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Luis Ruiz Juárez, el pajarico de las cartas

Bajo el entrecerrado de las casas, por aquellos resquicios de luz entrando de la calle, bajo la ventolera bailarina de los cortinones ondulando sus recias telas hasta parecer cortinones bailando la sutil melodía de los cacharros aporrándose en las cocinas, todas las mañanas había un par de cartas por el suelo, cartas con nombres y apellidos, cálidas aún, con la tinta fresca aún, como si hubieran sido escritas con pluma de avestruz a la que aún no se le había pasado el tampón secante, esa refriega rozadora que hacía de las palabras nuevas palabras viejas, quizá por eso sonaban tan complacientes las palabras de amor escritas sobre aquellos papeles de las cartas.

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Fotografía: María Luis Ruiz

Las casas abiertas de las calles de Porcuna, esas casas del ayer de ataño de los carteros, que se abrían por las mañanas nada más dar el sol su primera luz por el cielo, o antes aún, con el presuntuoso canto de los gallos en los corrales; y se dejaban así, abiertas todo el día en el parempar de las casas sin misterios, donde todo el mundo estaba invitado a la representación serena de la vida, esa comedia-drama en la que no había secretos que guardar ni hablas que callar, o si acaso los había, se guardaban en el secreter de arena de la conciencia.

Desde el cantar del gallo hasta el soñar de la luna, las casas de las calles de Porcuna abiertas para que los carteros de uniforme echaran sus cartas por las rendijas hondas de los escalones de las entradas. Las cartas boca arriba o las cartas boca abajo, que a la voz del cartero diciendo: “correo”, descendían el baile presuroso de perder el equilibrio para quedar así, cartas boca abajo mirando hacía el techo el nombre del remitente, o cartas boca arriba, dándole a la carta su lugar sagrado de la posesión, su hogar y su estancia, todo estaba en el según qué aire le daba el cartero, un juego de abanicos o aires de ventilador que las iba posando por el suelo según dependiendo de su mensaje, que las cartas, aunque secretas, nunca anónimas, caían al suelo según tratarán sus renglones, si renglones torcidos, con pesadez y con oculte, como si desaparecieran por las sombras los nombres de los remitentes y los destinatarios, posiblemente cartas de luto, con sus sobres pespunteados de negro, cartas más pegadas con lágrimas que con salivas para que se sintiera que, en esas casas había un luto, de esa clase de lutos que revestían eternamente.

Eran los tiempos de los aprecios sobre todas las cosas.

Había cartas que se quedaban flotando en el aire, a las que el cartero les decía: “Bajad de una vez y dad el beso que lleváis dentro escrito sobre los renglones”: eran las cartas de amor, cartas escritas con alas y que flotaban como plumas de almohada. Quizá cartas que no deberían ser tiradas por los suelos, cartas que deberían ir directamente a las manos de la amada para sentir del amor ausente, del distante amor, los muchos besos y los muchos abrazos grabados en la tinta.

Luego había cartas que volaban y se mantenían en su vuelo, ondulando como bailarinas locas, delgadas, acrobáticas, las que nunca querían poner sus zapatillas de seda por el suelo, las que nunca deseaban el punto y final de las piruetas elevadas sobre los dedos, ni de las palabras escritas sobre los blancos. Cartas cantarinas y danzadoras que traían músicas grabadas en el lapicero de sus palabras, como en aguja de gramófono, y cuando se abrían, creaban en las casas la banda sonora de un encuentro, un caminico que se iba acortando hasta bordar en las letras el trenecito que ya se iba acercando. Y hasta había cartas que llegaban cuando ya habían llegado las visitas: eran las cartas con retraso, las que no necesitaban contestación, o una urgencia a vuelta de correo, como las cartas administrativas o aquellas cartas que mandaban desde los conventos, llenas con estampitas de monjas santas dibujadas y una oración para leer en la oscuridad de los dormitorios:

-¿No recibiste la carta que anunciaba mi llegada?
-Ya sabes que el correo, unas veces por tarde y otras veces por temprano…
-La próxima vez te mandaré un telegrama azul lleno de palabras mecanografiadas.
-Los telegramas sólo anuncian defunciones y otras noticias tristes.
-¿Y un te quiero urgente?

Eran los tiempos de las cartas, con su remite y su destino, con su nombre remitente y su nombre destinatario, escritos con letra urgente que se curvaba como queriendo llenar todo el sobre con las palabras que faltaban, como si fuera una dirección muy larga, o para que no hubiera tantos blancos, que bien pudieran significar, que, por dentro, por el adentro de las hojas, hubiera más blancos aún.

Eran los tiempos en que las cartas hablaban de amor, de amistad, de familiaridad o de discos dedicados remitidas a las cadenas de radio. Cartas que volaban desde los lejanos palomares de las cartas hernandianas, cuando toda la distancia era distancia infinita, definitiva, y se recibían en las manos como si se recibieran presentes de oro o de plata con muchos destellos. Cartas que acercaban las cosas, los paisajes, los paisanajes, las familiaridades y los besos. Cartas que venían en cartas postales para que en las casas del pueblo entraran, de las distancias, las cercanías de sus dibujos. Cartas que traían retratos, para que se reconocieran en los rostros lejanos la cercanía de la sangre. Cartas que traían billetes de cien pesetas o monedas de cinco duros, y hasta un sello de regalo para que no faltara la contestación, y que era como una obligación a la que no excusaba la economía. Cartas con corazones dibujados y gorriones revoloteando las letras hasta confeccionar su nido. Palomas mensajeras cargadas de palabras que se dejaban caer sobre los suelos adivinándole al encuentro los lugares recordados.

Cartas que se recibían y que se leían en familia, donde siempre había alguien que leía la carta para todos, en voz alta y deletreando mucho, y muchas veces inventando las palabras que no entendía, o guardándose frases que podrían dar tristezas, y para qué mas… Un nieto que le descubría a la abuela analfabeta los sentimientos del correo. Cartas que se guardaban en la caja de cartón para que no se perdieran nunca las palabras, pero que se perdieron todas cuando la modernidad ocupo el lugar de los sentimientos quemando para siempre aquellas biografías del ayer de las cartas. Cartas atadas con cintas rosas para anudar al amor en el sí quiero para siempre, quizá una flor de pensamiento prensada, o una margarita blanca, ya amarillenta, a la que se le había perdido un pétalo, y lo buscaba la amada como si se le hubiera perdido uno de los muchos besos de la carta. Páginas llenas de polen esperando a la abeja del destinatario para libarlo y fecundar así la miel de las cópulas. Cartas que llegaban breves, las cartas cercanas, y cartas que tardaban siglos en llegar, las cartas de los emigrantes de Francia, de Alemania o de Suiza. Cartas que, cuando llegaban, ya habían perdido su actualidad, y la herida era ya herida curada, y el dolor de muelas dolor ya extraído, pero a las que siempre le quedaban muchos besos y muchos abrazos, con muchas equis y muchos círculos decorando los últimos renglones escritos para llenar la carta por completo.

Las alegrías de las casas eran las cartas recibidas, por eso las vecinas estaban en el dos por tres de la mañana preguntando:

-¿Ha pasao ya el cartero?
-¡Por ahí abajo se le ve subir!

Las mañanas viejas de la Porcuna del ayer eran mañanas que siempre estaban esperando al cartero, y parecía que, hasta que el cartero no llegaba, a la mañana le faltaba algo, su poco de ternura, su mucho de encuentro, sus adivinaciones y sus presentimientos. Que, hasta que no pasaba el cartero las casas estaban como vacías, por eso, a los ojos se le dibujaban alegrías cuando, al trasluz del cortinón se le veía asomar la blanca aurora de una carta, y rápidamente se abandonaba todo, y la destinataria se sentaba en su mecedora, para, entre balanceo y balanceo, descifrarle a las palabras la verdadera razón de los sentimientos; y cuando la carta le llegaba a la abuela, chocha, iletrada y melancólica, o a la madre analfabeta y suspicaz, le pegaban un tirón a la falda de la bata, y se iban a la casa del vecino letrado, el que sabía de la escuela lo suficiente para que le adivinaran el acertijo aquel de las palabras encarriladas, tan bien vistas, pero tan oscuras. O llamaban al hijo de la adolescencia o al nieto de los juegos para que le leyeran pronto las noticias, y a ser posible, les escribieran una contestación a vuelta de correo para que los remitentes recibieran palabras agradecidas y noticias nuevas.

Yo siempre he sido un maníaco y compulsivo escritor de cartas, y para mí no había nada en la vida tan sorprendente, tan esperada y tan deseada, como el escuchar la voz aquella que decía “¡correo!”. Entonces se paraba todo, y me retiraba al palomar de las cartas para encontrarle al mundo su maravilla escrita.

Ante el este hoy de las cartas, donde sólo se reciben cartas que no se miran, que no se abren, cartas que no se leen, porque son cartas sin sentido postal, cartas sin misterio, cartas sin palabras, y sólo cartas con muchos números o muchos anuncios, se nos presenta Luis Ruiz Juárez “Pajarico”, como el cartero eterno, el cartero entrañable, el cartero amigo, vecino, familiar, soñador , dicharachero y dadivoso, para presentarnos sus credenciales de cartero del ayer cuando las cartas escritas y recibidas eran cartas con sentido; casi cartero real, en esta irrealidad, impersonalidad ahora del correo, uniformado y cargado de cartera de cuero, que también era su palomar particular, su nido de palabras por donde soñaban las cartas el sueño alado de un pestañeo de ojos.

Lo más triste de las cartas que recibimos hoy es que son cartas que no se pueden responder, que no se pueden contestar, y si se contestan, son sólo respuestas administrativas, frías, sin calidad musical. Cartas que no esperan contestación ni aunque trajeran un sello dentro, esa clase de sellos adhesivos de hoy en día por los que llora la filatelia, pues, aunque con remitentes, son cartas anónimas, automáticas, exactas a otros tantos millones de cartas más que se escriben sin ser redactadas, y se reciben diariamente, frías, inexpresivas; cartas que ya no se echan por las aberturas de las puertas, entre otras cosas, porque ya vivimos en el otro mundo y en los tiempos de las otras cosas, de las casas cerradas siempre a cal y canto, por si las moscas…; cartas que ya no se entregan en las manos porque ya tampoco hay manos en la mañana esperando al cartero, cartas que sólo son volúmenes de papel en los buzones de lata, en los buzones de plástico, esos depósitos de papel- como depósitos de cadáveres sin dueño que iran a la fosa común o a una suerte de cenizas- que vaciamos una vez al mes para echarlas sin abrir, y sin abril, a la basura, y esperamos, desganados, que el contenedor de las cartas se llene de nuevo, para volver otra vez a la misma operación y a la misma historia del reciclaje. Cartas que, aunque en colores agradables, todas parecen llevar en su intimidad, en la exterior alma de su intimidad, aquellos bordes negros de las antiguas cartas de luto. Cartas impersonales sin más palabras que números o absurdas palabras de publicidad siempre caducada.

A mí me dan un poco o un mucho de pena los carteros de hoy en día, en sus pantalones azules y sus camisas amarillas, con sus carros de la compra llenos de cartas que nadie leerá, que dormirán el sueño de los justos en el frío depósito de cadáveres de los buzones de correo, esos buzones que, aunque con nombres puestos, parecen buzones anónimos. Cartas que nadie leerá ni aún en las urgencias, en esas acuciantes urgencias actuales de las cartas certificadas, las de los impagos y los desahucios. Y aunque entre ese montón de cartas con números y publicidades haya una imprevista carta de amor, nadie la leerá, como si fuera una carta que viene de muy antiguo, una botella de mar con su mensaje dentro pero, tan tardía, que, o murió el amor, o murieron los amados, o para pasar a ser, por el olvido entre tanta mala carta, una carta de amor no correspondido. Incluso es posible que nadie sepa ya, hoy en día, escribir una carta, que se hayan perdido para siempre las palabras con las que se escribían las cartas, y hasta sus faltas de ortografía, aunque sólo sea en su encabezamiento clásico, en aquel “Queridos hijos y nietos, me alegraré que a la llegada de esta carta…”, y ni siquiera aún en el final de los muchos besos y los muchos abrazos. Sí, ciertamente a mí me dan pena los carteros de hoy, con sus cartas mecánicas y administrativas llenando buzones y más buzones, como si fueran contenedores de reciclaje, sin más sentido que cumplir con un trabajo, sin más.

Eso no ocurría en los tiempos de Luis Ruiz Juárez, el amigo Luis ,“el cartero Pajarico”, ese hombre corpulento y galano, esculpiendo atléticamente las carnes en sus ascensos y descensos de sus calles de Porcuna: bonachón como una nube de azúcar que al derretirse en los labios daba una sensación de beso y una dulzura de alma o de espuma, campechano en el ajetreo rural, en su bozarrón grave y canoro de barítono de zarzuela, y más de golondrina que de canario, aquel Luis que descorría los cortinones de las casas para darlas a su intimidad la algarabía volátil de las cartas descendiendo, si es que estas no iban directamente a las manos de los destinatarios, lloviendo una lluvia de palabras que hablaban de las noticias íntimas en las fronteras de los lugares forasteros.

-¿De quién es la carta, Luis? Preguntaba la vieja sin letras.
-De su hijo Gaspar, el de Valencia.
-Ah, es que a mí se me confunden las letras, y se me retuercen las líneas como si fueran renglones torcidos, pero, por la pinta, yo decía: “de mi Gaspar”

Para esbozar o retratar a Luis Ruiz, “Pajarico”, más “Pajarico” que Ruiz, a Porcuna habría que echarle su telón del color y vestirla de blanco y negro en sus años sesenta, incluso en sus setenta. Desteñirla de sus colores de hoy para vestirla con las silenciosas formas y huellas de las fotografías extraordinarias, fotografías todas como nubladas, como si fueran fotografías de invierno: las fotografías en blanco y negro son siempre fotografías de invierno, o cuanto menos de otoño, aunque se aprecien muchas mangas cortas y muchas flores en las macetas.
Para retratar a Luis Ruiz “Pajarico”, hay que ponerle un poco de niebla a las imágenes y a las palabras de las imágenes. Cerrar un poquillo los ojos para sentir a Luis y al pueblo, en sus momentos de silencio, en su alma plena de pueblo pueblo, sin prisas pero con pausas, quizá sin sonrisas, aunque sonrisas también, su mundo de picaresca y su cuarto y mitad de planteamiento onírico. Quizá llevarse al pueblo a una sesión de matinée en el Cine Recreo; sentar a todo el pueblo de hoy en sus sillas de anea del ayer, con chinches y con chirridos, con sus pipas de girasol y sus besos bajos las sombras verdes. Cubrir de una oscuridad del tiempo los soles veraniegos de las tardes marineras. Apagar las tristes y descansadas bombillas de los vallados de cal y oír dos besos sonoros como quien oye respirar a un enfermo que llama, con nostalgia.

Crear un silencio de utopías y de pasos perdidos hasta crear una situación y un ambiente alerta ante el pasado pretérito de los Nodos, y proyectar sobre la blanca sábana del Cine Recreo, no una película de manolos, gracitas o vaqueros, sino una mínima sesión de media hora con un capítulo cualquiera de aquella serie de televisión que se llamaba “Crónicas de un pueblo”, con su maestro don Antonio, su alcalde don Pedro, su cura Feliciano o Marcelino, su boticaria Marta, su alguacil Goyo; Joaquín con su taberna y Benito con su carromato de vinos, Camilo barriendo el pueblo con su escobón de varetas, don Cipriano con su consulta médica y los niños Juanito, Manolo, Angelito y María jugando a la goma o jugando a la comba sobre los adoquinados viejos de las calles de Porcuna, sólo que, con la diferencia de que, en lugar de llamarse Braulio el cartero de esta crónica del pueblo porcunero, se llamaría Luis, y se añadiría “Pajarico” para mejor entendernos en los temas y los conocimientos de los nombrajos: esa deuda que tenemos, ancestral y equilibrada.

Sobre la pantalla del Cine Recreo nuestro ayer en blanco y negro transcurriendo en treinta minutos como si fueran treinta siglos, dibujándonos en antiguo y en verdad, quizá más ciudadilla que pueblo en el pueblo de la serie, quizá con más orgullo o más mundo, pero todo envuelto en ese halo placentero y circunstancial que nos dibujaba los instantes sin sustancia, con su modorra, su aburrimiento y su sencillez, también con sus muchas risas y sus muchas paradojas en una escenografía sagrada.

Luis, el cartero, lucía militar en su atuendo postal, en sus tonos grises y en su gorra de plato y su símbolo trompetil en la frentada que lo hacía militar con graduación de tropa en la cuartelada civil del repartidor de cartas. Sobre el pecho la simbología de los méritos, como si aún retuviera en la memoria que, cuando deshecha la guerra en la Caballería, se fue Luis a la guardia civil para salir de civilero, dejando en el olvido sus años mozos y noviales de chico para todo en el comercio de zapatos, alpargatas, sandalias, paquetería, correas de cuero, botas de vino y sogas para las bestias de don Antonio Barranco, por la calle el Moral, que, por muy bueno que el señor Barranco fuera, los dineros que pagaba a los mancebos de su comercio, a todo lo más daba para un par de latas de sardinas , un gazpacho con sus mínimos ingredientes y un par de cigarrillos sueltos comprados en una casetita, y quizá pesetas hubiera para invitar a la novia a un refresco de naranja. Y como Luis “Pajarico” ya quería formar su propio nido con su Pura para poder traer al mundo a su María Luisa y a su Consuelo, decidió probar suerte académica en el benemérito mandamiento de la guardia civil, sacando plaza, traje, armamento y casa cuartel en Molina de Aragón, provincia de Guadalajara, para otear desde su castillo los otros campos de Castilla, a donde marchó Luis con su mujer y sus hijas, aunque poco duraría la alegría militar al bueno de Luis, que se veía que el cuerpo armado no iba con su cuerpo pacífico, y harto de estar todos los días recorriendo los caminos de los campos en la caza y captura de prófugos y maleantes, de los que robaban por hambre, se escondían por rojos , algún que otro maquis haciendo la guerra por su cuenta y riesgo, y algún despistado que se creía aún en guerra, se enteró Luis de que se había convocado plazas para carteros, que, aunque oficio uniformado, más que llevar pistola, llevaba cartas de amor, que también son armas arrojadizas, cuando no de sangre y fuego; y sacando su plaza, sentó sus bases postales en Porcuna allá por los principios de los años cincuenta, primero en la oficina postal de la calle Colón, y más tarde en la lóbrega y oscura de la calle Torrubia, donde acabó su carrera cuando le llegaron los descansados años de la jubilación, y ya cargado de nietos para ser abuelo Porretas, alegre, santurrón, bromista, dicharachero, enseñador, beneficiario.

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Fotografía: María Luisa Ruiz

Por las calles de Porcuna iba Luis “Pajarico” dejando en cada casa su paloma letrada o su giro postal. Luis subía y bajaba las calles de Porcuna en el paso quedo del que no tenía prisas, de vez en cuando agarrándose a una ventana para equilibrar el paso de la cartera de cuero, que pesar pesaba sin más, y cuando las calles se hacían lisas parecía verse a Luis en el baile ferial o piñatero de los bailes de salón con su algarabía de pasodobles y tonadillas, amarradito a su Pura García para llevarla en el compás de la orquesta, dándola revoleos de vals y enfrentamientos de tango hasta crear una fiesta solamente para los sentados.

Por las calles de Porcuna parecía que la vida no empezaba hasta que no pasaba el cartero con su uniforme gris, su gorra de plato y su cartera de cuero olorosa aún a piel de borrego y a cartas de amor perfumadas. Y todo era un preguntarse de una vecina a otra vecina:

-¿Ha pasao ya el cartero?
-Si ha pasao, yo no lo he visto.
-Entonces es que no ha pasao, que “Pajarico” es de ver desde metros de distancia.

Luis sacaba las cartas y las convertía en abanico o en una suerte de cartas de baraja dispuestas a jugar una brisca, para hacerle a cada casa su correspondencia y su truco, cuando no la alegría banquera de los billetes verdes de los giros postales, esa hada madrina de los alimentos y los gabarros que los emigrantes mandaban mensualmente a sus casas en traducciones de marcos o de francos, que Luis depositaba en las manos de las viudas temporales y provisionales para alegrarlas de brillos, a la vez que les alegraban las despensas de las alacenas:

-Aquí tienes tus dos mil pesetas, Juanita.
-Y aquí un par de duros pa ti, pa que te los gastes en vino, o en lo que se te antoja gastártelos.
-Agradecida la propia que será propina para la taberna, Juanita.
-Y que vuelvas pronto Luis con otro giro postal.
-Volver, volver, todicos los días, aunque no siempre con billetes.

Las calles se alegraban cuando aparecía Luis Ruiz Juárez desde sus hondos, de una acera hacia otra acera, como un perro nervioso que no sabe donde poner sus narices. Las casas abiertas para recibir de Luis la buenaventura de una carta:

-Luis, ya que vas y te pilla de camino, ¿te podrías llevar esta carta para echarla al buzón, y así no tengo que subir a la Carrera?

Luis Ruiz “Pajarico” recogía las cartas de los perezosos, las ponía en un aparte de su cartera de cuero con destinatarios , y si alguna carta era para un novio que hacía la mili en blanco y negro por el Cerro Muriano, Luis le dibujaba a bolígrafo un pajarillo cantor como si fuera un signo de identidad y un recuerdo con soltura, una señal firmada y quizá, con una rama de olivo retenida en el pico con elocuencia picasiana, justo al lado del beso de la novia sellado con carmín rojo y una esencia de aromas de lavanda manando de sus interiores mareantes y enamoriscados; y si la carta era para un emigrante vendimiando por las tierras francesas, aquellos que, cuando salían de su tierra volvían la espalda llorando, Luis le dibujaba un billetillo de veinte duros sin más Chiquita piconera que una guitarra sonando a vino blanco, y muchos saludos firmados con el nombre de “Pajarico”.

Las calles se le abrían a Luis en todas sus esencias y en todos sus presentimientos, para recibir del cartero las alegrías de las cartas. La madre desataba su delantal para leer la carta de la familia, la abuela llamaba al nieto sabio en su cuarto de EGB para que le leyera la carta, mientras sentada en su silla escuchaba las noticias familiares como si estuviera escuchando una radionovela de Guillermo Sautier Casaseca, de esas escritas para las mejores voces de la radiofonía española. Y enseguida a escribir la respuesta aprovechando el sello que venía dentro para la contestación. Y si la carta era de amor, la amada se retiraba hacia los corrales, hacia lo más profundo de la casa o del huerto, a la sombra de un vallado o una higuera sin higos, se arreglaba del regazo las rosas estampadas para ponerlas en su cara y leía las palabras de amor como si estas salieran de una fotonovela con cuadraditos y bocadillos con diálogos, aunque todo fuera monólogo, que cada semana le daba su nuevo capítulo que en la fotonovela acababa en suspense y en la carta de amor con un beso muy sentido.

Luis, el cartero, el Braulio local en las crónicas epistolares de Porcuna, de una casa hacia otra, de una acera hacia otra, haciendo los tejemanejes del borracho, del 15 al 22 y del 25 al 40, quizá con alguna farola en la que pararse para encontrar la luz. Aquí la echaba por la raja de la puerta, por la ventana abierta, o la dejaba en el escalón si escuchaba que alguien bajaba una escalera con prisas de desesperación. Pero había muchas cartas que se entregaban directamente en las manos, de la mano oficial a la mano deseante, que para eso las casas presentían que llegaba el cartero en una adivinación de presagios adivinados y de instintos en los oídos; ruidillos de músicas, ruidillos de pasos abriendo los caminos de las correspondencias. Las cartas con sus sellos para los coleccionistas de la filatelia.

Las cartas con sus sellos malamente sellados, los que se humedecían con la lengua, se restregaban sobre la frente hasta hacer desaparecer el leve teñido del matasellos, convirtiendo el sello usado en sello moderadamente nuevo que siempre pasaba el control postal de calidad. Quizá en esta acción del desteñido del matasellos negro sobre el sello multicolor naciera el sentimiento actual del reciclaje. No sé, pero sería lindo pensar que hubiera sido así, o al menos, poéticamente así. Lo retengo así y lo escribo.

Cargada del hombro la cartera como alforja campesina llena del alimento de las palabras y los mensajes, Luis Ruiz le daba las cuarenta mil vueltas al pueblo, y en cada calle se le hacía su destino, y en cada casa hallaba su casa, y aquí demandaba un vaso de agua si en la calor veraniega, o se le ofrecía una tajada de melón o un vaso de gazpacho para continuar provechoso e hidratado el camino.
A Luis el cartero se le grabaron todas las calles de Porcuna en la cabeza, y cuando no andaba en las calles con su arco iris de cartas, las casas se le venían a la cabeza dibujadas como dibujos cómicos o dibujos conmovedores. Una persecución de casas a donde iban las cartas sacadas del palomar de su cartera de cuero.

La bonhomía de Luis hacía de su trabajo un disfrute, y más que trabajo un servicio que llevaba alegrías enormes y alguna pena quizá, una pena chiquita, a las casas de Porcuna de donde era personaje principal, actor de la comedia, lector del drama de las calles. Pasaba como presencia y como esencia desaparecía dejando una armonía de sombras que hablaban de él como de una alianza.

Luego, a Luis, le llegaban las tardes, le llegaban las noches y los fines de semana, cuando las tareas de cartero las dejaba aparcadas a la puerta de su casa, por aquella primera de Azcárraga, y aquella definitiva de la Cuesta de María la Santa; como en la percha de entrada dejaba su traje de cartero y su gorra de plato con el plateado de hojalata de la insignia postal dándose brillo de oro a la luz de una ventana, y se dedicaba entonces a aprovechar sus momentos y sus inquietudes del descanso. A sus aficiones o a las tertulias con los amigos de toda la vida, en el casino del Triunfo, en el bar América, en el bar de Paquito Ruiz, en el de Malagón, en el Parada o en de Chachongo, que todas las tabernas eran buenas para tomarse unos vasos de vino y entablar una charla de Pombo, sin más cuadro que la de los amigos mismos, aquellos los amigos de siempre. Luis “Pajarico”, que fue el inventor, o le inventaron a él, del vino “mama mía”, que no era Luis de beber el vino en la finura señorita del catavinos de moda, ni en copichuelas de aguardiente, sino en vasos de agua, lucidos y transparentes, donde el vino Montilla decoraba en dorado y abundancia la fijeza de las vistas. Y luego otro vaso, bien lleno.

-¿Hace un vino, don Luis?
-Hace, sí, pero en plan “mama mía”, que lo otro será muy oloroso y de muy fino ver, pero no da más que para un lengüetazo y un suspiro de tristeza, que ni para cantar flamenco.
-¿Con dos o tres avellanas?
-Déjate de chominás, Paquito, que ya traigo yo en mi bolsillo mis trozos de bacalao, mis trozos de salchichón y de chorizo para sacarle brillo a la navaja de acero.

Mientras Luis esperaba a los socios vineros de la tertulia, a Manuel, César, Antonio, Juanito, Salvador, Pepe…, los amigos de siempre, los de toda la vida, Luis abría su paquete de tabaco, le sacaba el dorado y blanco papel de su interior y para distraerse un ratillo con la espera dibujaba personajes de cómic con su bolígrafo plateado, que si el Capitan Trueno o que si Zipi y Zape, que era Luis aficionado a la pintura y al dibujo y en sus ratos libres de la casa sacaba su paleta de colores y le daba colorido al blanco y negro de las Crónicas de un pueblo, con muchas flores y muchas mantillas. Luego les regalaba sus dibujitos del tabaco a sus amigos de tertulia y chismorreo para que los conservaran en los cajones de los muebles bar.

Y cuando no a los toros, con la Pura, los amigos, y las Puras de los amigos, sino de mantillas, de clavel y rizos sobre la frente, y algún mantón de Manila bordado a mano. Allí con puro y con sombrero, unas veces en el sol y otras veces en la sombra, y si había un ole, un ole que se daba, y si un torero perrón, una almohadilla por la arena con el remite escrito con su nombre y su nombrajo para que espabilara el torero.

Y sino a jugar al ajedrez, con su reina, su peón, su torre vertical y su caballo con ele, un mate con suspicacia y un jaque mate con bríos, y un tocarse la barba o guiñar un ojo como diciendo “a ver si aprendes”, y ponme otro vino Montilla, Paquito.

Por Alharilla a caballo, en mulo o en borrico; el caso era animal para ser romero con tronío y adornos con flotirutas, de los que descargaban su montura sacando luego de su alforja los embutidos de un día de campo para comer bajo las ramas de los olivos hasta que dieran las cinco y tañeran las campanas su cosa de Ave María.


Y si no en l’amotillo, esa moto pequeña, casi monopatín y con mucho humo de gasolina recorriendo los caminos rurales de los secanos, en su cuatro latas de dos ruedas haciendo el run run de las carreras, espantando a los lagartos y a los bañistas de las albercas hortelanas o a los atrevidos bañistas mozos del Salao en su corriente de mar.

Luis Ruiz, a la hora del decir tu nombre por estos pagos, tráeme una carta y yo hago, de carta destinatario, que está el correo ordinario en indecente correo. Por las mañanas yo sueño que te llegas a mi casa, y en el horno de la guasa cueces tú las cartas todas. Me entregas cartas con odas y dibujos amarillos para lucir los anillos del desposorio letrado. Por el ayer de los años, Pajarico sobre el nido, nido de cartas y trinos cantándole a la mañana su esencia de noble dama despertando en los portales, y en las tarjetas postales y en los sobres con remites. Pajarico de los quites toreros de media tarde, hay palabras que me arden cuando me llega tu nombre, y quiero decirte hombre, pero te llamo cartero, que de su joya de cuero saca pequeños diamantes para cubrirme las manos de un epistolario extraño. Carterillo en los reclamos de la trompeteo alguacil, están las calles sin ti, tristes de cartas sin letras, y a la voz de los poetas le están poniendo una cruz, con rimas que dicen tú para que firmen tus dedos. Luis Ruiz de los iberos signos de interrogación, opino que no hay razón de estar vacío de cartas. Guardo del ayer las actas que aclaren en un futuro, que una vez existió un mundo de cartas cantando prosas, y de tarjetas con rosas, y de te quieros bordados. Que una vez hubo un reclamo guardado en su sobre blanco, y unos sellos del estanco ensalivados de lengua. Que una vez hubo una ofrenda de cartas diciendo cosas, y eran de ti las hermosas manos que las entregaban. Pajarico de las hadas y los dibujos de tinta. Pajarico de la risa y del vino amontillao; en este penco colmao que es ver las cartas bancarias, yo canto Luis las gracias de aquellas cartas de ayer, donde escribía el papel sus muchos besos y abrazos.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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