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Pedro Carrillo: desnudos e Inmaculadas

La calle Marconi se recorta en su media luna mora, menguante o creciente, según se mire, según se sienta o según se resuelva, si es esa media luna la media luna del amor, la media luna del duelo con negreces o la media luna de la locura con éxtasis contemplativos y creadores, o puede igualmente jugar al florido juego del hipnotismo fascinante, dejándose caer por lindones de canteras y antiguas medias hazas de huertos para los puestos de la Plaza de abastos y de habares con sus blancos y con sus verdes, del avío personal o la venta al vecindario, que daban a la calle Marconi un dibujo, desde la lejanía, de ocres y de verdes con alguna lindura roja de amapola dibujada en el campo por algún espíritu de Van Gogh revenido en porcunero.

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Fotografía: Luisi García

Desde el santo patronazgo de San Benito hasta la locura genial del gronzonaguilera de las piedras labradas en arquitectura, la calle Marconi se encierra en sí misma como dama con rebujos y remilgos, o se abre en abanico ferial, circular y colorido para dibujar en el horizonte de las águilas o de los ojos con sombras la cara menos vista de Porcuna, la más virgen, la iniluminada, la que sólo se siente si es su suelo bajo los zapatos, la tierra firme del aposento, el latido magistral del bastidor con bordados caracoleando un todo de presencias, y no de presentimientos, y con muchos augurios de bonhomía.

En los buenos años aquellos de Pedro Carrillo Serrato, “El Sordo Serrato”, aquel del dicho filosófico, campechano y magistral del: “Un padre tiene derecho a mantener a un hijo hasta que se jubile, sino, que no lo hubiera hecho…”, sintiéndose la vida en Porcuna en los años sesenta y principios de los setenta, la calle Marconi era un desplomado de canterillas, tierras plumas, lejíos, baldíos, huertecillos y balates , con el dibujo desértico de las chumberas de los higos chumbos y unos cuantos peñones rebailaores, hasta formar un todo de extrañas pirámides sin sepulturas, o, aparentemente sin sepulturas, que nunca se supo si bajo el gran Peñón Rebailaor quedó sepulto algún pastor de cabras, algún aguador de aguas del Pozuelo, algún hortelano con almocafre o algún mozo en ofrendas amatorias, sentado al sol de la tarde deshojando margaritas blancas.

El blanco y negro, de la calle Marconi se alumbraba en un terraplén de extraños verdes antónimos de las yerbas de los trigales, el verde marino de los plantíos de habas, con sus toques de extraña luz cuando en la flor, el verde de los pencales ocultando el dulce embarazo de los alcauciles, el verde miel de las chumberas anunciando en sus amarillos los agradecidos meloncillos de azúcar, o ese verde caminero de los pelúos procesionarios, enganchados a ellos para no perderse por los caminos que daban a sus alimentos y a sus destrozos. Todo enculebrado sobre esas canteras que daban a un abismo o quizá a una libertad, pendenciera y desprendida de paisaje austero y en polvo que daba a un calle de casicas blancas, más camino que calle.

