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Encarnación Peláez López 'La Curica': una mujer castellana con toca

Quien en esta foto te vea de blanco y de novia no te reconocerá en tus colores oscuros, ni en tus manos con arrugas, ni en tus ojos con brumas, ni en las palabras que te perseguían siempre, sin saber tú el porqué de todas aquellas aclamaciones con dagas. Quien en esta foto te vea, de blancos y de adornos como una niña con pecas, nunca creería que un día le diste a las calles de Porcuna la sensación de un adorno y un souvenir castellano en sus acentos y en sus estampas, y a este poeta el privilegio de representarte en musa y hablarte de tú como se le habla a las cosas más entrañables.

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Fotografía: Ana Baudet Peláez

Mientras por el aire sagrado de los ecos sonaba la traviesa maldición, locuaz, cruel y melancólica del “Ahí van bolas”, el poeta miraba a Encarnación Peláez “La Curica” con la extraña y lírica nota oscura de la luna: un aspaviento de sombras siguiendo a unas ropas negras, dibujando un no sé qué de extrañas verdades por un relato gótico del siglo diecinueve o una procesión castellana hecha de migas, cruces y sopas de ajo.

Embozada en el encaje negro de tu toca, como un galán de noche femenino, y oscuro y aromático, Encarnación Peláez se nos aparecía a los niños del bozal, a los hombres de los vino y a las mujeres de las aceras como una imagen sacada de la España profunda y castellana-como bien dijera “El Niño zapatero”-esa Porcuna centenaria en sus costumbres de llanos con trigos y románicos soñados, en todos sus oscuros ayeres y en todas sus metáforas. Esas como sombras proyectadas en la pared de una oscura noche y al solo sol de una bombilla de pared y un beso sin tocar la flor a la vera de una reja. Y uno presentía que sonaban oraciones por las calles puestas en las bocas de las madrugadoras mujeres rezadoras de los velos, las medias y los pecados silenciosos y lacerantes como cilicios de cuero: esa manifestación de leyenda, esa cosa de eco ascendiendo por una rua altozana como subiendo a un calvario donde se representara el santo sacrificio de la cruz de madera y la corona de espinas, siendo tú quizás el lienzo donde quedaran grabados cuatro lágrimas y un rostro, y tres pétalos amarillos caídos de una rosa, y hasta una risa con sorna, ante un mundo femenino de rodillas, cargado de velos y velas de cera, cuando todo resultaba en medieval letanía.

Había, o existía, como un permiso de voz cada vez que Encarnación abandonaba su casa de San Cristóbal para habitar por todas las calles de Porcuna. Encorvada como una abuela antigua a la que se le olvida el marrillo y se apoya sobre la cal de las paredes, hasta dejar secuencias de harinas sobre sus manos, para no perderse de la luz blanca de la cal, ni de las caricias de las almas austeras de las puertas entornada y espiadoras, envueltos en chal los amables de sus arrugas como jugando al juego sensual de los harenes enamorados mirando a través de un ventanal de yesos sin cristales, o haciendo abanico de la recia lana hasta presentir una mirada que sólo buscaba el camino corto de los que se ocultan para una emboscada.

En Encarnación, sus ropas eran su adorno y su prestancia, aunque todos creyéramos que era su disfraz o su forma de ser lo otro: un ondular de negros como sayas conventuales, y un asome invernal de medias negras para aquella presencia de frío siempre, de aquella otra mujer otoño llevada en alpargatas negras como una madre levítica y aterciopelada, que al andar ella, le andaban las aceras y los adoquines.

Encarnación Peláez era la encarnación de la cosa castellana porcunera. Cuando Encarnación murió, Porcuna descubrió que era un sentimiento andaluz, aún sin blancos, sin verdes y sin proclamas regionales, tan escasamente aclamado; pero, hasta entonces, y mientras Encarnación estuvo haciendo de las calles de Porcuna, una sombra de castillos y capas oscuras, sus fotografías en blanco y negro, Porcuna era una anunciación rural de pueblo castellano extraña y entrañablemente implantado entre la sorpresa de los olivares, como un arca de Noé llena de velas, de azadas, de fuentes, de lebrillos, de trébedes y cenachos de hierba llenos de minerales de carbón, y hasta de rezos de esos que se adentraban en las entrañas hasta volverlas tan tristes. Y así iba Encarnación por las calles, castellanamente llana, castellanamente etérea, acariciando las paredes, arrimadilla a ellas, como para no perder el norte, para no perder el destino y las cosillas rectas, escuchando lenguas y soflamas, como quien es una actriz invitada y principal de un drama griego, y a su lado la sigue y la persigue un coro de voces negras, aquellas voces que más que hablar a Encarnación sentían como una orfandad de pueblo hiriente sin diversiones.

Caminera de los rincones porcuneros. Si por San Cristóbal ibas, se te aparecía su iglesia de niños expósitos, el rumor de aguas ascendiendo desde los manantiales hasta su cuestecilla de greda, y su cruz con ataúdes llovidos por las últimas lágrimas, esas últimas lágrimas que sólo lloran los extraños. Si por la Carrera ibas, te saludaban las balconadas antiguas llenas de banderas y mantones de Manila, si por la Plaza su aroma de jeringas hirviendo en los aceites, si por Abades, se te ofrecían los hojaldres de calabaza y los pastelillos de anís, y los mugidos de las vacas y la buena mano del santo sanmarcos de los pobres, mítico y metafórico como tú, si por Santa Ana tu peregrinación diaria de las cuestas y los jadeos, y si por la Casa grande un pozo que nunca existió, a no ser pozo oscuro, pero, del que, sin embargo tú sentías las músicas de sus aguas y esa cosa de peces de colores sacados de un cuento dickensiano ante el hollín de una chimenea.

Pero, sobre todo los ecos, no las voces, esas cosas que casi siempre parecen silencios, sino los ecos que se te venían encima como en hogueras con fantoches de paja quemados en una hoguera, que rebotaban sobre ti hasta proyectarse sobre las paredes haciéndote de en medio en los enmedios de las lapidaciones, mujer de toca y de negros, embozada abuela por la Porcuna castellana de las leyendas medievales y austeras que cantaran los trovadores ciegos por las llanetes en feria o las casonas con teatrillo.

En tu boca sonaban siempre palabras antiguas como suenan los ecos líricos de la poesía con rima: los venacapacá eran en tu boca como un trabalenguas que acercaba las cosas, que te acercaban a ellas: las cosas, las puertas, las ventanas, los cerviguillos de los poyetes, las virginidades de las noches con luna y los lobos en sus aullidos.

Al caminar las calles Encarnación las calles la seguían a ella como se sigue a una procesión donde no siempre son santas sus pretensiones. Abuela de los sonoros despertares de los mudos. A tu paso se abrían las palabras para saludarte sonoras y mal sonadas. Yo sólo nombraba tu nombre para ofrecerte una mano y un ayudarte a cruzar de una acera a otra acera por si a la acera donde estabas se le hubiera olvidado la luz, buscando tú siempre la luz de enfrente por donde había menos voces, menos obstáculos, y un poco más de benevolencia, y hacías como en un irte muy aprisa o un no irte de estatua, noble mujer de negro y de tocas, la de las ropas castellanas sin encajes y las canciones con mandoras, zanfonas, dulzainas, panderos y clavicordios, asustada por angelillos con jáquimas, por granos adolescentes con puñetas, hombres con remiendos y terrones y mujeres con bigotes y cántaros de agua. Ante los asombros, tú te evaporabas en el pendingue transilvano, y al oscurecerte tú se oscurecían los rostros porcuneros como si se sintieran abandonados o huérfanos, que para salir de sus asombros buscaban por todas las esquinas donde poner sus inquinas nuevas. Atardecida mujer con ojos asombrados y caminar de niebla sobre unas calles donde todo se te hacía sombra de pesares.

Encarnación, la noche no se sentía sin vuestra presencia sin noche. Niña de los trapos negros, las onzas de jamón y los rosarios de nácar trastabillando en tus manos como cuentas de aceitunas.

Yo te estoy viendo ahora desde el lugar de los ojos grandes, de los ojos alucinados y de los ojos clementes, y el poeta que te canta, canta de ti la hora aquella en que tu presencia despertaba a los aires lánguidos de las calles solitarias. Curica de las almas en pena y los presagios oxidados. Curica de los bordados ecuestres de los ganchillos. Curica de los anillos tejidos con golosinas. Curica de las esquinas y de los pasos de cabra. Curica de las legañas y unos buenos días tenga usted. Curica del consomé y los gusanos de seda. Curica de las doncellas y de las viejas con moño. Curica de los adornos oscuros y encanecidos. Curica de los autillos y los becerros del oro. Curica de los sonoros mandamientos del mañana. Curica de estas proclamas, sin más afán que el hacerle, de tu frente hasta mi frente, un pasadizo de estrellas. Curica de las botellas y los anisados dulces. Curica de los estuches donde se guardan las joyas. Curica de cantimplora y de porrón de verano. Curica de los cercanos antaños del recordar.

“Vi un insulto en cada boca
Y en cada grupo una afrenta”
(Bernardo López)

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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