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María Josefa Santiago Fernández, las trabajaeras de las losas de piedra

Sobre las losas de piedra, de una casa de piedra, de unos tiempos de piedra, de unas horas de piedra, de una realidad de piedra, y un llanto ya petrificado, como un souvenir de tenderete con lápidas, un cuerpo de mujer inclinado, y leve, casi volátil, como si estuviera en el rezo postrado de una santa oración, en la santa oración del estropajo de esparto, la lejía y el agua, y un sudor como de abeto cayendo abundante sobre un rostro que ya no sabía recordar las lágrimas de su viudedad, que ya no quería o en el querer no podía tener del ayer más que sus gratos momentos, sus satisfechos aconteceres de sol, esa ilusión pastoril de novia joven, de niña casadera sintiendo en sí los antañosos esponsales de niña de Primera Comunión, con su anillito dorado, aquel que perdió el lagarto de la fábula lorquiana, diciendo el sí quiero en una ermita de campo, ante un santo chiquitillo bendiciendo de los novios los primeros besos, como si fueran besos de mejilla, o besos de frente dados en la débil cama a un moribundo muy querido.

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Sobre las losas de piedra, una mujer de rodillas restregándole el esparto a la media sombra de una luna colándose, intemporal, por los visillos de las ventanas- ¡Oh, de aquellos encajes!-, espejeando en el hoy, de la antigüedad, la sensación climácida de las servidumbres que dieron por pecado, o por error bíblico, o por excesos alucinógenos, a la mujer, en el apaño de agachar la cabeza, como en una genuflexión de mujeres que rinden sus honores a las sacerdotisas que portan el fuego sagrado de la eternidad.

El servicio en la casa de los señores, los de copete, los que se construyeron palacios , palacios compraron o heredaron palacios- para un pobre de solemnidad todo lo que no fuera un cuchitril con su cámara, su pozo ciego o su pozo de medianías, era palacio, o casona con corrales- palacios despoblados de gentes, llenos de fantasmas e ideologías tranquilizantes: una sedación de horas, entre las horas de los arreglos con plumero y abrillantadores de metales, y las horas se servir el guisado; los minutos del Santo Rosario bajo un Sagrado Corazón de escayola, con muchos rojos viejos y con muchos dorados de purpurina. Y tras el rosario, las pastitas de té, unas manzanillas amarillas o el café con leche, siendo ya café de cafetera. Y por el revés de lo humano mucho decir “sí señora”, y mucho decir “sí señor”, y mucho señorito y señorita para los infantes rubios, o las infantas de los ojos azules, y contra más visitas, todo un rosario de “como guste la señora, o como guste el señor”, que ni respiro daba para servir el café y pasar por cada baba noble, la bandeja de plata con los pastelitos de almíbar.

Un poco de agua de rosas por si hubiera un mareo o se pronunciara una palabra mal palabrera o mal apalabrada, de aquellas palabras que daban en pecado, cuanto menos de conciencia, y muchos pañuelos blancos, primorosamente bordados, que hasta pena daba ensuciarlos ya fuera sólo en el recoger una lágrima o un suspiro de señorita casadera que daría en vestir los santos o desvestir las almas para cubrirlas de carnes en el aquello de las monstruosas y oscuras soledades.

El servicio en la casa de los señores, en el sol a sol de un ir de nueve a nueve, y el servicio luego, en el después del luego, en la casilla chiquita del Llanete Abades 42, donde María Josefa Santiago Fernández tenía su cosilla de casa y su salvación de techo, una por otra, bienaventuradas eran aquellas cuatro paredes del hogar materno, con su ventanita chiquitilla a la que nunca llegaban los Reyes Magos, no más, y de milagro, que con un plumier con sus seis lapiceros de colores, su regla, su escuadra y su borrador de nata, o un yogur de chocolate al que se le ponían velas como celebrando un cumpleaños.

A María Josefa “La Sorda”, lo que más le hubiera gustado, en toda su vida de servicios a los demás, los pagaderos y los de corazón, era poderse quedar sentada un día, en esa cosa misteriosa del reposo extraño, y haberse puesto a escuchar, en el radiocasé metálico, un Nocturno de Chopin, o una Barcarola ondulando su cosa de mar en las olas de plata de los violines. Pero a María Josefa Santiago le tocó habitar el extraño y lírico mundo de los silencios, como una ceguera de voces, donde todo se apreciaba por la sensación de un aire soplando tras de las orejas, una brisa que rozaba la sensibilidad creando una admiración de palabras no escuchadas, aunque inmensamente sentidas, como si se grabaran a la piel en el hablar de las calcamonías.

