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Emilio Avellaneda, el barbero y los pájaros

Por aquel cuartucho, higiénico y blanco, y hasta transparente de la calle General Aguilera, y también calle de Los Gallos, con corrales con mulos, cámaras con granos y pajas, y sobre todo ventanas, ventanas altas, ventanas de otros tiempos y de otros estacares, la barbería de Emilio Avellaneda Bares se abría al gran público de las cosméticas y los arreglos capilares en sus necesarias prestancias. Cuartucho de los días sonoros de las tijeras, las navajas y las maquinillas de pelar, metálicas, plateadas, quizá sin las cascarillas primorosas de sus esmaltados: máquinas de pelar manuales haciendo juego de musculatura en las manos del barbero guiando los caminicos del corte de pelo como máquina corta césped acicalando todos los verdes del mundo. Un primor de manejo podando las larguras de las pelambreras machas hasta el buen y decente arreglo de las cabezas.

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Fotografía: Manuela Garrido
Por aquel cuartucho, blanco, mínimo y musical de la barbería de Emilio Avellaneda, un escondrijo adecuado, decente, como una pequeña ermita donde sólo se podían rezar los rezos más sencillos y las plegarias daban, más que para pedir lluvia, para pedir un sorbo de agua del porrón, y un mínimo sostenimiento de los espíritus mínimos y atribulados, perezosos, charladores. Un agujero de portal, pero suficiente para los trabajos del barbero, para las labores de barbería de Emilio Avellaneda, el galán del pelo ensortijado y la sonrisa elegante, el don Juan de la batilla blanca ante la doña Inés del asiento giratorio, aquel pequeño rulo de carrusel donde íbamos los niños a parar para que Emilio, en su bonachura galante, nos diera unas cuantas vueltas, ahora a derecha, ahora a izquierda, un subirnos para arriba y un bajarnos para abajo con el gato del pedal, en aquellas horas del mediodía en que los niños, con los libros y las libretas de rayas, salíamos de las escuelas, y nos gustaba entrar a las casas de los oficios, si la carpintería, si el estanco, si la tienda de telas o la tienda de zapatos, el estudio fotográfico o la fuente del agua o la tienda de comestibles, si la chocilla del zapatero o la cuadra del esquilador o del herrero, o la barbería de los hombres con sus asientos giratorios, donde se vivía la Feria real imaginaria de las vueltas en el cacharrico del sillón giratorio del barbero, hasta que Emilio se cansaba y nos devolvía, del sillón giratorio a la calle tras el escalón, donde siempre estaba la casetica verde de Frasquito, donde, si había peseta, peseta que se gastaba, y si no la había, algún caramelo por caridad de pobre, o el truco de pasar la golosina del mostrador al bolsillo con ligereza y soltura prestidigitadora. Donde los niños no entrábamos nunca era en la casa de los oficios de la policía municipal, cuando sólo se llamaban municipales, con aquellos caretos y aquellas maneras, que ya bastante teníamos con correr los cien metros lisos de las cuestas de greda hacia el Pozo piojo, cargados de hojas de morera para los gusanos blancos de la seda, y con el municipal de la porra detrás, silbándola en el aire, como si en lugar de llevar hojas verdes de morera, lleváramos pendientes de la reina mágicamente convertidos en pendientes de oro, aunque fueran con gemas falsas. Y, qué culpas iban a ser la nuestras, si los gusanos de seda, de la seda de las hojas de moral se alimentaban…

La barbería de Emilio Avellaneda, por la calle General Aguilera, habitacioncilla o covacha de “los Corazones”, era un agujerillo cuadrangular con sus paredes blancas. Una alacena abierta con cortinillas de plástico y su revuelo de cabellos volando de las cabezas hasta posarse en el suelo antiguo y cariado; un descenso de cabellos negros, morenos, algún cabello rubio y muchos cabellos canos, que eran plumas que caían de un pájaro desplumándose, el pájaro cantor de la maquinilla de pelar, o de las barbas afeitándose, chirriando dentro de la maquinaria, como dentro de una jaula de grillos. Un pájaro cantor, que, a veces se atrancaba pegándole a la piel de la cabeza el bocado del pellizco de los pelos rebeldes. Un pájaro cantor ofreciendo una sinfonía musical de instrumento único metido por las orejas- esas orejas que siempre temíamos los niños que nos cortara algún Morito- como un mosquito de verano, insistente y cabezón.