La calle Marconi, más que una calle, son tres calles sustentadas en un solo nombre que nombra a vecindades tan distintas y tan distantes, que, más que unión callejera por una monarquía sin corona, se nombra en varias y variadas repúblicas de tapadillo, independientes. De estas repúblicas marconitas, al “Sordo Serrato” le tocó vivir en su república principal, la que hace guiño iniciático en el huerto de la iglesia de San Benito y los deslumbramientos romanos de Obulco, llegando justo a la esquina donde la Cruz de la monja comienza en su primer número, el lugar, que, por la época de Pedro Carrillo, era el hogar de “Regalaíllo”, con su Antonio y con su Amable, aquellos niños que nunca crecieron, o que, contra más crecieron, más niños parecían. Y al fondo, a la derecha, la soledad de la casa del “Habichuelo”, solitaria y como abandonada ahí en casa de la pradera o en casa de “Psicosis”, afantasmada, soleada y quieta, con sus vacas de la leche y sus campos de trigo, recolectados por adolescentes sin camisa envueltos en el polvo amarillo de las pajas embardunadoras para el luego después de los baños del barreño de lata. Con apenas casas hasta el inicio de la vaquería de Ramírez según se subía a la izquierda, y según a la derecha, dando orilla a la casa del “Tío del tabaco”, cediendo de nuevo a un campo de huertos y bancales tras la casa del “Sereno”, todo era un mausoleo de lejíos donde iban a parar todos los desperdicios de las calles colindantes, esos que no se podían tirar ni tener en los estercoleros particulares de las casas, y eran estorbos en las cuadras y ocupantes sin sustancia, y estorbo para las manos y para los espantos de las mulas: los hierros mosos, los papeles de las envolturas, los cartones, las ropas viejas muy viejas y los cacharros rotos muy rotos. Qué de niños, en aquella antigüedad, por aquellos lejíos con yerbajos, llenando sacos de harina con papeles y con hierros que luego llevábamos hasta la carbonería de Pedro “el Carbonero”, en la otra calle Marconi, la tercera, o la primera según se mire o según se aprecie, o según se sienta,o según se entre o según se salga, para juntar las pesetas de los chuches por donde la Bartola, Providencia o Matilde; los niños del blanco y negro llenos de churretes, arañazos, mocos y lobinos de aporreauras, perdidos en los paraísos artificiales de los lejíos, arrejuntando hierros y papeles, y pisando mierdas, estiércoles de borricos y rotas piedras romanas.

Por el desierto aquel de la calle Marconi, antes de la modernidad de las casas y de las cocheras, las alegres y primarias vecindades de aquella temprana república de miradas, se unían en el todo de hacer de la calle, de ese tercio de calle de la tierra y el polvo, la calle de las convivencias, y uno se confundía por aquellas casas siempre abiertas, confundiendo a los personajes que las habitaban, haciendo un juego de malabarismos que trastornaba las castas, los nombres y los apellidos: Justo “Marrita” y Rosita, en un pareado de huertos linderos y con puesto de verduras por la Plaza de abastos, Manuel “Callao” en su manijería del capitán Ostos, con su trueque de moneda de oro, brillante y romana, por pelliza de segunda mano y saco de pan , Pilar del Pino lavando sus cosillas en el barreño de lata, los “Rubicos del lejío”, más que familia, casta vikinga de los nortes de Europa, en sus cabellos rubios y en sus ojos claros, Sacramentos “La moco verde” en sus chácharas atardecidas, Celedonio en sus entonces ocultismos socialistas soñando ya una concejalía con chaqueta de pana y pantalón de pinzas, Juan María “El Sereno”, el que ladraba a los niños que le pisoteaban su haza de verduras buscando la primera lechuga o la primera breva, con Inocencia quitándole a las matas de pencas el verde saltarín de las carrigüelas, y Saturnino, Marina y Frasquito, el “Tío del Tabaco”, y Angelita, que era la abuela de todas las casas, y en todas las casas acogida y ayudanta, en el poner un chupete o en hacer unos panezuelos, Sacramentos “la Guiñolera” en la viudedad sola de los rezos, la de las dos hijas monjitas en un convento de clausura, rezando credos y creando cremas de leche, Juan “Trilla” y Purita, y la Antonia y la Purica, y María “La Rubia” y su hijo Miguel, sordo y galán campechano en el silencio de los terraplenes con sus cardos borriqueros, sus plantas de alcaparroneras y sus nidos de aguiluchos. Y en medio de estas vecindades tan sentidas y tan de cementerio ya, necesitado, caritativo, ayudante y feliz, la inmortal y noble presencia de Pedro Carrillo Serrato, el pintor de las Inmaculadas y los desnudos, el ave marina de las manualidades y los basamentos socráticos, el mago mandarín de los azules y los colores con que se muestran las carnes desnudas, la extraña y apreciable flor en un jardín tan sombrío, el alucinado danzarín de los colores del vino y las estrellas sin plata.