Y a fuerza de no poder escuchar Nocturnos ni Barcarolas, ni sostenidos de acordeón en una calle mojada, María Josefa Santiago le cantaba a sus tareas, arrodillada y con estropajo, las maternas coplas aprendidas en la niñez, o las coplas de tonadilla aprendidas en unos labios de una madre cantora, deletreando músicas en vez de palabras, acunando la niña cuna. Y así, cuando el alma se le quedaba tranquila a María Josefa, de tanta viudedad y tareas tantas, le cantaba al embrujo del fuego de la chimenea, lanzando la lumbre sus tímidos sollozos, todos los Ojos Verdes del mundo, cantados con un clavel en la boca y un cepillo de raíces arrancando, de lo imposible ,los supuestos brillos mate.

- María Josefa, qué arte tienes para cantar las coplas.
-Sí señora, ya queda menos para acabar los suelos…

Porque todo era, un ir acabando los suelos.

A María Josefa Santiago, toda su vida se le hizo y se le escapó, como quien deja escapar una mariposa, en ese don eterno de la juventud: si joven casada viviendo sus primeros años del amor y la familia en la casa de los suegros allá por aquel Cristóbal López de los boquetes y de los escombros aún, hasta aquel dolor de vivir para siempre el eterno luto de ser viuda en sus juventudes; las cosas esas de la vida, desconocidas y que se llevaban por dentro creando un abismo, a las que estorbaban pasar los días, con tanta carga al hombro y con tan escasas ayudas, que ni paga del gobierno, ni cáritas parroquial. Luto del negro sobre el negro luto de los ambientes.

A mí, María Josefa Santiago Fernández, como Espiri “La del Carrillo”, siempre me pareció una viuda de guerra más que viuda natural, o quizá fuera aquel luto extremo, del velo y las medias recias, que sólo se sabían poner, y doler, las viudas de guerra, y tenían en las manos un no sé qué de pedir algo, un algo de manos, un algo de pan, y hasta un poco de piedad por aquella viudedad tan temprana, y sus cuatro hijos que miraban a María Josefa sin saber, por qué, de repente, se cambió en la madre aquellos sus alegres colores con flores y estampados de mujer afortunada, para ser abuela con velos, la que escondía las lágrimas para crear una alegría extraña, a la que todo se le iba en colocar flores de plástico, carcomidas de sol y de miradas, sobre una tumba de nicho. Viuda de guerra; después de todo, también lo de María Josefa era una guerra, una guerra en el día a día de las cosas y de los trabajos, ese de sol a sol de sus horas, sirviendo a los señores, sirviendo en casa; en casa o en las casas de las ayudas y las pocas palabras, si no eran más que palabras agradecidas en el socorrer una pena o una necesidad con cardillos.

A María Josefa, lo que de verdad le hubiera gustado, era haber escuchado, y muy bien escuchado, un hermoso Nocturno de Chopin, pero el mundo de sus silencios , de sus virtudes y de sus trabajaeras le diseño nocturnos muy distintos y le ordenaron su vida en los réquiem musicales y en las elegías poéticas, y en unas migas de pan recogidas una a una para saber volver a casa de los caminos de la noche sin en la noche perderse, ni en el madrugar de las callecicas oscuras, con tantas esquinas, con tantas sombras y con tantos seseos intentando vestir de viuda alegre la viudedad como sentencia.

Sobre los suelos de piedra, María Josefa Santiago cumpliendo la profecía de las ilustres fregonas, sin más cuento que los callos de las manos, las durezas de las rodillas y ese extraño sudor que sólo sabían sudar las viudas pobres y tan cargadas de hijos, un sudor como de sangre y de memoria aquietada y lánguida, como un suspiro sin beso.

Mientras tanto, por lo cerrillos y las llanuras y las fuentes de San Marcos, los cuatro zagales de las zalagardas y los arrojes, andurreando los lindones por ver si encontraban hinojos, o tréboles de cuatro hojas, cuatro ramillas de jaramagos para poner en agua o corriendo con tiradores a las cabras de los cabreros, los cuatro hijos de “La Sorda”, a saber: el Dimas, el Fernando, el Antonio y la Marijose, ya siendo crucecita de cementerio, la niña Antonia, que murió tan temprana. Los niños sin escuela; aquellos niños antiguos, que aún parecían niños de postguerra o niños de acogida, que llenaban las calles y llenaban los caminos, y llenaban los campos, que ascendían montes y nadaban arroyos sujetados a cuatro cañas sin azúcar, que comían higos chumbos y bebían aguas brotando por las paredes; manos de barro, desollones de sangres y alegrías de niños libres que sólo comprendían de la vida el esfuerzo de la madre. Los huerfanillos de viuda joven, y trabajadora, más que zarzuelera, recorriendo el amplio mundo de los campos, aprendiendo de la tierra los yerbajos, las piedras y las fuentes; el por qué de aquella vida pastoril sin catequesis, libre, bucólica, diseñadora de los futuros cambios y los futuros trabajos, tan cercanos ya, a pesar de apenas saber pronunciar medianamente bien las palabras.

“La Sorda” dejaba a sus becerrillos desbrozando los verdes de los trigales, comiendo de las cebadas su simulacro de pipas de girasol, y escalando los altos de los vallados de los huertos, mientras diseñaba la vida de todos en el hermoso breviario de repartir sus horas, entre las horas propias y las horas de los demás; del allí con las pesetas, del aquí con los alimentos, mucha leña de olivo y mucha hornilla de yeso, el gluglú de los arroces quinquilleros con la lagrimilla de pollo, dos camas para dos tandas de durmientes en sus noches, dentro de la oscura camarilla, como un calabozo con altillos, con la posible escapatoria de una ventanilla, aquella a la que nunca llegaban los Reyes Magos. Sobre la cama de matrimonio tres bocas roncando, las de María Josefa, la del Antonio y la de la Marijose, y una cama de un cuerpo para los dos cuerpos de los mocetones, el Dimas y el Fernando, así todos, arrejuntadillos para quitarse el frío el invierno o maldecir el calor del verano. Lo bueno de María Josefa, de esas nocturnidades con sueños y cansancios de María Josefa, es que se podía permitir la satisfacción de no escuchar los ronquidos, ni sentir las patadas, lo que la hacían dormir a pierna suelta, aunque sin apenas almohada, salvo algunas anginas, algunas paperas o algunos sarampiones que eran su sinvivir de las infancias. Sobre las vigas, las cañas, a las que sólo les hacían falta su nido de golondrinas, que me permito la querencia de ponerlo hoy como una reminiscencia poética de atambores y dulzainas sonando sus músicas pastoriles, y donde los espacios en blanco de los versos ocultaban los silencios que nadie veía, y nadie sentía, porque nadie miraba allí donde habitaba la extrema necesidad, sino la extrema pobreza misma.

María Josefa en la lucha del día a día de viuda de guerra, de otra guerra, a la que se llamaba lucha: la lucha del pan en la mano. Ese despertar cada mañana por Cristóbal López, por Abades o por San Benito, echando niños de las camas como quien levanta y airea pulgas de una manta, esa manta que María Josefa se echaba sobre la cabeza, para hacer del día la voluntad de la servidumbre, el esquema más crucial de las necesidades más necesitadas; echando María Josefa a los niños a la calle para buscarles el pan a esos cuatro huérfanos tirados por San Marcos para que el patrón de los pobres los cubriera con la protección divina de su manto de madera. De casa en casa María Josefa, ofreciendo sus manos como una mujer mística que en los callos de sus manos mostraba sus sagrados eccemas. Que si por aquí una horilla, de mujer arrodillada por los suelos, antes de las modernuras con fregona, con un estropajo en las manos sacándoles brillos a las losas de piedra; que si por allí una horilla más, en lo que fuera necesidad de ayudantía. En una cocina con chimenea, agradeciéndole al guiso de más de los señores, sus cuatro raciones para los niños negruzcos de San Marcos, viviendo sus infancias en una alegría de volteretas, verdines y amapolas, esos niños que por San Marcos aprendieron los principios de los trabajos que ellos creían juegos, con apenas años para guiar cometas colocados los mayores en un de aquí para allá, si en cortijo, guardando cochinos, que sería como un pastorear cancioncillas sin cencerros; que si en esta parra, que si en esta trilla. Colocando niños para ahorrase unas bocas, enmendar una pena y enseñar un esfuerzo, y así agregar unos duros a los arduos duros del hincarse de rodillas con el estropajo en las manos. Viuda de la guerra de la vida, dándose en horas para recoger las monedas, cambiando limpiezas por billetes viejos guardados bajo un colchón con tres candados de telarañas.

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Por la casa de Javier Morente sus alegrías con agua iluminando los azulejos y las lámparas de cristal. Sobre los suelos baldosas altaneras, descoloridas, magistrales, el juego solitario de la muñeca abrillantando los pasos; plumeros de plumas de avestruz sobre los oleos, las acuarelas o los retratos con bigotes, el despacho del señor, las ropas de la señora… Por la pila de piedra, en su agua fría o en su agua templada, encorvada como en una escena de lavadoras de río, la faena de la ropa lavada a mano, con estrujones y condolencias. La pila para el planchado levantando rascacielos. María Josefa Sacándole a cada brillo su peseta, a cada planchado su duro, y cada vez que salía de la casa de San Juan, un muchas gracias señor, haciendo de María Josefa la agradecida, si ya cumplidora, ahora agradecida, agradecida en sus pocas monedas, lo justo para el día de mañana, y una hucha por si un transistor que no escuchaba, o dos angelotes de yeso para colocar sobre la mesita de noche, o una tarde de feria con los niños colocados sobre los caballitos o sobre las barquillas, y un poco de tela para el nuevo bambo, aquel que ya con flores le daría alegrías a las tristuras del negro. No siendo ya aquella criada de postguerra, con su jarra de pringue, las cáscaras de habas ni la célebre campanilla del Torres, don Luis, sino criada con cuatro duros, siempre diciendo el triste dicho aquel del menos da una piedra, aún con tantas aporreaduras ya.

-Qué p’al avío, pa qué más… Y otra vez a las piedras, y al insistente siempre dar poco de las piedras…

María Josefa, viajera de calle en calle, con sus cuatro hijos detrás cogiéndose de las faldas, como gallina guiando polluelos, de una casa en pena a otra ajena casa con alegrías, para ocupar el pío pío de las camarillas, de una choza a otra choza, y algún día de alegría, o un portal de Belén donde todo eran esperanzas. La gallinita sorda con sus cuatro polluelos picoteando el pan materno en las más agradecidas querencias, y las más sapientes necesidades; niños no engañados: niños sabiendo lo que costaba el pan, el panete o las cuatro rodajas de mortadela; los garbanzos y las lentejas, y a como sabía el precio del hoyo con aceite y con azúcar, aquella excelente tarta de los niños pobres y alegres, como risas de opereta, porque, a pesar de todo, a pesar de todos los todos de estas vidas de viudedades, trabajos, conciencias y pobrerías límites, por las casa de María Josefa, siempre había una alegría dibujada en sus cinco bocas, la alegría que da sentir esas compañías y la entera satisfacción que daba, cuando llegaba la noche, en esa cosa nocturna en que se recogían todos como gallinas puestas sobre las varas de los gallineros, la satisfacción, cuanto orgullo, de sentir que la vida iba para adelante, con sus muchos achaques, con sus muchos esfuerzos, con sus muchas derrotas y sus muchas necesidades, y sus muchas trampas, pero ahí estaba la madre, la gran madre, dibujando en cada mejilla de sus huérfanos el sonoro beso que no escuchaba pero sentía, como si hubiera depositado un beso sinfónico.

Por San Benito, encontró María Josefa y su fila india de mocosos con sonsonetes, juegos y carcajadas, siguiendo a la mama gallina, piándole cancioncillas que la mama no escuchaba, ni sentía como vientecillo, el hogar definitivo, para enseñarle al Señor de los Pitos que María Josefa no escuchaba, el sabor del Señor de los Campos, esa cosa más tangible y menos etérea, para vestir al santo patrón de cardos, ortiguillas y candilicos de agua, marrones y sonoros, para que el santo cumpliera su buena acción patronal hacia los nuevos vecinos, que ya no venían con las manos tan vacías y tan calladas las bocas, aunque María Josefa persistiera en su sordera, y sólo quisiera escuchar aquel ya tan mentado Nocturno de Chopin, o un eco de violines vagabundos y evanescentes. A María Josefa y a su prole, les compró la casa de San Benito Luis Recuerda por dieciocho mil duros, de aquellos duros constantes, sonantes y con peso, y se les fueron pagando religiosamente en dos inviernos de aceituna y otros menesteres de labranza en cortijo, que si los garbanzos, que si los algodones, que si los que si…, y ya toda la casa recolectando los frutos de los olivos o los aclares de las hierbas o los desmotes de los blancos esponjosos; si chiquillos en la limpia, limpiando guijarrillos y jugando con las mariasgarcía, sino con el esporteo, con el fardo o con la junta de espárragos trigueros y si no en el coge y descoge de las aceitunas saltadas o apartando las correhuelas , reptantes e invasoras. Por Villa Dolores, la familia haciendo del ayer secuencial la obligación de familia cortijera, que trabaja, come y adeuda, sin más hombre que una luna disfrazada de varón. La familia por los campos, que si olivos, que si garbanzos, que si algodones, que si trigales, que si matalahúvas… Una escena americana de negritos por los campos recolectando los frutos y las caléndulas salvajes de los campos del señor. Los corderillos y la maestra sacándole a cada espiga sus poquillos de dineros para pagarle al patrón la buenaventura de la casa de San Benito. Una alegría de cortijos cantándole a la noche su serenata de estrellas. Una juerga de candiles y tijeretas de parra bailándole a la noche la danza de las cigarras. Una estampa de madre salvadora y cuatro rostros desaparecidos, arropando a ese ser desvivido y providencial, tenaz, tierno, luchador, necesitado y agradecido al que en la vejez se le dibujaban las arrugas como si fueran alegrías de tantos esfuerzos para tan buenos frutos. María Josefa oteando en el horizonte de los montes el lugar de su estar venidero y premonitorio: ese hogar para el descanso definitivo.

Luego, los hijos crecieron haciendo a María Josefa señora de su casa y abuela de sus nietos. Por San Benito, María Josefa le daba a sus voces los sonidos más altivos y más atronadores, como si pretendiera escuchar, y escuchara, en el vibrar de su garganta las palabras que no escuchaba: los sordos tienen la dicha de saber sentir bien los sentimientos, aprendiendo y aprehendiendo como sólo se saben aprender las cosas del alma.

A la sombra de la tarde, María Josefa en su puerta, con su sillita de anea recién pintada de marrón. Por los labios, María Josefa adivinaba el porque de las palabras, el sonido de su música y el sentido de sus intenciones, mientras su voz era la única voz que sonaba contándoles a las gentes, como si fueran historias de chisco, o versillos de coplas, los mil y un cuentos de todas sus noches, de todos sus días y de todos sus destinos; esa amalgama de sensaciones y vivencias de mujer con manos y con agallas que en el servir a todos sembró de soles y ramas su bienaventurado, trabajador y digno árbol genealógico.

Sorda de San Benito sobre su silla de anea, engarzando cadenetas hasta formar los bordados. Sorda con los costados marcados como una mujer en martirios, iba a hacia un abril tu concilio y te poblaron de nubes las ausencias tan tempranas. Viuda condecorada con el trabajo de todos. Viuda por los asombros de cuatro hijos sin padre, la sentencia de una madre, la sapiencia de una vida, y esa cosa socorrida de tus manos trabajando. Cuatro bocas por San Marcos reclamando de sus días, su cosa de luz, su poesía, su paciencia y su bocado. Sobre tus cuatro costados tus polluelos gateando. María Josefa de cardo, María Josefa de trigo, para estar sin ti contigo abro este ramo de cosas. Las alas de mariposa abanican tu presencia, tu analfabeta paciencia, tu cultura familiar. Narradora del hogar sin más hombre que tus fuerzas. Sirviente de las conciencias, de los suelos y cocinas. Conciencia de las esquinas, los rostros y los cuadrados. En el amor de tu lado sudó tu cuerpo su lloro, y en las alas del adoro tus rodillas rodilladas levantaron una casa con cuatro lunas de oro, jugando al juego del corro las alegrías de tus ojos.

Trabajadora de hinojos por los campos y las casas, en el dolor de tu espalda nació el amor más hermoso, que del pasado doloso trucó su cosa de sombra por una risa de alondra dibujada en cuatro bocas. Sorda de las sordas horas, sorda de las sordas albas, por el amor de tus faldas tu coralillo con hijos. Amor de los altos riscos, amor de los hondos pozos, en toda hora tu asombro del despertar cada día y en un abrir la alegría las cortinas de tu casa. María Josefa de alhaja quitando sucios ajenos, la magia de los habemos, el socorro de estar viva para comer la comida de tus abiertas alforjas. Luchadora de las horas recolectando pesetas; tus dolores las saetas, tu casa el fin de tu meta, en esta dicha concreta de escribir tu santo nombre, yo nombro por ti a los hombres que te vistieron de todo, si de espuma, si de lodo, si de risa o de fatiga. María Josefa, en la espiga de escribirte una canción, yo hubiera querido un son de nocturno o barcarola. Para tu sordera sola, para tu sapiencia eterna, por tu esfuerzo se me esfuerzan todas las madres del mundo, y en estas rimas yo alumbro, de la dignidad, tu magisterio; María Josefa de hierro, María Josefa de rosa, Sorda de todas las cosas, dueña de todas las risas.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
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