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Fulgencio 'El cabrero del Llanete Abades' (El pastor y las fuentes)

En el despertar del Llanete Abades, en ese principio de luz pegado a las legañas como una alga mineral, como un supuración del alma anidando en las madrugadas de los ojos en sus penumbras, un balido de cabras y de ovejas, estridente y armonioso como un bolero de bosque, de alcancía o de penumbra, semioculto de niebla de corral, cálido de pajas y humos ascendiendo hasta formar su propia bruma o su propia nube; un perro de lana como peluca versallesca ladrándole al día el orden de su rebaño, el cantar pifiano y clueco de los gallos y las gallinas en las mínimas granjas de los corrales, y Fulgencio asomando de las sábanas con la serenidad del que nunca tiene prisas, y el despierte del que duerme poco y madruga mucho; ese que quiere celebrar al día aún con su luna y un sol por la Cabra mocha anaranjado ya, como un campo valenciano o una fotografía de cielo de mar atrapada en el hostil calendario de los días.

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Fotografía: Juan Antonio López

Contrahecho, cojitranco y parco en el decir de los buenos días a las pocas almas del madrugar con vela y leche de cabra, Fulgencio en el pie de su muleta, ese artilugio triangular y estandarte, como un escobón de varetas puesto del revés, acomodando su brazo en la móvil pata de madera, y su joroba echada hacia un lado cual en una suerte de capa que se inclina, Fulgencio acudía al concierto cantarín y dulzón de los corrales, y sus rebaños de cabras y de ovejas lo recibían aclamado en balidos y tornasoles, tal que si Fulgencio fuera el buen pastor de las emociones, los corrales abiertos y las filosofías con retranca, el que guardaba las llaves del campo y los campos abría, la martina forma de tan poca altura que casi podría ser hermano o tocayo del sentimiento de los cencerros y los balidos de academia.

Al arrejunte del hato, Fulgencio iba contando una a una a las cabras y a las ovejas, mientras, con cada número el perro de lana lanzaba ladridos como apuntando en un cuaderno el número total de aquel tesoro: “una, dos, tres, cuatro…” A Fulgencio siempre le sobraban ovejas o le faltaban cabras, entretanto llamaba a cada cabra o a cada oveja con su nombre de pila o su concepto, que siempre daba en un sinónimo de Lucerito, o en su estado de forma: la vacía, la borrega, la machorra, la primala, la andosca o la reandosca, la igualada, la cordera, la apacentada o la vieja, esa a la que Fulgencio ya miraba como si mirara a una abuela con moño, cojera y toquilla, la que siempre quedaba la última y ya sólo servía para compañía o para esa cosa del sentimiento llamada cariño o amor con que traban sus querencias del alma los pastores viejos. Y siempre le faltaba una cabra o le sobraba una oveja, y enfriaba un orden de concierto para salvar el desconcierto aquel de los números, mientras por aquí se le iba un mardano o se le descarriaba un carnero sonando en el esquilón de su sinfonía, y buscaba por el escondrijo de los sotanillos y las hijaeras a la cabra con fardel o a la oveja con picadura, al macho con resabios o al cordero con cojera, y quizá le cantaba a la oveja vieja, en el negro de su dentadura, el libro de los años como si estuviera clamando en un responso o en un himno funeral.

Fulgencio arrebañaba a su manada y la ponía en orden militar para salir a los campos mientras por Abades, las abadesas madrugadoras hacían cola para la leche recién ordeñada, a tanto y tanto el cuarto de lechera, si parida, recocíos, espesillos en leche como queso que no está aún hecho para la cortadura de la navaja. A tanto de real la medida, Fulgencio llenaba o mediaba las lecheras sentado en su banquillejo del ordeñe a mano, con la muleta al lado por si hubiera que parar un despropósito o un desaguisado, recogiendo con una mano las monedas del real y metiéndolas en el bolsillo de sus pantalones de pana, mientras las mujerucas del amanecer del Llanete Abades le pasaban las manos por el altillo de la joroba de Fulgencio como quien, acariciando una desdicha y una sensación de circo, proclama la buena suerte y un día con hechuras y buenas mañas. La corona peña de Fulgencio, más que remover conciencias, sacrificaba espasmos, y parecía que las manos que reposaban en su joroba salían bañadas de un rocío con olor a romero, a amapolas de sangre o margaritas con me quiere.

Hecha la descarga de la leche, las tetas-estampas de mujeres negras africanas, flacas de nuevo, Fulgencio cogía Llanete Abades abajo, los caminillos de los campos, yendo a dar, tras la casería de Pinchonete, al llano trashumante de los Alcores. Fulgencio bendecía el brillar de los tesorillos iberos en sus rotas cerámicas pintadas, mientras por el horizonte se le dibujaban todos los Albalates del mundo, y esa magia del Salao desbordándose en sus arroyuelos, tal que un acertijo de mar, diminuto y cantarín que al sonido de su cuernote marfil de toro, elevaba espuma, fotografiaba momentos antiguos y sonidos tan lejanos como las cosas prehistóricas y los cuentos de leyenda.

O, tirando para la derecha de los caminos, esas bifurcaciones de guías y senderismos por donde fueron todos los pasos antiguos, caminicos de ramal y jaramagos húmedos de rocío, piedrecillas pintadas cual en un cuadro de marrones y yerbas pespunteando los tirabuzones rectilíneos. Camino alante, el pastor con su rebaño detrás, como un ejército balador que iba comiendo de los lindones los intensos verdes mañaneros que daban en comida y agua, y en otras cosas más donde no se saben las palabras, esa sal momificada, esa penumbra de órdago, esa cabriola de cardos, ese flautín sin rimas. La majada con lumbres. El pastoreo de las cañadas y los lobos al acecho escuchando las charlas de los cencerros, los balidos amorosos y los ladridos guardadores. Tridente de los caminillos soltando cagarrutas y orines amarillos abonando con lunares y pianolas las secuencias de los antañosos caminos zagaleros.

Fulgencio su propio rabadán, su sobrado y su tercero, su cosecha y su cuarto y su zagal, explorando los cordeles por si las trampas, y las mañanas por si sus designios, cuando al paso de sus pastorías se despertaban las fuentes y los esqueletos de los borricos reluciendo matinalmente sobre la cuartilla de tierra del cementerio de las Fuentezuelas.

Por los abrevaderos de los caños, las subterráneas aguas brillando despiertas conforme líquidos diamantes que se pierden en la fantasía de al nado cruzar a pie los arroyillos de la Fuencaliente o de la Galga.

Por los huertos de Regalaíllo el buen día del hortelano, y quizá el compartir el cacho de pan, el trozo de queso y el trinque de vino blanco de las alforjas.

Si por la Fuente chica, una imagen de mujeres sacadas de un cuadro antiguo, ya leyenda también, cuando no ensoñación, hacinándose en la limpieza a greda de los fardos y los sacos de la aceituna. Fulgencio cojitranco y danzarín en su muleta de madera, apoyando su axila mala en el cuero acolchado del bordillo: “Buenos días tengan las señoras lavaderas”, “Buenos días Fulgencio, tan madrugador con la manada de las cuatro cabras y las cuatro ovejas, ¿hace un sorbo de agua y una mirada a los ojos?” Las mujeres frescas, juveniles y lozanas, en sus refajos, en sus delantales y en su pañuelos, saludando al pastor de las esquilas, entre el mugido de las vacas, las cuchichías de las perdices y el croar de las ranas sobre el salto verde de los líquenes brillosos de las charcas. “¿Hace un poco de leche, o un cacho de queso o un verso como copla, saliendo cantarín, dicharachero y aflautado de una boca sin dientes, y de unos dientes sin oro…?”

