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Pepe Cantillo | Desenterrando odio

En un artículo anterior decíamos que la indiferencia empobrece al indiferente, hace que se encierre en sí mismo generando incomunicación. Quede claro que de la indiferencia no puede brotar el entendimiento entre las personas y, como consecuencia directa, falla la comunicación, factor básico en nuestro con-vivir diario.



Mal que nos pese, somos seres sociales que necesitamos de los demás, aunque a veces parezca lo contrario. A través del intercambio y de las relaciones interpersonales, los humanos nos enriquecemos. El diálogo y la escucha activa son armas valiosas para luchar contra la indiferencia, contra cualquier muro que nos separe mientras que el odio es una vil empalizada donde masacramos a nuestros iguales.

Dicho murallón solo puede derribarse si somos capaces de abrirnos a lo que nos puedan transmitir los demás. No olvidemos que el diálogo es un valor propio de personas sabias y maduras que quieren crecer, que no viven deseando el mal ajeno. Transmitir odio es manifestar un sentimiento negativo que desea el mal por el mal.

El lenguaje del odio no es de hoy ni de ayer, viene de muy lejos. Hasta hace poco se decía que en España, la lacra, esto es, el “vicio físico o moral que marca a quien lo tiene” (sic), era la envidia, pecado capital que nos caracterizaba ante la opinión de los demás. A estas alturas del siglo XXI tengo serias dudas sobre dicha afirmación.

Creo que el odio va ganando espacio a pasos de gigante y se extiende como mancha de aceite en la política, rebotando a la vida diaria. Un odio que no tiene color, puesto que es tanto de izquierdas como de derechas; un odio que parece querer destruir una sociedad que habíamos creado con un esfuerzo ímprobo, donde se suponía que cabíamos todos. Un odio que nos llevó a una maldita guerra “incivil” que ahora pretendemos resucitar.

Quienes hicieron y sufrieron dicha guerra ya están casi muertos; los que vinimos detrás parece que una losa de silencio “impuesta tácitamente” por los mayores hizo borrarla de nuestros registros y los más jóvenes ni tan siquiera sabían nada de ella. La esperanza colectiva quería soltar amarras para seguir hacia horizontes abiertos al ancho mundo.

Y nos sumamos al resto de Europa en una aventura comunitaria porque había que pasar página, salir de la pobreza más cruel, aquella que fue causada por una mísera e infeliz destrucción fratricida. Unos emigran para comer; otros se quedan restañando heridas.

Transcurrieron años duros para un pueblo domeñado por la escasez y las botas de los vencedores donde el estraperlo y la pobreza hacían camino. Pero queríamos sobrevivir. Algo más tarde, muchos de nuestros hijos vuelan en el avión cultural “Erasmus” para estudiar fuera. La senda estaba abierta por nuestra emigración. Poco a poco dejamos de lado el solipsismo de “Juan Palomo” y, roto el aislamiento, saltamos a la globalidad de una Europa que también emergía del rencor.

El criterio asumido era rebasar de una vez por todas ese manido “Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como”, expresión cargada de egoísmo aunque, en el mejor de los casos, se pueda aceptar como muestra de autosuficiencia. Es cierto que dicho refrán encierra un pensamiento moral que ratifica la postura de quien lo dice o a quien se le aplica.

Unos dicen que tal expresión procede de la poesía satírica de Quevedo, uno de los mejores escritores del llamado Siglo de Oro de la literatura española. Otra referencia le atribuye el nombre y la fama a un bandolero de los llamados “Siete Niños de Écija” –que ni todos eran ecijanos ni eran siete–. El tal Juan Palomo dicen que era amigo del bandolero José María El Tempranillo.

Para otros, el origen de dicho refrán, según los entendidos en proverbios, hace referencia a cierto gobernador que, procedente de la India Oriental, llega a España a finales del siglo XIV y al que el rey Juan I de Castilla le concede la “Orden de la Paloma", por lo que popularmente pasó a llamarse Juan Palomo.

Decía líneas más arriba que no solemos desear el mal de los otros. Matizo porque dicha afirmación no siempre es verdad. En nuestro mundo actual, vomitar “injurias, dicterios, maldiciones” en las redes contra las personas se ha convertido en el deporte nacional. ¿O debo decir estatal por aquello de las confederadas multiespañas? ¡Ojo al tropezón!

Los últimos meses han sido ricos y fructíferos en “dimes y diretes”, en comentarios y cotilleos mordaces, hirientes contra personas, en circunstancias en muchos de los casos sin fundamento, por el placer de herir. Usamos las redes porque, como es obvio, permiten el anonimato al no dar la cara. ¡Viva la valentía!

Sobre todo contra esas personas con las cuales no comulgo políticamente. ¿Cuánta malquerencia hemos babeado en los últimos meses (años) deseando lo peor de lo peor a esos prójimos cuyo ideario no me gusta? Y esto solo acaba de empezar, aunque viene de lejos y solo hemos resucitado una mínima parte del problema. ¿Pesimismo? Es posible.

Para unos, los odiados, el olvido y para otros, los queridos, el recuerdo. En síntesis, quien lo pasa mal es dicho escupidor o escupidora porque cría “amargura, aspereza o desabrimiento”. Así se entiende que la hiel les aumente a pasos de gigante. Y lo más importante: ¿cuánto tiempo nos queda para dejar de babosear?

Y lo peor de todo este embrollo, entendido como “situación embarazosa, conflicto del cual no se sabe cómo salir” (sic), es que seguimos tirando mierda a los cuatro puntos cardinales. Me refiero a ese país llamado España donde unos pocos tiran piedras a los tejados ajenos porque les da la gana, o porque quieren masacrar a cualquiera que se les ponga por delante o en contra de sus ideales y/o símbolos.

¡Ojo! ni se te ocurra apedrear sus tejadillos porque, entonces, serás tildado de "tirano" y acusado, cuando menos, de "facha" y "antidemócrata". Qué fácil es jugar con las palabras cargándolas de pólvora. Son tan sufridas…

No olvido que todos podemos opinar, que somos libres de hacer uso de ese derecho. Pero recuerdo que si al hacerlo ofendemos, mal-queremos, despreciamos, juzgamos y, a la par, condenamos alegremente, estamos cometiendo una grave injusticia contra el honor, contra la fama o contra la integridad moral del otro. Opinar es muy fácil; ser respetuoso y justo, ya es harina de otro costal.

Muestra de ello son las vomiteras que encharcan las redes con determinadas peroratas –ejemplos recientes hay “a mogollón”– o ante determinados asuntos, unos políticos (el color ya no importa aunque la inquina nos haga disparar mas mierda contra unos colores que contra otros) o sociales, deportivos o festeros, donde la vomitera es nauseabunda.

Insultamos con asombrosa facilidad; injuriamos a “cara de perro” de forma dura y cruda porque el anonimato, terreno fangoso para valientes adalides de lengua bífida, tripartita o “cuatribarrada” permite bombardear al contrario. Y seguimos machacando a quien sea con nuestras sabias opiniones.

Por desgracia para todos, aquí no hay buenos o malos. Hay personas con sentido común o eunucos mentales (castrados, capados). Necios ocultos tras el burladero de la cómoda guarida que les permite escupir contra vivos y muertos, niños y mayores, inocentes y culpables y, en caso de no ser culpables, los juicios paralelos conseguirán que lo sean.

Odio la violencia, venga de donde venga. Creo en la convivencia que no siempre es un jardín de rosas, pero que tiene más ventajas que inconvenientes. Que nos necesitamos unos a otros porque, como seres sociales, vivimos en compañía. Si olvidamos estas premisas hay que recordar el refrán que deja claro aquello de “arrieros somos y en el caminos nos veremos”.

Una sugerencia. He terminado la lectura de un libro que me ha llegado a lo profundo del sentir. A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, editado por Libros del Asteroide (Barcelona, 2017, décima edición). Su autor es Manuel Chaves Nogales, un sevillano y partidario de Manuel Azaña que era periodista en plena Guerra Civil. El libro se redacta entre 1936 y 1937 y se edita en Chile este último año. Hay que pensarse lo que dice.

Copio literalmente: “Impresionante testimonio de la Guerra Civil donde denuncia las atrocidades cometidas por ambos bandos con una lucidez sorprendentemente adelantada a su tiempo”. Y Muñoz Molina dice: “Chaves Nogales es el hombre justo que no se casa con nadie porque su compasión y solidaridad están del lado de las personas que sufren”.

El mismo Manuel Chaves dice en el prólogo: “mi única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad (...). Vi entonces convertirse en comunistas fervorosos a muchos reaccionarios y en anarquistas terribles a muchos burgueses acomodados. La guerra y el miedo lo justificaban todo”. Estos dos pensamientos me han dado que pensar.

PEPE CANTILLO