Por las paredes de la alacena los almanaques ya deshojados de sus hojas del calendario, las vencidas hojas de los días pasados y de los pasados años, mostrando a los hombres de la clientela y a los niños sin chupete, los destapes floreados de las muchachas en bañador o en sus primeros bikinis; una muestra antológica de la carne femenina fotografiada para los ojos de las conquistas imposibles; una pasarela de mujeres de papel a las que los hombres tocaban esperando encontrar en sus dedos la sensación de la carne, cuando todo lo más, encontraban la sensibilidad del brilloso papel, tan mirado, tan manoseado, la rotundidad de lo inalcanzable, aquellos sueños de tantas tardes de verano con las modorras a cuestas. Las muchachas allí, estampadas, lasas y hieráticas sobre el papel como si fuera el papel pintado de las paredes, que marcaban los días del santoral, llegando a parecer todas, las novias imposibles de la clientela, y, más que realidad, todas parecían mujeres de fantasía, fantasía sin género traídas de un país que no era el nuestro:

-Me parece a mí, señor Emilio Avellaneda Bares, que estas mujeres en sus paños menores son de mentira, o cuanto menos, extranjeras, que este país no da más que para las bellezas de Estrellita Castro o la Niña de la Puebla; y además que, a la mujer española, por mucho que bese de verdad, que bien pudiera ser mentira, o castamente de mentira, no se le consentiría tamañas indecencias, y tan a la vista, tan a la gozosa vista, señor Emilio Avellaneda Bares…
-A Saber, Luis María, a saber…
-Es que uno mira estas fotos y no se explica como pueden existir esas carnes tan perfectas, tan rosas, tan suaves, tan atractivas…
-Mujeres de almanaque, Luis María: fantasías de tarjeta postal parisina.
-Ay, si un día, una de estas viniera, ya fuera por media hora, para sustituir a mi Antonia, ya fuera sólo a la hora de la siesta.
-Seguro que la Antonia, la echaría a la calle montando el escándalo, o como mínimo, te quitaría a ti ese sueño calenturiento del que haces galas, con un par de guantazos bien dados…

La barbería de Emilio Avellaneda olía a espuma de afeitar y loción Floyd, el genuino aftershaves del masaje final, ese que se daba como dando bofetadas sonoras, que tan bien quedaban en los anuncios de la tele en blanco y negro, quizá para espabilar al cliente, que, con el suave bajar y subir de la navaja barbera se quedaba como dormido, sino dormido del todo, con los ojos en la babia de las carnes de los almanaque, tan abrasivas, tan envolventes, tan sugestivas; las carnes de las chicas de los calendarios eran las espías que miraban de los pelados sus nuevos pelados, sus nuevos cutis, clásicos, castos, con sus rayas a un lado o sus rayas al otro lado: rayas perfectas, simétricas y verticales, que daban para un sembradío de ajos o un sembradío de metáforas, quizá de ideas. A través de esas líneas perfectas de las rayas perfectas, las ideas entraban en los hombres celebrando sus gozosas simetrías; o miraban el afeitado que Emilio Avellaneda ofrecía en las barbas de tantos días, y quizá, de tantas perezas; los afeitados perfectos, acicalados primores para los días de fiesta, afeitados que en las casas no se conseguían aunque se utilizaran las cuchillas de doble filo “President extra”, tan alemanas, tan europeas, tan universales. Un afeitado para durar los tres días de Feria real:

- Emilio, un buen corte varonil, sin más ungüento que su poquilla de brillantina, que dure para toda la feria y los días que le siguen. Y un buen afeitado con la navaja barbera, que dure hasta el seis de septiembre. Luego, ya el traje lo pongo yo, el traje de las bodas, los entierros y los días festivos, y hasta pongo el baile, el refresco de naranja y el bacalao frito del Bar Parada.
-¿Y un buen masaje con Floid, Manuel Benito?
-¿Y no será eso demasiada licencia femenina…?

En las vísperas de Feria, Emilio Avellaneda cerraba su agujero a las tres de la mañana, sin más tente en pie alimenticio y nutricional que un bocadillo de calamares que le enviaba su Manuela Garrido desde las Casas nuevas. Gentes y gentes desfilando y dándose la vez por la pasarela de la barbería, y que, dispuestos a esperar, esperaban lo que fuera, contemplando las carnes en bañador, escuchando a los canarios cantores, o haciendo la visual de la inspección de la barbería para retenerlo en la memoria como memoria histórica y popular, aquella memoria de la barbería y del barbero que se llevaron los tiempos y enterraron las modernuras de las nuevas juventudes y de los progresos con democracia y votos a mano alzada, tan alejados ya de la Oje y el uniforme safari.

Un cuchitril alacena con su gran espejo horizontal por donde aparecían las cabezas y se retrataban los semblantes, su sillón giratorio y blanco que era la bendición de los niños. Sobre las baldas de cristal los útiles del barbero: vacías, navajas de afeitar, y su artilugio de cuero para el afilado, sus brochas de pelo de caballo, sus jaboncillos “La Toja” y su colonia “Goya”, sus maquinillas rastreras, sus tijeras y sus peines, sus botes con pompones y atomizadores para el uso de las aguas o los perfumes de los cabellos, sus peinillas, sus masajes para las caras y sus cepillos quitapelos de los cogotes, sus toallas del cabello y sus toallas de los hombros humedecidas y vaporizantes para el afeitado. Su radio transistor por donde llegaban los Partes, los Nodos sonoros, las músicas dedicadas y los consejos parlanchines, y por donde se retransmitían las corridas de toros, los combates de boxeo y los partidos de futbol de los héroes nacionales balompédicos. Tres o cuatro sillas de madera y de anea siempre ocupadas, y una mesa con su sobria sayuela áspera y su trapo de ganchillo; si mesa de invierno, con su brasero de picón encendido, o ya en la modernidad, con su brasero eléctrico; si mesa de verano, echando a un lado la sayuela recia para no sentir la calentura de la tela, o echando el cuerpo a un lado como con desprecio. Sobre la mesa un porrón claro de barro con su agua fresca, y si de invierno, su porrón con estampados de esmalte calentando el agua con la extraña calentura del porrón sobre las ascuas. Y al lado del porrón, el cenicero, y por encima del cenicero el humo, y entre el cenicero y el humo los diarios deportivos del Marca de cinco pesetas, por donde los clientes se enteraban y comentaban los resultados del futbol, las gestas de Urtain y las gestas de Ocaña y de Santana, o los fichajes futboleros del verano. Y por las paredes, algunas jaulas con canarios y colorines inundando de bosque tan escueta y adornada estancia. Y el ventilador de verano girando siempre, viendo pasar los días, y nacer y morir las gentes…

Las barberías eran, el segundo santuario de los hombres, tras el santuario de las cantinas y las tabernas, donde el hombre entraba por que sí, o bien para un arreglo de pelo o arreglo de barba o para pasar el rato informativo de la boda o el entierro, o para la charla parlanchina de la tertulia de la rebotica, pero sin el secreto de esta, sin su misterio y conspiración, que en el oculte de la clandestinidad y del ocultismo, podía darse a todos los temas por debatir, políticos y sociales, que, de puertas para afuera de la botica, todo era como un salir limpio y perfumado, quedando todo en su interior impregnando las medicinas y las porcelanas con las hierbas curanderas. Las tertulias de barbería de Emilio Avellaneda, era, más que tertulia, charla costumbrista y campechana, sin más alzar la voz que la voz permitida, que la voz precisa, quedando todo en un debate agrario, donde siempre ganaba la siega, o un debate deportivo donde siempre ganaba el Madrid, con alguna que otra trifulca donde siempre ponía orden, concierto y reconciliación, Emilio Avellaneda, como buen juez de paz de sus asuntos, de su negocio y de su territorio alquilado, que, en un lugar con tantos utensilio cortantes, el más grave embrollo podría dar con sajo en la carne sin más cura que el agua bendita de los enterramientos.

-Eso fue penalty, como que yo me llamo Sioro.
-Será porque tú lo dices, que te crees más listo que nadie.
-Lástima que aún no se haya inventando la moviola de Ortiz de Mendíbil para taparte la boca, pagarme un par de vinos o mandarte al Pozuelo…

La barbería de Emilio Avellaneda era íntima en invierno como un amorío arrejuntado en un tálamo de seda, y expansiva y abierta en verano, con sus puertas abiertas y sus tiras de plástico a modo de cortinón para que no entraran las moscas ni los reflejos del sol, por donde los sudores sudaban los olores agrios del baño en barreño de lata, pero todo el olor era el olor de la espuma de afeitar siempre, el olor del masaje, y ese extraño olor, tal vez dolorido, de los cabellos cortados: ramilletes de cabellos para el ojal del recuerdo y la inmortalidad, cabellos cortados que se barrían para enterrar voluntades líricas y enterezas estoicas, cabellos para las basuras de los estercoleros, los lejíos y las cuestas del Paseo de Jesús, que seguían siempre flotando por los aires como alas de ángel primorosamente irisados de azul o de cielo con arco iris. Un volar de espíritus salvajes y libres de los cabellos cortados, esas espumas de papel de seda sorprendidas por el soplar del viento; esa melancolía de tiempo ido: un cabello cortado, esa insignificancia, es un tiempo siempre ido. Y con el tiempo por venir, una nostalgia de las luengas cabelleras con sus recios cabellos, de los altos pelucones sólo en el ayer de los retratos.

Y Emilio Avellaneda en el primor de su oficio, con la máquina de pelar en su mano haciendo sonar castañuelas y taconeos por los lados de la cabeza. El bigote arregladillo y la patilla a lo macho, para dejar en el cliente una sensación de hombría que tapaba tanto pelo en la cabeza, como si se hubiera adamado el Benito. Traquetear de la máquina de pelar abriendo surcos y cazando algas. Bendición de la nata amarga sobre las barbas para el desfile de la cuchilla, merengue del pastel de boda puesto sobre las canas. Yo siempre presentía que a Emilio, en cualquier momento, bien podría írsele la mano, y bien cortar orejas y hasta el rabo de la garganta cercenada como para un crimen de película de terror. Los barberos siempre han tenido cara de peligrosos: demasiados hierros en sus manos, y bien afilados, y los cuellos ahí mirándose en la nada, en el vacio del espejo viendo pasar la vida al acercarse la sangre.
Emilio Avellaneda por el saloncillo barbero de General Aguilera, cantando risas y rizando aromas en el noble y antiguo oficio de las barberías de antaño, de antaño tan antaño, que ya se antoja aparición y feligresía. Y en su casa…

(****)

Las Casas nuevas dibujaban por las afueras de Porcuna sus nuevas siluetas de casas amplias, doctorales, señoriales casi, nacionales, egregias como banderas y recias como casas de oficios bautizadas en sus nuevas aventuras, en sus nuevas dignidades, en sus nuevos designios y en sus nuevas fechas. Aceras de casas idénticas en las nuevas poblaciones de las ciudades devastadas, que se erguían como chimeneas asomando en gran transatlántico por los verdes mares, los de los trigos, las cebadas, las viñas y los olivos adentrándose en la población, inundándola como un tsunami de aceitunas negras rellenas de oro. Como pabellones militares, por la calle Primero de Enero, las casas iguales se alineaban a derecha e izquierda ordenadas como un juego de domino dando en vertical, sostenidas unas sobre otras, almas gemelas y hormas para los zapatos nuevos y relucientes. Casas amplias con porches de entrada, por donde se enredaban sobre los ladrillos los rosales trepadores, los jazmineros blancos y las damas de noche. Calles de olores y de bosquecillos de interior, sin más río que cuatro o cinco cubos de agua lanzados al arroyillo de la calle por donde navegaban los barquitos de papel, y los barquitos de los sueños, y se pescaban los pececillos dorados de los rayos de sol reflejados en los charcos, dibujando extraños y sorprendentes panales de avispas que iban al agua a beber sin saber que iban al agua también a morir. Ventanas a la calle con sus rejas de madera pintadas de verde, que, más que tapar ventanas, aislar gentes, evitar vientos, tábanos y abejorros, o miradas perezosas, parecían rejas de confesionario decoradas con jardines, menos austeras, primaverales, y sin más pecado que confesar que una pedida de mano. Ventanas hechas para el ayer de los besos tras una reja, más que ventanas para un futuro. Ventanas para un pasado celestino, juglar, adamado. Ventanas por las que nunca salían a la calle los vuelos florales de las cortinas. Ventanas que no dejaban entrar ni salir. Ventanas siempre para un suspense o una retirada a tiempo. Ventanas monacales que, más que dar a un salón parecían dar a un claustro , a una prisión romántica, o una torrera, por donde, en cualquier momento, podía asomarse una princesa cautiva y enamorada, una dama con tocado y bastidor con bordados con su señor en la guerra contra los sarracenos herejes, o un pedazo de pan dado a comer al pajarillo que cantara en el aire, para que este trajera hasta esa ventana, y ante esa reja, una carta de amor o el ramillete de besos que dejó el amado pendiendo del lacio alambre de los recuerdos y las nostalgias.

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Fotografía: Manuela Garrido

Casas amplias, nuevas, primorosas, casas nuevas y modernas, cuartelarias. Casas siamesas las de la calle Primero de enero, calles inaugurales y expansivas para los nuevos pobladores. Casas con patios y cuadras. Patios por donde se dibujaban el juego jardinero de las macetas encaladas y arriates horizontales donde crecían los geranios, las aspidistras, las colocasias y aquellos rosales del ayer que daban moñas y ramos de rosas de aquellas que olían a perfumes sublimes capaces de enamorar y que hoy ya no existen por el calendario híbrido de los rosales de invernadero, y lirios blancos en la primavera de los lirios blancos, y azucenas blancas, embrujadoras, sublimes, tan elegantes, tan místicas, que siempre fueron más ,flores de altar que flores de patio.

Por estas casas me llegaba yo hacía el mes de mayo recién salido al mediodía de la escuela en los Grupos, de las clases de don Manuel Montilla en el cuarto de EGB o de don Ricardo Jurado en quinto. Casa por casa me llegaba yo, el poeta de las cosas extrañas, los sentimientos contradictorios, los adornos sutiles, los efluvios sensibleros y adornadores, y las nostalgias intemporales, románticas e incomprendidas, para demandar de cada casa su rosa o su geranio, su rama de celinda tan olorosa y tan sutil, o su lirio blanco, un trozo de jardín para el pequeño jardín de mis brazos niños, y, mientras los niños, por la calle Primero de enero, iban jugando a la rebeldía y a la acritud de los juegos machos, o los juegos de acera o las persecuciones de escondite , el poeta iba cargado de rosas y geranios, de libros y periquitos, de jazmines y de hojas de aspidistra para instalar en la cámara de mi casa el altarcillo del Mes de María; un altar con una estampa de una virgen dolorosa o una virgen primaveral, adornada con flores de corral metidas en latas de conserva a las que había quitado las etiquetas, y quizá con alguna mano herida. Mes de María al que le encendía pabilos de vela en sus alambrillos plateados, que de la iglesia de Jesús, los monaguillos tiraban a la cuesta del Sillón de la reina- ese trono del poeta- y que yo recogía, junto a ramas de margaritas silvestres, blancas y amarillas para crear en la cámara de mi casa y de mi cama, con su ventanica a la Casa grande, el ideal ambiente de la primavera de las religiones silvestres y orientales, con altarcillo, estampa sacerdotisa y un imaginario navegar procesionando por las aguas del Nilo.

Por el número seis de la calle Primero de enero, Emilio Avellaneda Bares, y Manuela Garrido Moreno, crearon el hogar de la familia, de los pájaros y de los jardines, el hogar de los hijos y los retratos, el jardín de los claveles y las gitanillas, y el nido de los pájaros cantautores y melódicos, y sentados a los bordes de los arriates, y al aire de las aves, cogidos de la mano como si estuvieran rezando el rosario de los dedos con sus alianzas, recordaban aquella pedida de mano, tan antañosa ya- esa antigualla tan tierna, tan virginal, tan diecinueve, y con tanto miedo, por si las moscas- en la casa profunda y estrecha de Gonzalo y Francisca, los padres de la novia, por la calle Santa Ana de mis recuerdos más profundos, tan persistente, donde mientras Emilio hablaba con los futuros suegros, y entablaba el buen hablar de la hija pretendida y deseada, el buen predecir para la futura boda y la futura familia con nietos, donde el amor no sería el amor de hoy ni el de mañana, sino el amor de todos los días del universo, el de la cepa hispana, su Manuela Garrido aguardaba el momento de las deliberaciones, nerviosa y enamorada, soñadora en novia de altar y una luna de miel en el patio de la casa, la espera del sí para las corresponsalías entrañables, sentada en el vallado bajo del huerto, estampada de flores en el vestido, jazmines en el pelo y sombras por la cara, mientras, sentado en el brocal del pozo de medianería, Sebastián Carballo, el abuelo Amolanchín, el afilador de los hierros, el enamoradiño del sur, el traedor de las meigas y las brumas de los bosques encantados, tocaba en su saxofón la romanzas viejas de gaita y pandero, de su Galicia natal, o los valses negros del jazz de los discos de pizarra, suburbiales y neoyorquinos, dejando sobre el ambiente austero y negro de la calle una sensación de músicas de tejado tocadas por un violinista que tejía al aire ramos con flores del camino y un cantar piador de aves migratorias haciendo sus nidos sobre las estalactitas verdes de las uñas de gato, y dejando sobre la boina de Sebastián Carballo la sensación romancera de las orillas de los ríos gallegos, fríos, intensos y embrujados: un saxofón para el que se abrían las ventanas, se descorrían las cortinas, se alumbraban las vigas de madera, y se encendían las cañas o las rosas.

En los tiempos aquellos de Emilio Avellaneda, la calle Primero de enero, era la calle de las alas y el jardín florido de las plantas de corral, ya más de patio, por donde los tiempos aún sacaban a las gentes de sus casas, y aún con amplios corrales, mucho más grandes las calles y mucho más amplias las aceras, donde entablar las conversaciones de los diálogos, sin más guión que la impronta y la luz de la charla, que, dentro de las calles aún no se había inventado la soledad, la individualidad, el canto de cisne de los monólogos, ese hablar hacia adentro, pero hablando en voz alta, como si fuera un loco el hablante, y el que escucha, alguien que pasa y oye voces como si oyera gruñidos, siguiendo su campo adelante para no verse dentro de ese murmullo, de ese brumoso mundillo interior, rayano con la locura.

En el ayer de Emilio Avellaneda, de la calle de Emilio Avellaneda y Manuela Garrido , como en todas las calles, llenas de todos los Garridos y de Avellanedas de los nombres, el monólogo era lo imposible, o sólo era el mundo de los borrachos o de los líricos alunados de las cabinas telefónicas, beatitudes místicas, o naranjas mandarinas. El ayer de las gentes en las aceras era el ayer de los diálogos, sin ton ni son, solamente hablar, que tampoco estaban allí los hablantes para salvar el mundo, sino para sentir el mundo en las afinidades y en las diferencias vecinales , ya fuera en sus palabras vanas, en sus palabras hueras, y en sus sentencias sin más juez de paz que una tarde anocheciendo y muchas velas por el cielo: los Patapalo, , Benita “La Contenta” , los municipales Barranco y José María en sus atuendos de paisano, en sus maneras de vecinos , sin más autoridad que el vaso de vino y la copla del radiocasé, Tomasín, el carpintero de Ayuntamiento, Pitones, Paveros y Pepillo el Herrador con su hijo torero en cabestrillo, melancólico, ilusionista, trovador del trozo de tela o el tapete de ganchillo, con su espada de madera y su plante Puerta grande, ya fuera en la plaza pequeña de su calle, el que esperaba a los niños para que lo envistieran con la rueda de bicicleta y los dos cuernos de los de verdad, mientras saltaba el salto de la rana y el salto de la acera:

-Cualquier día de estos te clavas los cuernos y me buscas una ruina, que te me quedas lisiao y la herrería sin aprendiz.
-Yo triunfaré en la Maestranza y en las ventas, en Nimes y en las plazas de México y de Quito.

Los incoscientes de los toreros, y los inconscientes de los poetas: tan paralelos.

-Hermosas son las ilusiones, torero de bicicleta. Ya me gustaría a mí regalarte el traje de luces para cuando tomes la alternativa…

Y el cojo Carita siempre a las puertas de su huerto; de día como melonero a la puerta de su choza de cañas y de telas, de noche como espantapájaros, quieto como sombra de bombilla, temerario como bandolero, asustador como fantasma, escarmentado como cojo, espantando moscas y moscardones; sentado en su silla o en el pollete de la esquina frente al huerto donde siempre había un niño robándole una alcachofa, un hombretón dejándolo sin habas, una damasina vestida de alacena poniéndole los tomates al baño María, o un mocetón con melena pelando la pava y pisándole las sementeras y los estiércoles. El cojo Carita, espantapájaros, sin correr más que nadie, corriendo más que todos, con el marrillo en la mano dando coces al aire, voceríos a las orejas y bastonazos a nadie, mirando impotente como le volaban las frutas, y como, mientras a uno perseguía, otro por atrás recogía las sobras que el otro iba dejando, como cuenta la leyenda de los versos clásicos.

Y en la casa de Emilio Avellaneda, el cantar de las aves. Los patios de Emilio Avellaneda eran el bosque de la calle, y el jardín de Manuela, y por las paredes, ocupando todo el horizonte de la cal las enormes jaulas empotradas, las alacenas vivas de los pájaros, llenas de plumas, alpistes, nidos y bebederos de agua. La mezcolanza genial de las aves cantoras en los nidos grandes de los jaulones: canarios, gorriones, colorines, verdecillos y jilgueros, organizando y celebrando, el gran concierto de la naturaleza, en aquel bosque chiquitillo de la calle Primero de enero, del blanco al amarillo, y el naranja y el cobre, y el pardo, rayados o lisos, mixtos o multicolor, trinando y gorjeando sobre la alegría de los jazmines abriéndose y el perfume oscuro de los galanes de noche. Una alegría sonora de colores y de cantos, con sus cantos huecos, rulados, acuosos, cantos de campanilla, floreos y carruseles; cantos sin estridencias, pausados, armoniosos; y para escucharlos en la casa se apagaban las radios y se ponían en silencio las televisiones, y así la casa asistía al concierto de las bandas de música donde todo eran violines o fuentes de agua derramándose sobre las piedras verdes.

O de la carcelaria quietud de la jaula de la perdiz, la de la caza con reclamo, el canto hueco, canto jaulero, embelesado y abierto y fascinado que levanta las plumas de la cabeza para crear el efecto de los pavos reales, para que su cantos tomen fuerza y lleguen lo más lejos posible, pregonando territorios, combates y amoríos. Mensajes de humo para comunicarse, silbos canarios para llegar de las alturas a los bajíos, titeos, arrumacos, regaños, piolíos, pitos, piñones y esmeraldas.

