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Manuel Toribio, la fantasía de los teléfonos

Bajo la sombra artificial y colorista de la sombrilla de la Farola, el municipal de turno se aburría en aquellas tardes veraniegas de principios de los años setenta, con todo el calor cayéndole encima como una nube de polvo lanzada desde los balcones como si fueran pétalos de rosas que antes de caer al suelo, ya eran pétalos de rosas marchitos.

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Por los cuarenta grados de la Carrera, de aquellos veranos en que todo se alumbraba en los silencios, y la calina cruel de las cinco de la tarde azotaba las paredes incandescentes, derretía de los hierros sus pinturas y envejecía los toldos de los bares y establecimientos del beber, del comer, del vestir o del portar, el municipal de la Farola le rogaba a la climatología una nube con agua o una cantimplora de plástico pendida de la sombrilla, con muchos cubitos de hielo cortados de los grandes bloques que vendía Julián en la Plaza de abastos, o un viento solano que le secara los sudores, le remangara la camisa y le templara las quemaduras de la porra y la pistola, y hasta rogaba un poco de caridad al señor alcalde don Zofío para que no le hiciera pasar ese martirio de las cinco de la tarde sin más tráfico que dirigir que un par de mulos sombríos y unos cuantos Carlos locos deambulando por la Carrera el paso asustadizo de los hombres desorientados, bochincheros y cantarines.

El silencio de las tardes veraniegas por la Carrera se desfiguraba en las bombillas apagadas, volvía locas a las moscas de los vuelos negros y a las avispas de los panales y las latillas con aguas, y dejaba a las gentes en sus casas, dibujando una Carrera, así, sola con su municipal bajo la sombrilla de colores ya tan desgastados, cuando lo que el municipal quería es ser municipal en la Farola del invierno, ya en sus días de Navidad, para recibir, al lado del brasero luminoso que, como medio círculo, se alumbraba acristalado y hogareño, faro de los centros aristocráticos viniéndose a menos, los regalos del Nacimiento del Señor Niño, que los transeúntes de los negocios o las afinidades, dejaban a sus pies: que si la caja de cerveza de madera con los botellines marrones, las gaseosas de naranja y las gaseosas de fresa, la caja de mantecados de canela, las iguales de los ciegos o las participaciones de lotería por si las moscas del Gordo, y unos cuantos vales para una rifa de zorzales y pajarillos, desplumados y destripados para el buen comer de los gatos callejeros; igual una radio transistor de bolsillo para escuchar los partidos de fútbol, donde Velázquez ponía la magia del balón, Santillana los goles y Matías Prats la retransmisión y los comentarios armoniosos de los gritos.

La Carrera solitaria bajo la cruel calina del verano, con los veraneantes forasteros bañándose en la utópica y arbolada playa de la piscina de la Galga, en las rebeldes aguas del Salao llenas de peces y de manos, que de vez en cuando se cobraba un muerto o un susto con ahogos, o en la alberca del huerto del Vélez, rodeada de higueras y de granados y sepulturas romanas profanadas por las raíces de las pencas y las tomateras; pero solitaria la Carrera: solitaria de gentes, solitaria de coches- aquel invento por llegar aún a Porcuna en sus dimensiones amplias- de almas antiguas y de almas modernas, apenas almas niñas. Los toldos de colores le dibujaban a las tiendas sus sombras y sus vuelos de tenderetes de plazas medievales, mientras esperaban a las gentes que no llegaban nunca, y estaban los mostradores vacíos y los estantes llenos de productos esperando los monederos, las sisas y los ahorros de las gentes del Carmelo o las gentes del Pozo del tío Raimundo, los de las maletas de cartón y los blancos sacos llenos de ropas usadas y como nuevas que olían a cosas capitalinas, para vestir de ciudad a los primos hermanos de las sandalias de goma, los remiendos y los flequillos franciscanos, aunque traían sueños de nostalgia y algarabías de aquellos tiempos de sus nacimientos tan del lugar, forasteros a los que los autobuses soltaban en el Muro como quien soltaba ganado parlanchín , conciliador y regalero.

Solitaria e insolidaria Carrera en las crudas tardes del estío. Parado bajo su sombrilla, el municipal de la Farola en su uniforme blanco del estío, de tarde en tarde daba el paso a un coche negro y despistado, entre tanto se presentía un ¡oh! por las paredes y por las ventanas ojeadoras ante la máquina poderosa, que, tras dar un par de vueltas de la Carrera al Paseo de Jesús y del Paseo de Jesús a la Carrera, donde siempre era el coche vencedor de la Fórmula 1, se paraba siempre ante la puerta de Luis Torres, de donde descendía un señorito o una sombra de dudas, quizá una damisela rubia y de ojos azules, ondulando un vestido de gasas, blanco y volátil para dibujarla en niña de trigales o en alocada niña de pajar, elegante, sobria y religiosa, cubriéndose la cabeza con un sombrero de paja o una sombrilla elegante de borlas y de rizos copiado de una película parisina, o de un sueño de película parisina.

El silencio de la Carrera, en aquel principiar de los años setenta, cuanto más o menos, a veces más y a veces menos. Las aceras más amplias quizá, y el asfalto menos negro y más arrugado. Las tiendecillas colgando sus enseres tras los cristales blanquecinos de polvo de los escaparates: aquellos televisores de las infancias nuestras que mirábamos con admiración, con gula y sin futuros: Manolo Millán “Raspavelas”, con sus telas de corte para la confección festiva de las modistas por las casas, o de Sánchez, el sastre de la calle Villa, César Cruz aún con las fotos de Primera Comunión decoradas de blancos y de dorados, amarilleando ya; el escaparate de los Navas deslumbrando con los brillos de las platas, los oros y los relojes de pulsera, en la parada antigua de los coches de línea, una “Pava” fantasmal recordando los viejos viajes a Madrid y un niño sentado en la acera esperando el venir de la pelota perdida, y la oficina aseguradora donde trabajaba José Salas, donde andaba sus andares y hablaba sus monsergas académicas, en esas sus horas de las tardes libres y extraordinarias del Ayuntamiento.

En el bar Paradas la tarde parada y como de fonda, esperando a los danzarines del vino blanco y el cante por Farina, el estanco de la Carrera, de César y Pepe, el primitivo estanco, colocando en su pequeña vitrina de madera los nuevos lapiceros y las nuevas maquinillas para el escolar mes de septiembre, mientras algún maestro dába a los suspendidos de las escuelas, las permanencias de conquistar los aprobados para pasar de curso. El Pastelerito con los cristales llenos de piononos y cucuruchos de crema espolvoreados con azúcar blanquilla despertando los olfatos y los paladares, quizá la gula, cuanto más la envidia de ser sólo manjares de los días festivos o de los domingos por la tarde, esos papelones de pasteles que los muchachos llevaban a las madres, tras los besos novieros por el cine Recreo, tal que acordándose mucho de ellas; el bar América, entoldado, clásico, maderero, señorial, el lugar capitalino entre tanto pueblo, al que sólo le faltaban las tertulias madrileñas de don Ramón María del Valle-Inclán o de don Ramón Gómez de la Serna, para pasar a ser residencia de los ilustrados, donde se resolvían , o al menos se hablaban las soluciones de los capitales problemas de los días tantos, bebiendo anisetes bautizados con agua o azucarillos con más aguas todavía, el bar de Romero, esquinero y abierto como un balcón al horizonte de los palacetes, y en la esquina de Romero las carteleras de los cines, con su pizarras negras donde se anunciaban los estrenos cinematográficos escritos a tiza que sólo borraba el viento o algún gracioso con dedo, al igual que también se anunciaban los partidos de futbol que se jugaban en el Estadio municipal, y al lado el cuadro con los fotogramas de las escenas cinematográficas, donde se vivía el cine como una exposición de fotografías donde todo daba en sepia.

La barbería de Chumiqui, rasurando barbas y creando rayas a los lados de las cabezas peinadas en brillantina para los nuevos Rodolfos Valentinos de los trajes de percal, y perfilando bigotillos encantadores y conquistadores para ser adorados por las mozuelas estampadas de los paseos por Jesús, desgranando pipas como si desgranaran besos, aquellos primeros besos de la Redonda tan castos y tan oscuros, y llenos de pañuelos manchados, de una palmera a otra palmera, como si estuvieran paseando un desierto o un oasis de espejismos con aguas y horizontes tan amplios y tan ciegos. El salón de juegos, que en sus principios y principales años fuera de Bernardino Torres, y luego de algunos otros, bajo las bóvedas que daban al casino de los señoritos y a las estancias de Paco Torres donde los adolescentes, en el inicio de las melenas, algunas barbas revolucionarias y los pantalones de campana, jugaban a los futbolines o a las máquinas de las bolas, que aún eran máquinas sin electricidad ni números de neón, dándoselas de machos que ya sabían besar los labios con carmín; el cuartucho de Luis Salas donde este recomponía y ponía en hora los relojes descompuestos mientras invitaba, el Luisito Salas, al mar de sus ojos como si fueran de postal gaditana.

La mercería de Antonio Montilla, donde lo mismo te vendían unas alpargatas de esparto que unas plantillas para el mal de los pies cansados o fondos con agujeros, o un juego de agujas para el coser de las costuras o el tejer de los saquitos de lana que preparaban los inviernos. El bar de Porrillo, ya en sus desguaces de ser bar ya sin bar y sin Porrillo, donde se celebraban, en su segunda planta, los bailes de las bodas de cuchara, y en donde se echaban las primeras quinielas del futbol antes de que pasaran a ser patrimonio de los estancos y luego de los loteros, y a su lado la sombra de una iglesia sin santos y sin misas, un fantasma del ayer rogando aún en sus piedras y en sus oraciones la desilusión de ser ya espíritu de iglesia, cuando no, iglesia sin memoria, y a la sombra de la iglesia sin santos y sin misas y sin beatas, el palacete de los Funes, tan señorial, tan del extremo, monárquico costumbrista, con más costumbrismo que con monarquía vedada por el general de todos los ejércitos , por donde los niños asomábamos para ver y sentir el cantar del agua de la fuente de mármol y sus enormes plantas de costillas de Adán, alocasias de gigantes hojas paradisiacas y aspidistras traídas de la China de las hambres y el niño muerto cada tres segundos o cada tres suspiros de los chistes de Cassen, deslumbrándonos todos los verdes del mundo mientras veíamos a la criada con cofia y con mandil sirviendo el té de la tarde a los señoritos con bastones y calañeses , y a las damiselas con abanicos y con rubores sorbiendo de las tardes sus esperas habladoras. La tienda de Cayetano Ruiz, donde se compraban las telas y los ajuares a plazos anotados en las cartillas de los adeudos, y la zapatería de Narciso, que fuera tienda de Lucio, con sus botas de Segarra para los campos y sus zapatos finos de material para los días de fiesta, luciendo en brillos de crema marrón y de cepillos suaves, de los del unte y el restriego con su soltura calmosa, para lucir primorosos en las jornadas de las fiestas populares o de las fiestas con cruces, y esquinera, la relojería de Las Siete caídas, descendiendo sótanos, apartando sombras y fantasmas, donde los concurrentes buscaban por las paredes los rojos bisontes de las cuevas prehistóricas, apartando telarañas y poniendo en orden los minutos. Y hasta una sombra antigua del carrillo de La Señorona, que vendía sus aguas rizadas, aguas con colorantes que daba a beber a los atardecientes paseadores del Paseo en su único vaso, casi tapón de botella, que luego enjuagaba en un agua turbia para ofrecer la golosina del agua coloreada al bebedor siguiente, para quitarse una sed más que una golosina. El casino de la Peña, señorial pero con campechanía y como de otro señorío, un señorío como más burgués y menos victorioso, que para victorioso estaba el Nuevo casino de los señoritos, con su periódico Alcázar, su periódico Pueblo, y donde los concurrentes se ponían de pie al escuchar el himno nacional de la medianoche, y extendían los brazos al cara al sol de las bombillas como si quisieran agarrar o atraer el futuro que se les iba alejando con cada agonía del Caudillo del Pardo. El bar de Chorques, con sus mesas lustrosas y sus sillas de anea, siendo, más que bar, corral de casas sin macetas y caracoles en caldo para los meses abrileños.

El bar de Malagón, dando a las escalerillas descendientes del pasaje, un hondo con pozos y una subida elegante hacia la elegancia del centro comercial, sin la mesa de villar aún que sí tuviera cuando trasladó su mostrador al que luego fuera Nuevo casino; y el bar de Eduardo “El Rano”,concurrido y obrero- qué Carrera de tabernas, qué de tabernas con carreras de mostrador y olores rancios- donde estuvo también la primera Caja de Ahorros de Córdoba, con su Monte de Piedad sin más piedad que el dinero, cuando se estableció en Porcuna patrocinada por don Luis Torres padre, el señor de los muchos billetes verdes , las muchas fanegas de tierra y los dones de herencia, ya pasada su época obrera de peón de albañil, y otro de los alquileres del Paco Torres, el pobretico del clan señorial, alquileres que eran su vida y sus únicas monedas, el siempre engañado Paco Torres, un Torres con menos letra mayúscula y con menos señoríos, una criada amamantadora en su quinto mes de embarazo y una santa esposa María rezando el ángelus de la mañana, el rosario de las cinco de la tarde, y el responso anochecedor de los puertos del purgatorio. La sombra afantasmada y quieta del antiguo cine de invierno, donde aún se presentían los pianos sonadores de las películas mudas y las risas que el Cine cómico sacaba de los asistentes. Y la heladería de Los Valencianos, los que regresaban en los veranos de estos calores, como regresaban los forasteros de los sacos con ropas, a vendernos sus helados napolitanos, sus cortes de helado o sus polos de menta, de fresa y de limón. La barbería de Daza y por encima de la barbería de Daza, la heladería de Manolo “el Helaero”, el que se sabía los nombres de todas las calles de Porcuna y de todos los habitantes de las casas de las calles de Porcuna, de tanto pasearlas cargado con las heladeras y las galletas de los cortes, y la barbería de “La Virgen del infierno” con su guitarra sonando las rotas melodías de los cantes flamencos.

Y el bar de los Mulos tordos, que antes fuera la Taberna del Cañetero, emigrado para estas vecindades tan a la mano y de tan capital comarquera, y la borrica del pariente aparejada a la puerta, atada a la ventana, esa borrica que salía el día festivo de la semana para pasearse, enjaezada y romera al tronío de las imaginarias trompetas de los desfiles gloriosos, para más abajo encontrar la habitacioncilla oscura de la barbería de Fernando Salas, con sus almanaques festivos y sus potingues de los cortes y los afeitados, mientras por una mesilla vieja, su hijo Luis, a la vez que aprendía la tradición barbera y peluquera del padre, comenzaba a componer los primeros descompuestos relojes que llegaban a sus manos, y por donde también andaba Antonio Morales, dado al aprendizaje de los cortes de pelo, antes de dedicarse a la industria de los electrodomésticos y otros artilugios y artificios de escaparate. Y también otra taberna más, la de Pepito Gamboas, con su estilo de ser taberna del siempre de las tabernas, y siguiéndolo siendo aún, taberna pura e ilustrada, donde cada cliente tenía su vaso reservado por el mar sabor de los escrúpulos y una esencia de salubridad, sus trocillos de bacalao y sus habas verdes para el hoyillo con aceite. Y enfrente, otra taberna- qué de tabernas y que de mares con sus aguas espiritosas- la de Tranquilla, cuchitril de tres pasos y mucho vino en los barriles, y mucho olor del vino y alguna mosca borracha bebiendo posos y creando vuelos acrobáticos y alocados. Y como Carrera de sombras, de realidades, de espejismos y de levíticos fantasmas sin el descanso eterno, en la esquina de Santiago “El de la Perdiz”, la presencia tan antigua de Vicentillo “el de las Salaillas”, con su cesta de mimbre, de churretes y de sales , cuando no parado, deambulando de bar en bar para vender sus cartuchicos de papel de estraza con sus almendras y sus avellanas, sus camarones de la mar y sus décimos de lotería con sus miles de pesetas y sus cientos de sueños sin esperanza. Y otro barbero más, Emilio Avellaneda, primero del Emilio Avellaneda padre y luego del Emilio Avellaneda hijo, y hoy del espíritusanto de las fotografías en blanco y negro y del mucho sentir el pasado en todas sus emociones. Para más abajo ir, la Carrera haciéndose ya Paseo de Jesús, con la tabernilla cuchitril de Rafael “Escopetilla”, haciendo juegos de magia con las cartas o con los sueños, Barrera el concejal republicano en la vejez celebrante de los Primeros de mayo, don Teodoro poniendo inyecciones de culo y de fuego de alcohol encendido, el Cojo Milla con su tabernucha de vinos amontillados, y una y otra jeringuera haciendo las delicias de masa a las puertas de sus casas, como quien sacara a la calle el ajuar de los desposorios para la vista de la vecindad, y en subiendo por el otro lado, siendo ya final del Pozo piojo y principios señoriales del centro del pueblo, los bares, tasquillas o figones de Félix Pimiento, y a la part’abajo el lugar bebedero y comedero del “Flamenco”, donde la Feria real se vivía en sus gaseosas, sus cervezas y sus calamares fritos. Y las casetitas de colores de Frasquito y de Ramírez donde se repartían las perrillas de las golosinas y se intercambiaban las noveluchas del Oeste, tan leídas, tan manoseadas y tan descompuestas.

Y mientras tanto, el ciego de los cupones de los ciegos del Camino Alto andando las oscuridades de las calles con luz, repartiendo los cuponcillos de las “iguales para hoy”, palpando las paredes de las aceras con su marrillo de rama de olivo, sin un perrillo que le ladrara y sin una voz que le guiara sus caminos de una punta a otra de la Carrera de Jesús.

Pero, en estas tardes de verano, la Carrera era toda de silencios, y sus establecimientos los silencios de las cosas expuestas sin vender, de los vinos sin catar y los pasteles sin comer, a los que sólo les faltaban sus abejas para ser pastelerías marroquíes. Y el casino de La Píldora, agricultor, capaparda y pueblo llano, que es donde principia esta historia que dice y se cuenta así:

Manuel Toribio del Pino, mocito moreno de luna, taciturno, fantasioso y fantasmal, luminoso e iluminado, lorquiano y oculto como navaja que se esconde tras una esquina, pasea la soledad de la Carrera en verano bajo los cuarenta grados de los termómetros, sin más sombra que sus cabellos gitanos descendiéndole en tirabuzones y caracolillos para perfilarlo gitano y cantaor en el Ave María Purísima de las puertas entornadas, cuando no cerradas del todo, las que no se querían abrir, no fuera que Manolo “El Guiñolero”, trajera consigo el maleficio de la duda, o el maleficio de la mariposa, la impronta de un cante improvisado, la fecundidad de un verso o un beso dormido en sus labios esperando ser siempre descubierto en una boca, o dejara entrar una locura para hacerlos orates a todos.

Por la soledad de pueblo muerto de la Carrera, desde el Arco de la Plaza al arco de las palmeras que abren el Paseo de Jesús como granada de otoño abriéndose, derramándose en la boca, y adornado de buganvillas plasmando en fucsias las acuarelas impresionistas, Manuel Toribio del Pino, ya, a partir de ahora, y siempre, Manolo, pasea la acera de la sombra, como a la vuelta pasea la acera del sol, preguntando por las gentes. Moreno sin más estrellas que el color de sus ojos, ojos que eran alucinaciones por donde transcurría una vida que no era la vida de los ojos ajenos, sino la otra vida, la vida de las ensoñaciones y los cuentos de hadas contados a una niña ciega, para la que todas las palabras eran las palabras del mundo.

-¿Hacía donde van don Manolo Toribio del Pino, “El Niño Porcuna”, en estas horas de la tarde en que queman en los pies las aceras al rojo vivo y las salivas que de su boca caen al suelo hierven como hierve en el suelo de la plancha el dedo mojado en la boca?

-Busco de la tarde esta, la tarde de todos los pasados, y el libro mágico donde se encuentran las leyendas extraordinarias de las arabias milenarias.

-Ay, Manolo. Manolo, niño con el corazón grande que me entra en la mano y me da vueltas de peonza sobre las tristezas de las gentes: ¿Eres acaso tú la sombra de un muerto que ha venido hasta aquí para recordarle a la vida el ensueño de las horas pardas? ¿La ave cantora que ya no canta por los campos sino en las almas de los poetas alunados y suicidas? Pues, más que de carnes, Manolo Toribio, estás hecho de luz, pero de una luz presentida entre tinieblas, como un faro muy lejano entrevisto desde los mares, por donde aparecen o vuelan las plazas públicas por donde se pregonaban las historias extraordinarias y las novedades traídas de los lejanos imperios.

Caballero andante por la Carrera de Jesús, pasea Manolo Toribio sus negros tirabuzones, sus deslumbrados y alucinados ojos que atraviesan las paredes incandescentes donde los durmientes sestean los cuarenta grados a la sombra. Entras por las puertas falsas donde se anuncian las palabras no dichas, las presentidas, los caprichos no permitidos, los silenciados, mientras le va descorriendo a la tarde la brea agreste de los rostros curtidos, y en el descanso de sus caminatas, arregla su camisa blanca, como arregla los desarreglos del mundo, le ajusta al pantalón su correa de cuero, limpia con su mirada roja lo opaco de sus zapatos negros hasta crear un brillo de noches con estrellas, y arrejunta sus dos manos tratando de encontrar las dichas de sus apaños extraordinarios y de sus fantasías más excelsas y menos comprendidas:

-Ya te has enterao, eh- pregunta sin signos de interrogación- pues resulta que…

Resulta que…; Manolo Toribio andaba siempre en sus resultas y en sus supuestos, en las fantasías del hombre libre, el hombre que se inventaba su propio mundo, inexacto, lírico, genial, improvisado y elocuente. Apabullado por el presente donde se le iban los ratos de sus trabajos, los queridos y los forzados, y de sus entretenimientos, cuando sus manos dejaban los aperos del día, la vida circunstancial y decadente, gremial y realista que pos sus manos pasaba como si pasara un viento extraño, a Manolo se le dibujaban sus maravillosos fantasmas, los que lo llevaban y lo traían por los incomprensibles mundos de vivir en el otro lado de la vida, en la cara oculta de la verdad, en el sublime lugar de los cuentos de hadas y las noches soñadoras, y hastiado de un mundo que no le pertenecía, cada día Manolo se inventaba, se fabricaba su propio mundo; se confeccionaba su propio traje, y saliendo de las tinieblas del día que nada le decían, y a donde estaba aferrado como al sin remedio de la existencia lógica y razonable, Manolo le daba la vuelta a la tortilla para habitar en su país de nunca jamás, arropado de sombras arrojadizas y de supuestos alarmantes, escenas magistrales que lo ponían sobre un escenario multicolor por donde deambulaban sus personajes cosiéndole sus otros trajes, pespunteándole pentagramas donde todas sus músicas sonaban a músicas nunca oídas, quizá a músicas nunca compuestas.

Bajo el sol de las cinco de la tarde, Manolo Toribio del Pino, “El Niño Porcuna” por excelencia, el niño más niño, el que vivía metido en su bola de cristal intentando crear la magia, en su burbuja de espuma creando peces, olas, algas y maravillas, paseaba Carrera arriba y Carrera abajo buscando por el aire genial de su cabeza alunada, el encuentro o la inspiración magistral de sus composiciones oníricas, las que lo desdibujaban de los hechos tangibles de los días tan iguales y tan sufridores para ser de Porcuna su otra cosa, su otro lado, su otra circunstancia. Y en el momento de la inspiración, en el momento del hallazgo, se metía en el bar América o en el casino de la Píldora, o cruzando el Arco de la Plaza, bajaba hacia la calle Colón para encontrar el hogar y el milagro del locutorio telefónico, esas cabinas telefónicas del antes que se pusieran en Porcuna las cabinas modernas y carcelarias de las llamadas automáticas, donde las gentes esperaban una mano caritativa para que les marcaran los números dando los giros de las ruedecillas, esas de las que, Manolo, siempre dejaba la puerta encajada, no fuera a ser que se quedara preso dentro pasando a ocupar el viaje a ninguna parte de José Luis López Vázquez encerrado en el espanto, el vértigo y la claustrofobia de una celda de cueva transformada en cabina telefónica.

Manolo buscaba la mágica llamada del teléfono, la fantasía de los alambres delgados, como un Gila sin opereta, para contarle al mundo sus hechos y sus líricas, sus otros hechos y sus otras líricas:

-Buenas tardes- educado siempre Manolo- ¿me pones con Mari?

En el locutorio telefónico de la calle Colón, las mozas operadoras de los cuadros numerales, ya sabían quien era Manolo, como también sabían quien era Mari.

-Un momento, Manolo, que tenemos todas las líneas ocupadas.

-No me tardéis mucho, que son grandes y graves las cosas que tengo que contarle.

Mari era la telefonista del hotel Rey Fernando de Jaén, la novia imaginaria, su novia imaginaria del grande y hermoso loco de las sorpresas y los monólogos, su amada nunca vista, su cuerpo más presentido que deseado, su silueta soñada; la mujer rubia o morena que, a cambio de no entregarle sus besos ni aceptar alianza de oro, le entregaba sus oídos.
Las niñas locutoras de la Central telefónica de Porcuna, por la calle Colón, ya sabían quien era la Mari, como sabían quien era Manolo, y existía entre ambos y entre todos una comunión perfecta y acogedora entre “El Niño Porcuna” y la telefonista del hotel Rey Fernando, la que escuchaba de Manolo sus monsergas, sus inventos y sus alucinaciones: sus magistrales cuentos de las hazañas cumplidas o las hazañas por cumplir.

Mari se ponía al teléfono:

-Buenas tardes Mari.

O buenas noches, o buenos días, o buenos espejos, o buenas sombras con claridades de agua. Con el teléfono negro pegado a su oreja, Manolo Toribio del Pino dibujaba a su Marí del alma por los desconchones de las paredes, la idealizaba de novia casadera, de consejera, de escuchadora, de cura de confesionario benefactora de sus cuitas y de sus milongas, sus descubrimientos y sus conquistas:

-Te explico Mari. Resulta que me acabo de comprar doscientas fanegas de tierra de viñas en la Ciudad Real manchega. Muy buenas viñas con muy buenas y jóvenes cepas, y ya estoy al habla con unos vinicultores del Burdeos de la Francia, que están dispuestos a quedarse con toda la cosecha de vino tinto que produzcan, que el vino blanco, por aquel allá de los Pirineos es vino no apreciado, y están dispuestos a crear el mejor vino de todos los tiempos. La mitad de las viñas ya las he puesto a tu nombre como si fuera una dote que te entregaré en matrimonio cuando el matrimonio nos bendiga.

Cuando Manolo Toribio del Pino entraba en sus trances alucinatorios y alucinógenos, cuando todas las palabras del mundo se le venían a su boca, y el mundo ya no era el mundo real sino su real mundo, el mundo por él creado, el mundo vivido y maravilloso donde todo era posible, su cuento infinito, porque todo estaba basado en su realidad apremiante, en su felicidad inmaculada, en ese realismo mágico que descubría el hielo y las lupas de aumento y que Manolo creo y sintió y vivió en Porcuna, que inventó en Porcuna hasta hacer de la realidad el juego de los espejos, los vaivenes de las aguas, el soplar del viento, para Manolo ya no existían más que sus palabras y las imágenes tan vividas de sus palabras, por donde salían historias maravillosas que dejaban maravillados y asombrados a los oyentes: hechos maravillosos, secuencias y consecuencias de su mente ideal e idealizada tan trazada de poesía y de sueños. Manolo se ponía todas las máscaras hasta crear su máscara universal, y todo era un carnaval desfilando ante sus ojos, aquellos ojos rojos que miraban como mirando abismos y consecuencias agradecidas: sus películas magistrales…

-Yo, ya acabo de llamar a la guardia civil, y ya vienen de camino para Porcuna ochenta Land rover de guardias civiles para rodear todo Porcuna y pillar a los cuatro etarras que andan por aquí escondidos, que unos dicen que andan por la Cueva del enamorao, y otros por las fuentes de las aguas, pero yo ya les he avisado a los beneméritos, la casa, el número y el sótano, donde están los etarras escondidos; y hasta les he dicho donde pueden encontrar al Lute, que me ha robao veinte gallinas y un par de pavos de mi granja de aves, y un caballo trotón de mis caballerizas, y hasta donde pueden encontrar al Padrino de los libros y a Al Capone de los alcoholes y los casinos. Pero todo a su debido tiempo, que ahora lo que interesa de verdad es coger a estos cuatro etarras que están por Porcuna, ponerlos en cadenas y darles presidio, o darles galeras, o darles garrote vil…

Manolo “El Guiñolero”, tenía las otras verdades en su cabeza, las verdades incomprendidas, líricas y fehacientes. En un mundo de mentira, Manolo vivía en las otras etapas de los presentes, y a su lado, toda la actualidad era su actualidad creada y nunca escrita:

-Mari, escúchame: para esta Feria real, ya he hablado yo con el alcalde, el señor Zofío, el médico, y ya mismo vamos a firmar el contrato de las actuaciones, para traer a Porcuna a los más grandes cantaores de España, y vamos a organizar en Porcuna, el festival flamenco más importante de todos los tiempos, habidos y por venir, apunta: Rafael Farina, Juanito Valderrama, Fosforito, Rocío Jurado, la Paquera de Jerez, Manolo Escobar, Pepe Pinto y la Niña de la Puebla. Y lo siguiente te lo digo a ti, como novia enamorada, como si fuera un primicia que, de saberse antes, puede crear una revolución, y no se puede decir hasta que esté todo confirmado, pero, de América va a venir a Porcuna, el más grande, don Miguel de Molina, y lo que es mucho más importante y trascendente y que me tiene que confirmar el Dios de los cielos, para poder resucitar a Concha Piquer y a Conchita Martínez para darle fuego a la copla y asombro a la humanidad.

Una cabina telefónica y un teléfono en la mano servían al “Niño Porcuna” para hablarle al universo, incluso, para crear el universo, ponerlo a sus pies y deslumbrar a las gentes. Manolo creaba una imagen y la hacía realidad desde sus ojos rojos, abismados, dalinianos, geniales, trovadores de las estampas imposibles, creadores del cielo, las estrellas y los animales de los bosques.

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Por el bar América se pedía un vaso de ginebra sin más hielo que el aire de los ventiladores, y apuraba poco a poco la copa a lamidas de lengua más que a sorbos para que no se le acabara nunca, esperando el instante en que la inspiración genial, la bombillita de su cabeza, se le iluminara y le pusiera un teléfono en la mano para crear el mundo de las noticias trascendentales e imposibles, las conclusas quizá, las que sólo él podía crear y creer también: el maravilloso libro de sus días y de los días soñadores de Porcuna, las páginas nunca recogidas de los diarios, las que se perdieron en la historia para crear los apócrifos, las paradojas , las hipérboles , los hiperbatones y los sueños de los hombres despiertos por aquello de la incomprensión que era su verdad absoluta. Manolo Toribio del Pino no vivía en la verdad de las cosas, sino en los supuestos, ni vivía en la verdad de las gentes ni en la verdad de los hechos sino en las alucinaciones que todos callaban y que sólo él sabía y podía expresar, por eso era el Dios de su templo y como Dios podía crear un mundo de la nada, hacer y deshacer a su antojo lo hecho y lo deshecho:

-Mari: el castillo de la Mota ya lo tengo apalabrao para su compra. Esto que quede entre nosotros dos, no sea que alguien se entere y se me ponga delante, y si se me pone a tiro compro también el castillo de Santa Catalina, pero sólo si se me pone a tiro, que ese necesita de muchas obras y no tengo yo muchas ganas de follones con albañiles, ¿sabes? Para el castillo de la Mota ya le tengo reservadas varias estancias con cama, comida y sirvientes para que pasen una semana de relajo Ava Gadner y el torero Luis Miguel Dominguín, para que gocen de sus amoríos sin inquietudes y sin sorpresas. Ya está todo más o menos arreglado, pero no se lo digas a nadie hasta que yo te lo confirme. Y para cuando nos casemos tú y yo, y te saque ya de ese hotel Rey Fernando para tenerte como una marquesa, qué mejor sitio para pasar nuestra luna de miel…

Aunque esta parezca una estampa sacada o salida de una alucinación, sólo tiene de alucinación la calina de los cuarenta grados veraniegos del sol sobre las cabezas, o la alucinación literaria de las palabras imposibles que fueron hechos tan cotidianos en aquel Manolo y en aquellos ojos. Los poetas sabemos mucho de alucinaciones y de realidades imposibles, por eso Manolo Toribio se llevaba tan bien con el poeta, porque el poeta no es que lo comprendiera, sino que el poeta lo sentía, lo vivía y lo afirmaba lo que Manolo le aseveraba, y no dándole la razón del loco, sino dándole la razón del genio improvisador y maravillado:

-¿Ya te has enterao, Alfredo?

-Ya me he enterao Manolo.

-Ay, pillín, que buenos oídos tienes. ¿Tú crees que se podría construir en Porcuna, en breve tiempo, una plaza de toros monumental capaz de ganar a las Ventas o a la Maestranza, para que vengan a torear El Cordobés, El Niño de la Capea, Paco Camino, José Mari Manzanares y hasta el alma de Manolete?

-No me cabe la menor duda, Manolo, que, con un poco de empeño, esa plaza se construye en un periquete.

-Un buen sitio, Alfredo, sería allá por el cuartel de la guardia civil, en el descampao ese donde montan la plaza portátil para las actuaciones del Torero bombero y sus siete enanitos sin Blancanieves, a la que hará falta mucha mano de obra para que quede construida para la Feria de septiembre. Así que, voy a ponerme en contacto con mis agentes para que todo se haga lo más rápidamente posible, y hablar con los toreros para reservarles el Día Cuatro de los milagros de la tormenta, del Salao y de los taraes.

Y Manolo se metía en el casino de la Píldora, agarraba tembloroso, ilusionado y emocionado el teléfono negro de pared, y en un santiamén, miles de maestros albañiles se venían a Porcuna para poner en pie, en menos que canta un gallo, la plaza de toros monumental para inaugurarla en la gran corrida de toros de la feria:

-Esto va a ser un espectáculo deslumbrante, Alfredo, lo nunca visto; del que hablarán los siglos y los libros de la historia.

-Y yo, Manolo, te escribiré unas rimas celebrando el gran acontecimiento.

-Menos mal que tú me comprendes, poeta.

-Cómo no te voy a comprender, Manolo, si estamos hechos de los mismos castillos y de las mismas nubes.

Pero, aparte de vivir en sus fantásticas ensoñaciones, que eran sus creadas realidades, Manolo Toribio también vivía en la otra realidad, en la realidad de los demás, a regañadientes y quizá malhumorado, que en el fondo, para Manolo eran las otras fantasías, las fantasías de las gentes simples, sin más frente de imaginación que un flequillo largo molestando en los ojos, nublando los deseos, confundiendo las paredes, y así, Manolo también iba de un aquí para allá en los ajetreos cotidianos de los trabajos, y cuando le apetecían o se le avenían bien, esos que daban el pan y las monedas, el otro pan y las otras monedas, aunque no tocaran el alma, ni los unos, ni las otras. Las costumbres cotidianas y bíblicamente malditas del temprano madrugar para la puesta a punto del otro mundo, el mundo real que para Manolo era como una fantasía puesta del revés. Con su hermano Tomás los diarios repartos de las bebidas por las tabernas, las tiendas y las casas particulares, repartos en los que bastante ayudaba también, Manolo “Pitilillo”, al que Manolo Toribio regalaba puros de buena hoja cubana y que “Pitilillo” agradecía como si en lugar de puros habanos, le regalara Manolo, anillos de oro, donde las vitolas eran los rubíes o las esmeraldas. Montados sobre la camionetilla blanca decorada haciendo las travesías de las calles, las visitas a los establecimientos, las aperturas de las alacenas y los sitios de guardar:

-Manolo, ya te estás tardando mucho en portar esas cajas de cerveza y esas botellas de leche.

-A sus órdenes, mi general: enseguida están las cajas cargadas y vaciadas en las tabernas.

Por las Cuatro esquinas la taberna del padre, del gran Tomás “El Guiñolero”, y Manolo a la puerta montado en su borrico, con su perro negro y blanco tomado en brazos como si de hijo mimado y chiquitín se tratara, y su sombrerillo de paja, de aquellos otros años y aquellas otras edades.

-Bonito borrico montas, Manolo.

-¿Desde cuando se le llama borrico a caballo, buen caballero?

-¿Pero es caballo el borrico, Manolo Toribio?

-¿Todavía lo duda usted?

El gran espejismo de las excentricidades, las visiones diferenciales y los supuestos quijotescos de este Quijote porcunero sin literatura, o sin supuesta literatura, el de los ojos abismales y poderosos escribiendo su propia novela, creando sus propias historias, adorando reveses en su admirable imaginación capaz de crear lo no creado, aunque existente, pues sólo se puede crear lo que uno siente, y Manolo sabía hacer, de lo posible, la infinita verdad de los realismos: la crónica magistral que quedaba escrita en el aire para los aplausos del viento y el aclame de las musas maravilladas.

Escudero o genio de fierabrás, Manolo dándole las cuatro o cinco vueltas a la calle Sebastián de Porcuna, desfaciendo entuertos, encantando damas y cabalgando juncal y guerrero a la conquista de todos los molinos de viento.

-Manolo ¿Hacia donde vas que pareces un Quijote sobre un Rocinante?

-A la conquista de todos los imposibles, buen hombre.

-Que buen camino tengas y muchas aventuras halles, Manolo “El Guiñolero”

-Y vos que lo vea todo, y por cierto: te has enterao ya de…

Y en los días de aceituna la cosecha familiar por los bajíos del Hondonero, estirando fardos, vareando ramas, cargando espuertas, con el viento solano de la hondonada pegándole en la cabeza hasta descubrirle sus fantasmas, y siempre pidiendo la hora, como si tuviera muchas citas aún a las que acudir.

-¿Y aquí cuándo se suelta?

-Hombre, que son las doce de la mañana…

-Entonces será la hora de gastar la cervecillas, las gambas y las lonchas de jamón.

Con todo, Manolo “El Guiñolero”, la fantasía de los teléfonos, no era un libro abierto, sino un libro en sus enigmas, en sus retraimientos, y en sus desconfianzas, y Manolo sabía bien elegir a la gente que debería saber de sus cuitas, sus hallazgos, sus conquistas y sus logros. Y cuando se encontraba ante alguien que no le gustaba en confianza o que le venía más en guasa y en cachondeo que en verdades escuchadoras, Manolo abandonaba sus ojos rojos, ponía la mirada al frente y se quedaba mudo, como narrador que ha perdido los significados de las palabras, de sus palabras, que Manolo tenía sus gentes de confianza, a las que se llegaba Manolo para convertirlos en sus reales interlocutores, o en sus dignos oídos, para contarles sus verdades que eran las únicas verdades sobre la tierra, hacerlos testimonio de sus palabras y comulgar con ellos el pan sagrado de sus ínfulas extraordinarias, y ante los demás mudez, cansancio, desesperanza, retraimiento, duda…

Y si con el Manolo de los días reales querían tratar, Manolo se invitaba al cante o al vino de los puestos de bebidas que su hermano Tomás montaba en los septiembres de la Feria real, en los mayos de la Romería de Alharilla o en las verbenas de los santos, donde Manolo le daba al servir de las bebidas, el giro gracioso y cantamañanas del camarero con guasas, alegrías y retortijones sonoros.

Tiempos aquellos nuestros con Manolo Toribio del Pino, “El Guiñolero”, o “El Niño Porcuna”, haciendo de Porcuna el lugar y el hogar de todas las cosas posibles. El Manolo flamenco de los cantes profundos, de las coplas desgarradoras y de los pasodobles danzarines. Cantando coplas subido al escenario del Cine Alcázar por la Feria real de septiembre, el Manolo Toribio ya más “Niño Porcuna” que nunca; micrófono en mano y música grabada de radiocasé para sacarle a su garganta todos los arpegios de los cantos andaluces y patrios, en todos sus palos o en todas sus armonías de las coplas machas y quejumbrosas, doloridas, a lo Angelillo o a lo Niña de Antequera. El Manolo cantarín sobre el escenario del cine Alcázar, tan de piedra y tan de blanco, en el día feriado de los milagros de San Benito y la Virgen de la Soledad, proyectando su sombra sobre la pared de la cal donde se proyectaban las películas en blanco y negro, a las que se le cortaban los besos y se le subían los escotes con pinceladas de acuarelas. Una sombra que iba proyectada sobre la pared dándole al canto los movimientos del escenario, afantasmada, como si Manolo fuera del Arco al Paseo de Jesús, traspasándole a la copla el sentimiento trágico de los amores imposibles, y al cante flamenco la profundidad del quejío, el giro de la garganta, la luz armónica que iluminaba el escenario hasta no ser Manolo ya el Manolo que salía de detrás de las rejas verdes de madera, con sus tres sillas de rejas y su cortinón colgado de un alambre, sino el grande, el más grande, el más genial de los cantaores y de los copleros. Camisa blanca y pantalón beige, y las manos escenificando la conquista de las letras, y el escenario sobre el que actuaba, no era ya el escenario del cine Alcázar de Porcuna, sino el escenario del mundo, donde todos los discos de oro y de platino venían a sus manos para luego contárselo a su Mari, la novia imposible del hotel Rey Fernando, en sus llamadas telefónicas de todos los días y desde todos los teléfonos en sus manos.

Y en Semana Santa, en el Viernes Santo de las ascendientes procesiones de San Benito, su saeta a la Virgen de la Soledad, llorosa y cándida en sus lutos y en sus blancos, al Cristo de la Expiración, y al Señor Muerto. Abriendo de las aceras a las gentes apenadas de las miradas y las persignaciones, emergía como una sombra o como un duende, Manolo “El Guiñolero”, dejado ya en el recuerdo el traje de romano que antaño luciera en la procesión nocturna del Viernes Santo, marcial y peliculero de Coliseo romano, como un recuerdo marcial de aquel servicio militar suyo con escopeta cazadora, que a saber lo que sería en su cabeza de ensueños, para cantarle a la Soledad la saeta del dolor materno, la saeta más sentida al paso de la procesión por el Arco de la Plaza, y la Virgen de la Soledad se paraba a sus pies y se hacía suya para sacarle a su voz la saeta más dolora y los sentimientos más profundos. Y a su paso se paraba el Cristo de Güeto para descenderlo de la cruz y acunarlo en los brazos de su garganta, en las manos de su quejido profundo hasta hacerlo, de Cristo crucificado, Cristo esperanzado; y a su paso se paraba el Santo Entierro del Señor Muerto hasta hacerlo levantarse para comenzar su Resurrección.

Y del Arco de la Plaza a la Farola para más saetas, las otras saetas, y a la puerta de la Píldora, y a las puertas de todas las puertas, hasta que su garganta se quebraba con tanto cante y descansaba Manolo de cantar saeta tras saeta, y se quedaba humilde y soñador, buscando el teléfono imaginario de los cielos para comunicarle a Dios su deber cumplido.

Tú tenías las otras verdades y los otros sentimientos; los otros sufrimientos y las otras realidades. Vivías de tus ideales y tus sueños infantiles. Manolo de los febriles y las ínfulas sagradas. Sagrado tú de las hadas y los duendes voladores. Guiñolero de las flores, los Quijotes y los Sanchos. Sacerdote con milagros en las aras de tu frente. Ibas del mundo de enfrente a tu mundo soñadero. Manolo de los aperos, de las guías y los tientos. Aceitunero del viento y las ninfas de los ríos. Porcuna te puso un silo lleno de trigos amargos. Tú ibas por los breviarios levitadores del tiempo. Flotabas alas de asiento y ventoleras de nubes. Tú subías donde suben las mentes privilegiadas, y a tu lado se acercaban los poetas, y los locos y los niños cariñosos para darles caramelos. La fantasía de tu sueño era la verdad del mundo. Tú ibas por otros rumbos a los rumbos de las gentes. Si te miraban de frente te elevabas dalisiano, dibujando con la mano el réquiem para los muertos. Ojos de sabio contra los ojos tuertos, hacías de un mundo de inciertos un mundo de algarabías y se alegraban los días exprimiendo tu cabeza. Vivías de las certezas imposibles de los sueños, sin más dueño que tu dueño diseñando tu camino. Guiñolero de los trinos, las saetas y los cantes, desde Porcuna adelante conquistando lo imposible; aquí ponías tus lindes y comenzabas tu imperio. Conquistador de los yerros de las gentes sin sustancia. Ibas tocado de gracia y un amor capitalino, irreal, como tu sino, verdad como tu conciencia, que en el mundo de tu ciencia sólo cabía el deseo, de tu ardor, buen caballero andante por la Carrera. Bajando las escaleras descendías a los milagros hasta el hogar de lo cierto. Un puerto para tu puerto, y un barco para tu mar. Niño Porcuna sin más placer que una oreja donde extender tu cometa y echarlo todo a volar. Pedías por caridad una sonrisa benigna y te entregaba una rima y una atención sin fronteras. El tiempo de tus cegueras te pintó bravo y luciente, agua de la clara fuente, sueño de los sueños rotos. Pasabas tus alborotos por la inquietud de las gentes, y al sentirte diferente creabas tu salvación bajo una luna y un sol dibujándote en un cuento.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
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