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Fotografía: Manuel Jalón

Las ovejas y las cabras, pastando el gran pasto verde de las bosquedades con agua. Fulgencio sentado en el poyo de una piedra, milenario asiento de los trashumantes, contemplando un horizonte de colinas, de olivos y de antigüedades sin museo, y quizá sintiendo otras escenas, con otras aguas y con otras fuentes, y un sinfín de murmullos callejeros arrempujados y ebrios como gritos de tabernas, de los que venían a las fuentes del pueblo para el reclamo del agua con grifo, ese extraño bienestar de las fuentecitas con rejas y el líquido con monedas. Un cantar de aguas y cántaros soñando y sonando a llenos en el pequeño río de la fuente de San Lorenzo, donde Fulgencio echaba sus tardes tras guardar el rebaño, o sus mañanas con nublos o nieblas densas, para cobrar a gorda el cantarillo de agua, y a la vez, ponía orden o daba turno a la cola de las mujeres, esa escena femenina, con algún varón sin complejos, de cantaros de barro o cantimploras de plástico, a ser posible, de color naranja. Guardián de la fuente de San Lorenzo como un guerrero sin casco, sin lanza y sin caetra , un fantasma apoyado en su muleta, con el sombrero de paja dando sombra a unos ojos ya cansados y ofreciendo del extraño manantial, el servicio a domicilio.

Pastor de los balidos y de las fuentes. Comunista del Llanete Padilla, donde a la sede del PCE llegaba Fulgencio con los ojos llenos de visiones y la boca llena de palabras que hablaban de revolución y del poder obrero derramado en peroratas y consignas republicanas, para ponerle a su carné del Partido las estampitas adhesivas, rojas y amarillas de las cuotas pagadas, de la puesta al día de su obligación o su condición de afiliado, como si se estuviera rellenando en el carné comunista, esas viejas cartillas del ayer que se ofrecían en las tiendas para el trueque final por el plato hondo, el plato llano o el plato de postre, la cuchara de aluminio y el tridente del tenedor, el balón de plástico o la muñeca con peluca y ojos asombrados, la cacerola de lata o el reloj de pared, hortera y averiado. Fulgencio bajo la foto de La Pasionaria, mirando hacía arriba para cantarle un canto a Dolores mientras cerraba el puño con un algo de dolor antiguo derramándose, y los adolescentes comunistas, los recién llegados, los que apenas sabíamos de la Internacional un tarareo con chasquidos y una letra que no entendíamos, contemplábamos a ese Fulgencio chiquito, malandado, bueno, peculiar, familiar y musical, haciendo de sus proclamas un himno para los nuevos tiempos democráticos: “Es que esto, es que lo otro, que si lo de aquí que si lo de allí” El martillo y la hoz en el pecho, llegándole al corazón como sólo sabe llegar una madre o un amor que se quiere mucho y se sufre demasiado.

Fulgencio de los astados pequeñitos de la lana. Jorobetas en proclamas olvidadas tras la guerra. Pastor de las almas quedas y los cromáticos sueños. Fulgencio de los infiernos y las misas sin cepillo. Pastor de los altarcillos de un San Marcos comunista. Cantor de los largavistas azules del horizonte. Pequeño héroe sin dónde, sin por qué y sin respuestas. Comunista de las siestas dormidas bajo un olivo. Lechero de los sentidos del pastoreo a la antigua. Renquero de los enigmas inconclusos de los cuerpos. Pastor de los aeropuertos donde aterrizan las libélulas. Fuentero de las tabernas del Chachongo y de Talegas. Remiso de las doncellas que nunca tuvo en sus manos. Cantor de la caza con reclamo sin más reclamo que un guiño o un pellizco con morado. Abad del Pago de Abades con oraciones añejas. Conserje de las ovejas y las cabras danzarinas. Fulgencio de las encinas y los tiernos alcauciles. Recolector de los abriles, los mayos, y los septiembres. Beatillo de las liendres y las gominas de saliva. Caprino de las horquillas y ovino de los reclamos. Fuentero de pies y manos llenando cántaros mochos del agua de San Lorenzo. Alma de todos los vientos y señor de sus pobrezas. Fulgencio cara de vieja, Fulgencio cara de niño. Por Abades tu camino y tu retranca. Por el ayer tu sonaja de una escena pastoril y una demencia senil llena de cabras y ovejas. Marquitos de las abejas y los insectos con nido. En mis palabras yo mido, del ayer, tu soñolencia y del hoy una secuencia de pastorcillo con fuentes.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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