La mirada de hoy no es mi mirada, sino Tú Mirada, César: esa esencia de luz, esa creencia de lo eterno, esa sapiencia en la inmortalidad de las cosas quietas, ese como hacer, de lo volátil, de lo alado, de lo evanescente, de lo que flota como nube y se extiende como manos abiertas, un acontecimiento de quehaceres y suposiciones sensitivas o elocuentes. Como tampoco es estatua tu hoy, sino yo la estatua, la que acepta de tu mirada la dignidad de lo mirado, la sugestión que te dan, presentes, las inanimadas formas de las pasivas contemplaciones. La estatua que te ve pasar y te ofrece el guiño para que tu mirada hable, la que, quieta en la paz de ser piedra, te conmina al ojo para que captes tú la perorata de las secuencias cansadas o los delirios sutiles.
La mirada de hoy se te enfrenta y te reta a la batalla pendiente de las sensaciones líricas, al duelo de tu ojo contra mi pluma: dos líricas enfrentadas como en un juego floral griego, hasta hallar una consecuencia en belleza, un pulso entre la imagen y su palabra, un drama de poseídos, donde sentencia la vida nuestros pasos tan efímeros.
Expandido ante ti, rindo la sonora cadencia de mis palabras para hacer de ti el áureo disfraz del que disfruta tu magisterio, sintiendo que por el andar serpentino y laberíntico de los misterios de Porcuna, es tu luz la que canta, la que versa, la que parla sobre los acontecimientos sencillos de las gentes, y las altísimas perspectivas incandescentes de los sombríos monumentos nombradores.
***
En tu deambular por los pueblos, buscando lecho donde descansar tu vida, donde instalar tu ojo gigantesco, tu mayúsculo Ojo, elegiste Porcuna, y Porcuna te ofreció su paisaje ocre, su paisaje verde y su paisaje humano, para que tú descorrieses los telones de las telarañas, sus pestañas ciegas, y adivinaras sus otros colores, esos que sólo residen en la mirada con abismos, en esos ojos líricos sabedores de que, tras la verdad de las cosas tangibles, vivía un duende de extrañas hojas, de extraños disfraces ocultando una añoranza de sustantivos con teas, de adjetivos con alondras y esa sonora virtud a la que sólo llegan los genios. Qué gozo para Porcuna el haberte recibido, y el haber aprendido de ti el envés de las tangibles miradas.
Descubriste, nos descubriste, un paisaje y nos hiciste el álbum familiar de los rostros asombrados que posaban ante ti para alcanzar la inmortalidad de los seres sin esquinas, la telúrica ilusión de una mirada reconocida, la sagrada esencia de los que, mirando en ti esos brazos elevados, ese pajarillo en tus manos, esa flor en tu retina, ese instinto o ese instante de la magia flotando cual neblina en los invisibles ocultos, descubrían de sí mismos la insospechada belleza, como si fueran tus ojos su espejos, para celebrar la espontánea resurrección del arte, de los que sólo aspiraban a la nada del adorno, sin saber que, ante ti, la nada del adorno iba a ser la presencia expansiva, el bálsamo corredor de los instantes universales.
Traías desde Baeza la monumental magnitud del Renacimiento para crear en Porcuna tu personal capilla Sixtina, donde las gentes, los monumentos y las imágenes se hicieron techo vaticano para reposar eternamente como en un cielo azulado perfumado de geranios, damas de noche y alas de golondrina abanicando sonoras la quietud sensacional de la contemplación hierática: ese estar eternamente dibujadas para la historia, celebrando con tu venida, un Habemus Papam resonando en los negativos.