A la puerta de su casa, en primaveras y otoños, protegido del sol por la locura genial de los iluminados sin alharacas ni sentidos reconocimientos, lunero de colores y figuras geométricas, “El Sordo Serrato” entretenía las tardes de las casqueras de vecindad con el hacer cortijero del trabajo manual de las varetas de olivo, echadas en agua como los garbanzos y las habichuelas para la docilidad del ablande, con que Pedro componía la barcarola genial de las aguaderas para los cántaros solicitadores de las fuentes y los pozos del agua vecinderos y arrecidos, canastas para las verduras de las cebollas y los ajos o para los huevos de gallina y cenachos de doble tapa para los mandados mañaneros de la plaza, o vistiendo desnudas botellas de aguardiente con el primor de las cuerdas de colores, o jugando al juego laberíntico de trenzarle asiento de anea a las desvencijadas sillas mientras sonreía su boca mellada a aquel Pedro Carrillo de las galanías, cuando, alto y juncal y moreno, bigote cinematográfico y mirada que intentaba encontrar del interior de las gentes sus cosas de acuarela, en el desnudo o en la iluminación, paseaba el mapamundi de Porcuna de taberna en taberna, buscando en cada taberna sus vinillo, su cháchara, su jornal o sus buenas tardes con pimienta y hierbabuena, en tanto sacaba de la alcancía de sus bolsillos las duras pesetas de la convidá, yendo, en el final del medio día, sus asientos a parar, en las sillas de anea de la taberna de Francisco “El Rano”, o de Tomás “El Guiñolero”, para el concurso de vecindad del giley, del julepe o de la brisca.

De su boca pendía el cigarrillo “Ideales” apagado, como pendían del pueblo todos sus ideales silenciosos. Las manos manchadas de verdes y de amarillos, de azules y de rojos, como un pintor de brocha gorda dado a las delicadezas de las figuraciones museísticas o las decoraciones de las paredes con el almanaque de la chiquita con la botella de anís, y una guitarra sin música en las rancias tabernas del vino y las mesas con dominó.

En aquellos maravillados, portentosos, artísticos años de las creaciones pictóricas del “Sordo Serrato”, a los niños del lugar de la calle Marconi, y a otros niños de otras calles y otros ámbitos- como yo, que visitaba a mi tíos Pilar y Manuel para ver de traerme una taleguilla de habas verdes, algunas lechugas o algunos alcauciles del huerto de los chaches para decorar la alacena de la abuela Carmen “La Coja”, o presenciar el espectáculo del contemplar la matanza de un gato robachorizos, a base de escobazos al bajar refunfuñando y en uñas las escaleras de yeso, o mantener una pequeña charla, sin más intención que poner al buen recaudo del bolsillo un par de pesetas del caudillo, desgastadas y mugrientas- entreabríamos la puerta de la casa Pedro Carrillo para maravillarnos ante las pinturas murales con que “El Sordo Serrato” tenía pintadas las paredes de su casa. Sigilosamente, mientras Pedro andaba en otros asuntos y en otros menesteres, por el patio, por la cocina, o por las cámaras de las camas del dormir y los armarios de mechinales, los niños, en zapatitos silenciosos, mudos, taciturnos, temerosos y peligrosos, paseábamos nuestras miradas por esas paredes pintadas, por donde asombraba y deslumbraba el mundo renacentista de sus mujeres desnudas, esbeltas como cuellos de Modigliani, o grotescas y hermosas en carnes como Gracias de Rubens. Paseábamos aquellas estancias decoradas en óleos y acuarelas sorprendidos por las verdades esenciales de las carnes expuestas, en tiempos donde los desnudos se tapaban con velos o con cuellos altos de cisne. Aparecían ante nuestros ojos los elegantes pechos anaranjados, abotonados en el marrón traslúcido de los pezones llamativos. Las curvas de los brazos, los cruzamientos de las piernas, las delicadezas de las manos sosteniendo ramos de novia hechos de jaramagos y margaritas de los prados. Lo levítico de los pies desnudos caminando aguas como divinidades bíblicas, el brillo de los ojos que nos miraban y nos veían asombrados y temerosos y boquiabiertos ante nuestros primeros desnudos contemplados, y los cabellos cayendo sobre los hombros en sus tonalidades rubias, como si “El Sordo Serrato” se hubiera inspirado para sus pinturas en las adolescentes “Rubicas del lejío” que caminaban la calle Marconi indefensas, alegres y hermosas, para que la mirada inspirativa de Pedro las desnudara líricas y danzarinas para ser las musas angelicales de sus paredes con óleos.

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Fotografía: Manolita Carrillo

Pasear por los portales de la casa de Pedro Carrillo, el iluminado “Sordo Serrato” de las inquietudes pictóricas, era tal cual pasear por las bóvedas majestuosas de una Capilla Sixtina en su pequeña ermita vaticana de la calle Marconi, y aquí asombraba una fuente con aquella color del agua que sólo saben crear los que sólo sienten las aguas espiritosas de la creación sin hemerotecas, para sentenciar su metamorfosis y el otro aire de los líquidos; por allá prados verdes con diminutas lunas de color que hablaban de amapolas, violetas o siemprevivas, árboles de bosques con pájaros cantando una aria imaginada , y por el alto mirar de los ojos de las desnudas rubias maravillosas, un cielo azul en la cercanía, tormentoso de rojos y anaranjados tras los óleos amarronados de las montañas.

Los niños paseábamos las luminosas pinturas murales del “Sordo Serrato” caminando paisajes, y los paisajes se nos iban mostrando como sacados de un tebeo, una historieta de catecismo hecha de carboncillo y con muchas estrellitas, o un viaje en que todos los ojos de las mujeres desnudas de las pinturas murales nos perseguían y nos guiñaban los ojos hasta mirar para el suelo.

La monomanía maravillada o excepcional, de este pintor porcunero, sin más renombre que su cara pálida y su bigote, y esos ojos asombrados y asombrosos siempre, como son los ojos de los pintores con hadas, y la soledad creadora siempre de sus manos, en las varetas, en las maderas, en la aneas y en los óleos, o en el volverlas hacia arriba por ver si le caía un milagro, con muchas rosas y con muchas palmas.

Sobre los techos unas bombillas con pecas de mosca que bien parecían lunares que Pedro les pintaba para vestirlas de romería, y aureolándolas, un paisaje que parecía cielo o un todo azul, donde manos, cuernos y limbos competían por ser cielo raso entre el blanco de las vigas encaladas.

Qué placer, más del ahora del recuerdo que del antes de la contemplación de esas cuevas de Altamira con mujeres desnudas y paisajes pasteles, mirar esas paredes dibujadas, aquellos rostros de mujer, aquellas manos de niñas, aquellos pechitos de adolescente, aquellos pubis acariciadoramente terciopelos, y aquellos paisajes que se alejaban para buscar todas las lejanías donde esconder los desnudos por si llegaba la orden del encalo o la celda de la Torre.

Por las otras estancias, tiradas por el suelo, las paletas del pintor hechas de tablas de madera, las brochas y los pinceles fabricados por Pedro con las más distintas pelambreras, botes de aguarrás y botellitas de alcohol, botellas de vino, vasos vacíos y un porrón con agua, varetas, arpilleras, aneas y sogas, un brasero sin picón esperando siempre a su Chiquita, una paleta sin manos, una mesita baja y unas flores de plástico, por donde Pedro mostraba el alma cristiana de sus Inmaculadas, tal cual las hubiera pintando un Murillo con pana u otro pintor con iluminaciones de sacristía. Inmaculadas azules y marfil mirando para el cielo raso de la estancia, colgadas de las paredes creando el museo personal intocado del pintor sin cámara y sin meninas, sin nombre y sin historia. Sobre tablones de madera, cartoné, cartón piedra y hasta en láminas de papel de estraza, Pedro oleaba la pintura académica de sus imágenes religiosas como si el pintor se sintiera ofendido ante la vista de los desnudos murales, aquellos que le servían como alucinación erótica y contemplación con erecciones: un modo secular y historiado de devolver a la carne la purpurina de los paños sin transparencias, y hasta un pedir perdón por tanta carne expuesta y por naturaleza tanta, que bien se mereciera un perdón dibujando virgencitas.

Sus Inmaculadas. Pedro de las Inmaculadas y de los pechitos de nata. Las Inmaculadas del “Sordo Serrato” parecían los desnudos vestidos en mantos azules con un mismo rostro siempre, y esta estancia de su museo, el vestidor a donde entraban las mujeres desnudas y floreadas de las paredes para tomar los hábitos y meterse a santas. Inmaculadas coronadas sobre las tablas de madera con angelitos bailándole por los pies como en un recogido de hijos con chupete que van pidiendo el pan nuestro de cada día, mientras miraban para el cielo, el cielo que miraban los ojos extasiados de las vírgenes azules.

La estancia de su museo, donde Pedro Carrillo Serrato colgaba los cuadros que nunca le premiaban, ni con accésit, el Ayuntamiento de Porcuna, en aquellas exposiciones de Feria real en el Patio de cristal de la Casa consistorial, aquellas que en tablas y en alucinación luminosa competían con las otras pinturas maniobradas sobre lienzos y otras superficies de calidad que siempre vencían en los premios, como si pareciera que los tablones de madera donde se alumbraban las murillas inmaculadas de Pedro, aún desprendieran el olor a pescado de los cajones de los pescaderos, a las que nada habían hecho las friegas con lejía ni el secado al sol sobre las paredes de cal, pero a las que se les pegaron mucha luz y alguna sombra, esa sombra crucial de los predestinados, de los artistas de tapadillo, que un día murieron y pedieron sus obras, como las pinturas de Pedro Carrillo Serrato, el gran “Sordo Serrato” de Porcuna, del que desaparecieron sus cuadros, sus pinturas murales y hasta su nombre de la pequeña historia local de Porcuna, y que hoy se rescata aquí para hacerle un guiño sonoro, desde nuestras carnes siempre desnudas, hasta sus huesos siempre inmaculados y luminosos.

Sordo por el Burdeos de la calle Marconi. Sordo de los aliolis y los vinos de Montilla. Borracho en las iluminaciones aprensivas de los oleos. Pedro de los abejorros sobre las matas de cardos. Pintor de los arrebatos de las damas sorprendidas en el desnudo de un baño. Cantor de los entrecanos de las carnes naturales. Musa de las querenciales aleluyas de los oleos. Amante de los antojos coloristas de los campos. Señor de los agapantos y otras lises imperiales. Pedro de los memoriales de los álbumes del arte. Serrato del pan aparte cuando toca inspiración. Bonhomía del amor dibujado en las paredes. Miguel Ángel con caireles y porroncillos de agua. Serrato de las enaguas guardadas en un cajón. Del cuerpo desnudador sin más lecho que la cal. Dibujante de corral con gallinitas azules. Sordo Serrato de nubes y tormentas amarillas. Campechano con morcillas y adentros de exposición. Loco del loco dolor de unas obras sin monedas.

Cicerone por entregas de un portal hacia una estancia, con Inmaculadas santas en maderas de pescado. Artista de los brocados y las cornisas con borlas. Acuarelas son tus formas de un tiempo pensando en gris. Desde el verso del aquí, cuento yo tu caso extraño, de aquel pastor con rebaños de mujeres danzarinas, del poyo de las cocinas a un azul de chimeneas. Tesorillo con esteras donde caían las gotas. Los mares de tus derrotas son victorias sin pendón. Santico sin devoción, no más que cajas de mixtos. Veor de los asteriscos de los cortijos sin dueño. Pintor en el puro empeño de decorar su memoria. Pintor sin calle ni historia, sin homenaje y sin obra. La cueva de tu memoria abre de mí cuatro rezos, donde lamenta el lamento no saber más que tu mote, Sordo Serrato Iscariote sin haber vendido a nadie, desde tu cuerpo de alambre tiende el hambre su sentencia, desde un aquí sin creencias, hasta un allá con pinturas.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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