A Teodoro “Chupa”, sólo le hubiera hecho falta un caballo para pasearse entronado por la pequeña romería del Comero en honor del Santo Anónimo, o de algún santón con especias y estampitas, y sin más evangelios que un buenos días por las mañanas, ese que en cada calle goza de su cofradía y su pequeño altar repujado en orfebrería de ganchillo almidonado.
A Teodoro “Chupa”, como buen colono de la colonia del Comero, se le afea en los oídos y le chirría en los dientes, como rueda oxidada, cuando le nombran Comedero con fino agradecimiento del nombraje perfecto, que es Teodoro teólogo común de la teología sin refinamiento, de los del pan con guasa y una silla de anea patriarcal y con desajustes a la puerta de su casa, por si el vinillo y la charla antepasada, y no existe para él, más sonoridad ni más privilegio de rúa y hábito que llamar Comero al Comero, y el que no sepa entender que se compre un libro.
-¿Nombre?
-Teodoro Torres Casado
-¿Ascendencia porcunera?
-“Chupa”, y de mucha solera y antigüedad.
-¿Sito?
-El Comero
-¿El Comedero?
-No, el Comedero no, el Comero.
-¿Trabajo?
-En lo blanco, en lo verde y en lo colorao, algunas trampas con pajarillos p’al guiso y unas cuantas habas verdes sembrás en un cuartillo de haza con vallaos de piedra. Ahora jubilao, dando vueltas por los campos del Comero hacia la Galga.
El Comero es la calle de los encaladores y de los matanceros. Comero calle o Comero barrio: esa entrada con historia de los primeros entrares a Porcuna abriendo un abanico en el punto iniciático del Parral, subiendo por las Puertas de Córdoba, y abriéndose en sus varillas de madera hasta dar en el encaje o en la flor de clavel del Comero, de Abades, y un todo de San Marcos, encerrándolo todo como una vieja muralla, y hasta abarcando fuentes de agua, jaramagos verdes y correhuelas invasoras.
Barrio de los encaladores y de las romerías con amapolas y con esa cosa destemplada, de ser esencia de todo y de todo ausencia, cuando no, república independiente. Como si tener el campo y las salidas tan a la mano fuera un incordio de tanta libertad para tiempos tan de andar en los adentros, y miraba hacia las entrañas del pueblo para sentir de cada casa sus interioridades, que es el encalador ave que otea por muchos ojos y conoce los pequeños instantes de las casas en sus cosas hacia adentro, esa especie de sinsonoridad que se pega a la cal de las paredes para que el encalador vaya descubriendo las antiguas esencias, las otras presencias, esas caras de Bélmez diseñadas por el no se sabe qué de los misterios de la cal hirviendo.
El Comero es algo así como el barrio de Triana porcunés, aunque sin puente, “na man que sea puente de madera, ay”, para atravesar corto trecho, aunque exista el puente irregular que los une con el señorío de San Marcos, y por donde se dan los especímenes más apañaos, las galanterías más de blanco y una gallardía de sombrero de paja y lenguaje ancestral del porcunero, y por donde suenan aún las palabras nuestras como si se hubieran hablado muchísimos años atrás y nos vinieran, aún hoy, como un lenguaje de estrella apagada pero brillante todavía, o sonando como si nos llevaran a un éxtasis de solera en el “M’esfarao” de los resbalones y el “guacharrazo” de la caída, el “soponcio” del mareíllo , y el “enmayao,” sin hambre. Donde se hizo monumento de la “maísa” con olla, y el “ve a se” la vecina d’enfrente para lo que haya que ir, sin que te dé un azogue, pero sin hacer farfolla. Calle donde vive el ea su más sonora cadencia, y donde aún se dice con nostalgia un “eso fue a la oración”, o un “no te eches a pesorro”, o aún se especula con “la paliza echá en agua”, o el te quiero ver aquí “en un santiamén”, puesto en la boca de una madre. Y hay por el Comero una gracia ancestral y residente de teatrillo con caricato acechando siempre para soltar el chiste o la máxima sonando a chiste pero con verdad profunda, en las subidas o las bajadas de los escalones de las casas, por lo que no es de extrañar que por allí predique su gracia más salerosa, Sole “La Colorina”, esa mujer a la que todo el mundo querría como suegra o por vecina de vecindad.
Teodoro “Chupa”, el “Chupa” de toda la vida, anda ahora en los sagrados asuntos con recetas de las jubilaciones a tiempo, un ir del Comero a San Marcos como despertando del “Chupa” de ayer, sin más vivas emociones que el poner al día de la remembranza el donde de sus trabajos y el azar de las averiguaciones del día a día en sus vivencias:
Que si en el amor de la cal- la víspera echada en agua en un bidón de petróleo- para hacer del conflicto de la cal con el agua un volcán apagado que se enciende repentino para dar un aseo a las paredes amarillas y verdes de las lluvias. Oficio de la casa, Teodoro aprendió y heredó de su padre, ese amor a los pelos de la colas de los caballos con que se cosían las escobas y las brollas del encalo, enganchadas a la caña larga para encalar los tejados en sus aleros de tejas; y descubrió de la cal sus peculiaridades como alma, como si al encalar las paredes diera una limpieza de polvo a las virtudes.
Esos encaladores del ayer, de los de ir a pie, con la escalera del hombro como una procesión con cristo, y el cacharro que siempre daba en lata, con las brochas, las escobas y los pinceles asomando de la lata una peluca de cerdas para el encalo y de sedas para el refinar, esos menesteres que los encaladores dejaban a las marías del trapillo en la mano y el barreñillo con agua volviéndose blanca de leche.
La primavera ponía a Teodoro Torres en la calle con su cuadrilla de ayudantes que eran mancebos de aprendizajes y cargas, para descubrirle a la fachada de Porcuna su esencia de luz y su consecuencia andaluza-lástima que no hubiera ventanas verdes, nada más que en las cuadras de las bestias y los útiles del encalador- e iba desdibujando, por los interiores de las casas, las conversaciones del ayer pegadas a las paredes como salamanquesas, tapar los colores antiguos, las voces antiguas, como Andrés Cabeza Millán, dando su escondite a las pinturas murales de Romero de Torres.
Y cuando Teodoro “Chupa”, el Teo del Comero, y sus mancebos de las gotas y el aprendizaje salían de las casas recién encaladas, qué hermoso aroma en ese sentir los olores vivos o los olores de la tierra: esas sensaciones limpias, con que Teodoro nos había dejado vestidas las paredes viejas como en paredes nuevas y olorosas como corral con jazmines y periquitos.
La primavera ponía a los encaladores en sus oficios, como en sus otros oficios ponía Porcuna en las calles a sus artitas amanuenses en sus reflujos de trabajos manuales.
Luego, el verano le ponía a Teodoro su toldo de parra, la quietud en los asuntos de los encalos y se ponía a disertar y degustar el masculle del tiempo de las calores en el tiempo de las albercas, los huertos con tomatillos y las ferias en sus reales centros, hasta que el otoño le ponía de nuevo su cuerpo a andar, le entraba el nervio del trocar las brochas por los cuchillos y amanecía en los noviembres aquellos de las matanzas caseras del cochino, en esa especie de economía del preparar llenas las alforjas de los hatos para los inviernos de la aceituna, esa alacena antigua donde se cobijaban en cremosidades de pringues las orzas con sus pajarillas, sus carnes en manteca y sus costillas fritas, y el cañaje con mizo y columpio de donde colgaban los embutidos frescos de las morcillas , en sus carnes o en sus cebollas, los chorizos con goteos, y esos lujos de jamones y paletillas recién traídos de la sal de donde Frasquita, a los que hacer lonchas anchas y lonchas gordas con que entretener el buen y mejor hincar del diente o del chupeteo anciano.
Entonces, Teodoro Torres Casado se cogía a los mancebos del traperío y la fuerza, y a los del pelo en el pecho y sentencias de varonilidad, y hacían de las calles de Porcuna como un avecine de peleas de barrio parco neoyorquino, en plan mentira, con esas armas de cuchillos, de pinchos, de ganchos y de hachas, y de calderos y dornajos sonando en una romería, cuando no de torero con maletillas que emprendían, otoñales, los encuentros taurinos, con los fieros de los escondíos haciendo de la matanza del cochino fiesta nacional porcunera, lanzando gruñidos nocturnos atravesados por las espadas chiquitillas de los cuchillos, y en las casas se recibían a estos matadores sin oles, aunque con muchas orejas y muchos rabos ya en las alforjas de sus taurinas corridas, preparándoles el centro del primer portal de las casas, revestido de un cierto aire como taurino al que sólo le faltaban mantones de Manila y derramao de claveles, o su zona de sol y su zona de sombra y hasta algún escapado de las zonas de los asientos saltando a la plaza para darle al rabo del cochino la vuelta al ruedo de las triunfadores torpes, aunque aguerridos.
Teodoro “Chupa”, y sus mozos de cuadra detrás, como abriéndole calle o paseíllo al maestro matador: que si el Juan Torres padre, ya en sus retiros y en sus enseñanzas, que si Pinilla o Juanico “Chupa”, Luis, como el hermano mayor, el Bernardo y el otro Luis, y un Juan y un Benito, como no podía ser menos, haciendo de sobrinos y agarradores del macho. Y si por casualidad, el otoño había puesto muchos cochinos en las pocilgas, siendo otoño de muchas matanzas, Teo llamaba a unos cuantos mozuelos allegados, de los de sol en las cabezas sentados al suelo de las paredes del Comero, esperando el buen venir de las horas pasando, y se los llevaba con él creando un coro de multinacional matancera, donde, todas las armas y hasta los escudos pertenecían a la primera figura del matador, y eran todos los demás una cosa de fuerza, un arrime con músculo y hasta con bravura y valentía, las que daban en manejar e inmovilizar al verraco para que hiciera el cuchillo de los dos filos espadazo con sentido, atino y profundidad hasta derramar la sangre como una lluvia de miel roja sobre el lebrillo de barro, mientras una mano removía lo rojo de la sangre para guardar su esencia espesa y líquida.
Del Comero salía Teodoro “Chupa” con su cuadrilla de arrope envolviéndolo como en pelliza, echándose los blusones hacia el atrás de las espaldas como llevando capote al hombro o chulería de pasarela. Teodoro con la capacha de esparto por donde brillaban recién afiladas y a medio descubrir bajo la tapa con tirador, cuchillos, cucharas, hachas, ganchos y pinchos, y muchos gruñidos de cochinos presintiendo de la muerte su sentido inmediato, su sentido ordinario, haciendo de la madrugada un cante jondo donde eran gitanos los puercos y era el matador y su cuadrilla los que bajo la noche iban a echarles verdugo y sangría al habitante temporal de las cuadras, junto a jumentos y telarañas azules.
El arte de la matanza, era arte que no se entendería en Porcuna sin nombrar a Teodoro Torres, no un “Chupa” del Comedero, sino el “Chupa” del Comero. La matanza del cochino tenía su arte, su aparte, su sustento y su manutención; su aire de fiesta y hasta su Ave María Purísima vagabundo en unos cantes ametralladores y desperteros.
En las madrugadas de los noviembres tan medievos, por las calles de Porcuna se oían los pasos anónimos y como compañas de la estirpe de los matanceros, mientras por las callejuelas aledañas las gentes de las matanzas empezaban a alegrar la escena, que era como una fiesta, más mora que castellana, pues, a veces daba la impresión de que era la matanza del cerdo, muerte con sacrificio más que muerte con gula, ofreciendo una mesa a la vecindad llena de anís y de coñac, café de puchero, magdalenas y tortas de aceite y pestiños con azúcar, y resoles aromatizados en calderos de meigas gallegas. La casa toda despertada y hasta en alerta; y el vecindario también despertado, tan madrugadoramente, y participante, por ver de pillar una morcilla, un cacho tocino o por la simple euforia y soltura de ser presencia en la fiesta de la matanza, donde la perruna y el anís y la febril gaseosa alumbraban una algarabía ruidosamente recogida como en intimidad de reojos.
.
Teodoro “Chupa” sorbía del aguardiente su esencia de matalahúva, pegaba cuatro mordiscos al pestiño de azúcar, se arremangaba las mangas de la camisa y enfilaba con su cuadrilla su marcha hacia las cuadras, donde ya estaba el puerco en sus hozas, en sus gruñidos, en su malasombra y en su cadalso, restregando las patas que serían jamones para un ataque con embestida. Los cuatro mozuelos llevaban al cerdo herido por el gancho de la garganta, dejando un rastro de sangre como de hormiguitas rojas, y en la noche quieta, sus berridos hacían a los gallos saludar ya los buenos días con imprevistos y urgentes cacareos.
Del gancho a la mesa el cerdo tendido, y agarrado de sus jamones y de sus paletillas por los hombres de la fuerza mientras un mocoso con sueño de lagañas daba la vuelta al rabo como si fuera manivela de coche.
Luego el cuchillo le entraba al cerdo, mientras los sentimentales de las debilidades con duende, como yo, nos tapábamos las orejas para escuchar de la noche sólo murmurios líricos.
La caldera en su puro hervor de negruras. Esas enormes calderas colocadas sobre las trébedes de hierro con ascuas de leña de olivo, a la que antes de llegar los matanceros, el avanzao llegaba presto para hacer la catadura del agua hirviendo. El dornajo en el suelo puesto ahí como una bañera de madera para dar en la consagración de la limpieza y el pelaje. Cuatro cucharas de bronce afeitando al animal en juego de barbería y capacidad de navaja, o concurso de ceras en piernas femeninas. Sobre el cerdo el agua hirviendo de la caldera vistiéndolo de nube o en el despertarse de un día con niebla.
Luego, el cerdo sobre las esterillas de esparto para los arreglos finales de peluquería en maquillaje rosa, y los fines de la manicura y la pedicura arrancando durezas y cosas no de comer. Atravesando los tendones una camá de madera, de pata a pata, como haciendo arco, para colgarlo del clavo de la pared, ese clavo de la pared que siempre estaba hincado ahí, en las fachadas de las casas, de un año para siempre, para colgar al cochino abriéndolo en canal como en batalla mora, para vaciar de sus carnes las entrañas humeantes: las tripas en agua con limón para rellenarlas chorizos y morcillas, y el estómago para hacerle música navideña a la orzica de la zambomba. Y hachazo viene y hachazo va descuartizando al marrano para hacerlo todo alimento del pan para hoy, para mañana y para pasado mañana…
En el agua ya amanecida de la pila de piedra, matado el cerdo, hecha la faena y cortadas las orejas y hasta el rabo, sin más vuelta al ruedo que unos billetes marrones, Teodoro Torres y su cuadrilla lavaban sus manos de sangre y de trabajos; cobraba de los caseros el jornal de la matanza, repartía el jornal entre la cuadrilla y en el sí propio, recogía las ya limpias armas de la matanza en el interior de la capacha, dejando para mañana lo que no pudiera recoger hoy, mientras mostraba el avío para el visto bueno del señor veterinario, y las carnes preparadas para la llegada de la matancera- por ejemplo, Ana Villa- para hacerle al don de las especias la mágica mezcolanza del convertir las carnes frescas y aún calientes, en sabores milenarios:
Teodoro del Comero, entre la cal y la sangre. Teodoro de los enjambres de los albos pajarillos. Matador del toro pío en los noviembres de antaño. Torero en el desapaño de hacer toro del cochino. Ajetreo del porcino mal nombrajo de Porcuna. Sangreño de las columnas de los jamones colgados. “Chupa” de los entoldados del abril en las paredes. Encalador de las redes culebrinas del desconche. Señor curtido de monje y galán de torería. Soldado de barbería y capitán de sus barcos. Como pintor, asombrajo de los pardos amarillos. Si matador, retortillo de ser seglero de antaños. Cal y sangre con amaños disfrazados con querencias. “Chupa” de las horas quietas y las horas matinales. Pintor de los algodonales y las aguas de las charcas. Por San marcos, su resaca y del Comero su esencia. Teodoro de las secuencias magistrales de los pueblos. Cantor del blanco y del negro en la sangre colorá. Teodoro de la cal en las mañanas, y de la sangre alacena guardadora de los frutos. Madrugador absoluto de panadero en templanza. Comendador de la plaza soberana del Comero. “Chupa” de los aguaceros y las sequías con trilla, viene una lluvia amarilla para despertar tu cal y un sueño de sangre y lar recreando las matanzas. Una razón de añoranza y de un algo más con panderos. Migraña de los luceros y de las cosas del mar. Luminoso de la cal; vampiro de las sangrías. Autor de las melodías de las gentes campechanas. Reidor de las avellanas y del soplo de la vida.
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Fotografía: Teodoro Torres |
-¿Nombre?
-Teodoro Torres Casado
-¿Ascendencia porcunera?
-“Chupa”, y de mucha solera y antigüedad.
-¿Sito?
-El Comero
-¿El Comedero?
-No, el Comedero no, el Comero.
-¿Trabajo?
-En lo blanco, en lo verde y en lo colorao, algunas trampas con pajarillos p’al guiso y unas cuantas habas verdes sembrás en un cuartillo de haza con vallaos de piedra. Ahora jubilao, dando vueltas por los campos del Comero hacia la Galga.
El Comero es la calle de los encaladores y de los matanceros. Comero calle o Comero barrio: esa entrada con historia de los primeros entrares a Porcuna abriendo un abanico en el punto iniciático del Parral, subiendo por las Puertas de Córdoba, y abriéndose en sus varillas de madera hasta dar en el encaje o en la flor de clavel del Comero, de Abades, y un todo de San Marcos, encerrándolo todo como una vieja muralla, y hasta abarcando fuentes de agua, jaramagos verdes y correhuelas invasoras.
Barrio de los encaladores y de las romerías con amapolas y con esa cosa destemplada, de ser esencia de todo y de todo ausencia, cuando no, república independiente. Como si tener el campo y las salidas tan a la mano fuera un incordio de tanta libertad para tiempos tan de andar en los adentros, y miraba hacia las entrañas del pueblo para sentir de cada casa sus interioridades, que es el encalador ave que otea por muchos ojos y conoce los pequeños instantes de las casas en sus cosas hacia adentro, esa especie de sinsonoridad que se pega a la cal de las paredes para que el encalador vaya descubriendo las antiguas esencias, las otras presencias, esas caras de Bélmez diseñadas por el no se sabe qué de los misterios de la cal hirviendo.
El Comero es algo así como el barrio de Triana porcunés, aunque sin puente, “na man que sea puente de madera, ay”, para atravesar corto trecho, aunque exista el puente irregular que los une con el señorío de San Marcos, y por donde se dan los especímenes más apañaos, las galanterías más de blanco y una gallardía de sombrero de paja y lenguaje ancestral del porcunero, y por donde suenan aún las palabras nuestras como si se hubieran hablado muchísimos años atrás y nos vinieran, aún hoy, como un lenguaje de estrella apagada pero brillante todavía, o sonando como si nos llevaran a un éxtasis de solera en el “M’esfarao” de los resbalones y el “guacharrazo” de la caída, el “soponcio” del mareíllo , y el “enmayao,” sin hambre. Donde se hizo monumento de la “maísa” con olla, y el “ve a se” la vecina d’enfrente para lo que haya que ir, sin que te dé un azogue, pero sin hacer farfolla. Calle donde vive el ea su más sonora cadencia, y donde aún se dice con nostalgia un “eso fue a la oración”, o un “no te eches a pesorro”, o aún se especula con “la paliza echá en agua”, o el te quiero ver aquí “en un santiamén”, puesto en la boca de una madre. Y hay por el Comero una gracia ancestral y residente de teatrillo con caricato acechando siempre para soltar el chiste o la máxima sonando a chiste pero con verdad profunda, en las subidas o las bajadas de los escalones de las casas, por lo que no es de extrañar que por allí predique su gracia más salerosa, Sole “La Colorina”, esa mujer a la que todo el mundo querría como suegra o por vecina de vecindad.
Teodoro “Chupa”, el “Chupa” de toda la vida, anda ahora en los sagrados asuntos con recetas de las jubilaciones a tiempo, un ir del Comero a San Marcos como despertando del “Chupa” de ayer, sin más vivas emociones que el poner al día de la remembranza el donde de sus trabajos y el azar de las averiguaciones del día a día en sus vivencias:
Que si en el amor de la cal- la víspera echada en agua en un bidón de petróleo- para hacer del conflicto de la cal con el agua un volcán apagado que se enciende repentino para dar un aseo a las paredes amarillas y verdes de las lluvias. Oficio de la casa, Teodoro aprendió y heredó de su padre, ese amor a los pelos de la colas de los caballos con que se cosían las escobas y las brollas del encalo, enganchadas a la caña larga para encalar los tejados en sus aleros de tejas; y descubrió de la cal sus peculiaridades como alma, como si al encalar las paredes diera una limpieza de polvo a las virtudes.
Esos encaladores del ayer, de los de ir a pie, con la escalera del hombro como una procesión con cristo, y el cacharro que siempre daba en lata, con las brochas, las escobas y los pinceles asomando de la lata una peluca de cerdas para el encalo y de sedas para el refinar, esos menesteres que los encaladores dejaban a las marías del trapillo en la mano y el barreñillo con agua volviéndose blanca de leche.
La primavera ponía a Teodoro Torres en la calle con su cuadrilla de ayudantes que eran mancebos de aprendizajes y cargas, para descubrirle a la fachada de Porcuna su esencia de luz y su consecuencia andaluza-lástima que no hubiera ventanas verdes, nada más que en las cuadras de las bestias y los útiles del encalador- e iba desdibujando, por los interiores de las casas, las conversaciones del ayer pegadas a las paredes como salamanquesas, tapar los colores antiguos, las voces antiguas, como Andrés Cabeza Millán, dando su escondite a las pinturas murales de Romero de Torres.
Y cuando Teodoro “Chupa”, el Teo del Comero, y sus mancebos de las gotas y el aprendizaje salían de las casas recién encaladas, qué hermoso aroma en ese sentir los olores vivos o los olores de la tierra: esas sensaciones limpias, con que Teodoro nos había dejado vestidas las paredes viejas como en paredes nuevas y olorosas como corral con jazmines y periquitos.
La primavera ponía a los encaladores en sus oficios, como en sus otros oficios ponía Porcuna en las calles a sus artitas amanuenses en sus reflujos de trabajos manuales.
Luego, el verano le ponía a Teodoro su toldo de parra, la quietud en los asuntos de los encalos y se ponía a disertar y degustar el masculle del tiempo de las calores en el tiempo de las albercas, los huertos con tomatillos y las ferias en sus reales centros, hasta que el otoño le ponía de nuevo su cuerpo a andar, le entraba el nervio del trocar las brochas por los cuchillos y amanecía en los noviembres aquellos de las matanzas caseras del cochino, en esa especie de economía del preparar llenas las alforjas de los hatos para los inviernos de la aceituna, esa alacena antigua donde se cobijaban en cremosidades de pringues las orzas con sus pajarillas, sus carnes en manteca y sus costillas fritas, y el cañaje con mizo y columpio de donde colgaban los embutidos frescos de las morcillas , en sus carnes o en sus cebollas, los chorizos con goteos, y esos lujos de jamones y paletillas recién traídos de la sal de donde Frasquita, a los que hacer lonchas anchas y lonchas gordas con que entretener el buen y mejor hincar del diente o del chupeteo anciano.
Entonces, Teodoro Torres Casado se cogía a los mancebos del traperío y la fuerza, y a los del pelo en el pecho y sentencias de varonilidad, y hacían de las calles de Porcuna como un avecine de peleas de barrio parco neoyorquino, en plan mentira, con esas armas de cuchillos, de pinchos, de ganchos y de hachas, y de calderos y dornajos sonando en una romería, cuando no de torero con maletillas que emprendían, otoñales, los encuentros taurinos, con los fieros de los escondíos haciendo de la matanza del cochino fiesta nacional porcunera, lanzando gruñidos nocturnos atravesados por las espadas chiquitillas de los cuchillos, y en las casas se recibían a estos matadores sin oles, aunque con muchas orejas y muchos rabos ya en las alforjas de sus taurinas corridas, preparándoles el centro del primer portal de las casas, revestido de un cierto aire como taurino al que sólo le faltaban mantones de Manila y derramao de claveles, o su zona de sol y su zona de sombra y hasta algún escapado de las zonas de los asientos saltando a la plaza para darle al rabo del cochino la vuelta al ruedo de las triunfadores torpes, aunque aguerridos.
Teodoro “Chupa”, y sus mozos de cuadra detrás, como abriéndole calle o paseíllo al maestro matador: que si el Juan Torres padre, ya en sus retiros y en sus enseñanzas, que si Pinilla o Juanico “Chupa”, Luis, como el hermano mayor, el Bernardo y el otro Luis, y un Juan y un Benito, como no podía ser menos, haciendo de sobrinos y agarradores del macho. Y si por casualidad, el otoño había puesto muchos cochinos en las pocilgas, siendo otoño de muchas matanzas, Teo llamaba a unos cuantos mozuelos allegados, de los de sol en las cabezas sentados al suelo de las paredes del Comero, esperando el buen venir de las horas pasando, y se los llevaba con él creando un coro de multinacional matancera, donde, todas las armas y hasta los escudos pertenecían a la primera figura del matador, y eran todos los demás una cosa de fuerza, un arrime con músculo y hasta con bravura y valentía, las que daban en manejar e inmovilizar al verraco para que hiciera el cuchillo de los dos filos espadazo con sentido, atino y profundidad hasta derramar la sangre como una lluvia de miel roja sobre el lebrillo de barro, mientras una mano removía lo rojo de la sangre para guardar su esencia espesa y líquida.
Del Comero salía Teodoro “Chupa” con su cuadrilla de arrope envolviéndolo como en pelliza, echándose los blusones hacia el atrás de las espaldas como llevando capote al hombro o chulería de pasarela. Teodoro con la capacha de esparto por donde brillaban recién afiladas y a medio descubrir bajo la tapa con tirador, cuchillos, cucharas, hachas, ganchos y pinchos, y muchos gruñidos de cochinos presintiendo de la muerte su sentido inmediato, su sentido ordinario, haciendo de la madrugada un cante jondo donde eran gitanos los puercos y era el matador y su cuadrilla los que bajo la noche iban a echarles verdugo y sangría al habitante temporal de las cuadras, junto a jumentos y telarañas azules.
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Fotografía: Teodoro Torres |
El arte de la matanza, era arte que no se entendería en Porcuna sin nombrar a Teodoro Torres, no un “Chupa” del Comedero, sino el “Chupa” del Comero. La matanza del cochino tenía su arte, su aparte, su sustento y su manutención; su aire de fiesta y hasta su Ave María Purísima vagabundo en unos cantes ametralladores y desperteros.
En las madrugadas de los noviembres tan medievos, por las calles de Porcuna se oían los pasos anónimos y como compañas de la estirpe de los matanceros, mientras por las callejuelas aledañas las gentes de las matanzas empezaban a alegrar la escena, que era como una fiesta, más mora que castellana, pues, a veces daba la impresión de que era la matanza del cerdo, muerte con sacrificio más que muerte con gula, ofreciendo una mesa a la vecindad llena de anís y de coñac, café de puchero, magdalenas y tortas de aceite y pestiños con azúcar, y resoles aromatizados en calderos de meigas gallegas. La casa toda despertada y hasta en alerta; y el vecindario también despertado, tan madrugadoramente, y participante, por ver de pillar una morcilla, un cacho tocino o por la simple euforia y soltura de ser presencia en la fiesta de la matanza, donde la perruna y el anís y la febril gaseosa alumbraban una algarabía ruidosamente recogida como en intimidad de reojos.
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Teodoro “Chupa” sorbía del aguardiente su esencia de matalahúva, pegaba cuatro mordiscos al pestiño de azúcar, se arremangaba las mangas de la camisa y enfilaba con su cuadrilla su marcha hacia las cuadras, donde ya estaba el puerco en sus hozas, en sus gruñidos, en su malasombra y en su cadalso, restregando las patas que serían jamones para un ataque con embestida. Los cuatro mozuelos llevaban al cerdo herido por el gancho de la garganta, dejando un rastro de sangre como de hormiguitas rojas, y en la noche quieta, sus berridos hacían a los gallos saludar ya los buenos días con imprevistos y urgentes cacareos.
Del gancho a la mesa el cerdo tendido, y agarrado de sus jamones y de sus paletillas por los hombres de la fuerza mientras un mocoso con sueño de lagañas daba la vuelta al rabo como si fuera manivela de coche.
Luego el cuchillo le entraba al cerdo, mientras los sentimentales de las debilidades con duende, como yo, nos tapábamos las orejas para escuchar de la noche sólo murmurios líricos.
La caldera en su puro hervor de negruras. Esas enormes calderas colocadas sobre las trébedes de hierro con ascuas de leña de olivo, a la que antes de llegar los matanceros, el avanzao llegaba presto para hacer la catadura del agua hirviendo. El dornajo en el suelo puesto ahí como una bañera de madera para dar en la consagración de la limpieza y el pelaje. Cuatro cucharas de bronce afeitando al animal en juego de barbería y capacidad de navaja, o concurso de ceras en piernas femeninas. Sobre el cerdo el agua hirviendo de la caldera vistiéndolo de nube o en el despertarse de un día con niebla.
Luego, el cerdo sobre las esterillas de esparto para los arreglos finales de peluquería en maquillaje rosa, y los fines de la manicura y la pedicura arrancando durezas y cosas no de comer. Atravesando los tendones una camá de madera, de pata a pata, como haciendo arco, para colgarlo del clavo de la pared, ese clavo de la pared que siempre estaba hincado ahí, en las fachadas de las casas, de un año para siempre, para colgar al cochino abriéndolo en canal como en batalla mora, para vaciar de sus carnes las entrañas humeantes: las tripas en agua con limón para rellenarlas chorizos y morcillas, y el estómago para hacerle música navideña a la orzica de la zambomba. Y hachazo viene y hachazo va descuartizando al marrano para hacerlo todo alimento del pan para hoy, para mañana y para pasado mañana…
En el agua ya amanecida de la pila de piedra, matado el cerdo, hecha la faena y cortadas las orejas y hasta el rabo, sin más vuelta al ruedo que unos billetes marrones, Teodoro Torres y su cuadrilla lavaban sus manos de sangre y de trabajos; cobraba de los caseros el jornal de la matanza, repartía el jornal entre la cuadrilla y en el sí propio, recogía las ya limpias armas de la matanza en el interior de la capacha, dejando para mañana lo que no pudiera recoger hoy, mientras mostraba el avío para el visto bueno del señor veterinario, y las carnes preparadas para la llegada de la matancera- por ejemplo, Ana Villa- para hacerle al don de las especias la mágica mezcolanza del convertir las carnes frescas y aún calientes, en sabores milenarios:
Teodoro del Comero, entre la cal y la sangre. Teodoro de los enjambres de los albos pajarillos. Matador del toro pío en los noviembres de antaño. Torero en el desapaño de hacer toro del cochino. Ajetreo del porcino mal nombrajo de Porcuna. Sangreño de las columnas de los jamones colgados. “Chupa” de los entoldados del abril en las paredes. Encalador de las redes culebrinas del desconche. Señor curtido de monje y galán de torería. Soldado de barbería y capitán de sus barcos. Como pintor, asombrajo de los pardos amarillos. Si matador, retortillo de ser seglero de antaños. Cal y sangre con amaños disfrazados con querencias. “Chupa” de las horas quietas y las horas matinales. Pintor de los algodonales y las aguas de las charcas. Por San marcos, su resaca y del Comero su esencia. Teodoro de las secuencias magistrales de los pueblos. Cantor del blanco y del negro en la sangre colorá. Teodoro de la cal en las mañanas, y de la sangre alacena guardadora de los frutos. Madrugador absoluto de panadero en templanza. Comendador de la plaza soberana del Comero. “Chupa” de los aguaceros y las sequías con trilla, viene una lluvia amarilla para despertar tu cal y un sueño de sangre y lar recreando las matanzas. Una razón de añoranza y de un algo más con panderos. Migraña de los luceros y de las cosas del mar. Luminoso de la cal; vampiro de las sangrías. Autor de las melodías de las gentes campechanas. Reidor de las avellanas y del soplo de la vida.
ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO