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Manuel Torres Amate. El carromoto del picón

Los días tranquilos, pacíficos, recolectores y contadores del ayer, entre los muchos trabajos, las muchas fatigas y las muchas inquietudes, le trajeron a Manuel Torres Amate el descanso agnóstico y casi ascético de los días reposados: esos reposados días que tan mal se avienen siempre con los cuerpos tan trabajados y en las inquietudes madrugadoras para los negocios, nos pintó a Manolo “El del picón” arrejuntado siempre en las inquietudes variopintas y creativas de los trabajos manuales y de las lecturas a la luna de la tarde y a la sombra de los mosquitos, mientras por su cabeza cabalgaba siempre el estridente sonido de su carromoto cargado de sacos de picón y de sacos de carbón por aquella Porcuna antigua del blanco y negro de los tiempos, más que de las fotografías, las casicas chiquitillas como nidos de golondrinas enganchados a los tejados, las calles serpenteantes y tan afines de las bestias de carga, los perros ladradores y los gatos por los tejados o sobre las mecedoras, y las vecindades a las puertas de su casas como un alguien o un todo secular y contradictorio, que esperaba siempre algo, la sorpresa del nuevo día, el entretenimiento de los voceadores callejeros de los pregones que traían la mantelería, las enaguas, el arreglo de los paraguas o el afile de los cuchillos, el queso y los hojaldres, los garbanzos tostaos y la miel goteante aureolada de imaginarias abejas y soñadores panales de los bosques, las cartas del correo, o la limosna por Dios ,las majoletas, el arrezul y los higos chumbos o las cargas de leña o el carbón y el picón del Manolo “el piconero”, en su camisa azul o en su azul blusón, tan entintados de oscuros, aquellos otros oscuros que lo nevaban como de pavesas, que lo vestían de hombre de negro teñido de lavandería en sus lutos comerciales, voceando picones y carbones por el mediodía de las calles tan blancas, tan asombradas, tan agrarias y tan en trapajos y tapadillos; vecindades sabedoras que lo que les vendría, les vendría de la calle abajo o de la calle arriba, fuera cielo o fuera infierno; si cielo, una esperanza azul, si infierno, no más que unas medias negras y un llorar mucho, y el agua de las canales llenando los cubos del agua para la sed de los animales de corral o para la sed de las macetas con sus geranios gigantes, casi bosques encantados de mariposas, libélulas y avispas negras y gualdas zumbando entre los zumos de las uvas de las parras.

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Fotografía: Juan Manuel Torres Gutiérrez

Los días largos después de los sesenta y cinco años le vinieron al hombre del picón, no lo sabía ya si como descanso o como castigo, que, a tantos años de trabajaeras y de fatigas, y de gratos momentos también en el sentirse fuerte y esforzado y alguien, esa repentina paz ingobernable, una paz a la que no podía ponerle las manos encima porque la bofetada se le volvía caricia, cuando lo que Manuel Torres Amate pretendía era pegarle una bofetada a la modorra de la vejez para seguir siendo hombre activo, hombre vivo, hombre con futuros, hombre sin más descansado reposo que la hora de la siesta o la ternura del tálamo de las cada vez más largas noches, u hombre de las tertulias de las tardes por “La Píldora”, aquel círculo de artesanos y labradores, sin más artesanía ya que la artesanía de las fotografías y los útiles expuestos como magisterio de museo y sin más labradera que los olivos creciendo y los olivos cortando hasta crear el verde césped desde las alturas de los aviones. Las tardes del café con leche y las charlas políticas en el carrero balcón de la terraza de “ La Píldora”, ese mirar al mundo desde la frente de las caminatas y los asuntos desgobernados; si con sol, con toldo y sombrero, si de invierno, en la biblioteca del casino, hojeando libros, ojeando rostros, convirtiendo y reconvirtiendo palabras y haciendo de la discusión el buen y hábil sentir de las peculiares formas de ver y de sentir la vida, cada cual en su ideología y cada cual en sus maneras, sin más pan pan ni vino vino que un escuchar atento, un asentir lo imprescindible y un discrepar lo que hiciera falta, que allá cada cual con sus ideas, sus sentimientos y sus peculiaridades sociales y políticas.

A la calle Barrionuevo de los años aquellos del piconero jubilado, y anteriores años también, la de Los Valverde y el Herrero feo, la de Agustina “la de la cafetería”, y el barbero de “La Virgen del infierno”, que estaban casi siempre en la casa de Valverde donde tenían su casinillo de calle y su discusión de puertas cerradas, aunque fueran puertas abiertas; la calle de los Nati y Clotilde, la Julia y el Manuel Benito, Isabelica “la del jabón” , “Chichimao” y la Chacha, y la familia completa y numerosa de Barranco el municipal, que daba hijos al mundo para que nunca se acabara la calle ni se callaran las gentes, para que siempre hubiera niños jugando por las calles y algarabías de sonrisas y besos de media luna, y que salían a la calle a ocuparla por completo para entablar las chácharas de las estrellas y las mariposas de la luz, se le abría un descanso en la casa familiar de Manuel Torres Amate, esa casa que aún olía a jabones, a sosa, a tintes y a “polvos americanos” y a “polvos de arilé” , como si estos olores que tanta sustancia y tantos aromas le dieran al hogar de la familia, nunca se hubieran ido y se hubieran asentado en la tranquilidad del jubilado Amate y, persistentes, molestaban a las pituitarias de la cal mientras los revolvían y revenían, ancestrales y míticos, en las pituitarias de Manuel y Aurora, el matrimonio de la tranquilidad tras las horas de los oficios, la pareja feliz a la que, de repente, tanto reposo, los volvía lánguidos, divinidades del ayer de los oficios, que en el duermevelas del sueño y de la nostalgia, aún seguían fabricando jabones y dispensando potingues de droguería para el buen comercio de las vecindades, las vecindades propias y las vecindades ajenas de las otras calles y de las otras gentes, tan distantes y tan cercanas.

-Qué descansados los cuerpos, Aurora. Echa uno tanto de menos, del ayer, no más cruzar la esquina del reposo, los trabajos, los esfuerzos y las fatigas; ese llegar cansado a la hora de la cena para el huevo pasado por agua y las últimas charlas de la noche, Aurora.

-Y tan vacía la casa, que parece, con tantos silencios y con tantos recuerdos, la casa fantasmal de los castillos y los palacios abandonados. Y echa una de menos aquellos golpes con los nudillos en la puerta o en el cristal de la ventana, y ese azogue de prisas recibiendo gentes y despachando cosas, que ni descansar podía una los cinco minutos de las oraciones o las medias horas de las radionovelas.

En el patio de la casa, rodeado de macetas y un olor como a pozo y a cuadras con pesebres, y hasta de olores antiguos de cuando la casa era antigua vaquería surtidora de leches y de recocíos, y tiernos ternerillos para los mataderos o las capeas imaginarias, y a tendederos de ropas secándose al sol de la tarde, cogidas con los alfileres de la ropa sobre los alambres plastificados. En una virtud de macetas mostrándose y cantándole a la primavera los goces de los colores y los arrumacos de los aromas, Manuel torres compone y teje los primores coloristas de las esteras, las jarapas y las alfombras de cuerda y esparto, o el forrado de las garrafas de las aceitunas en aliño, las damajuanas del vino y las botellas del aguardiente, entretenimientos de viejo con inquietudes, de viejo que ve en los trabajos, ya sea en los trabajos manuales, el salir de la modorra diaria del descanso, todas esas horas perdidas mirando los cielos rasos y los cielos azules, mientras ve pasar las horas valerianas de la tarde perfilándose sobre el reloj de las paredes blancas, marcando las horas y alumbrando el pasar de los ratos. Al piar de un pájaro cantor los minutos pasando, y Manuel Torres hilvanando los colores de los telares en sus cadenetas, sin más telar que el ancestral telar de sus manos, una imagen ecuatoriana y selvática a la puerta de una choza y un techo de paja por donde las indias con gorros de colores y ásperas lanas tejen al soplo de los vientos inmortales los tribales primores de los tejidos y los adornos, y con unas quenas sonando las nostalgias de los Mayas o de los Incas. Con el cigarrillo en la boca, uno más de los cuatro paquetes diarios, dándole al humo las volutas redondas de los juegos de señales, dibujando círculos o nubes artificiales de donde caían las cenizas como si descendieran alas. Tejiendo en la tarde de la jubilación los primores horizontales, los círculos de los soles y las alegrías geométricas de las aves egipcias. Y en el asueto cómodo del sillón, las lecturas de todos los días.

La televisión encendida y Manuel Torres con el libro en las manos y las gafas de cerca resbalándole por la nariz hasta ser gafas de bigote: obnubilado, ausente, vacío del mundo, lleno de letras y de renglones, literario y sabedor en la gran escuela de los libros, sin más luz que las palabras entrelazadas del narrar de la Historia. Gran lector de siempre: novela, teatro, poesía, pero, sobre todo, libros de Historia; indagando en el ayer el por qué de las cosas y de los hechos, el cómo sucedieron, el por qué sucedieron, o el por qué fueron así cuando bien podrían haber sido de otra forma; de la Historia sus virtudes y sus ineficacias, sus mentiras y sus verdades, quizá sus medias verdades y sus medias mentiras, pero que daban al entretenimiento culto de la literatura; de los momentos de ayer a los momentos de ahora, los momentos que parecían ser siempre los mismos momentos, pura repetición vestida con otros personajes y con otras secuencias. Perdido entre las palabras intentando encontrarle verdades, controversias, razonamientos o discrepancias a los momentos sagrados de los hechos, tan escritos, tan mostrados, tan distantes y distintos: fulgores de los ayeres, consecuencias de lo nuestro: un algo sedante, o cuanto menos, vanidoso:

-Don Manuel Torres Amate, Manolo “el del picón” ¿Qué lee usted en estos momentos, que tan entusiasmado se le ve. Tan entusiasmado que llevo media hora apoyado en el poyo de la ventana, y tan sordo usted con el libro entre las manos?

- Las Memorias de don Manuel Azaña, presidente de la Segunda República española, en uno de sus volúmenes, señor Valverde.

-¿Y no sería mejor que leyera alguna comedieta de los Álvarez Quintero, algún ripio rimado de Curros Enríquez, o alguna monserga de Pereda, sin más placer que la insustancial caminata de las palabras?

-Déjate ya de pamplinas y cierra la ventana, que entran las moscas y los grillos, o similares hablando, por bocas de grillos y de moscas…

En los principios del sueño, entre el ayer y el hoy de las palabras narradoras, esa secuencia extraña del narrador de no saber si está en el presente o está en el pasado, Manuel Torres Amate coge la vieja libreta de a rayas donde en los años de los negocios llevaba Manolo “El del picón”, anotados, los dineros de las deudas, y los nombres de los deudores: la otra cosa negra de los años malos, el otro picón, como picón de vareta; aquellas necesidades de antes, aquellas bonanzas del vendedor ante los pobres, y no de espíritu, sino de alcancías, aquellas pobres gentes que le compraban el picón de fiado, porque ni para el picón daba en la casa. La vieja libreta de las trampas con sus numericos chiquitillos en sus pesetas y en sus céntimos. Un desfile nominal y vertical de números con anotaciones; la antología de la pobrería de Porcuna desfilando sus nombres y sus nombrajos por la libretilla a rayas del maestro vendedor. Ejercicios espirituales que siempre daban en huchas vacías y en los bolsillos con agujeros, y en un como taparse la cara para no pasar tanta vergüenza. La libretilla a rayas con nombres y apellidos que ya no eran ni nombres ni apellidos sino pasados, y, perfectamente, pasados imperfectos llenos de pobrezas y alucinaciones ciegas, los que quedaban anotados en las líneas de las deudas que nunca se reportaron, quedando en eso, en un censo nominal de pesetas y de céntimos que daban siempre a la ninguna parte de las recaudaciones: el dinero falso de los préstamos imposibles de cobrar:

-Bien podría usted ahora, ahora que está usted viviendo, señor Manuel Torres Amate, en los días del beneplácito de la tranquilidad con nietos y con paga del gobierno, en ir casa por casa a cobrar los papeles de las trampas, la lista de los adeudos, la sonrojante tinta azul, tan desvalida ya por tantos años, de los sacos de picón impagados y los trozos de jabón, y los polvos de “Arilé”…

-Ya le he dicho a usted que cierre la ventana, que me entran las moscas y los grillos, y no me deja concentrarme en estos y en otros asuntos que, a mis años, no dejan de ser ya más que puros entretenimientos de jubilado que se aburre contando sin contar las horas de los días.

Y de vez en cuando la mente en blanco, con los momentos del ayer revoloteándole por su cabeza, y dibujándole el jeroglífico de sus días como una encrucijada, el crucigrama de sus palabras, el autodefinido de sus idas y venidas por estos mundos de Dios, por veces, abandonados, gloriosos por veces, y hasta soñadores en el sueño de los ojos abiertos y una sociedad más justa. Entonces, Manuel, dejaba a un lado el libro de Azaña y la libretilla con los nombres de las deudas impagadas e impagables, y mientras Aurora Gutiérrez subía o bajaba el volumen del televisor, o el volumen de la charla a la luz de las aceras, a Manuel se le descorría el telón del teatro de su vida, y por el escenario, como entre niebla, le abría a sus ojos los retratos sepias de sus tiempos del ayer con los ecos de su memoria.

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Por las calles de Porcuna el tracatrá del carromato de Manolo “El del picón”, esa especie de moto con remolque de donde asomaban, primorosamente puestos, los sacos del picón para los braseros y los sacos del carbón para las hornillas de yeso, intentando subir cuestas y bajar despeñaderos, con la bocina musical y salvadora despertando a las gentes a las inminencias del invierno, esas vísperas en que las cuadras y los corrales con techadillos se abrían en Porcuna para el almacenamiento de los negros combustibles de los fríos y las tiritonas de mesa camilla a la luz de la bombilla de centro, y el hombre de negro, el hombre de la tizne negra anunciando por la megafonía de su garganta la llegada de las lumbres de la sierra de Cardeñas, a donde Manuel Torres ascendía, como ciclista en el Tour por el cargamento de los sacos negros, unas veces en el camión de Enrique “El gordo”, y otras, en algún camión de los Callaos, los del almacén. Y si el acarreo resultaba en urgencias, y no había camión a mano, subía Manuel Torres los montes de la sierra cordobesa a por el apaño mínimo de los diez o quince saquillos de picón que le entraban en lo escueto y callejero de su carromato. Un madrugueo por caminos de piedras y carreteras a medio asfaltar, sin más señales de circulación que la vista puesta al frente y un mirar atentamente las idas y venidas de los llanos hacia los montes y de los montes hacia los llanos, que ya por Cardeñas, el Manuel Torres piconero era esperado, cliente de esos montes, y más que conocido y mejor recibido por los lugareños de las quemas. Y allí iba el piconero con la jerga de los sacos vacíos para devolverlos llenos del primor necesario de los chiscos primorosamente apagados para el buen calentar de los braseros y las hornillas de los alimentos, con, de vez en cuando, algún tiznón, ese que aún ardía en picón a medio hacer que llenaba las casas de humos y los ojos de lágrimas:

-Manolo, un saquejo de picón de monte p’al brasero, que el de vareta no da más que pa un corto calentao, y una espuertilla de negro carbón para el asunto de cocer los potajes. Y si lo quiere Dios, o lo quiere el patrón de los salarios aceituneros, o la vuelta pronta de Francia, se lo pago en unos días; todo lo más en unas semanas…

Pero, a veces, la pagaduría resultaba en meses, cuando no en años, y a veces en años bisiestos y compostelanos. E incluso, los sacos de picón que no se pagaban nunca; esos sacos de picón por el siempre de los tiempos adeudados, que Manuel Torres Amate repasaba en el ahora de su jubilación, anotaicos en su escolar libreta de rayas.

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Por las cosas del destino, Manuel Torres Amate vino a nacer en Madrid, por el barrio de las Ventas, tan torero y tan Primo de Rivera en aquel año de 1925 en que sus padres, Manuel, de Porcuna, e Isabel, de Valdepeñas hicieron sus madriles, y emigraron a Madrid recién dado el sí testimonial del matrimonio, eclesiástico y bien pensante; pero poco le duraría al niño Manuel sus años capitalinos del progreso y la dictadura monárquica consentida, y, si no aclamada, peripatética, que aún siendo niño de pecho, los padres, el Manuel y la Isabel, se volvieron a Porcuna para las otras cosas de los asuntos, entre una nostalgia de olivos y un estorbo de rascacielos. Una Porcuna donde el abuelo aún continuaba con sus trabajos de corredor de aceites turbios para la confección de los jabones olorosos de la cosmética, los jabones de lavar las ropas o el fregar los suelos.

Cuando llegó la guerra civil, esa real proclamada vil, el padre es detenido, juzgado y encarcelado en Totana, por lo que él, con sus once años, su madre y sus hermanos se van a vivir al cortijo de San Pedro, por donde las termas romanas y las aguas buenas para el ablande de los garbanzos, donde la madre ejerce de casera y preparadora de los alimentos agrarios, y los hijos niños se encargan de las labores agrícolas unos y los más niños en la guarda de los animales del cortijo, acorralando pavos, persiguiendo cabras, cebando cochinos, preparándoles a los mulos los pesebres de las pajas y las cebadas y recogiendo los estiércoles para el abono de los plantíos y las mejoras de las tierras. Y de vez en cuando jugar al juego del escondite por detrás de los vallados de los huertos o por la otra luna del canto de los mochuelos, imitando a las aves nocturnas o persiguiendo estrellas, sin más caminos de ida que los caminos de vuelta.

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Fotografía: Juan Manuel Torres Guitérrez

A la vuelta del padre encarcelado, y en el transcurrir de aquellos años de paz institucional, la familia continúa con el negocio de los jabones, pasa el padre al oficio de corredor dejándole a Manuel Torres lo de las ventas del picón, el carbón y la fabricación de jabones con los aceites turbios de las fábricas, hasta que Manuel Torres casa con Aurora Gutiérrez, allá por el año de 1957, compra una pequeña vivienda en la calle Barrionuevo, en el número 12 para poner su despacho de jabón, polvos para los fregados y los lavados, la sosa, el picón y el carbón, para comprar luego la casa del número 21 donde instala Manuel su definitiva fábrica familiar de jabón, con su caldera, sus moldes, sus mejunjes, sus aceites y sus alambres cortadores, y los productos de olor para los jabones perfumados, y adquiere su famoso carromoto, que recorrería, en su traqueteo de su máquina descompuesta, pero alarmante y como progresista todas las calles de Porcuna, una detrás de otra, pregonando picones negros como su cara y despertares blancos como su espíritu.

Por la covachuela de la calle Barrionuevo, la alacena de los negros y las telarañas, por donde entraban los picones y los carbones esperando las talegas y las cubetas de plástico de los compradores. Por la covacha del picón y del carbón, el susto genial de las cuevas negras de los murciélagos, en donde, mientras Manolo iba por las calles vendiendo los sacos completos al por mayor, los del buen vender y el mejor pagar al contado, con alguna que otra nota de apunte y de suspense, Aurora vendía al granel los pesados pequeños, los de apenas unos kilos, los que en los braseros duraban un par de días y un par de cochuras de potajes en las hornillas de yeso. La cueva oscura y fantasmal, mazmorra de castillo en la coqueta alcazaba de la calle Barrionuevo, donde los niños de los recados, cargados con sus talegas o sus cubetas de plástico que todas daban en el azul color, entrábamos con las pocas monedas en las manos para el par de kilos del negro mineral de los bosques petrificados, intentando siempre encontrar, o temiendo encontrar, el negro fantasma del espíritu de los picones pululando por el ambiente tan denso y tan gremial, quizá ese hombre de negro y de saco de los sustos infantiles, que nos ponía el miedo en el cuerpo y el acecho por las bocacalles oscuras. Cuchitril en negros desteñidos, casi grises, y telarañas dibujando tules y sedas blancas por donde ascendían y descendían las arañas de largas patas mirándonos siempre con gula caníbal y proclividad de cuento contado a los niños malos, a los que se portaban mal en el mal de los pecados o en el mal del mal sueño para que tuvieran sueños terribles y arrepentimientos de conciencia: esa lira tan sutil y tan menospreciada.

Aurora pesaba en la balanza, en la romana o en el peso con sus platillos de cobre las dos pesetas del picón y la almorzada del carbón vegetal como mineral de mina, con sus manos blancas de madre cocinera o de monja pastelera sin más pastel que el carbón dulce del Día de Reyes, a las que el polvo espiritual de las brasas apagadas las iba maquillando de tan oscuras cenizas, que, cuando Aurora las tocaba en palmas para quitarse de ellas los oscuros polvillos voladores, convertían la cueva fantasmal y arácnida en una lluvia gris, como lluvia de arena de los desiertos o vientos de ceniza traídos de un incendio de ramones quemándose o un volcán apagándose por los montecillos.

La covacha negra del picón en aquel portalón sin ventanas y muchos negros y mucha telaraña, y polvillos que se metían por la boca y por las narices tiñendo de negro las salivas y las mucosidades hasta ser los niños mineros de esa mina, pero, los niños siempre temiendo que, por las escaleras que daban a la cámara donde se amontonaban los sacos llenos de las viandas de los braseros y de las hornillas, y las jergas vacías colgadas de los clavos como pellejos de vino colgando en los techos de las posadas quijotescas, en cualquier momento podría descender un fantasma, un fantasma de negro, espectral y tiñoso, tan parecido al tío del queso en su negro blusón de nuestras pesadillas infantiles para meternos el miedo en el cuerpo de los ojos. Así que, cuando algún ruidillo nos llegaba desde la cámara alta con su mínima ventanica a la calle, los niños intentábamos huir calle abajo o calle arriba, con el miedo en el cuerpo, las pesetas en los bolsillos, y sin más talega ni cubeta que un olvido pasajero, cuando todo lo más el ruido venía de algún que otro ratón intentando morder aquel aroma de negros metidos en sacos pajizos:

-La verdad, es que el sitio, de tan negro, da miedo, Aurora.

-Lo que de verdad da miedo es ver un brasero sin picón o una hornilla apagada…

Y por la otra casa, donde los Torres-Gutiérrez tenían su vivienda con sus salitas, sus dormitorios, sus patios y su cuadras, nos acercábamos también, dejando el picón a la puerta, para que Aurora nos vendiera las pócimas mágicas de los jabones primorosos, aquellos que le enseñó a fabricar su suegra, Isabelica “La del jabón” : los hermosos trozos de jabón en sus colores teñidos o en sus blancos naturales, en sus aromas delicados si eran jabones de tocador o agrios y austeros, y como oliendo a limpio de pila de lavar, si eran estos para el lavado de las ropas, el lavado de los platos y las cacerolas o el fregado de las losas de las casas, aquellas hileras de piedras lisas, como a modo de esterillas, por donde las bestias emprendían las caminatas hacia las cuadras pasando por las salitas, y dejando a un lado las habitaciones de las camas y el hogar de las cocinillas y los patios con vallados. La pequeña droguería del hogar de los Torres-Gutiérrez, sin mostrador ni vitrinas ni estantes de madera ni cortinillas de trastienda de la calle Barrionuevo, donde se vendían los jabones de los aceites turbieros, o los tintes para la cal, los estropajos de esparto y los polvos de “Arilé” o los “polvos americanos”, los de la limpieza absoluta para el blanco más reluciente, o las cubetillas de plástico, y hasta si posible fuera, los orillos del chocolate con que se tapaban las brasas recién encendidas de los braseros de metal, para la combustión perfecta.

El mundo de los oficios, de los muchos oficios de Manuel Torres, que no sólo vivía y se las componía del picón, del carbón y del jabón natural casero, ni de los polvos de droguería en sus mágicas blancuras de antaño de lavado a mano y en pila de piedra con la guitarra de la tabla de lavar, sino que, ya con furgonetilla nueva, tipo camioncillo, se dedicaba Manuel a los trabajos más diversos y a los portes más necesarios, que si repartir las gaseosas, la leche y el vino con Vicente Bellido “El jabonero”, o a la retirada de escombros de las obras, donde, Manuel, aparte de retirar escombros y tirar trastos viejos, en unos tiempos que, desde los interiores de las casas en obras se tiraba todo lo que tuviera más de un segundo de existencia, Manuel esforzábase en tirar lo forzoso y salvaguardar lo que en absoluto debería tirarse por los terraplenes del vertedero de la calle San José, que si un mueble para su arreglo, que si un utensilio del ayer, ya fuera de adorno, que si una colección de libros, que era muy típico en los días de la incultura tirar los libros como si fueran basura. Y cuando no, el transporte esporádico de muebles en sus mudanzas de larga duración y más kilometraje, cuando ya los asuntos del picón iban en sus declives comenzando las modernidades de los butanos y los enchufes de la luz, y el jabón casero ya se vendía en las mercerías, las droguerías y las tiendecillas de las calles, con más y mejores aromas y excelsas presentaciones en sus papeles pintados. Viajes de mudanza que lo llevaban por los nortes más nortes del pueblo; ahora a Durango, en la mudanza de Salcedo, el profesor que creo la coral de Porcuna, que si Barcelona, que si Lérida, que si Granada con los muebles de Mari Pepa, la que fue maestra en las Monjas. Viajes que a setenta kilómetros por hora, cuando se podían coger, por aquellas carreteras tan africanas, con tantos baches, con tantos barros, y con la tornadiza, casquivana y tronadora caminata de la furgoneta, con los muebles entre mantas para el roce de los desconchados, se tardaban días en el ir y en el volver, dando lo más el camino para la comida de un bocadillo de salchichón y un trago de gaseosa, a la sombra de un árbol y un arroyillo sereno a la vera de un camino y a la sombra de un árbol.

Acabadores los días del hombre en sus trabajos. Ayudando en las horas de los repartos de las bebidas con su cuñado Román “El Litri”, compartiendo aquellos repartos con las ventas mínimas de los últimos sacos de picón de la covacha de la calle Barrionuevo, y los escombros de una u otra obra, hasta que de estos se hicieron cargo los almacenes de construcción, y hasta repartir bombonas de butano color naranja del sitio de Peláez, por la carretera de Alharilla, por Porcuna y por Lopera, y ya con su espaldas doloridas y cansadas soportando tantos pesos y tantas caminatas.

El Manuel Torres Amate de los carricoches y los múltiples repartos por la Porcuna aquella que guarda en su memoria el sonido de su furgoneta, pero que, sobre todo, conserva en el ayer de sus paredes y en interior de sus hogares de antaño, de sus aceras y de sus aires, sobre todo, a aquel Manuel Torres Amate del carromoto, el de los negros combustibles de los braseros, las cocinillas y los saloncillos, al Manolo “El del picón”, sobre todas las cosas y sobre todos los oficios señalados.

De entre las tiznes del picón, Manuel Torres asomando, un negro de antiguo blanco, un blanco de antigua esencia, que en el hoy de las ausencias ya son arcanos olvidos, resquemor de los aullidos, palabras para la Historia, rincón para la memoria, que es rincón para el olvido, como poluto chillido con las orejas tapadas y los vientres sin ombligos. Trotamundo de los vivos, rincón de las cosas muertas. Manuel Torres abre la puerta y se vuelve a sus tareas. Por Barrionuevo escalera de su covacha de luto; sacos de picón y arañas tejiendo la espera larga de los antiguos oficios. Piconero de los silos oscuros de los braseros y las hornillas de yeso. Piconero de los huesos de los bosques ambarinos. Carromoto con chirridos y vozarrón ambulante. Manuel Torres de los jaques y los mates del brasero, aledaños corraleros y los sueños cavernarios. Bienestar de los milagros austeros de las sayuelas. Calor de las horas quedas y las radios con canciones. Alcancías con vapores y voces al mediodía. Las alegres melodías de los hirvientes potajes. Polvo de fuego y de alambre. Manuel de negro y de sangre. Mientras los braseros arden tus portes de la montaña, por las odas de la espalda los jabones del aceite abren sus olores fuertes, o sus almas delicadas. Ungüentos de lunas pardas o de soles amarillos. Del negro y blanco tus brillos, tus alas y tus trabajos. Piconero de los tajos y los trapajos de saco. Vuelan los fantasmas claros para teñirlos de hollín en tu covacha de ensueño con balanza y con romana. La hora de las proclamas llama a tu puerta en la tarde. A las ventanas le arden las llamadas sin respuesta. Manuel de las horas quietas en el patio del hogar. Manuales del azar, lecturas viejas de Historia. En el hoy de la memoria recuerdo a aquel piconero por las calles de la infancia. Piconero de las jarcias y las auroras de lumbre.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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