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Franciso Manuel Moreno, el Casero de Cortijo

Francisco Manuel Moreno Quero “El Pancho”, “El Pancho abuelo” –al que le vamos a quitar las comillas porque no se comprende su nombre sin su nombrajo- el rey de los Panchos, el sultán del sultanato blanco de los cortijos, la esencia, la ciencia y la conciencia de los Panchos corraleros, en la fotografía del cortijo de los Borregos, por la carretera de Córdoba, no sostiene un cigarrillo de picadura , como debería ser, pero se le supone, al igual que se le supone la inocencia y el pecado concebido, o la sorna con cencerro; quizá se le haya caído de la boca y haya resbalado sobre la inmaculada camisa blanca de maestro escuela, en sus domingueos de perol y buenas charlas, de don Antonio Recuerda Burgos, mientras éste coge del perol, que tampoco se ve pero también se supone, una tajailla de conejo frito al ajillo, preparado por el Pancho, con primura y campechanería de chisco y trébedes de hierro, con la cualidad cocinica en sus mínimos esenciales de cortijo.

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Fotografía: Antonio Recuerda
La fotografía es fechada fotografía, por el almanaque que, colgado de la pared, cuenta los días del santoral, uno a uno y sin equívoque, y habla en el año de 1974, en un mes que se le supone en su primavera, o quizá en su otoño, donde todo el personal parece estar de cacería, de campo o de veterinario, y aparece Francisco Manuel Moreno Quero, el Pancho patriarca de los Panchos, adornando la estampa con su presencia de santo inocente narrada por Miguel Delibes, al que sólo le falta una milana bonita y negra para hacerlo filmografía, sin que por su cabeza esencial y traslaticia , aparezca la escena de dar horca al señorito como hiciera Paco Rabal al Juan Diego de pandereta y de mala leche. Cejijunto, bonachón, simple, servidor, agradecido, analfabeto en las letras, doctorado en el contar de los dineros, en su pantalón de pana y su camisa de cuadros con lamparones de pringue, con su chaleco abrochado y su casquete de sol, y su sonrisa vieja, desdentada y guasona ofreciendo al fotógrafo, que tampoco aparece, aunque, también se le supone, una imagen para la historia del casero con soltura pícara y agradecida y con trampa.

Por Porcuna ya es una muerte el desfile horizontal de los cortijos blancos, de aquellos cortijos blancos que se alumbraban como una luz artificial, ante las contemplativas miradas desde las altas atalayas. Pero, hubo un tiempo- y no tan lejano tiempo- en que, los cortijos, más que estampas contemplativas y recreativas, más que bucólico ensueño retrospectivo, eran toda una vida de casas habitadas, en el más allá de los quehaceres agrarios.

A los cortijos de Porcuna, se los contempla hoy como si se contemplaran castillos medievales, venidos a menos por el transcurrir desidioso y abandonativo de las componendas actuales, modernas e intrascendentes. Un más allá arqueológico y aún, sutil, cuanto variopinto, al que se le presta la mirada sintiendo que, en el fondo, se está contemplando una tumba, una tumba blanca con un niño muerto y una cruz de vareta de olivo a la que , de pronto, le nacen hojas, como resucitando conciencias, y una floral ornamentación de vegetales agrarios, feraces, bosquimuertos, bosquivivos, ocupando los espacios donde tantas vidas se dieran, quizá almas que retornan al lugar de sus trabajos y de sus recreos. La salvaje aventura de la naturaleza, la gran usurpadora de las realidades antiguas, es la gran invasora de los abandonos, dando telón nuevo a las nuevas comedias y a las nuevas aventuras. Donde un abandono hay, siempre hay una planta salvaje naciendo, ocupando el usurpado lugar que les negó las piedras y les cegó las vidas. Donde el abandono se retrotrae a los derrumbes clásicos y al desasosiego de las voces olvidadas, siempre hay una higuera ascendiente, introduciéndose por las paredes, echando raíces extrañas donde todo era piedra, cal blanca y voces hablándose, adornando en inconsciente adorno las abandonadas estancias. En el lugar de la cama vacía, una mano verde brotando de las paredes, como si asomara un agua o una inquietud de humedad serpenteando, fantaseando las paredes, vestida de nocturnas salamanquesas, blancas, pegajosas, adormecidas.

Los abandonados cortijos de las cinematografías horizontales de Porcuna, nos enseñan piedras como si nos mostraran cruces o nos desnudaran su almas parcas; las almas parcas de los cortijos abandonados, esas banderas blancas ondulando hoy a media asta, enlutadas en su blanco luto moro. Un adiós con cicatrices y con rasguños, como suele ser la vida.

Por algunos de aquellos cortijos de ayer: la Malena, san Pantaleón, los Borregos, o alguna cortijada de Arjona, de esas que lindan con Alharilla, anduvo Francisco el Pancho, en sus aconteceres, en sus guardas, en sus tareas y en sus vigilias, e imaginarias, en sus mantenimientos y en sus manutenciones. Día y noche en el de aquí para allá de las labores solitarias, y algunas compañías trabajadoras, de esas de las temporadas, de cereales o de aceitunas. Manos que abren unas puertas por ver si hay gentes, manos que abren unas ventanas por ver si hay lluvias, alma que socorre ausencias, voz del decir los buenos días como saludando al viento de nadie, al sonoro viento de los animales de pluma; repartir las ofrendas del café con leche del puchero, agrio y feroz, transatlántico; el mediodía de las migas o unas carnes fritas en sus ajillos cuando visitas había de los domingueros visitantes de los cortijos, cuando no, un puchero de garbanzos o un avío de potaje con habichuelas, lentejas o panezuelos, y una cena nocturna de sopa de ajo y una bienaventurada longaniza de chorizo o de morcilla.

Francisco Manuel, el señor Pancho, el señero Pancho, el Pancho rural y cortijero, el vigía y el faro blanco del cortijo solo, el Pancho con trascendencias de nombre más que de nombrajo, porque, al señor Francisco Manuel sólo podían nombrarlo con su mote, como si fuera un seudónimo, o más que seudónimo, sinónimo de su nombre propio, para que hiciera caso del nombrarlo. Que así, si uno le gritaba “¡Francisco!”, el Pancho creía que era otro el Francisco al que llamaban; y tal cual si se le llamaba Manuel; el Pancho seguía por su camino sintiendo que, los nombres que pronunciaban, no eran sus nombres, sino nombres extraños que nombraban a otros; un algo que no le pertenecía.

Sin embargo, cuando alguien gritaba “¡Panchoooo!”, así, con su sonoro final, el Pancho caminador de las calles de Porcuna, o el Pancho sentado en el poyete de piedra del cortijo de los Borregos, por ejemplo, levantaba la vista: si el declamante era señor sin tronío, decía un aquí estoy, sabiéndose reconocido en el apodo, y si acaso, el llamado al Pancho venía de señor con posesiones, don Francisco se levantaba de la losa de piedra, se quitaba la boina o el sombrerillo, y lanzaba un servidor para lo que usted mande, haciendo inclinación y reverencia, copiada en la impronta de las genuflexiones reales, llevadas en la sangre con una sensación de perezosas aquiescencias.

Por el cortijo de los Borregos, el Pancho abuelo ejercía la extraña y antigua labor de casero, esa guardia y guarda cortijera reservada a los ancianos de campo, a los sin paga del gobierno, o a los que, la pobre paga del gobierno no daba más que para unas simples habichuelas de las que comer al mediodía, y a la noche, con su poquillo de cebolla y su poquillo de naranja, prepararse un “sucio” campero y de verano, cuatro eructos, un cigarrillo fumado a la luz de la siempre luna solitaria en la noche de los cortijos solos, y una oración gramatical, aunque fuera parca o nula la gramática, y silencioso el rezo. Así luego, entre la paguilla y los cuatro duros que el propietario de la cortijá le daba al casero para tenerle puesta al día la confianza y el arreglo y el apaño de la casería, el casero Pancho iba así tirando de sus horas, de sus días, de sus meses y de sus años, hasta que la vejez extrema, el cuerpo cansado, o algunos ahorrillos rejuntados bajo el colchón de lana, o en la caja fuerte bajo un ladrillo, el casero abandonaba el cortijo y se volvía a Porcuna a gastarse los últimos años de su vida en las muchas compañías que compartir y en los muchos cuentos que contar.

Tiempos aquellos de los caseros de cortijo. Cada cortijo con su casero, como cada oveja con su pareja, en un amorío eterno que hasta se podría tener como un amor verdadero. Un casero a las puertas del cortijo dando los buenos días y enjabegando los arreglos, las limpiezas, los cuidados y las composturas, para que todo el cortijo reluciera como cortijo señorial con vivencias y jolgorios de campechanas bonanzas y alegres celebraciones para tan celebradas estancias.

El cortijo de los Borregos, el cortijo de don Juan Pulido, donde sitúo al Pancho en sus quehaceres de guardián y mantenedor, era una conciencia, y casi una creencia, blanca, llena de soles y cachivaches de exposición trascendental. A la puerta su poyo de piedra, para el descanso o para la contemplación del bochorno de los caminos andariegos, por donde iban y venían las gentes con sus tareas de las hoces y de los jumentos. A la sombra un porrón, y haciendo toldo de bosque, un par de parras cruzadas.

-Dios guarde al señor Pancho casero.
-Dios me guarda, y unos cuantos avíos de corral.
-¿Hace bien el señor casero en darnos unos tragos de agua?
-Hace bien, si se llegan al pozo, que la cubeta está puesta y es el agua más fresca que el agua del porrón. A quinientos metros lo encuentra.

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Fotografía: Francisco Garrote

Al Pancho abuelo se le llega el poeta para que le enseñe el cortijo de los Borregos, y el Pancho abuelo, amable, dicharachero, silbándole las palabras por el puente hueco de su cariada y amarilla dentadura, me lo va mostrando como si me estuviera ofreciendo a los ojos un ajuar de novia; abriendo al poeta el escenario de sus cuidados, de sus duermevelas y de sus ensueños, quizá también de sus engaños o de sus leyendas antiguas.

La cocina-salón-comedor. Una mesa con hule y cuatro sillas de anea descompuestas y pegajosas como tactos de plastilina. Un chisco siempre ardiendo, en invierno y en verano; si en invierno con arrimo, si en verano con sudores. Aquí se hacen las migas del mediodía o los fritos con ajos, para el Pancho o la acompaña de trabajadores de la hacienda, o para los invites del patrón en sus saraos cortijeros de mandamás con gitarras. Si migas son, con paleta, si carnes fritas con churrascas y olores veterinarios.

En la cantarera dos cántaros mochos, como es preciso, sonando a hueco o a desvencijo como almas sin salvación, o asesinos sin entrañas. Bajo las tapaderas de corcho, el pequeño mar de sus aguas; cuatro arañas en sus telares, y una fila de hormigos desfilando su dieciocho de julio bajo el amparo arrimero de las paredes. Un par de estampas flamencas en sus marcos de madera, los almanaques del año o de otros años pasados, y un candil con su pabilo de algodón y su aceite frito; una alacena con ajos, cebollas y tomates, cuatro chorizos secos y dos morcillas con sus blancos y con sus verdes; unos saquejos de tela con garbanzos, habichuelas y lentejas con chinos; cuatro platos, cuatro vasos, una navaja sin barba y un cuchillo sin dientes, dos cucharas con rebabas y dos tenedores mellados, y sin más servilletas que el oscuro manoseo sobre los pantalones de pana. Una garrafilla de vino de la Montilla loperana refrescándose al frescor envolvente de las piedras, y una ventanilla al sol por donde el Pancho sentencia el transcurrir de las horas al estilo antiguo de las tribus sin relojes, y olfateando el aire, presiente lluvias con truenos o vientos solanos meciéndose en los olivos.

Por la parte alta del cortijo sus dos cámaras con vigas: una con su catre, su colchón y sus sábanas estampadas, un poyete para poner las horas del reloj de bolsillo, un perchero sin ropas, y sobre una balda de yeso las mudas del vestir, las dos precisas, las del quita y pon, las del hoy para mañana, en un hoy de ahora y un mañana mensual. Y en la otra cámara, las alpacas de la paja y los sacos del grano, veinte melones colgados por las puntas de las vigas, como ahorcados con azúcar, y cuatro o cinco ratones haciendo de los sacos, coladores y derrames, y de la boca del Pancho, maldiciones sin pecado.

Abajo del comedor, la cuadra con la borrica y otros jumentos de jáquima que guardar. Serones, aguaderas y angarillas, y sacos sin cereales primorosamente amontonados como si fueran telas de vestir exhibidas en los estantes de la tienda de Peña o Raspavelas; mucho estiércol por los suelos, cuatro palos con sus costras, y un par de garrafillas con sus aceitunas en aliño. Por el corral, el huertecillo para los apaños propios o los manejos del patrón, con sus cuatro tomateras y sus cuarenta lechugas, unas matejas de ajos y otras cuantas de cebollas, el verde mar de las habas y una higuera con higos, un granado sin granadas y unos soles de membrillo, dos manos de perejil y un cuesco y cuarta de hierbabuena, y un rosal con cuatro rosas y muchos pulgones verdes.

Una pila de piedra para el lavado de la ropa y el refresque de los cuerpos. Una cubeta de lata y mucho vallado de piedra. Veinte gallinas ponedoras sobre los palos del gallinero o sobre los nidos de los huevos: unos pocos para el Pancho, todos los más para el dueño o las compañías gustosas de los huevos de corral, y un gallo encrestado y macho haciendo la rueda del apareamiento dibujándole a sus alas los cuatro pasos de las sevillanas; quizá alguna cabrilla para la leche del despertar o el queso de las cuevillas, y algún cochino con moscas gruñéndole al aire la esperanza de su jamones.

El Pancho mira el horizonte, contempla al sol como si fuera un dios con cronómetro y se dice: “las doce van a dar”. O sentado en el poyo de losas de las noches solas, diciéndose para sí “empenas que la luna pose su brillo sobre aquel monte, será la hora de buscarle a la cama el huequecico del sueño…”

Por las mañanas el madrugar temprano del Pancho en sus despertares y en sus guardias, un Pancho cantándose a sí mismo el cantarín despertar del gallo. Por los olivos unas trampas con sus aludas nerviosas aleteando sin tino lo imposible de su escape. Cuatro pajarillos y dos zorzales aleteantes, y algún pajarillo del agua que equivocó su alimento y su volar, muriendo sin el regocijo de ser carne de cazuela sino carroña para los mochuelos en las noches tenebrosas de los autillos y los aullidos de lobo; quizá hasta de las santas compañas, de las que sin estar están, como las meigas gallegas, en todas las supersticiones de los caminos sin almas y de los campos con sombras y con espejos. El Pancho viejo recorriendo las trampas y metiendo aves en sus alforjas de tela. Y en la vuelta a la cortijá pelando de las aves sus plumas, y sembrando un camino de alas, como si de repente, todos los ángeles del cielo se estuvieran desplumando o cambiando de camisa como las bichas de los mojones. Y por aquí unos espárragos, y por allá unos alcaparrones, y unas espinacas de lindón, y unos cardillos por los humedales o unas collejas de vieja brillando bajo un olivo.

Cada dos semanas venía el Pancho a Porcuna en busca de su forastería, para cobrar los cuatro duros del casero, y a cada primero de mes, su pequeña pensión del Estado. Para esos menesteres lo acercaba a Porcuna, en su cochecillo moso, Santiago “Peluso”, que andaba en la manigerías del señor Pulido. Y ahí lo tenías al Pancho, ufanándose en su paga y en su esencia cortijera, como un mandamás de voluntades, desde las cinco de la mañana a la puerta de la Caja de ahorros para cobrar los billetes y contarlos uno a uno, de un bolsillo a otro bolsillo hasta acertar con el montante definitivo. Y aprovechando que estaba de visita por Porcuna, coger a sus tres nietos, el Francisco, el Antonio y el Manolín- la Conchi se escapaba por ser hembra, y con todo…, enfilarlos en fila india desde la Cruz de la Monja, hasta la de Alférez Gallo, para llevarlos a pelar a la barbería de Emilio “El Morito”, donde este les hacía un cero de maquinilla que los dejaba pelones como guijarros de río, y devolverlos al hogar “pelaos decentemente, como se pelan los hombres” Y si la visita coincidía con la Feria real, el Pancho se llegaba hasta la cuevilla garita de la Torre nueva, donde el forastero de turno ponía su colección de pavos dentro de sus cajas de madera, para comprarle a su Ana, de los pavos, el más grande, el de más kilos pesar, aquel que no se puede en la mano ni en el peso de la romana.

-¿Le viene a usted bien este pavo de aquí?
-Mejor me pone el otro pavo de allá, que paéceme más hermoso y hasta más garrampón y con más carnes.

Y en el puesto del melonero, el melón con más tronío y la más hermosa sandía. Y así se iba el Pancho, cargado de pavo y cargado de melón y de sandía cargado, exhibiéndose por las calles con las campechanías de las querencias: “Pa mi Ana, pa que pasen la Feria”, porque, para el Pancho, en su Ana se agrupaba los todos de su familia, y cabían en ese nombre, la gallardía de su yerno, “Pitilillo”, y las diabluras de sus cuatro nietos: la Conchi, el Francisco, el Antonio y el Manolín.

Y así hechas, cumplidas y satisfechas, las faenas porcuneras, volvíase el Pancho al campo de su posada, si con buenas, en vehículo, y si con ganas de andar, caminito para abajo hasta dar con el cortijo, sin más prisas, que unos sorbos de agua en una fuente y una brizna de arrezul endulzándole la boca, y hasta un poco de tomillo saliéndole por el bolsillo de su camisa en plan lapicero sin escritura.


En todas las horas solitarias, el Pancho en sus diatribas de casero convincente, consecuente, parlanchín y laborero en su media lengua varonil y grave de ave nocturna en blanco nido. Si un mochuelo cantaba, el Pancho le respondía con soltura de imitador, caricata y compañera. Si una rana en su croar dábale amor a una charca, el Pancho croaba solo sus imposibles romances de sonámbulo solitario bajo la sola noche de los negros.
Contemplando el horizonte de Porcuna, alumbrado de bombillas como estrellitas centralizadas y hogareñas, al Pancho se le callaba una lágrima, se le escuchaba una queja, o un cansancio de soledad y de vejez con apuros. La vejez solitaria por los cortijos solos: “Y si de repente me pongo malo. Y si de repente me caigo. Y si de repente me muero. Y si de repente…”. La vida del casero de cortijo estaba siempre escrita en el “y si de repente”, por eso, cuando amanecía era el brillo del sol la vela mariposa que endulzaba los malos augurios y presagios de la noche sola. Y así, su mayor alegría consistía en ver ese llegar, por los caminos del polvo y los cardos borriqueros, las comitivas de los labradores, bendiciendo en el buenos días saludador, la dicha de la compañía, o la sola dicha de la palabra pequeña, como un apretón de manos, que se daba como sintiéndose a uno mismo…

La muerte de Franco la celebró Francisco Manuel Moreno, el Pancho, ya en Porcuna, comiéndose un perol de pajarillos fritos con sus dientecillos de ajo, por su casa de la calle el Yerro. Nunca muerte fue en el Pancho mejor celebrada, como un banquete de boda, ni mejor convite ese crujir de los huesecillos blandos bajo sus dientes, más blandos todavía.

-¿De fiesta anda el señor Pancho?
-Una rifa que me tocó anoche, ¿Sabe usted?; más que celebración con campo santo.
-Una rifa con presagios, señor Pancho.
-No se ande usted a las malas, compadre, que el comer pajarillos, sólo ha sido coincidencia.
-Pero, coincidencia con carnes golosas, que no es coincidencia mala.
-Siga usted su camino, buen amigo, y déjeme con el gusto de mi perol y mi traguillo de vino.
-¿Acaso no invita usted a un pajarillo, no más que sea en sus patas?
-Acaso podría; pero se va a dar el caso que no.
-Pancho casero de los Borregos, parece usted, creyente aún de su soledad. Y mal arreglo es ese para la convivencia entre gentes vecinales.
-Más malamente es pedir lo que bien sabe que no va a catar.
-¿Ni tan si quiera para celebrar, en convite, el fin de la tiranía?
-Celébrelo usted con vino y de sus dineros, en la taberna de Pacharca, a la vuelta de la esquina.
-A eso iba, para echar el medio día de las lloviznas sin tajo. Pero mal se gusta el vino con aperitivo de aceitunas y avellanas.
-Tire usted p’adelante, buen amigo, que le va a echar el mal de ojo a la cazuela y se me van a pegar las aves.

Al poco tiempo de dejar definitivo el oficio de casero del cortijo de los Borregos, y ya el cortijo en otras manos, en otros dueños y en otros señoríos, Francisco el Pancho, ya en Porcuna, y tras una breve estancia en su casa de la calle el Yerro, de donde sacó a su hija Ana vestida de novia, blanca y virginal, el Pancho se mudó para el caserío de la Casa grande. Le compró la caseja en su número cincuenta a Rafaela Moraleda “La Capota”, vieja de moño y atranques, quizá de brujerías con lutos, y para acabar con sus ahorros de toda una vida, le compró a su hija Ana, de la Casa grande, su número cuarenta y dos, la de Misericordia y “El Beato”, para pasar así a ser multipropietario de dos casas con sus dos cuadras y sus dos estercoleros, unas chumberas en vallado para los higos chumbos a la mano, y un aire de cortijá reviniéndole a las mentes ; su alforja campesina de vecindades con principios independentistas, y esa cosa de hermandad y cofradía con santo de varear, que hacía de la Casa grande una convivencia sagrada, de la que, pronto, el Pancho se convirtió en caporal, sacando a la calle su mesilla baja con su jamón en lo alto y su botella de vino, y entre corte y corte del rojo manjar un mirar a la gente como si mirara gallos o mochuelos sobre los vallados de los cortijos: todo susurros y músicas extrañas, aunque ya, la Casa grande había despedido a muchos de sus vecinos del ayer primario, algunos para el cementerio, y otros para los Alicantes y las Valencias, e instalara e instaurara el Pancho abuelo en sus adentros del Corralón, su hendidura, su acervo, su esencia de poltrona , y una duda que iba de la filantropía a la misantropía, en el reojo del abuelo y las buenas maneras de sus descendencias. Por la Casa grande, el carisma y la ayudantía de la casta de los Panchos, sembrada ya como en posesión eterna, predestinada, profética, hasta formar su pequeña historia en sus nuevas convivencias, que ya era la pequeña historia de todos, la compartida. Hasta el fin de sus días, hasta el día en que Francisco Manuel Moreno, el Pancho abuelo, decidió su hasta aquí ha llegado todo, se lió la manta a la cabeza y se fue para el campo, lleno de romanticismo y de tragedia, como si, fuera de su cortijo de los Borregos, el Pancho, más que casero de su ave solitaria, fuera una flor que se mustia sin poder ya adivinar, a la contemplación del sol, el trascurrir de las horas o la venida de las lluvias.

Sempiterno escanciador de la luz de los cortijos. Por la muerte tus tres hijos, una viudedad con canas y una hija Ana salvada de tanta muerte imprevista. Casero de las cornisas y los vuelos de los grajos. En el arriba de abajo tu presencia complaciente. Francisco Manuel durmiente, Pancho en el gritar tu nombre. Casero de los escondes y las noches solitarias. Si al mediodía guitarras a la noche las chicharras como música celeste. Guardián de nomos y duendes, guardián de pollos y olivos, a la vera de tu olvido nació una luna gigante. Soledad de las cambiantes inquietudes de las noches. Por compañía los fantoches susurros de los recuerdos, por el ayer de los yerros, por el hoy de los corrales. Pancho cantor de las aves y los dedos musicales. Refranero de esponsales en el ayer de su ciencia. De la pena sinvergüenza tu bravura de hombre pardo, en el brillar de los barros, en el sudar de las parras. Cortijero de las guardias y los porrones con vino. Gracejo del señorío y las visitas de alcurnia. Tu media lengua de bruma, tus torpes dichos sin aula, el buen hacer de las guasas campechanas y santonas.

Por el ayer se me asoma la sombra de los cortijos, donde tú diste cobijo al ti de ti y al de todos. Cabezón, como buen Pancho, y como buen Pancho ofreciente, en la mano de un creyente en corazones con velas. Por el ay de la escalera asoma tu resonancia. Pancho de campo y de cueva, Pancho de juerga y saraos, beneficioso abogao de las causas más perdidas, caprichoso con la herida, complaciente con el mote, en este dicho estrambote tu presencia corralera, siembra de Panchos las eras, las escuelas y las calles. Casta de un galgo con llaves, costa de un río sin agua, en esta hora tan larga de escribir de ti tu estampa, abro del álbum del alba tu rancia esencia con foto. Quien te vio por estos cotos de la caza solitaria, siente por ti una soñada sensación de haber cumplido, y si un día, los dos vencidos de esta vida y de estos trinos, coincidimos en un sino de algarabías o ruegos, nos iremos a los Borregos a comernos unas migas, como dos almas amigas que regresan a su casa.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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