Dentro de tu maleta de madera, entre partituras de Chopin tocadas en piano, y dulces melodías de violín oníricamente sonando la algarabía riachuela de sus cuerdas, venían contigo los viejos versos de Antonio Machado, y eras tú ese hombre del casino cotidiano que dio en Porcuna su pelo hasta volverlo cano y su melancolía de lector de versos modernistas o espirituales, y captor de almas, esa especie de sombra donde los edificios viejos desnudaban una esencia fantasmal de presencias advertidas. Traías de don Antonio su manejo de caballo y la lírica maestra del saber refrescar la manzanilla sin más blasones que fotografiar las tradiciones y los andares de las gentes, sin más escándalos ni amoríos que el mirarte fijamente como en enamoramiento distante o contemplativo, como si sonaras en campanas o en saeta popular: fotografiar las calles, los monumentos, las procesiones y a los procesionales de las calles, de los monumentos y de los corrillos con sillas de anea y resquemor de cortijo brillando en una ensalada de aceite, sal, lechuga y vinagre. Atrapar del colorido apagado o rancio, y lento como quietud innombrada, el blanco y negro de tus ojos perfilando una sensación de escenas medievales o películas de Buñuel y de Berlanga, arrecidas y amables como pequeñas historias de leyenda contadas en un libro de máximas y proclamas, cuando no, averiguaciones sin palabras a las que tus lentes de oro dieron averiguaciones habladas, secuencias rebeldes, sentimientos con letras, despertares reconociéndonos. Y todo, machadianamente, sin perseguir nunca la gloria, pero sí, dejando en la memoria, de las gentes de Porcuna, la maravilla de las imágenes portentosas, ya como imágenes sagradas y memoria ya de tantas y para tantas generaciones.
Yo miro de tu ayer, César Cruz de Porcuna, la quietud de tu estatua parada a la puerta de tu estudio fotográfico, invitando a las gentes a entrar en él para encontrarse en lo otro, en ese lo otro de los álbumes fotográficos antiguos hasta crear una conciencia de creencia, de pasado y de eternidad quemando las etapas de la vida, hilando una armonía que iba del pelo negro al pelo cano, creando una mística del hombre parado en las esquinas de su biografía, unas memorias en blanco y negro reconocidas y reconocibles en sus instantes; del niño del chupete al niño hecho mozuelo persiguiendo a las niñas comedoras de pipas de girasol por el sombreado santuario, también en blanco y negro, del Paseo de Jesús, hasta crear una amplitud de Redonda con horizontes, donde los primeros besos parecían risas, mientras las adornadoras adormideras del opio secuenciaban una emoción de altares y familias numerosas, los bautizos con sus blancuras, las comuniones con sus libritos de nácar y las bodas con un te quiero aromado en virginal, hasta la estampa pálida de la fotografía añeja, melancólica y sentimental, donde las familias posaban sus festivas vestimentas para hacer llegar los retratos familiares a los emigrantes de la Francia, la Alemania o la Suiza; o helos ya ahí, casi finiquitadores, rostros de arrugas y malvas, adivinando en la fotografía con mortaja a aquel niño de ayer de la fotografía vieja, sujetado por unas manos que parecían salidas de un vacío o de una sujeción bíblica con anillos y caballitos de cartón.
Por tu escaparate de cristal y marrones encierres de madera, César Cruz, transcurría la vida de Porcuna expuesta en sus secuencias fotográficas; y los niños que veníamos de las escuelas de los Grupos nos parábamos ante tu escaparate del número uno de la Carrera para ver y para sentir, de las fotografías, el blanco y negro de las televisiones, porque tu escaparate era la televisión de los niños pobres que no teníamos televisor, y en nosotros, los niños del antaño escolar de los párvulos, las fotografías jugaban al juego de los dibujos animados donde intentábamos adivinar los secretos de los rostros para construir una historia que nos dijera cosas. Ante el cristal con espejismos de luces parásitas o energías de humos, contemplábamos los niños los rostros dibujados queriendo adivinar el misterio anterior de los rostros abrumados, que, mirándonos a nosotros miraban al universo creado por ti para nosotros. Y cuando llegábamos a nuestras casas, apresurados y tardos, cargados de libros y de libretas, al almuerzo del Ave María Purísima, siempre soltábamos la misma cantinela, la misma excusa, la perdonada: “Estaba en la Carrera viendo el escaparate de Foto César”, convirtiendo la travesura en una bendición de pecados de mentirijillas.
Las calles de Porcuna vieron el andar de tus pasos captando lo que todos creíamos y veíamos como improntas de nuestro nacimiento, y sólo tú supiste ver como belleza y como historia. Poeta de la imagen repartiendo rimas por las cosas quietas, vistiéndolas como de telas transparentes, esas que venían a ti tal si hubieran sido escritas para que tú acertaras con su jeroglífico del ayer, pasando a ser en ti su trascendencia, la amarilla carta nunca abierta, la naufraga botella con mensaje para ser leída por tus ojos, abismales y alumbrados. Artesano de las crónicas con estampas, nos descubriste a la Porcuna estática y adormecida, la sacaste de su idiosincrasia sin raíces, de su abismo sin nombres y la hiciste florecer a una primavera eterna para crear el jardín de las exposiciones de museo, convirtiendo en aleluya de academia la simple sonrisa, la calma serenidad de lo que siempre creímos estaba ahí puesto como escenario vacío, como escenario sin actores y sin diálogos, sin más mística ni más aprecio que la secuencia perecedera, la monotonía del aburrimiento en una vida que no daba el más de sí que una vaguedad sin atalayas y una salvedad nunca salvada.
Las gracias hacia ti vienen de tus gentes, las que te acogieron como extraño, suspicaz y perspicaz retratista de feria en escenas de tocador o de mesita de noche, metida tu cabeza en la manga de un trapo negro, mientras por el ojo de tu cámara cruzaba el tiempo el magisterio genial de las escenas resucitadas, y te elevaron a la sagrada e icónica arquitectura del arte en blanco y negro, hasta hacer de tu venida la cuna sensacional que nos despertó del silencio, nos hizo hablar para sentirnos en lo nuestro, y comulgar con las cosas, desde las más sencillas cosas, hasta las cosas escritas con mayúsculas.
Fueron tuyas las contemplaciones, y a través de tus ojos, las despertaste de un letargo sin documentos y nos vestiste a todos con el toque de oro de la memoria reconocida. Hiciste música sinfónica de la arreante música de la tonadilla para que sintiéramos del espíritu sus aquelarres contradicciones, convirtiendo las piedras en monumentos, la santidad en estampas, el vacío en aberturas, el silencio en aclamación, el rostro del ayer en una esquina conversando con la memoria, y el yo de las sencillas maneras en un tú rebautizado en romance y en orgullo de ser y hacer nuestras las cosas que tú nos descubriste como extrañas.
Luego, la vejez te dibujó la tranquilidad del habernos encerrado en el mundo de tu Ojo genial para mirar y mirarnos diferentes, hasta ya no ser tú, hombre de ayer ni de mañana, sino de siempre, de la cepa porcunera hispana, andaluza y universal, porque todo pueblo aspira y goza de su trascendencia, ya sea sólo la trascendencia encerrada entre las cuatro paredes de nuestra casa, esa casa nuestra que abrimos para hacerla tuya, y por tuya, ese mundo eterno. Paseando tú ya, el descanso de tus últimos y reposados años, con músicas de violín o de piano, y versos de Juan Ramón, por todos los sitios de siempre, que si por el Paseo de Jesús, con sus puestas de sol y sus claros de luna, que si por las calles de la cal y los viejos adoquines, si por lo eterno de los monumentos en sus sombras con las tardes, si por las rescatadas esculturas antepasadas mostradas en sus mínimos que nos hacían reconocibles, si por las tertulias de casino y juego de dados, donde con los amigos de las charlas y las leguleyas- Juanito Millán, ya sin telas, Pablo del Pino, ya sin cine, Luis “Pajarico”, ya sin cartas que repartir, Antonio Cruz, sin bata ni droguería, Ángel Peña, Salvador, Pepe Delgado- ya dados todos en la jubilación de las horas quietas tras los trabajos habidos, sin más placer que las amistades de siempre compartidas y como un irse despidiendo poco a poco de los lugares de siempre de sus vidas, recorrías de los domingos sus horas previas al guiso del arroz; si por Alharilla en sus más míticas y extraordinarias fotografías, en esa singularidad de aldea con gentes sin romería, si por las fuentes, si por los caminos, si por los rostros de las calles y de las gentes, adivinando en el ayer de tu memoria aquellos rostros de siempre, si despidiendo a un muerto o acogiendo a un recién nacido, si por la Parroquia su misa matinal, confesional y milagrera, elevando en el cáliz una poca de tu agua bendecida en las fuentes de los caminos, retratados e inmortales ya, todos los espacios, todos los lugares y todas las gentes, por la sustancia de tus ojos maravillosos y maravillados, que vieron luz donde sólo existía rutina uniformemente asimilada. Paseando por Porcuna tu vejez cana, reconocible, saludada y agradecida, no paseabas un pueblo, ni paseabas una gente, paseabas César, tú, tus fotografías, que ahora eran fotografías que te abrían caminos con alfombras rojas para que tus pies nos pasearan flotantes, etéreos, levíticos, comunes en sensaciones aprendidas, pues, paseando Porcuna paseabas su biografía, esa biografía que habías escrito tú con la algarabía artística y genial de tu mirada. Y ya todo era en ti la tranquilidad y la bonanza del deber cumplido.
Acabado tu tiempo hermoso, el tiempo nuestro te aclamaba y te bendecía en los saludos y en las palabras de las gentes y de las cosas:
Fotógrafo de las entrañas, clamantes pero calladas. Espía de nuestras nadas hasta hacerlas comunión. Poeta de la emoción y la luz del blanco y negro. Amor de los desconsuelos hasta hacerlos oración. Señor de la tradición y el despertar sin espinas. César de las serpentinas y los juegos de ajedrez. Meticuloso encender las llamitas apagadas. Cruz de las calatravas sensaciones antañosas. Abolengo de las rosas en un Salado sin olas. Dibujador de farolas y faroleros con duende. Fotógrafo del rebelde transgredir de la mirada. Descubridor de las hadas y las sonrisas sin lentes. César Cruz de los hirientes caminicos roturados. Retratista soberano en la luz de tu retina. Dador de la vespertina resurrección de lo nuestro. Maestro del desconcierto hasta volverlo armonía. Creador de una poesía rimadora con lo eterno. Lector del grito del tiempo y de Tagore su espada. Ganador de una batalla de rimas y acordeones. Músico de las sensaciones para los tiempos del luto. Cantor de lo diminuto hasta volverlo grandeza. En Porcuna, su secuencia, es tu nombre repetido, desde el ayer del olvido hasta tu esencia con ojo: cincuenta años de elogios hacia un eterno con fuentes, y una biografía de gentes firmando tu monumento.

La mirada de hoy se te enfrenta y te reta a la batalla pendiente de las sensaciones líricas, al duelo de tu ojo contra mi pluma: dos líricas enfrentadas como en un juego floral griego, hasta hallar una consecuencia en belleza, un pulso entre la imagen y su palabra, un drama de poseídos, donde sentencia la vida nuestros pasos tan efímeros.
Expandido ante ti, rindo la sonora cadencia de mis palabras para hacer de ti el áureo disfraz del que disfruta tu magisterio, sintiendo que por el andar serpentino y laberíntico de los misterios de Porcuna, es tu luz la que canta, la que versa, la que parla sobre los acontecimientos sencillos de las gentes, y las altísimas perspectivas incandescentes de los sombríos monumentos nombradores.
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En tu deambular por los pueblos, buscando lecho donde descansar tu vida, donde instalar tu ojo gigantesco, tu mayúsculo Ojo, elegiste Porcuna, y Porcuna te ofreció su paisaje ocre, su paisaje verde y su paisaje humano, para que tú descorrieses los telones de las telarañas, sus pestañas ciegas, y adivinaras sus otros colores, esos que sólo residen en la mirada con abismos, en esos ojos líricos sabedores de que, tras la verdad de las cosas tangibles, vivía un duende de extrañas hojas, de extraños disfraces ocultando una añoranza de sustantivos con teas, de adjetivos con alondras y esa sonora virtud a la que sólo llegan los genios. Qué gozo para Porcuna el haberte recibido, y el haber aprendido de ti el envés de las tangibles miradas.
Descubriste, nos descubriste, un paisaje y nos hiciste el álbum familiar de los rostros asombrados que posaban ante ti para alcanzar la inmortalidad de los seres sin esquinas, la telúrica ilusión de una mirada reconocida, la sagrada esencia de los que, mirando en ti esos brazos elevados, ese pajarillo en tus manos, esa flor en tu retina, ese instinto o ese instante de la magia flotando cual neblina en los invisibles ocultos, descubrían de sí mismos la insospechada belleza, como si fueran tus ojos su espejos, para celebrar la espontánea resurrección del arte, de los que sólo aspiraban a la nada del adorno, sin saber que, ante ti, la nada del adorno iba a ser la presencia expansiva, el bálsamo corredor de los instantes universales.
Traías desde Baeza la monumental magnitud del Renacimiento para crear en Porcuna tu personal capilla Sixtina, donde las gentes, los monumentos y las imágenes se hicieron techo vaticano para reposar eternamente como en un cielo azulado perfumado de geranios, damas de noche y alas de golondrina abanicando sonoras la quietud sensacional de la contemplación hierática: ese estar eternamente dibujadas para la historia, celebrando con tu venida, un Habemus Papam resonando en los negativos.
Dentro de tu maleta de madera, entre partituras de Chopin tocadas en piano, y dulces melodías de violín oníricamente sonando la algarabía riachuela de sus cuerdas, venían contigo los viejos versos de Antonio Machado, y eras tú ese hombre del casino cotidiano que dio en Porcuna su pelo hasta volverlo cano y su melancolía de lector de versos modernistas o espirituales, y captor de almas, esa especie de sombra donde los edificios viejos desnudaban una esencia fantasmal de presencias advertidas. Traías de don Antonio su manejo de caballo y la lírica maestra del saber refrescar la manzanilla sin más blasones que fotografiar las tradiciones y los andares de las gentes, sin más escándalos ni amoríos que el mirarte fijamente como en enamoramiento distante o contemplativo, como si sonaras en campanas o en saeta popular: fotografiar las calles, los monumentos, las procesiones y a los procesionales de las calles, de los monumentos y de los corrillos con sillas de anea y resquemor de cortijo brillando en una ensalada de aceite, sal, lechuga y vinagre. Atrapar del colorido apagado o rancio, y lento como quietud innombrada, el blanco y negro de tus ojos perfilando una sensación de escenas medievales o películas de Buñuel y de Berlanga, arrecidas y amables como pequeñas historias de leyenda contadas en un libro de máximas y proclamas, cuando no, averiguaciones sin palabras a las que tus lentes de oro dieron averiguaciones habladas, secuencias rebeldes, sentimientos con letras, despertares reconociéndonos. Y todo, machadianamente, sin perseguir nunca la gloria, pero sí, dejando en la memoria, de las gentes de Porcuna, la maravilla de las imágenes portentosas, ya como imágenes sagradas y memoria ya de tantas y para tantas generaciones.
Yo miro de tu ayer, César Cruz de Porcuna, la quietud de tu estatua parada a la puerta de tu estudio fotográfico, invitando a las gentes a entrar en él para encontrarse en lo otro, en ese lo otro de los álbumes fotográficos antiguos hasta crear una conciencia de creencia, de pasado y de eternidad quemando las etapas de la vida, hilando una armonía que iba del pelo negro al pelo cano, creando una mística del hombre parado en las esquinas de su biografía, unas memorias en blanco y negro reconocidas y reconocibles en sus instantes; del niño del chupete al niño hecho mozuelo persiguiendo a las niñas comedoras de pipas de girasol por el sombreado santuario, también en blanco y negro, del Paseo de Jesús, hasta crear una amplitud de Redonda con horizontes, donde los primeros besos parecían risas, mientras las adornadoras adormideras del opio secuenciaban una emoción de altares y familias numerosas, los bautizos con sus blancuras, las comuniones con sus libritos de nácar y las bodas con un te quiero aromado en virginal, hasta la estampa pálida de la fotografía añeja, melancólica y sentimental, donde las familias posaban sus festivas vestimentas para hacer llegar los retratos familiares a los emigrantes de la Francia, la Alemania o la Suiza; o helos ya ahí, casi finiquitadores, rostros de arrugas y malvas, adivinando en la fotografía con mortaja a aquel niño de ayer de la fotografía vieja, sujetado por unas manos que parecían salidas de un vacío o de una sujeción bíblica con anillos y caballitos de cartón.
Por tu escaparate de cristal y marrones encierres de madera, César Cruz, transcurría la vida de Porcuna expuesta en sus secuencias fotográficas; y los niños que veníamos de las escuelas de los Grupos nos parábamos ante tu escaparate del número uno de la Carrera para ver y para sentir, de las fotografías, el blanco y negro de las televisiones, porque tu escaparate era la televisión de los niños pobres que no teníamos televisor, y en nosotros, los niños del antaño escolar de los párvulos, las fotografías jugaban al juego de los dibujos animados donde intentábamos adivinar los secretos de los rostros para construir una historia que nos dijera cosas. Ante el cristal con espejismos de luces parásitas o energías de humos, contemplábamos los niños los rostros dibujados queriendo adivinar el misterio anterior de los rostros abrumados, que, mirándonos a nosotros miraban al universo creado por ti para nosotros. Y cuando llegábamos a nuestras casas, apresurados y tardos, cargados de libros y de libretas, al almuerzo del Ave María Purísima, siempre soltábamos la misma cantinela, la misma excusa, la perdonada: “Estaba en la Carrera viendo el escaparate de Foto César”, convirtiendo la travesura en una bendición de pecados de mentirijillas.
Las calles de Porcuna vieron el andar de tus pasos captando lo que todos creíamos y veíamos como improntas de nuestro nacimiento, y sólo tú supiste ver como belleza y como historia. Poeta de la imagen repartiendo rimas por las cosas quietas, vistiéndolas como de telas transparentes, esas que venían a ti tal si hubieran sido escritas para que tú acertaras con su jeroglífico del ayer, pasando a ser en ti su trascendencia, la amarilla carta nunca abierta, la naufraga botella con mensaje para ser leída por tus ojos, abismales y alumbrados. Artesano de las crónicas con estampas, nos descubriste a la Porcuna estática y adormecida, la sacaste de su idiosincrasia sin raíces, de su abismo sin nombres y la hiciste florecer a una primavera eterna para crear el jardín de las exposiciones de museo, convirtiendo en aleluya de academia la simple sonrisa, la calma serenidad de lo que siempre creímos estaba ahí puesto como escenario vacío, como escenario sin actores y sin diálogos, sin más mística ni más aprecio que la secuencia perecedera, la monotonía del aburrimiento en una vida que no daba el más de sí que una vaguedad sin atalayas y una salvedad nunca salvada.
Las gracias hacia ti vienen de tus gentes, las que te acogieron como extraño, suspicaz y perspicaz retratista de feria en escenas de tocador o de mesita de noche, metida tu cabeza en la manga de un trapo negro, mientras por el ojo de tu cámara cruzaba el tiempo el magisterio genial de las escenas resucitadas, y te elevaron a la sagrada e icónica arquitectura del arte en blanco y negro, hasta hacer de tu venida la cuna sensacional que nos despertó del silencio, nos hizo hablar para sentirnos en lo nuestro, y comulgar con las cosas, desde las más sencillas cosas, hasta las cosas escritas con mayúsculas.
Fueron tuyas las contemplaciones, y a través de tus ojos, las despertaste de un letargo sin documentos y nos vestiste a todos con el toque de oro de la memoria reconocida. Hiciste música sinfónica de la arreante música de la tonadilla para que sintiéramos del espíritu sus aquelarres contradicciones, convirtiendo las piedras en monumentos, la santidad en estampas, el vacío en aberturas, el silencio en aclamación, el rostro del ayer en una esquina conversando con la memoria, y el yo de las sencillas maneras en un tú rebautizado en romance y en orgullo de ser y hacer nuestras las cosas que tú nos descubriste como extrañas.

Luego, la vejez te dibujó la tranquilidad del habernos encerrado en el mundo de tu Ojo genial para mirar y mirarnos diferentes, hasta ya no ser tú, hombre de ayer ni de mañana, sino de siempre, de la cepa porcunera hispana, andaluza y universal, porque todo pueblo aspira y goza de su trascendencia, ya sea sólo la trascendencia encerrada entre las cuatro paredes de nuestra casa, esa casa nuestra que abrimos para hacerla tuya, y por tuya, ese mundo eterno. Paseando tú ya, el descanso de tus últimos y reposados años, con músicas de violín o de piano, y versos de Juan Ramón, por todos los sitios de siempre, que si por el Paseo de Jesús, con sus puestas de sol y sus claros de luna, que si por las calles de la cal y los viejos adoquines, si por lo eterno de los monumentos en sus sombras con las tardes, si por las rescatadas esculturas antepasadas mostradas en sus mínimos que nos hacían reconocibles, si por las tertulias de casino y juego de dados, donde con los amigos de las charlas y las leguleyas- Juanito Millán, ya sin telas, Pablo del Pino, ya sin cine, Luis “Pajarico”, ya sin cartas que repartir, Antonio Cruz, sin bata ni droguería, Ángel Peña, Salvador, Pepe Delgado- ya dados todos en la jubilación de las horas quietas tras los trabajos habidos, sin más placer que las amistades de siempre compartidas y como un irse despidiendo poco a poco de los lugares de siempre de sus vidas, recorrías de los domingos sus horas previas al guiso del arroz; si por Alharilla en sus más míticas y extraordinarias fotografías, en esa singularidad de aldea con gentes sin romería, si por las fuentes, si por los caminos, si por los rostros de las calles y de las gentes, adivinando en el ayer de tu memoria aquellos rostros de siempre, si despidiendo a un muerto o acogiendo a un recién nacido, si por la Parroquia su misa matinal, confesional y milagrera, elevando en el cáliz una poca de tu agua bendecida en las fuentes de los caminos, retratados e inmortales ya, todos los espacios, todos los lugares y todas las gentes, por la sustancia de tus ojos maravillosos y maravillados, que vieron luz donde sólo existía rutina uniformemente asimilada. Paseando por Porcuna tu vejez cana, reconocible, saludada y agradecida, no paseabas un pueblo, ni paseabas una gente, paseabas César, tú, tus fotografías, que ahora eran fotografías que te abrían caminos con alfombras rojas para que tus pies nos pasearan flotantes, etéreos, levíticos, comunes en sensaciones aprendidas, pues, paseando Porcuna paseabas su biografía, esa biografía que habías escrito tú con la algarabía artística y genial de tu mirada. Y ya todo era en ti la tranquilidad y la bonanza del deber cumplido.
Acabado tu tiempo hermoso, el tiempo nuestro te aclamaba y te bendecía en los saludos y en las palabras de las gentes y de las cosas:
Fotógrafo de las entrañas, clamantes pero calladas. Espía de nuestras nadas hasta hacerlas comunión. Poeta de la emoción y la luz del blanco y negro. Amor de los desconsuelos hasta hacerlos oración. Señor de la tradición y el despertar sin espinas. César de las serpentinas y los juegos de ajedrez. Meticuloso encender las llamitas apagadas. Cruz de las calatravas sensaciones antañosas. Abolengo de las rosas en un Salado sin olas. Dibujador de farolas y faroleros con duende. Fotógrafo del rebelde transgredir de la mirada. Descubridor de las hadas y las sonrisas sin lentes. César Cruz de los hirientes caminicos roturados. Retratista soberano en la luz de tu retina. Dador de la vespertina resurrección de lo nuestro. Maestro del desconcierto hasta volverlo armonía. Creador de una poesía rimadora con lo eterno. Lector del grito del tiempo y de Tagore su espada. Ganador de una batalla de rimas y acordeones. Músico de las sensaciones para los tiempos del luto. Cantor de lo diminuto hasta volverlo grandeza. En Porcuna, su secuencia, es tu nombre repetido, desde el ayer del olvido hasta tu esencia con ojo: cincuenta años de elogios hacia un eterno con fuentes, y una biografía de gentes firmando tu monumento.
ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO