A tu paso se encendían las luces artificiales de las nocturnas bombillas para celebrar tus ojos y presagiar tu senda por donde caminabas tú dando luz al oscuro pestañear de las miradas y alumbres a las legañosas aguas de los ojos sin llanto; esa esencia del mirar que se derrite en suspiros y en imposibles esponsales, engarza las pestañas, eleva las cejas, cejijunta las bizqueras y mira para el suelo para verte a ti dibujada en los charcos como una calcamonía sin colores o una secuencia de imágenes cinematográficas para darle a la diosa, que eras tú, la prontitud sublime del contenerte en la retina como se retienen las maravillas del mundo: mujer de la escuela del dibujo, mujer del reflejo y de la luna creciente, dama de las aceras con teas significativas y los paraguas abiertos.
Nunca en Porcuna, Espiritusanto, mujer alguna paseo un paraguas como lo hacías tú, alumbrando el triste gris de las tormentas, perfilando la simetría de las vagas sombras oscurecidas, y haciendo de la lluvia una armonía de ríos desbordados, de cataratas con músicas como suspiros, que hacían de ti la escultura nunca mojada, la salvada del diluvio, la clementísima.
La lluvia caía sobre Porcuna sólo par que tú salieras a las calles con tu paraguas en la mano, abierto como toldo donde las gotas dibujaban abalorios de colores, sensaciones de algas y literaturas en versos. O pareciera que la lluvia te llamara a ti, Espiritusanto González; que detenida en las nubes te llamara a ti. Que acuciante y mistral en las nubes te llamara a ti, para hacerse en ti, sensación de besos o salivas o esa cosa pequeña de una lágrima a la que sólo sabe curar un beso o un cantor bajo una balconada antigua.
Pareciera que la lluvia viniera a ti; que te buscara para hacerse reposo en tu paraguas abierto, en la media esfera de tu paraguas de flores o de aves, o de lunares de carmín jugando al juego de las bolas de Navidad. Por eso no era extraño que todas las paragüeras de moño y delantal tuvieran miedo de arreglarle a tu paraguas las varillas rotas, no fuera que en sus manos se perdiera su delicado encanto, y esa cosa de embrujo que hacía de tu rostro un asunto de abanicos desnudándose en sus encajes blancos.
Tú andabas por las aceras con tu paraguas abierto, abriéndote y ocultándote en el juego sensual de las bigardas miradas de los hombres de taberna y de los zagales sin escuela dados a las primeras novias y a lo profundo de unos ojos como lumbres de carbón y a un pelo moreno reposado en hombros o recogido en moño como una pintura del sur. Por tu sombra sonreía la risa su más clamorosa llama: labios pintados en el rojo del abismo por donde presentían los labios tu beso de orquídea y tu rosa de los vientos, y ojos tan hermosos como los negros ojos nazaríes: dama de otoño, sencilla y alta como una oda derramada en alumbramientos o versos breves como quintillas. Guardiana de las albacaras con greñas y de los semblantes con brillantina.
La dama del paraguas caminaba por los inviernos, ondulante y abierta como una hoja de calendario, y los charcos la seguían para retener siempre su dibujo: esa maravilla líquida, ondulante y armoniosa que pasaba erguida dejando por los charcos decenas de ojos asombrosos y asombrados, desmorecentes y tercos, y por el aire un perfume ambiguo de agua de colonia perfumada de almizcle, de piel de limón o azahar de naranjas de la Plazoleta: mujer de los olores antiguos y los dolores con risas.
Cuando tú sonreías, Espiritusanto, todo se te volvía marfil o un algo así de diamante, y se abrían todos los telones de los escenarios teatrales para que tu risa sembrara de sentencias y de órdagos las tristes o esperanzadas miradas de los gatuperos espectadores. Qué asombro y qué desdén y qué arte tu belleza caminando Porcuna: pajarillo que deja el vuelo, pajarillo que quiere tierra para hacer de ti su mimetismo. Elegante dama de los ojos enormes, de los vivos negros y los velos ondulantes de tus pestañas con humos dibujando el rimel de los oscuros naturales. Mirada ambigua la tuya, Espiritusanto, y cálida y húmeda: mirada de ángel azul y sed de mal venida desde el cinematográfico para vivir contigo siempre. Tú eras toda la antigüedad en una mujer porcunera. En tus ojos anidaban las miradas egipcias, las miradas moras, y las miradas gitanas de las películas en blanco y negro. Tantos ojos hacían de tus ojos la perfecta acuarela de las lágrimas, las rimas de Bécquer y las proclamas de Neruda. Y así, cuando las pestañas daban a tus inmensos ojos negros lo oscuro de otra noche, parecía que se detenía el mundo para mirarte como dormida: novia que ante el altar de los esponsales, pliega la hermosura de su mirar para sentir un amor profundo: señora sentida en metáfora y en bosques abiertos y nocturnos, duende que duenda la elegancia simple de los helechos, por donde pasas tú, apartando cortinas como si apartaras hombres, y apartaras esa gula adolescente de los jovenzuelos con pecas y con granos que, al pasar tú, despertaban de su niñez hasta sentirse hombres, cambiando el pantalón corto por el otro aquel que tapaba los impudores y alargaba la sinrazón de los enamoramientos maternales.
Espiritusanto González: morena de la copla sonando en todas las rimas del Romancero gitano. Musa de las estrofas sonoras y los versos de Rafael de León para hacer de ti la copla de las coplas. Andaluza de los sentíos, los ojos negros profundísimos y las tragedias sin besos ¿de veras no eras tú la verdadera chiquita piconera de Porcuna, aquella que embrujó a Julio Romero de Torres para plasmarte, chiquita y alta sobre las pinturas murales de la Parroquia? ¿No eras tú acaso sus ojos cordobeses? ¿No es aquella tu mirada hendida en la retina del pintor para descubrir el sentir con madroñeras y castañuelas sonando en el rito de los avemarías ante la virgencita santa? Si no eras tú, tú lo fuiste siempre. No nacida y ya óleo del pintor de los oscuros y los azules con risas. Alegría de los dibujos y las siluetas, lo que se nombra y lo que no se nombra: el anuncio de la belleza sublime.
Espiritusanto González, nombre de copla, garbo de copla, rizo de copla estrellitamente perfilado sobre tu frente sin arrugas, mujer de mantilla blanca cuando las manos juntas y trino sin saeta. Si no pintura porcunera, de la que sólo te salvaban los años en que aún eras ausencia, a no ser que tus años fueran presagios o profecías decimonónicas por donde el cordobés de las carnes morenas y los braseros de picón, ya presentía, sagrado y bello como las pinturas clásicas, tu porvenir lunado sobre los campos lunares de los olivos, la tierra calma y los trigales rubios, esos que sólo sabían mirarte con envidia. Copla que clama a la copla; para ti los ojos verdes y las falsas moneas subidas a un escenario con mantones de Manila decorando una soledad y una orquesta con chimpún. Por ti la Estrellita gimiendo suspiros y anunciando de la Mari Cruz sus magnéticos reciales. Niña coplera sobre el escenario de las calles de Porcuna. Pintura andante reflejada en los espejos de los escaparates donde dabas vida a las cosas inanimadas. Teatrillo de las calles con tu belleza deslumbrante y de siempre: tus veinte años te descubrieron bella y como extraña; a tus sesenta, la belleza inexplicable bordó sobre tu rostro los enigmas sagrados de la belleza perpetua: tú, hermosa, antigua; belleza para llevar jazmines en el pelo y andalucismos en la cara, o rosas de terciopelo dejando por tus mejillas el sonrojo rubor de carmín de las que sienten con pudor, y al desenredar tu melena negra dejabas caer sobre el otro lado de tu cuello un descenso lánguido de cabellos para ser acariciados, o para ser ocultados por el ofreciente sentir de una sensación de cuna. O cuando no, tu pelo recogido a la antigua usanza del moño en las mujeres morenas, de esas que lucen clavel amarillo o geranio rojo, o espigas de cebada con sus granos derramándose antes de ser dulces de leche sobre los labios o en el cielo de la boca. Bellísima mujer de la copla y la pintura. Deslumbre enervado para el poeta de las otras cosas y de las otras bellezas. Espejo en el que se miran las miradas tristes, las miradas que no saben cerrar unas pestañas ni dibujar un puntito de luz o de alegría en sus retinas. Tu mirada siempre como atardeciendo, mujer de tarde entre el silbido de las bocas mudas, de las bocas que no sabían como nombrarte si no era con muchos signos de admiración: silbos del alma que quedaban en suspiros cuando aparecías tú como llevada o traída por una ola o un viento del desierto cambiando de lugar las arenas y las manos equivocadas, esquiva y bella siempre para ser tú lo inesperado y lo sublime.
Mujer con ciego y con esquinas salvadas. Cicerona con el cicerone de la mano adolescente o del brazo marital y recogido. Por las calles de Porcuna la presencia de los ojos ciegos en sus gafas negras, a los que guiabas tú para contener dos bellezas impactantes. Cicerona tú de aquel galán con bigote, al que la Casa de la piedra se le abría en su memoria como solo se pueden sentir las ausencias más presentes, o más presentidas, o las cosas que se amaron tanto. Dama del paraguas, de las pinturas modernistas, de las coplas en tonadilla y el noble ciego de la mano para apañar el baile de los cupones en sus mentirijillas de números, proclamas e ilusiones. En tus manos, cuando el montoncito de los cupones se te abría descendiendo, era como un contemplar un ramo de novia derramándose en rosas, jazmines, alelíes y toda la gama de las flores blancas, de las que daban en el sí quiero y los anillos dorados como si celebraran unas bodas de oro para un amor que se ha amado tanto.
En tus manos, los cupones tocaban en todos sus premios y en todas sus pedreas, y hasta habría quién coleccionara las estampitas tocadas por tus manos, ya en sus venas y en sus lunares. Mujer de los números pares y las álgebras de ensueño. Espiri de los secretos de la luna en morería. Dama de las alcancías y las coplas de teatrillo. Espiri de los suspiros de los ojos sin belleza. Señora de las ausencias y el rizo sobre la frente. Espiri del continente cordobés y granadino. Aroma de los sentidos que se muestran por los ojos. Espiri de los antojos y las brujerías con fuego. Señora de los luceros de la belleza otoñal. Marieta de la libertad y el paseo con paraguas. Tendido de tus pestañas protegiendo tus retinas. Mujer de falsas rutinas y ensueños de gallardía. Modelo de las morerías sedantes de los museos. Dama de todos los velos y de todas las miradas. Musa de las cosas raras y los puentes de madera. Señora de las austeras septembrinas de la piedra. Musa de las adolescencias onanistas de los huertos. Gula de los aspavientos y los secretos con duende. Espiri de los entiendes y las sentencias con risas. Señora de las consignas, y en el alma del poeta, Espiri de las estetas maravillas de los ojos.

Nunca en Porcuna, Espiritusanto, mujer alguna paseo un paraguas como lo hacías tú, alumbrando el triste gris de las tormentas, perfilando la simetría de las vagas sombras oscurecidas, y haciendo de la lluvia una armonía de ríos desbordados, de cataratas con músicas como suspiros, que hacían de ti la escultura nunca mojada, la salvada del diluvio, la clementísima.
La lluvia caía sobre Porcuna sólo par que tú salieras a las calles con tu paraguas en la mano, abierto como toldo donde las gotas dibujaban abalorios de colores, sensaciones de algas y literaturas en versos. O pareciera que la lluvia te llamara a ti, Espiritusanto González; que detenida en las nubes te llamara a ti. Que acuciante y mistral en las nubes te llamara a ti, para hacerse en ti, sensación de besos o salivas o esa cosa pequeña de una lágrima a la que sólo sabe curar un beso o un cantor bajo una balconada antigua.
Pareciera que la lluvia viniera a ti; que te buscara para hacerse reposo en tu paraguas abierto, en la media esfera de tu paraguas de flores o de aves, o de lunares de carmín jugando al juego de las bolas de Navidad. Por eso no era extraño que todas las paragüeras de moño y delantal tuvieran miedo de arreglarle a tu paraguas las varillas rotas, no fuera que en sus manos se perdiera su delicado encanto, y esa cosa de embrujo que hacía de tu rostro un asunto de abanicos desnudándose en sus encajes blancos.
Tú andabas por las aceras con tu paraguas abierto, abriéndote y ocultándote en el juego sensual de las bigardas miradas de los hombres de taberna y de los zagales sin escuela dados a las primeras novias y a lo profundo de unos ojos como lumbres de carbón y a un pelo moreno reposado en hombros o recogido en moño como una pintura del sur. Por tu sombra sonreía la risa su más clamorosa llama: labios pintados en el rojo del abismo por donde presentían los labios tu beso de orquídea y tu rosa de los vientos, y ojos tan hermosos como los negros ojos nazaríes: dama de otoño, sencilla y alta como una oda derramada en alumbramientos o versos breves como quintillas. Guardiana de las albacaras con greñas y de los semblantes con brillantina.
La dama del paraguas caminaba por los inviernos, ondulante y abierta como una hoja de calendario, y los charcos la seguían para retener siempre su dibujo: esa maravilla líquida, ondulante y armoniosa que pasaba erguida dejando por los charcos decenas de ojos asombrosos y asombrados, desmorecentes y tercos, y por el aire un perfume ambiguo de agua de colonia perfumada de almizcle, de piel de limón o azahar de naranjas de la Plazoleta: mujer de los olores antiguos y los dolores con risas.
Cuando tú sonreías, Espiritusanto, todo se te volvía marfil o un algo así de diamante, y se abrían todos los telones de los escenarios teatrales para que tu risa sembrara de sentencias y de órdagos las tristes o esperanzadas miradas de los gatuperos espectadores. Qué asombro y qué desdén y qué arte tu belleza caminando Porcuna: pajarillo que deja el vuelo, pajarillo que quiere tierra para hacer de ti su mimetismo. Elegante dama de los ojos enormes, de los vivos negros y los velos ondulantes de tus pestañas con humos dibujando el rimel de los oscuros naturales. Mirada ambigua la tuya, Espiritusanto, y cálida y húmeda: mirada de ángel azul y sed de mal venida desde el cinematográfico para vivir contigo siempre. Tú eras toda la antigüedad en una mujer porcunera. En tus ojos anidaban las miradas egipcias, las miradas moras, y las miradas gitanas de las películas en blanco y negro. Tantos ojos hacían de tus ojos la perfecta acuarela de las lágrimas, las rimas de Bécquer y las proclamas de Neruda. Y así, cuando las pestañas daban a tus inmensos ojos negros lo oscuro de otra noche, parecía que se detenía el mundo para mirarte como dormida: novia que ante el altar de los esponsales, pliega la hermosura de su mirar para sentir un amor profundo: señora sentida en metáfora y en bosques abiertos y nocturnos, duende que duenda la elegancia simple de los helechos, por donde pasas tú, apartando cortinas como si apartaras hombres, y apartaras esa gula adolescente de los jovenzuelos con pecas y con granos que, al pasar tú, despertaban de su niñez hasta sentirse hombres, cambiando el pantalón corto por el otro aquel que tapaba los impudores y alargaba la sinrazón de los enamoramientos maternales.

Espiritusanto González: morena de la copla sonando en todas las rimas del Romancero gitano. Musa de las estrofas sonoras y los versos de Rafael de León para hacer de ti la copla de las coplas. Andaluza de los sentíos, los ojos negros profundísimos y las tragedias sin besos ¿de veras no eras tú la verdadera chiquita piconera de Porcuna, aquella que embrujó a Julio Romero de Torres para plasmarte, chiquita y alta sobre las pinturas murales de la Parroquia? ¿No eras tú acaso sus ojos cordobeses? ¿No es aquella tu mirada hendida en la retina del pintor para descubrir el sentir con madroñeras y castañuelas sonando en el rito de los avemarías ante la virgencita santa? Si no eras tú, tú lo fuiste siempre. No nacida y ya óleo del pintor de los oscuros y los azules con risas. Alegría de los dibujos y las siluetas, lo que se nombra y lo que no se nombra: el anuncio de la belleza sublime.
Espiritusanto González, nombre de copla, garbo de copla, rizo de copla estrellitamente perfilado sobre tu frente sin arrugas, mujer de mantilla blanca cuando las manos juntas y trino sin saeta. Si no pintura porcunera, de la que sólo te salvaban los años en que aún eras ausencia, a no ser que tus años fueran presagios o profecías decimonónicas por donde el cordobés de las carnes morenas y los braseros de picón, ya presentía, sagrado y bello como las pinturas clásicas, tu porvenir lunado sobre los campos lunares de los olivos, la tierra calma y los trigales rubios, esos que sólo sabían mirarte con envidia. Copla que clama a la copla; para ti los ojos verdes y las falsas moneas subidas a un escenario con mantones de Manila decorando una soledad y una orquesta con chimpún. Por ti la Estrellita gimiendo suspiros y anunciando de la Mari Cruz sus magnéticos reciales. Niña coplera sobre el escenario de las calles de Porcuna. Pintura andante reflejada en los espejos de los escaparates donde dabas vida a las cosas inanimadas. Teatrillo de las calles con tu belleza deslumbrante y de siempre: tus veinte años te descubrieron bella y como extraña; a tus sesenta, la belleza inexplicable bordó sobre tu rostro los enigmas sagrados de la belleza perpetua: tú, hermosa, antigua; belleza para llevar jazmines en el pelo y andalucismos en la cara, o rosas de terciopelo dejando por tus mejillas el sonrojo rubor de carmín de las que sienten con pudor, y al desenredar tu melena negra dejabas caer sobre el otro lado de tu cuello un descenso lánguido de cabellos para ser acariciados, o para ser ocultados por el ofreciente sentir de una sensación de cuna. O cuando no, tu pelo recogido a la antigua usanza del moño en las mujeres morenas, de esas que lucen clavel amarillo o geranio rojo, o espigas de cebada con sus granos derramándose antes de ser dulces de leche sobre los labios o en el cielo de la boca. Bellísima mujer de la copla y la pintura. Deslumbre enervado para el poeta de las otras cosas y de las otras bellezas. Espejo en el que se miran las miradas tristes, las miradas que no saben cerrar unas pestañas ni dibujar un puntito de luz o de alegría en sus retinas. Tu mirada siempre como atardeciendo, mujer de tarde entre el silbido de las bocas mudas, de las bocas que no sabían como nombrarte si no era con muchos signos de admiración: silbos del alma que quedaban en suspiros cuando aparecías tú como llevada o traída por una ola o un viento del desierto cambiando de lugar las arenas y las manos equivocadas, esquiva y bella siempre para ser tú lo inesperado y lo sublime.
Mujer con ciego y con esquinas salvadas. Cicerona con el cicerone de la mano adolescente o del brazo marital y recogido. Por las calles de Porcuna la presencia de los ojos ciegos en sus gafas negras, a los que guiabas tú para contener dos bellezas impactantes. Cicerona tú de aquel galán con bigote, al que la Casa de la piedra se le abría en su memoria como solo se pueden sentir las ausencias más presentes, o más presentidas, o las cosas que se amaron tanto. Dama del paraguas, de las pinturas modernistas, de las coplas en tonadilla y el noble ciego de la mano para apañar el baile de los cupones en sus mentirijillas de números, proclamas e ilusiones. En tus manos, cuando el montoncito de los cupones se te abría descendiendo, era como un contemplar un ramo de novia derramándose en rosas, jazmines, alelíes y toda la gama de las flores blancas, de las que daban en el sí quiero y los anillos dorados como si celebraran unas bodas de oro para un amor que se ha amado tanto.
En tus manos, los cupones tocaban en todos sus premios y en todas sus pedreas, y hasta habría quién coleccionara las estampitas tocadas por tus manos, ya en sus venas y en sus lunares. Mujer de los números pares y las álgebras de ensueño. Espiri de los secretos de la luna en morería. Dama de las alcancías y las coplas de teatrillo. Espiri de los suspiros de los ojos sin belleza. Señora de las ausencias y el rizo sobre la frente. Espiri del continente cordobés y granadino. Aroma de los sentidos que se muestran por los ojos. Espiri de los antojos y las brujerías con fuego. Señora de los luceros de la belleza otoñal. Marieta de la libertad y el paseo con paraguas. Tendido de tus pestañas protegiendo tus retinas. Mujer de falsas rutinas y ensueños de gallardía. Modelo de las morerías sedantes de los museos. Dama de todos los velos y de todas las miradas. Musa de las cosas raras y los puentes de madera. Señora de las austeras septembrinas de la piedra. Musa de las adolescencias onanistas de los huertos. Gula de los aspavientos y los secretos con duende. Espiri de los entiendes y las sentencias con risas. Señora de las consignas, y en el alma del poeta, Espiri de las estetas maravillas de los ojos.
ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO