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Luis Cabeza, el poeta de los números

Con don Luis Cabeza, la letra, en lugar de entrar con sangre, entraba con números y con dibujos geométricos sobre el negro agrisado y agrietado, y como arisco, de las pizarras. Don Luis Cabeza alzaba su apellido y su mano, remangaba el puño de su camisa blanca de invierno hasta volverla manga de codo y trazaba sobre el negro de cantera la primera perorata de sus números, delicadamente dibujados, académicos, elegantes, saltarines y saltimbanquis, apretados en la tiza blanca como una lluvia de nieve o de escarcha mañanera, que los dejaba allí, plasmados y abiertos, rectilíneos, sociales, líricos.

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Don Luis Cabeza adornaba la pizarra de dígitos, de líneas rectas y de líneas curvas, pero, en el fondo, a los alumnos, a sus alumnos, nos parecía que don Luis Cabeza andaba componiendo y escribiendo versos, ideando rimas, construyendo metáforas y excentricidades valleinclanescas, ironías y sarcasmos cuando no números eufemísticos que se cantaban como se cantaban las bolitas de la lotería de Navidad, sin más premio que el premio mayor de un cum laude con sobresaliente o un aprobado por los pelos, ya fuera por los escasos pelos de las cabezas rasuradas.

El poeta de los números, discreto, transparente, amigo con precaución, levítico en el brillo siempre de sus negros zapatos de piel, ascendía al altar de su mesa profesoral, apartaba de su vista la palmeta de la regla numeral al espacio de las cosas invisibles, que si bajo unos folios, que si bajo un olvido, que para él no existía más castigo que un ir de un número a otro, y cuando no, cuando los alumnos lo sacábamos de sus quicios, un hablar de usted al alumnado pelón para que el alumnado sintiera el por qué de sus torceduras de boca, de su descomposición de gesto, de su mío ataviado y ecléctico.

Ordenada a los alumnos de las aulas cerrar los libros de texto donde se explicaban las otras matemáticas, las numerales, las frías, las inconsistentes, y cuando no, no traer los libros a clase, incluso no comprar los libros, como profesor universitario que todo lo da a la pizarra y a los apuntes: “las matemáticas no se explican ni se comprenden en los libros de texto sino en el razonamiento visual y oral de las explicaciones; en el volumen musical de las palabras y en los gestos blancos de las tizas sobre las pizarras”, que bien podría haberlo dicho don Luis. Ordenaba cerrar los libros o mandarlos directamente al carajo o a un baño de mar por el Salao, y comenzaba a escribir, a dibujar, a recitar, su verde que te quiero verde de las sumas, su volverán las oscuras golondrinas de las restas, su andaluces de Jaén aceituneros altivos de las multiplicaciones, y su al fin una pulmonía mató a don Guido y están las campanas todo el día doblando por él: din dan: para darle su sentido al conflicto de las divisiones: las campanas musicales de los números de don Luis, sonoras, vespertinas, aclamadoras y enseñantes en el vuelo de su palabra y en el brillo de sus exposiciones, casi de museo. Y mientras don Luis ejercía de matemático en las matemáticas esenciales de la pizarra, de su boca ascendía hacía el retrato de Franco y la Cruz de madera, el lento y neblinoso humo de un cigarrillo “Águila”, dejando por los vacíos espacios de sus alrededores, una cosa como de taberna, y un flotar de cenizas grises, que, a veces eran chispitas de colores, como un adorno de fuegos artificiales ante el deambular onírico del rasgado de sus números, casi rasgueo de guitarra, sobre el negro empalidecido de las pizarras viejas, catequistas, de postguerra…

Números sonoros celebrando al ángel de los números albertinos, volando pensativo del 1 al 2, del 2 al 3, del 3 al 4, tizas frías y esponjas… que, ante el silencio de la clase- Don Luis era maestro bien atendido, salvo algún despiste de Barruelo, enfrentado con su impronta imposición- la buena mirada de don Luis perfilaba su anatomía y sonaban sus músicas en sus rasgueos chirriantes y denteros de las tizas sobre el negro envejecido de la pizarra.

Por la calle Jaén su nacimiento. Al fondo, las Casas nuevas haciéndose en sus ventanas con rejas verdes de madera, sus porches con sus rosales y sus jazmines, y algún cántaro a la espera de su agua, y esa cosa de ser construcciones en sus nuevas poblaciones conquistadas, y vecindades en sus nuevas ideologías, y aún en sus nuevas vicisitudes, y en sus atrayentes o destructivos designios de cuartel. Muchos juegos de calle, muchos regates de canteras y decampados, un rodar del aro por su varilla de alambre, su pita a la pitisiliuna y a la pitisilidos, el arrimaillo con su moneda de gorda y el santo y seña de los santicos de mixtos ahuecándose en las manos en la afortunada cabriola de llevarse el montón. Por la calle Jaén, la casa del padre y de la madre, luego la casa del matrimonio con hija, y ahora un silencio de vacaciones con jubilación, con su corrales y sus cámaras, con su perro y su gato, su tortuga, su jilguero, su salamanquesa y su lombriz de tierra, y esa sensación de frescor que sólo saben dar las casas viejas, los solares antiguos, para los veranillos de la siesta en camastro. La casa siempre de sus vivencias agrícolas, en su soltería y luego en el amor de los anillos y la escueta familia con hija de cabellos negros, lánguidos, eternos, adornando en las aceras la belleza femenina de los silbidos piroperos. Por el fondo, asomando, la construcción de los Grupos escolares, con sus albañiles y sus ladrillos rojos, y un sueño, quizá, de algún día, ser de esos Grupos escolares, el maestro de sus aulas.

Por la calle Jaén su nacimiento, su portalito de Belén, y por la calle Ancha su mocedad adolescente en sus primeros oficios de botones, mandadero y niño de los recados en el ser “el nene del Sindicato”, que soñaba ser mayordomo de palacio, recepcionista de posada, fantasma de castillo. El niño Luisito en el sindicato de los yugos y las flechas, en un aquí para allá del aprendiz de oficios con sus recados y mandamientos con marcialidad militar. Luisito Cabeza Cespedosa desnudando de su alma niña sus primeras impresiones, y del sueldo mensual sus cuatro pesetas para los pirulines y una novelilla de aventuras, de esas que se alquilaban o intercambiaban en las caseticas de colores, a la vez que se compraba un par de trozos de regaliz negro; y un ir estudiando en los apartes de los mandados y las recaderas, y quizá en algunas tardes los trabajos agrícolas paternos, hasta irse formando a la vida en todos sus aprendizajes, los del servir, los del trabajar, los del saber y los del entretenimiento, cuatro razonamientos adornados con sus virtudes, y en los ratos libres de los noviazgos, un beso en la media luz de la noche quieta, a la eterna novia de su vida.

Peloncho y altivo como romana estatua, con su uniforme de gala recibiendo las mandatos y el sí señor de las autoridades sindicales, esos seres de estar por las calles y en los avisos, y entre recado y recado, los libros del estudio en las manos descifrando del noticiario académico, del Nodo populista, su fulgor de sentencia, su sapiencia memorizada, su futuro en la enseñanza. Luisito con su gorrilla de chulapo madrileño haciendo las reverencias al usía sin medallas, y en el descanso de los oficios el Luisito estudiante, las manos sobre las sienes reteniendo de los libros las preguntas de los exámenes hasta sacarse el bachillerato con notas agradecidas y un futuro sin olivos ni varas de varear:

-Luisito ¿Estudiando?
-Leyéndome la cartilla, señor.
-Eso es bueno, Luisito, entre sorbo y sorbo un poco de entretenimiento.
-Ya ve usted.
-Sí, ya veo, ya veo…

Y entre servicios y estudios para los futuros magisterios de la numerología, una plaza de botones en el Banco Español de Crédito, de la que sacó la primera plaza, pero, el me cachis de la vida le dio tangana y sopapo, y escozor con picores, atención a los tiempos y malquerencias a los listillos arrodillados y suplicantes, pues, cuando el sastre ya le había confeccionado a Luisito su flamante y de estreno traje de botones, reluciente de azules y botones dorados, y ya se veía a la entrada del banco recibiendo los dinerales de los que iban en traje o en capa parda de campos, quiso la vida de las conveniencias y de los enchufes con vino en la barra borracha de la Píldora, que unas palabras de más y unas cuantas palmaditas en la espalda dieran con la plaza a otro, casi hasta para hacerlo en una rima del Caviedes, irónico, servicial, casi gamberro, y así tuvo Luisito que guardar su flamante y novísimo y sin estrenar traje de botones en el baúl donde se guardaban los quehaceres de las dichas y de las desdichas, e írsele las verdades hacía otras verdades nuevas: el banco perdió a un futuro banquero, de mesa o de ventanilla, y de café con leche, puro y copita de anís, pero la enseñanza en Porcuna logró ganar para su nobilísima causa a un excelente maestro que hizo de su profesión su vida entera.

Por las escuelas del Camino Alto, por las escuelas de los Grupos, y las aulas de EGB del Instituto, allá por el Reventón, las cortinas de los nublados negros de las pizarras alzaban sus telones para el hacer transcurriero y lo efímero del lagrimear monótono de las blancas tizas. Don Luis Cabeza entraba al aula paseando modelo su gabardina añil, o quizá grisácea, o un todo de oscuro en las fotografías en blanco y negro, y su frente despejada y sus zapatos relucientes y negros recién embetunados, brillantes como zapatitos de claqué dispuestos para el baile matemático de los números.

A don Luis Cabeza es imposible retratarlo sin su gabardina añil o grisácea; inconcebible no sentirlo dentro de su gabardina abotonada hasta la altura del pecho y tapando hasta la rodilla, ondulante y señorial como un señor venido de otros sitios, de otros nortes, de otras Alemanias y de otras épocas. A don Luis Cabeza, dentro de su gabardina, que lo vestía como si lo vistiera una casa, y quizá hasta una causa, sólo le faltaba la lupa para hallar el cadáver del crimen bajo el lugar de la niebla, donde el lugar de la sangre; quizá una gorrilla tampoco le hubiera venido mal, orejera y detectivesca, pero don Luis Cabeza enseñaba su frente alta, académica, servicial, despejada, ensoñadora y convincente, y parecía que, sobre ella, se le dibujaban los números de las ecuaciones como dibujando un lienzo, o se le guardaban los resultados finales de las raíces cuadradas por detrás de las orejas donde también estaba su pensamiento, y esa bifurcación cabezona de escuchar las palabras todas.

A don Luis Cabeza no se lo concibe nunca sin su gabardina de invierno, que igual también le servía para un otoño adelantado o una primavera con retrasos. Don Luis Cabeza parecía que siempre llevara la misma gabardina, la que duraba siempre, la eterna, a la que hacían cifras, letras y geometrías, las bolitas de alcanfor. Quizá fuera su elegancia de dandy con rimas, o su presencia de invierno, o de hombre que presentía las lluvias o descubría las nieves, que atraía nubes para ordenar los números efímeros o fantasmales y delinearle sus castillos de arena sobre su cabeza, su reloj de arena marcándole sus segundos a la vez que le diseñaba una pelambrera rala ajustada con brillantina, pararrayos que le desviaba los relámpagos para estar siempre despejado, y siempre expectante.

Pudiera ser signo de timidez el ir envuelto en una gabardina. Don Luis Cabeza salía a la calle Jaén desde su número tres envuelto en el invierno de su gabardina, que lo aislaba y a la vez lo protegía, y enfilaba las tres esquinas de sus colegios protegiendo, adecentando su timidez de hombre pensativo, pintiparado, silencioso, caminando las aceras con el reluciente betún de sus zapatos negros, lanzando y danzando sus pasos mañaneros con su brillo de sol. Expansivo y autosuficiente, como si la gabardina no sólo lo envolviera como papel de estraza envolviendo su poco de azúcar, su poco de sal, su poca de harina, si no que lo metiera en sí mismo para así ir todo el camino en el aislamiento de la meditación, en un ir preparando las clases a cada paso dado, de ir haciendo el cada día de las cuentas de sus matemáticas, con su carpeta de escolar bajo el brazo y el cigarrillo “Águila” aún apagado entre los labios, tal si llevara un termómetro que le fuera midiendo la temperatura de los problemas de los números en sus altos grados de la fiebre o en sus bajos mínimos del frío; luego encendía el cigarrillo e iba dejando por el ambiente un aire de humos que olían a quebrados y raíces cuadradas, y dejando por las paredes las siempre incógnitas de la equis.

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Por el Camino alto, y sus puertas verdes, y sus aulas como de prestado, viejas, septembrinas, húmedas, atemporales, o por los Grupos, con sus flamantes nuevas construcciones, saludando a los maestros de las aulas: a la palmeta de don Manuel Montilla silbando en el aire su cosa de tragedia con sal y vinagre, a los cantores canarios y jilgueros de don Rafael Garrido en el zoo peculiar de las paredes ,a don Antonio Recuerda, en su óptica medieval, conventual y Calatrava, a la pretecnología con escayola y cáscaras de nuez de don Rafael Callado, al estiramiento con gafas y delgadura de don Enrique Vallejos, a la voz grave y concejal de don Ricardo Jurado, o a la campechana de caza y diputación de don Emiliano Vallejos, a la lógica romana y griega de don Domingo Ballesteros, al lenguaje de las oraciones simples y compuestas de don Ángel Millán, a la geografía de los valles, los ríos y las cordilleras de don Eduardo Barrionuevo, o a la componenda otoñal de la historia y sus quehaceres codificados de don Joaquín López. El desfile de los maestros por los pasillos que daban a las aulas, con sus chimeneas sin encender y un frío de sabañones, y don Luis Cabeza envuelto en su gabardina y en sus matemáticas, estando pero como sin estar, ofreciendo pero a la vez aislando como maestro que sólo sabía estar en los números, en los números del gran pedagogo, del maestro ejemplar, el que enseñaba las matemáticas de verdad, sacándole a los números sus murmurios clásicos, sus mensajes ocultos y sus cosquillas con trabas.

Por el terremoto de 1969, que quizá fuera 1968, cuando don Luis Cabeza llegó destinado a Porcuna como destino, hogar y aula definitiva, y al que todos agradeceremos siempre su gran presencia de maestro sabio y sin libros, estando en el habitáculo de las escuelas del Camino Alto, por aquel temblor de tierra, a su aula, donde daba sus clases de matemáticas, se le abrió una raja a la pared que iba de punta a punta, como si en ella hubiera quedado dibujado un rayo de tormenta, de donde parecían salir una especie, o una suerte de manos con cuchillos abriendo las paredes como abriendo en canal y rojedades un cochino de matanza. Don Luis llamó al maestro de obras del Ayuntamiento para que este verificara la gravedad del acontecimiento, y, mientras los pelones de los extramuros y los rubios del centro recitaban catequistas el dos por dos son cuatro de la tabla de multiplicar en herencia de las matemáticas de don Clemente Fernández, el maestro de obras dio el visto bueno para seguir con las clases…

No obstante, don Luis, como quien quería aislar del peligro a la plebe de los alumnos del flequillo franciscano, cabezón, cabal, cumplidor, personalísimo, amante sin límites de su profesión y de su alumnado, y como jefe de su aula, ordenó la puesta en pie de los chiquillos, los sacó a la calle de los colores verdes, los alineó matemáticamente en la recta ilimitada de la fila india ocupando las aceras de piedra, y se los llevó para las escuelas de los Grupos, ante la estupefacción del maestro de obras, de los maestros de las aulas y de todos los ojos de los mirones que miraban a don Luis Cabeza como si estuviera llevando a los alumnos a una excursión de día de campo por los cantones del Balbina para enseñarles las otras consecuencias de los números, las de la geología y la de la botánica.

-A ver, usted, don Alfredo ¿Me haría el favor de salir a la pizarra y descifrar el enigma de la equis?
-Es que…
-Es que ya estamos en el es que de siempre. Y con un es que, difícilmente se pueden aprender las matemáticas.
-Es que…

Don Luis Cabeza exhortaba a sus alumnos con sus proclamas socráticas, como guía que, más que estar rodeado de alumnos de chupete, estuviera rodeado de avanzados aprendices de sabio. Don Luis Cabeza lanzaba su perorata y su retórica griega, para alumbrar más que deslumbrar a los zoquetes de las ensoñaciones o la escuela como obligación, y no admitía el es que de la excusa, del no estudio, la excusa del no puedo, la excusa del no siento, la excusa de la vagancia, ni la de la pereza, ni la excusa del día de aceituna, y se lanzaba raudo, ético, lenguaraz y conciliador a contar a los alumnos la sensación de su vida, por el día en los campos, por el día en la botonera del sindicato, por el día con los gallos y las gallinas, por el día con su sol y con su sombra, y por la noche, la lamparilla sobre la mesita de noche, los ojos urgentes y enrojecidos como lumbres de chisco, los codos hincados sobre la madera, como unos clavos de cruz, y venga a estudiar y a estudiar para alcanzar la meta del futuro con provecho, del esfuerzo como lema, de la sapiencia como ciencia y como conciencia, para hacer del mañana, sino un mañana de luz, sí un mañana sin sombras. Las diatribas de don Luis Cabeza dibujando en los caretos de los alumnos una mínima de luz para evitar hacer del mañana, un es que… con analfabetos:

-Nanai de la china que me vengáis con el no puedo, con el no siento, o con el ajetreo de las limpias de hierro. Quien quiere puede aunque no quiera y aunque no pueda…

Y perfilaba en el aire las redondas volutas del humo de su cigarrillo como una nube de ensueño que lo dibujaban sabio y celestial, como una aparición exhortadora y sagrada, mientras por las ventanas huían los humos, buscando nieblas o perfilando nubes.

-Don Alfredo ¿Qué hace usted que se lo ve tan ensimismado?
-Escribía unos versos.
-Me parece bien, y bien está, pero déjelo usted para la clase de lengua donde los versos encontrarán mejores momentos y más elegantes vestiduras…

Treinta años de don Luis Cabeza en sus enseñanzas de las matemáticas. Años en que se confundían los números con las rimas en esa cosa lírica que tenían las matemáticas enseñadas por don Luis: el poeta de los números. Treinta años de entregado maestro que en la enseñanza ponía su vida para hacer de su servicio- pues servicio era, y por servicio, a parte de amor, lo comprendía- la forma esencial de sentirse vivo entre tanta vida nueva, y hacernos sentir vivos a los cientos y cientos y más cientos de alumnos que hicimos de don Luis Cabeza el maestro predilecto, ese que ordenaba cerrar los libros para escucharlo y mirar a la pizarra donde del negro de cantera colgaban como espumillones de plata de Navidad las cadenetas de los números, los escalones de los problemas matemáticos, como una abertura de ventanas que dejaban las cuentas resueltas y poderosas.

Maestro ejemplar que dio a Porcuna sus números magistrales y lo magistral de su enseñanza, esa sangre que le hacía las cuentas por las venas, ya azules, ya rojas, ya blancas de tinta blanca, y así, cuando don Luis Cabeza se sacudía de las manos el blanco de la tiza, y nos decía un esto ha sido todo por hoy, don Luis Cabeza recogía su carpeta, su cajetilla de tabaco, su mechero, que sin ser de yesca, de yesca parecía, le descifraba a la regla los laberintos de las rayitas hasta vestirla sólo de números, se colocaba sobre los hombros su gabardina añil o su gabardina gris, miraba para los zapatos la nieve de una escarcha caída de la pizarra, pensaba que, de vuelta a casa, a los zapatos les vendrían bien una nueva pomada de betún y una caricia de cepillo, y enfilaba los caminos de las aulas buscando la aula siguiente, los pelones siguientes, los siguientes sabedores, o la puerta de la salida, en esa libertad del maestro solo, ausente, ensimismado dentro del abrigo de su gabardina. En el espejo imaginario de su cabeza ordenaba la brillantina de sus cabellos, le daba brillo a la frente con un pasarse la mano, y decía a la escuela un adiós muy buenas mientras una aureola de números celestiales le dibujaba un mundo de estrellitas contadoras.

Don Luis Cabeza pregona sus números por los rincones, como si fueran canciones sacadas de un romancero andando el cuartel de invierno de las aulas amarillas. Las razones de las trillas vistiendo las matemáticas de secuencias acrobáticas en el circo de la pizarra. Don Luis con la zamarra de los papeles a mano, maestro lanzando salmos de estrellas y prímulos blancos. Maestro de los sopapos a las testas de las tizas. En las aulas catequistas del aprender cada día, las luces de la armonía, la esencia de los esfuerzos. Sacristán de los maestros en el campanario leve de su gabardina breve como una oración con sentencia. Pensador de su cabeza, proclamador con palabras, en esta hora tan larga de tu gozoso retiro, te saludan los suspiros de tus niños del ayer, aquellos que sin saber el porque de toda escuadra, sacaron brillo a la cuadra de la mula y el jumento para agradecer tu esfuerzo en la enseñanza suprema. Maestro de los esquemas y los números redondos. Maestro de los esbozos sudando su tinta china. Pregonero de las rimas cantando en los numerales sus recuerdos otoñales, sus sentencias maternales de aquellos tus esponsales con los niños cabezones, se agradecían madrugones, calores y tempestades. Matemáticas de aves volando de nido en nido. Los rostros de los chiquillos aprendiendo tus saberes. De aquella isla sin leyes tu voz descifrando entuertos. Maestro de los Maestros, matemático con rimas, a tu estatua se me arriman las estatuas más pensantes. De piedra hiciste diamante para el brillar de los nombres, y en este ahora de hombres te aprecian aquellos niños, si ayer de blanco y de armiño, hoy, en la infancia irreal, de ser hombres sin edad mirándote en la pizarra.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
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