Aposentada en su silla de anea, de las guardadas en las entradas de los cortijos, junto al lar sin llamas y las cantareras ya sin aguas en sus cántaros, en medio de la clara de los olivos, ocupando un trono aún no destronado, doña Luisa Victoria Sebastián Dacosta se asombra ante el condumio de los aceituneros mientra ella sólo come de su menguante talega, su huevo duro y su naranja de sangre y unos sorbos de agua en vaso de cristal, mientras los aceituneros de la vara y el fardo ofrecen a Luisa Victoria el agua de los porrones, que es agua que no cata, como no cata ni el agua de pozo, ni el agua de las canales, ni tan siquiera el agua que se da en un beso, o esa otra agua de la escarcha componiendo estalactitas, a no ser el agua las lagrimillas de los santos dibujadas para los rostros de Semana Santa.
Luego, mientras los aceituneros juegan al juego de los saltos o echan al aire las redonderas vocales de los humos, doña Luisa Victoria saca su breviario antiguo lleno de amarillos y de cueros agrietados, y como una Infanzona de Medinica, sin menguas y sin rebocillos, reza para sus adentros las sagradas músicas de los Evangelios, y , bendiciendo a los aceituneros, en el despiste de los ojos, pide para ellos muchos kilos de aceitunas, los pies y las manos en las labores, mientras por el alto aire de los mandamientos antiguos una somnolencia de tiempo ya finiquitado, le dibuja a doña Luisa Victoria un aire legitimista, pío, inconsútil, terroso y decadente.
Doña Luisa Victoria Sebastián Dacosta, mirando la lluvia del invierno a través del aristocrático ventanal de su casa modernista de la Carrera, descansa la imaginaria rueca de las princesas del ayer, encerradas y vírgenes en los altos torreones de los castillos de piedra, mientras surge de entre sus manos el rancio rosario de los antepasados augustos, egregios, blasonados, temerarios y elegantes como corsarios reales de las reales fragatas monárquicas, y reza sus rezos de la tarde mientras por el alto ventanal entra una tímida luz de enero que la lanza a los campos del señor y a las cuadrillas de los aceituneros del Monte real, de la Grulla, de la Cabra Mocha, o los Granaíllos por donde andan sus señoriales posesiones.
Al monótono compás del rezar de las cuentas, doña Luisa Victoria recuenta sus años, sus pagos, sus telares, sus nombradías, sus ilustrísimas y sus doradas regalías, entre tanto que, de su mano pende, obsceno y liberal, un viejo, desgastado, descolorido mitón con el lustre color de las esencias aristocráticas derruidas. Perlada de luna, y de santos cristos de oro, en el masculle oscuro de los rezos, doña Luisa Victoria sentencia de los días sus horas largas y sin sustancia, mientras rememora, alocada y hierática, como una dama antigua, aquellos viejos días del señorío a caballo por sus campos porcuneros. Meliflua y pálida como una monja de convento, adornada de collares de perlas y crucificados cristos con brillos de saetas, decorada con el áurea facial y esperpéntico de las antañosas aristocracias, alunadas, bravas y triunfadoras, iluminadas y santas de
Flandes, Luisa Victoria exprime del zumo de su decadencia los buenos detalles de los salvadores de las sotanas desfilando, bajo los saledizos de sus balcones principescos, los faros de velas de luz de las procesiones. Doña Luisa Victoria sonríe al pasado y lo ama dibujado por las altamiras vistas de las paredes de su palacete de invierno de la Carrera de Jesús, entre tanto, sonríe con risa vieja a aquella risa de ayer dibujada por los campos.
Al ámbar claro y lechal de sus tesoros, encerrada en palacio, a modo de una marquesa mítica o una infantona de don Carlos, mítica de lamperíos, fanfarrias, dulzainas y sirvientes, doña Luisa Victoria Sebastián Dacosta perfuma su soledad anciana, arropada por la sonora cadencia de sus ilustres apellidos, de aquellas otras sangres ilustres, sino azules, sí poderosamente violetas, entre tanto, en el resuello espectral de la memoria con esmeraldas, pasea Luisa Victoria el traje blanco de tafetán y bordados de encaje de la puesta de largo, y en ese ensueñe de vueltas y vueltas por las estancias de la casona señorial , blasonada y estéril, cogiendo del agua de la fuentecilla de mármol que da adorno de alberca al patio interior, sus sonoras cadencias de manantial sonoro y lírico, tal que una jarcha recitada por un vate moro, y vuela sus ojos hacia arriba Luisa Victoria Sebastián Dacosta, por ver, por los altos pasillos de las estancias del dormir, que la encierran como en claustro conventual y confitero, ya sea por empeño o desamparo con las más altas abadesas que colmaron con reinos, monacatos y haciendas, los medievos tiempos de las Huelgas reales de la Burgos castellana, a su pasado pasear los corredores de las ceras, llevando las armas de sus apellidos en la ofrenda floral del saber dar las ordenes y recibir los presentes.
Doña Luisa Victoria, achacosa y refunfuñona, a manera de una marquesa de Leguineche retratada en el cinematógrafo, de alto pelucón, dijes de colores y elegancia de abalorios de las Indias, sentencia de los días finiquitados la sensación de que todo quedó en el ayer. Pero, Luisa Victoria se va más atrás en el tiempo, donde el tiempo, ya, más que lejanía, pinta en utopía de leyenda o cuento de hadas, y enlaza sus sonoros nombres legitimistas y austeros, intemporales y regios, como ella, con los personajes carlistas de Valle-Inclán, los Cara de Plata y los Montenegro y los Bradomines, bohemios y sentimentales para sembrar su estampa díscola, beata y austera con el sentencioso encaje de las viejas aristocracias de trapillo, carlistas, melancólicas, sentimentales, tradicionalistas y de Corte sin soberano ni reina que vestir. No ese evento de los Borbones usurpadores, flemáticos y concupiscentes, que dieron mecha a don Carlos, sino de don Carlos mismo, reinando en castillos castellanos como un monarca del medievo combatiendo herejías.
Con el misal y el breviario, y el santo nombre de Cristo marcado en las estolas etéreas y monacales de su alma, toca Luisa Victoria, en el piano de cola con pasamanerías de ganchillo- manos blancas y delicadas, uñas francesas a lo art-nouveau, tan pálidas y transparentes- una barcarola o un nocturno de Chopin , en tanto, por la clara claridad de los ventanales con cortinajes le entran a Luisa Victoria en los adentros, imágenes de otros tiempos y otras muy sutiles reminiscencias , más que reales, imaginarias con nieblas, de niña adolescente, pálida y glacial como estatua de mármol, peinada en cabellos rubios de tirabuzones lavados con miel, manzanilla y zumo de limón, y perfumado con esencia de lavanda o esencia de rosas.
La mirada calenturienta de los labradores de las eras y los apareceros del ayer, de ese ayer juvenil de doña Luisa Victoria Sebastián Dacosta, cuando a los quince años le sobraban todos los apellidos tan sonoros y tan elegantes, y todos los rosarios por contar, recuerdan a La Rubia don César, montada a caballo recorriendo la posesión de sus campos; amazona mítica y lírica, nostálgica ya, y caprichosa siempre, cabalgando a caballo por las hectáreas de tierra de sus posesiones imperiales. Alocada niña en carreras de hipódromo dando al viento el aire de limón de sus cabellos rubios, recorriendo en trono de emperatriz sin corona, o de una Sisi de pandereta y misal, los trigos y las cebadas, los olivares de las atalayas combatientes, sus blancos cortijos de las lomas, desde el Monte Real hasta los dominios familiares de Lopera y otras villas del lugar o los señoríos con brocados de terrones. Era el galope aquel de Luisa Victoria niña por las propiedades de sus campos, una libertad ocultamente permitida, un vuelo grácil de niña consentida, viril, apasionada y apesadumbrada que, cabalgando sus tierras, ya fijaba las propiedades hereditarias y la prioridad de Dios sobre los hombres, y de grupo en grupo, de terrón en terrón, iba firmando la herencia carlista, tradicional, católica y florida de sus pecados perdonados.
Tiempos aquellos de la Rubia por los trigales, cosquilleando el trote bravío de su caballo blanco por aquellos campos sembrados de amarillos y pintados de amapolas, mientras paraba el caballo, en sus riendas y en sus trotes, el casero con boina y pantalón en remiendos, para darle el agua del descanso del abrevadero, mientras Luisa Victoria, desprendida y triunfal y etérea como un Descendimiento, chiquilla, jovial y eterna, aceptaba de la casera con moño un zumo de limón endulzado con azúcar.
Eran los memorables tiempos de Luisa Victoria sin apellidos, y sin más sangre que la dulce sangre adolescente y enamoradiza de sus venas niñas, de la Rubia don César encabritada, febril y libre, alba y suficiente, dando a la rudeza de los campos una sinfonía elegante, efímera y pasajera, como un poema de amor. Barruntosa de oros y pedrerías, antes de vestirse el rebocillo y el breviario, para ser de la calina de la tarde sólo una estampa bermeja de sonoridades con violines y picatostes con miel de caña.
En el ancestral sillón de madera bruñida e historiada, donde dieron en sus posaderas los más altos personajes del lugar, las más elegantes dignidades, Luisa Victoria comienza a comer el huevo duro de la cena, o la latica de atún con aceite de oliva, y tres lágrimas de sal, que, atenta, entrometida y atardecida, pone la Pepa sobre la mesa; esa Pepa sirvientona de toda la vida, esa Pepa del cariño sin mácula y el respeto con corona y los placeres serviles que atendía a Luisa Victoria como si atendiera a una madre, a una viejecilla de asilo o a un niño expósito, y soportaba de la gran viuda, ilustrísima en la dirección de los sobres del correo, tres o cuatro impertinencias, una subida de flema, un orgullo con vértigo ya de caída, una ascensión ronzalera desde el campo hacia los cielos, y una manera de escucharle su particular sermón de la montaña en el decir, Sebastián Dacosta, Pepa, una Sebastián Dacosta, mientras le iba mostrando las antiguas delicadezas, señalando por los rincones alicaídos el juego genial de las cornucopias de palacio, esmeradas de oro que tanto le dibujaron su rostro, el brocado de los cortinajes descendiendo realmente versallescos, el belén de marfil, amarillento e ingrávido sobre el arca de madera donde se guardaron los mejores ajuares de los casamientos o de los olvidos, el sonido de la fuente, con su agua cantarina invitando a un día de campo bajo el cielo de los artesanados, las maderas de los muebles, y no de los muebles en sí, sino de la calidad de los bosques, rasgueada de carcoma, que los ojos de Luisa Victoria no querían ver, como no se quiere ver todo lo que muere. Las altas pinturas murales en sus paisajes románticos llenos de columpios y damiselas blancas con parasoles floreados transcurriendo en una escena detenida en el tiempo, Luisa Victoria Sebastián Dacosta, intemporal, lívida y opaca; los lienzos de las acuarelas y los óleos con bigotes y medallones con borlas dorados en falsos oros, y hasta el sonido de los pasos que ya no se oyen por la casona, jugando al juego de los bailes por los altos corredores, los que daban al palacio un aire conventual de claustros floridos, con monjas de muselina y bigotudos con bastón y puro habano encendido; sonidos que no se oyen ya porque son sonidos de leyenda que sólo escuchan o adivinan los ojos de los iluminados o los poetas con ilusionistas melenas lacias y enfermedades dieciochescas.
Luisa Victoria barajando las cartas de los sobres blancos, que esconden, peseta a peseta los salarios de los aceituneros del tajo, mientras va marcando con soltura de bolígrafo los nombres de los asalariados vistiéndolos de fina rúbrica de seminario y de colegio de pago, con esos adornos barrocos de las letras, prendidos de arcos y filigranas, que más que escribir los nombres, los nombres dibujaban.
Yo era de los aceituneros que cada sábado se pasaba por la Casona señorial, fría y sola de doña Luisa Victoria Sebastián Dacosta, para recibir mi sobre con mis pesetas, sin un céntimo de menos, pero también sin un céntimo de más. Y después de unos cuantos sobres y unos cuantos más de dineros, por afinidades, encuentros y desencuentros y hasta descubrimientos familiares, entablábamos la tertulia de los antepasados y la poesía de los poetas cursis y románticos, a esas horas de las noches de enero en que la Carrera echaba sus cortinajes y todo era una soledad aprensiva y parladora, de noche con dolores para mañanas con agujetas. A Luisa Victoria – vestida en su rebequita de lana, abultadora, matriarcal, nodriza y seca, peinada en señoriales cabellos escardados y rubios como los rubios antiguos, brillando aún en el antiguo brillo de su adolescencia con caballo-le gustaba mucho que le contara, que le recontara, la vieja mítica historia, ya casi cuento, de su tío Emilio Sebastián, el político liberal y parlamentario, adalid y positero, que presidió Porcuna y fue llevado a las Cortes de los reinados alfonsinos por las papeletas de Martos. A Emilio Sebastián, por las casas de mis abuelos paternos, la de San Benito 24, en sus vivencias y nacimientos, la de San Benito 26, en su taberna y en su gramófono, y en San Benito 22, con sus alquileres de perrilla, y algunos otros números más desembocando en la calle Llana, que fueran propiedades tenidas por la familia de las ganancias por las pampas argentinas y algún que otro truco más, y donde el abuelo Peluso, amén de tabernero con solera y copla de carnaval, ejercía la bancaria singularidad de prestamista de los capas pardas, y algún que otro agricultero sin semillas, siempre se le llamaba el primo Emilio, el primo Emilio Sebastián González, aquel que en las votaciones republicanas bajaba hasta San Benito, elegante de cálices, serpientes, levitas y sombreros de copa, a la taberna de su pariente Manuel González para tomarse unos chatos de vino con una sardina arenga, y un escuchar la gramola en sus pasodobles de pizarra, y cuando la hora calmaba su sesteo sin abanicos, el primo Emilio Sebastián González, saludaba a la abuela Saturnina, vieja de moño, de metáforas y de greguerías mosas, para, en un descanso de despiste familiar sacar a la abuela Saturnina por la puerta falsa de la calle Llana, y llevársela a votar por las derechas u otras gentes liberales. Cuando don Emilio Sebastián devolvía a la abuela Saturnina al hogar de San Benito, ya el peluso pecado estaba cometido y la ganancia liberal asegurada, al menos en un voto de más e imprevisto, y los murmullos de bronca echados en agua hacía la viejecilla mujer de luto.
De estas escenas familiares sin heredad, aunque con privilegio, y un algo así como de sangre destiñéndose, Luisa Victoria sacaba la parentela y me llamaba primo, pero en un susurro pequeñito, como para que quedara entre nosotros dos, y me enseñaba la casona modernista como quien enseña paraísos soñados que quedaban en baba de boca y bolsillos vacíos, mientras me iba explicando de la casona, todas sus ocurrencias de antaño, en que todo era un pulular de señoras y señores, bailes de salón, puestas de largo y pedidas de mano, platos con terneras, pepitorias de gallina y dulces de leche del recetario de las monjitas; y de niñas con tirabuzones y retratos en sepia, de apellidos con tronera y decadencia, de criados con entretienes y caseríos y de criadas revoloteando austeras y encofiadas por los corredores de las chambres, y comparaba el este ahora de los aceituneros que llegaban a cobrar sus sobres y sus pertenencias, con las alcurnias algarabías de los tiempos idos, esas que se quedaron pegadas a las paredes como adornos de papel pintado amarilleando ya de humedad y de postguerra; y todo lo demás era silencio, un silencio de decadencia y aprensión, e indignación casi, y abandono también, y muchas oraciones, y muchos rezos, y muchos rosarios, y muchos huevos duros y cuatro sorbos de limonada con azúcar, y mucho bicarbonato y muchos achaques del tiempo menguando a doña Luisa Victoria en un sí interior acongojado y banal, y muchos velos aún cubriéndolo todo. Cuando Luisa Victoria me enseñaba su casa, la dignidad de su casa, el muestrario pasado de su casa, su casa parecía toda envuelta ya en las sábanas blancas de las mudanzas o de los palacios cerrados, cuando no olvidados. Sábanas blancas de castillos con fantasmas donde sólo cabían ya las ilustres sepulturas con dorados, y huesos removiéndose, murmurando del ayer ya sólo los panfletos de la historia local.
Conversaciones de café en un nocturno de silencios. Pianolas sonando en un quehacer iluso y apesadumbrado. Luisa Victoria nublada, rapaz y elegante como dama antigua, ya casi ibera, pintada por un pintor de provincias, detenida en sus chocheces aprensivas y sutiles, con cabeza altiva, austera, meridional, académica y rezadora, hablándome de sus antepasados con estatuas y nombres ilustres adornando el granito de las calles.
Luego yo, de la casa de Luisa Victoria a mi casa, me imaginaba en un vuelo fantasmal de poeta con atrofias y vaguedades, a Luisa Victoria y a la sirvienta Pepa yendo, en la madrugada de los ronquidos y las escarchas azules, por las calles de Porcuna, con un trapillo de hilo y un cubo de plástico con agua y con detergente, limpiando de los letreros de las calles que nombraban a sus antepasados en sebastianes y dacostas, el polvo de los tiempos sin vuelta, el poderío antiguo de sus letras ya casi desdibujándose, la sentencia superior de los abolengos con tronío, y hacía que, Luisa victoria, al limpiar de los nombres de las calles su sensación de abandono en mármol blanco y en gris granito, rescatara del ayer de las sedas y los cabriolés con caballos blancos, todos los brillos perdidos, y así, cuando doña Luisa Victoria Sebastián Dacosta ascendía la blanca escalinata del corredor de los aposentos, y metida ya en su lecho rezaba el último Ave María Purísima de la jornada, se sintiera de nuevo limpia y antepasada, habiendo dejado por las oscuridades de las calles nocturnas un esplendor de parentelas vivas aún y aristocráticas, salvadas del olvido y hasta del olivo, insepultas, parlanchinas, resucitadas como lázaros de catecismo.
César Rubia de los campos y los Rubicos del Lejío. Sermonera del impío limosnero de la seda. Reala de la escalera señorona de palacio. Mujer de los muchos pagos y las muchas alquerías. Luisa Victoria basquiña de los dandis parladores. Señora de los dolores de Cristo sobre la cruz. Aristócrata sin luz en las borbonas estancias. Aceitunera con ansías recolectando los huesos de las aceitunas pasas. Abadesa de la estancia monacal de la Carrera. Sebastiana de carrera con caballo y sin cabestro. Lectora de los tormentos de los mártires cristianos. Hermana de franciscanos, dominicos y descalzas. Opus final de una aristocracia sin más títulos que olivos. Alta señora en los trinos, y en las tumbas, sentenciosa. Sangre de las ostentosas dignidades principescas. Alba marquesa local titulada y caprichosa. Mujer de trigo y de rosas, y de lenguas de calandria. Dacosta para proclamas con gaseosa de fresa. Altiva dama de las eras con los labriegos sudando la gota gorda del sol, queriendo catar de vos, un algo así sin pudor. Cornucopia del amor barruntando indignidades. Botica de los caudales curando males de gota. Alto Castillo de Mota pagando contribuciones y salarios vinculeros. Amazona de los cerros y los autillos con búho. Limosnera de los bulos y las bulas vaticanas. Licenciada en las proclamas carlistas imaginarias. Mujer de las algaradas sacando brillo a sus calles. Alma de rezos corales y entierros con muchas cintas. Alfiler de las sonrisas y los trapillos bermejos. Perdida Alicia en espejos buscando sus maravillas. Dignidad de las perrillas y los bailes de salón. Tiempo de La Solución y los abrigos de pieles. Antigua con los donceles, moderna con los olivos; si del trigo su color, si del luto, decadencia. De su Abadía abadesa, de palacio, palaciega; mirando las horas ciegas de tu nombre ya omitido, un llanto recién nacido, expósito y señorial, quiere su pesebre trocar por una cuna de oro, mientras el altar sonoro donde rezabas tus rezos, tiende su espina sin beso hacia tu mejilla pálida.
![]() |
Fotografía: Luisi García |
Luego, mientras los aceituneros juegan al juego de los saltos o echan al aire las redonderas vocales de los humos, doña Luisa Victoria saca su breviario antiguo lleno de amarillos y de cueros agrietados, y como una Infanzona de Medinica, sin menguas y sin rebocillos, reza para sus adentros las sagradas músicas de los Evangelios, y , bendiciendo a los aceituneros, en el despiste de los ojos, pide para ellos muchos kilos de aceitunas, los pies y las manos en las labores, mientras por el alto aire de los mandamientos antiguos una somnolencia de tiempo ya finiquitado, le dibuja a doña Luisa Victoria un aire legitimista, pío, inconsútil, terroso y decadente.
Doña Luisa Victoria Sebastián Dacosta, mirando la lluvia del invierno a través del aristocrático ventanal de su casa modernista de la Carrera, descansa la imaginaria rueca de las princesas del ayer, encerradas y vírgenes en los altos torreones de los castillos de piedra, mientras surge de entre sus manos el rancio rosario de los antepasados augustos, egregios, blasonados, temerarios y elegantes como corsarios reales de las reales fragatas monárquicas, y reza sus rezos de la tarde mientras por el alto ventanal entra una tímida luz de enero que la lanza a los campos del señor y a las cuadrillas de los aceituneros del Monte real, de la Grulla, de la Cabra Mocha, o los Granaíllos por donde andan sus señoriales posesiones.
Al monótono compás del rezar de las cuentas, doña Luisa Victoria recuenta sus años, sus pagos, sus telares, sus nombradías, sus ilustrísimas y sus doradas regalías, entre tanto que, de su mano pende, obsceno y liberal, un viejo, desgastado, descolorido mitón con el lustre color de las esencias aristocráticas derruidas. Perlada de luna, y de santos cristos de oro, en el masculle oscuro de los rezos, doña Luisa Victoria sentencia de los días sus horas largas y sin sustancia, mientras rememora, alocada y hierática, como una dama antigua, aquellos viejos días del señorío a caballo por sus campos porcuneros. Meliflua y pálida como una monja de convento, adornada de collares de perlas y crucificados cristos con brillos de saetas, decorada con el áurea facial y esperpéntico de las antañosas aristocracias, alunadas, bravas y triunfadoras, iluminadas y santas de
Flandes, Luisa Victoria exprime del zumo de su decadencia los buenos detalles de los salvadores de las sotanas desfilando, bajo los saledizos de sus balcones principescos, los faros de velas de luz de las procesiones. Doña Luisa Victoria sonríe al pasado y lo ama dibujado por las altamiras vistas de las paredes de su palacete de invierno de la Carrera de Jesús, entre tanto, sonríe con risa vieja a aquella risa de ayer dibujada por los campos.
Al ámbar claro y lechal de sus tesoros, encerrada en palacio, a modo de una marquesa mítica o una infantona de don Carlos, mítica de lamperíos, fanfarrias, dulzainas y sirvientes, doña Luisa Victoria Sebastián Dacosta perfuma su soledad anciana, arropada por la sonora cadencia de sus ilustres apellidos, de aquellas otras sangres ilustres, sino azules, sí poderosamente violetas, entre tanto, en el resuello espectral de la memoria con esmeraldas, pasea Luisa Victoria el traje blanco de tafetán y bordados de encaje de la puesta de largo, y en ese ensueñe de vueltas y vueltas por las estancias de la casona señorial , blasonada y estéril, cogiendo del agua de la fuentecilla de mármol que da adorno de alberca al patio interior, sus sonoras cadencias de manantial sonoro y lírico, tal que una jarcha recitada por un vate moro, y vuela sus ojos hacia arriba Luisa Victoria Sebastián Dacosta, por ver, por los altos pasillos de las estancias del dormir, que la encierran como en claustro conventual y confitero, ya sea por empeño o desamparo con las más altas abadesas que colmaron con reinos, monacatos y haciendas, los medievos tiempos de las Huelgas reales de la Burgos castellana, a su pasado pasear los corredores de las ceras, llevando las armas de sus apellidos en la ofrenda floral del saber dar las ordenes y recibir los presentes.
Doña Luisa Victoria, achacosa y refunfuñona, a manera de una marquesa de Leguineche retratada en el cinematógrafo, de alto pelucón, dijes de colores y elegancia de abalorios de las Indias, sentencia de los días finiquitados la sensación de que todo quedó en el ayer. Pero, Luisa Victoria se va más atrás en el tiempo, donde el tiempo, ya, más que lejanía, pinta en utopía de leyenda o cuento de hadas, y enlaza sus sonoros nombres legitimistas y austeros, intemporales y regios, como ella, con los personajes carlistas de Valle-Inclán, los Cara de Plata y los Montenegro y los Bradomines, bohemios y sentimentales para sembrar su estampa díscola, beata y austera con el sentencioso encaje de las viejas aristocracias de trapillo, carlistas, melancólicas, sentimentales, tradicionalistas y de Corte sin soberano ni reina que vestir. No ese evento de los Borbones usurpadores, flemáticos y concupiscentes, que dieron mecha a don Carlos, sino de don Carlos mismo, reinando en castillos castellanos como un monarca del medievo combatiendo herejías.
Con el misal y el breviario, y el santo nombre de Cristo marcado en las estolas etéreas y monacales de su alma, toca Luisa Victoria, en el piano de cola con pasamanerías de ganchillo- manos blancas y delicadas, uñas francesas a lo art-nouveau, tan pálidas y transparentes- una barcarola o un nocturno de Chopin , en tanto, por la clara claridad de los ventanales con cortinajes le entran a Luisa Victoria en los adentros, imágenes de otros tiempos y otras muy sutiles reminiscencias , más que reales, imaginarias con nieblas, de niña adolescente, pálida y glacial como estatua de mármol, peinada en cabellos rubios de tirabuzones lavados con miel, manzanilla y zumo de limón, y perfumado con esencia de lavanda o esencia de rosas.
La mirada calenturienta de los labradores de las eras y los apareceros del ayer, de ese ayer juvenil de doña Luisa Victoria Sebastián Dacosta, cuando a los quince años le sobraban todos los apellidos tan sonoros y tan elegantes, y todos los rosarios por contar, recuerdan a La Rubia don César, montada a caballo recorriendo la posesión de sus campos; amazona mítica y lírica, nostálgica ya, y caprichosa siempre, cabalgando a caballo por las hectáreas de tierra de sus posesiones imperiales. Alocada niña en carreras de hipódromo dando al viento el aire de limón de sus cabellos rubios, recorriendo en trono de emperatriz sin corona, o de una Sisi de pandereta y misal, los trigos y las cebadas, los olivares de las atalayas combatientes, sus blancos cortijos de las lomas, desde el Monte Real hasta los dominios familiares de Lopera y otras villas del lugar o los señoríos con brocados de terrones. Era el galope aquel de Luisa Victoria niña por las propiedades de sus campos, una libertad ocultamente permitida, un vuelo grácil de niña consentida, viril, apasionada y apesadumbrada que, cabalgando sus tierras, ya fijaba las propiedades hereditarias y la prioridad de Dios sobre los hombres, y de grupo en grupo, de terrón en terrón, iba firmando la herencia carlista, tradicional, católica y florida de sus pecados perdonados.
Tiempos aquellos de la Rubia por los trigales, cosquilleando el trote bravío de su caballo blanco por aquellos campos sembrados de amarillos y pintados de amapolas, mientras paraba el caballo, en sus riendas y en sus trotes, el casero con boina y pantalón en remiendos, para darle el agua del descanso del abrevadero, mientras Luisa Victoria, desprendida y triunfal y etérea como un Descendimiento, chiquilla, jovial y eterna, aceptaba de la casera con moño un zumo de limón endulzado con azúcar.
Eran los memorables tiempos de Luisa Victoria sin apellidos, y sin más sangre que la dulce sangre adolescente y enamoradiza de sus venas niñas, de la Rubia don César encabritada, febril y libre, alba y suficiente, dando a la rudeza de los campos una sinfonía elegante, efímera y pasajera, como un poema de amor. Barruntosa de oros y pedrerías, antes de vestirse el rebocillo y el breviario, para ser de la calina de la tarde sólo una estampa bermeja de sonoridades con violines y picatostes con miel de caña.
En el ancestral sillón de madera bruñida e historiada, donde dieron en sus posaderas los más altos personajes del lugar, las más elegantes dignidades, Luisa Victoria comienza a comer el huevo duro de la cena, o la latica de atún con aceite de oliva, y tres lágrimas de sal, que, atenta, entrometida y atardecida, pone la Pepa sobre la mesa; esa Pepa sirvientona de toda la vida, esa Pepa del cariño sin mácula y el respeto con corona y los placeres serviles que atendía a Luisa Victoria como si atendiera a una madre, a una viejecilla de asilo o a un niño expósito, y soportaba de la gran viuda, ilustrísima en la dirección de los sobres del correo, tres o cuatro impertinencias, una subida de flema, un orgullo con vértigo ya de caída, una ascensión ronzalera desde el campo hacia los cielos, y una manera de escucharle su particular sermón de la montaña en el decir, Sebastián Dacosta, Pepa, una Sebastián Dacosta, mientras le iba mostrando las antiguas delicadezas, señalando por los rincones alicaídos el juego genial de las cornucopias de palacio, esmeradas de oro que tanto le dibujaron su rostro, el brocado de los cortinajes descendiendo realmente versallescos, el belén de marfil, amarillento e ingrávido sobre el arca de madera donde se guardaron los mejores ajuares de los casamientos o de los olvidos, el sonido de la fuente, con su agua cantarina invitando a un día de campo bajo el cielo de los artesanados, las maderas de los muebles, y no de los muebles en sí, sino de la calidad de los bosques, rasgueada de carcoma, que los ojos de Luisa Victoria no querían ver, como no se quiere ver todo lo que muere. Las altas pinturas murales en sus paisajes románticos llenos de columpios y damiselas blancas con parasoles floreados transcurriendo en una escena detenida en el tiempo, Luisa Victoria Sebastián Dacosta, intemporal, lívida y opaca; los lienzos de las acuarelas y los óleos con bigotes y medallones con borlas dorados en falsos oros, y hasta el sonido de los pasos que ya no se oyen por la casona, jugando al juego de los bailes por los altos corredores, los que daban al palacio un aire conventual de claustros floridos, con monjas de muselina y bigotudos con bastón y puro habano encendido; sonidos que no se oyen ya porque son sonidos de leyenda que sólo escuchan o adivinan los ojos de los iluminados o los poetas con ilusionistas melenas lacias y enfermedades dieciochescas.
Luisa Victoria barajando las cartas de los sobres blancos, que esconden, peseta a peseta los salarios de los aceituneros del tajo, mientras va marcando con soltura de bolígrafo los nombres de los asalariados vistiéndolos de fina rúbrica de seminario y de colegio de pago, con esos adornos barrocos de las letras, prendidos de arcos y filigranas, que más que escribir los nombres, los nombres dibujaban.
![]() |
Fotografía: Manuel Jalón |
Yo era de los aceituneros que cada sábado se pasaba por la Casona señorial, fría y sola de doña Luisa Victoria Sebastián Dacosta, para recibir mi sobre con mis pesetas, sin un céntimo de menos, pero también sin un céntimo de más. Y después de unos cuantos sobres y unos cuantos más de dineros, por afinidades, encuentros y desencuentros y hasta descubrimientos familiares, entablábamos la tertulia de los antepasados y la poesía de los poetas cursis y románticos, a esas horas de las noches de enero en que la Carrera echaba sus cortinajes y todo era una soledad aprensiva y parladora, de noche con dolores para mañanas con agujetas. A Luisa Victoria – vestida en su rebequita de lana, abultadora, matriarcal, nodriza y seca, peinada en señoriales cabellos escardados y rubios como los rubios antiguos, brillando aún en el antiguo brillo de su adolescencia con caballo-le gustaba mucho que le contara, que le recontara, la vieja mítica historia, ya casi cuento, de su tío Emilio Sebastián, el político liberal y parlamentario, adalid y positero, que presidió Porcuna y fue llevado a las Cortes de los reinados alfonsinos por las papeletas de Martos. A Emilio Sebastián, por las casas de mis abuelos paternos, la de San Benito 24, en sus vivencias y nacimientos, la de San Benito 26, en su taberna y en su gramófono, y en San Benito 22, con sus alquileres de perrilla, y algunos otros números más desembocando en la calle Llana, que fueran propiedades tenidas por la familia de las ganancias por las pampas argentinas y algún que otro truco más, y donde el abuelo Peluso, amén de tabernero con solera y copla de carnaval, ejercía la bancaria singularidad de prestamista de los capas pardas, y algún que otro agricultero sin semillas, siempre se le llamaba el primo Emilio, el primo Emilio Sebastián González, aquel que en las votaciones republicanas bajaba hasta San Benito, elegante de cálices, serpientes, levitas y sombreros de copa, a la taberna de su pariente Manuel González para tomarse unos chatos de vino con una sardina arenga, y un escuchar la gramola en sus pasodobles de pizarra, y cuando la hora calmaba su sesteo sin abanicos, el primo Emilio Sebastián González, saludaba a la abuela Saturnina, vieja de moño, de metáforas y de greguerías mosas, para, en un descanso de despiste familiar sacar a la abuela Saturnina por la puerta falsa de la calle Llana, y llevársela a votar por las derechas u otras gentes liberales. Cuando don Emilio Sebastián devolvía a la abuela Saturnina al hogar de San Benito, ya el peluso pecado estaba cometido y la ganancia liberal asegurada, al menos en un voto de más e imprevisto, y los murmullos de bronca echados en agua hacía la viejecilla mujer de luto.
De estas escenas familiares sin heredad, aunque con privilegio, y un algo así como de sangre destiñéndose, Luisa Victoria sacaba la parentela y me llamaba primo, pero en un susurro pequeñito, como para que quedara entre nosotros dos, y me enseñaba la casona modernista como quien enseña paraísos soñados que quedaban en baba de boca y bolsillos vacíos, mientras me iba explicando de la casona, todas sus ocurrencias de antaño, en que todo era un pulular de señoras y señores, bailes de salón, puestas de largo y pedidas de mano, platos con terneras, pepitorias de gallina y dulces de leche del recetario de las monjitas; y de niñas con tirabuzones y retratos en sepia, de apellidos con tronera y decadencia, de criados con entretienes y caseríos y de criadas revoloteando austeras y encofiadas por los corredores de las chambres, y comparaba el este ahora de los aceituneros que llegaban a cobrar sus sobres y sus pertenencias, con las alcurnias algarabías de los tiempos idos, esas que se quedaron pegadas a las paredes como adornos de papel pintado amarilleando ya de humedad y de postguerra; y todo lo demás era silencio, un silencio de decadencia y aprensión, e indignación casi, y abandono también, y muchas oraciones, y muchos rezos, y muchos rosarios, y muchos huevos duros y cuatro sorbos de limonada con azúcar, y mucho bicarbonato y muchos achaques del tiempo menguando a doña Luisa Victoria en un sí interior acongojado y banal, y muchos velos aún cubriéndolo todo. Cuando Luisa Victoria me enseñaba su casa, la dignidad de su casa, el muestrario pasado de su casa, su casa parecía toda envuelta ya en las sábanas blancas de las mudanzas o de los palacios cerrados, cuando no olvidados. Sábanas blancas de castillos con fantasmas donde sólo cabían ya las ilustres sepulturas con dorados, y huesos removiéndose, murmurando del ayer ya sólo los panfletos de la historia local.
Conversaciones de café en un nocturno de silencios. Pianolas sonando en un quehacer iluso y apesadumbrado. Luisa Victoria nublada, rapaz y elegante como dama antigua, ya casi ibera, pintada por un pintor de provincias, detenida en sus chocheces aprensivas y sutiles, con cabeza altiva, austera, meridional, académica y rezadora, hablándome de sus antepasados con estatuas y nombres ilustres adornando el granito de las calles.
Luego yo, de la casa de Luisa Victoria a mi casa, me imaginaba en un vuelo fantasmal de poeta con atrofias y vaguedades, a Luisa Victoria y a la sirvienta Pepa yendo, en la madrugada de los ronquidos y las escarchas azules, por las calles de Porcuna, con un trapillo de hilo y un cubo de plástico con agua y con detergente, limpiando de los letreros de las calles que nombraban a sus antepasados en sebastianes y dacostas, el polvo de los tiempos sin vuelta, el poderío antiguo de sus letras ya casi desdibujándose, la sentencia superior de los abolengos con tronío, y hacía que, Luisa victoria, al limpiar de los nombres de las calles su sensación de abandono en mármol blanco y en gris granito, rescatara del ayer de las sedas y los cabriolés con caballos blancos, todos los brillos perdidos, y así, cuando doña Luisa Victoria Sebastián Dacosta ascendía la blanca escalinata del corredor de los aposentos, y metida ya en su lecho rezaba el último Ave María Purísima de la jornada, se sintiera de nuevo limpia y antepasada, habiendo dejado por las oscuridades de las calles nocturnas un esplendor de parentelas vivas aún y aristocráticas, salvadas del olvido y hasta del olivo, insepultas, parlanchinas, resucitadas como lázaros de catecismo.
César Rubia de los campos y los Rubicos del Lejío. Sermonera del impío limosnero de la seda. Reala de la escalera señorona de palacio. Mujer de los muchos pagos y las muchas alquerías. Luisa Victoria basquiña de los dandis parladores. Señora de los dolores de Cristo sobre la cruz. Aristócrata sin luz en las borbonas estancias. Aceitunera con ansías recolectando los huesos de las aceitunas pasas. Abadesa de la estancia monacal de la Carrera. Sebastiana de carrera con caballo y sin cabestro. Lectora de los tormentos de los mártires cristianos. Hermana de franciscanos, dominicos y descalzas. Opus final de una aristocracia sin más títulos que olivos. Alta señora en los trinos, y en las tumbas, sentenciosa. Sangre de las ostentosas dignidades principescas. Alba marquesa local titulada y caprichosa. Mujer de trigo y de rosas, y de lenguas de calandria. Dacosta para proclamas con gaseosa de fresa. Altiva dama de las eras con los labriegos sudando la gota gorda del sol, queriendo catar de vos, un algo así sin pudor. Cornucopia del amor barruntando indignidades. Botica de los caudales curando males de gota. Alto Castillo de Mota pagando contribuciones y salarios vinculeros. Amazona de los cerros y los autillos con búho. Limosnera de los bulos y las bulas vaticanas. Licenciada en las proclamas carlistas imaginarias. Mujer de las algaradas sacando brillo a sus calles. Alma de rezos corales y entierros con muchas cintas. Alfiler de las sonrisas y los trapillos bermejos. Perdida Alicia en espejos buscando sus maravillas. Dignidad de las perrillas y los bailes de salón. Tiempo de La Solución y los abrigos de pieles. Antigua con los donceles, moderna con los olivos; si del trigo su color, si del luto, decadencia. De su Abadía abadesa, de palacio, palaciega; mirando las horas ciegas de tu nombre ya omitido, un llanto recién nacido, expósito y señorial, quiere su pesebre trocar por una cuna de oro, mientras el altar sonoro donde rezabas tus rezos, tiende su espina sin beso hacia tu mejilla pálida.
ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO