agradecidos aquí los que tuvimos la suerte de haberte visto y al verte, dibujado una sonrisa; esa esencia de la dicha expresada en dos palabras, y una mueca a lo macabra, y un guiño del alma en ojo. Manolo de los sonrojos de las madres con tapujos, bajo tu sombra de brujo el chiste o la charlotada. Del luto una sonrojada sensación en las mejillas, por donde tus palabras iban, sacándole al ay doliente, un todo condescendiente que tornaba en verde el negro. Descorredor de los velos y los semblantes dolosos. Tu presencia hacía dichosos los rostros encanecidos, vistiéndoles de amarillos los pudrideros de pozo. Galán de los grandes ojos salpicados de sainetes, achacándole al juanete los dolores imprecisos. Adolescente sin trigos y toros a media tarde. Torero de las ronzales revolainas de los pavos; la rueda de los pecados comulgada con cebadas y panecillos de malva. Si la hora se hacía tarda, tu amanecer se hacia pronto de dientes y de comedias, para tenderle a la pena las callejuelas del chiste, y un así de vida en ristre saludando a las madamas, con un cucha tú de labia deshojando margaritas. Sainetillo de las risas, primor de las horas pardas, en tu presencia alumbraba la luz del vivir intenso, que aquí no había más muerto que un morirse de tristeza. Melancólico de trenzas y jazmines en rosetas, amor de Ángela esteta, creador de hijos con liras; en tu ayer se atardecían las macabras consecuencias de haber nacido en la ciencia sin conciencia y sin abrigo, alumbrándole al hastío de los tiempos cara al sol, su maravilla de amor, su dolor con salvamentos. Mancebo de los conciertos de los grillos boticarios; Torrubia tu abecedario, botica tus buenos días, en el hoy de mi poesía llegas tú para decirme, que en la vida todo es chiste, y que al chiste de la vida hay que reírle su aroma para que la vida toda se viva en el día a día, que el mañana bien podría, no proclamarse jamás.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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