El hogar de los pájaros era el hogar de Emilio Avellaneda, la tranquilidad tras las horas de barbería, la paz con concierto, su única emisora, su única música, la intimidad sonora y sedante para la siesta de sus bosques, la comunión del hombre con las aves. Huevo duro para los cantos más sofisticados, y hojas de lechuga para los más brillantes colores. Y en los nidos muchos huevecillos que rompían en el amanecer de los alumbramientos. Pajarillos que se ponía la familia bajo los jerseys de lana, como si los colocaran bajo la protección calurosa de sus almas. Niños enanos que cabían en un beso o en una caja de cerillas. Pájaros sueltos por los patios que volvían a las jaulas. Pájaros sueltos por la casa, posados sobre los muebles y las mantelerías de hilo. Pájaros sueltos en la ilusión de bosque del limonero. Pájaros que anidaban por el aire y que nunca salían de casa. Y sobre todo, el pájaro cimbel, el del libre albedrío de la cegamientos, el jilguero amaestrado sobre la rama sin hoja del cimbel, con su embrague al cuerpo. El pájaro cazador y tramposo. El pájaro jarilla. El pájaro señuelo para la caza del pájaro cantor, el que sacaba el agua del pozillo del vaso subiendo con su pico y con sus patas, un dedal atado con una cuerda hasta elevarlo a su sed.

Las horas tranquilas y reposadas del barbero, su libro de la naturaleza, y en los días de caza, escopeta al hombro, y Emilio por los descampados de los trigales, o las hileras de las arboledas; escopeta al hombro, fija la vista y atento el oído, para la perdiz, para el conejo, para la liebre, y el pájaro cimbel sobre una rama; el pájaro tramposo, el falso enamorado, el pájaro artificial, el ventrílocuo genial engañando a la naturaleza en beneficio del hombre su señor.

Y cuando no, Emilio dando vueltas de bicicleta por los campos, en compañía de los jóvenes ciclistas de Porcuna, haciendo el Tour por los campos y los caminos, al que siempre dejaban atrás y lo esperaban siempre para conquistar juntos las altas montañas del Albalate.

Por el ayer de las cosas, el oficio de barbero. Ya sin cirugía ni acero, ni bisturí con sangría. Barbero de cacería por los campos de Porcuna y las dunas de las barbas. Barbero de las arañas ensortijadas del pelo. De Emilio padre barbero, las enseñanzas precisas, el saber cantar la misa y la sisa de las barbas, y las cabelleras largas, y el afeitado a cuchilla con navaja y con vacía, y con el lleno a diario de una tertulia de sabios sin más saber que el Madrid. Avellaneda del ir de la tijera a la jaula; a un paso la calle larga, a un paso la cueva austera, imaginaria escalera del oficio hasta el hogar. Emilio de la hermandad de los oficios antiguos. Modernidad de los lirios, antigüedad de las orzas; en el ayer se sonrojan los calendarios de abriles, desnudas de carnes viles y de lenguas golosinas. El ayer de las esquinas dice tu nombre en la noche, y amanecen los fantoches dibujando aguas marinas. El pelao con brillantina y la barba con aceras; la luz de las horas ciegas maquineando en tu mano. El trasquilón de aldeano en las noches del hogar, en tus manos venían a dar en elegancia de feria. Emilio la tijera templa y la cuchilla acaricia. Por los cogotes las risas y en el masaje la torta. Efluvios de cosas monjas y pelados franciscanos para los niños sin manos, y para las niñas, trenzas. Emilio en la bicicleta de las cuestas y descensos. Emilio de los arrestos y la sonrisa galana. De tu Manuela sultana la caricia más precisa; si hay que reír, con risa, si hay que llorar, con pena. De la flor de la azucena los sentires de la vida. Por Gallos tu covachilla, y en las Casas nuevas tu bosque y las risas de tus niños: jilgueros, jazmines, hijos, patio, ventana y Manuela. Emilio, valió la pena estar presente en la vida, donde aquí, las maravillas, te continúan saludando. Los barberos son pasado, como pasado nosotros; ya no se estilan los potros ni los cántaros del agua, ni los bordados de enagua, ni las colas de caballo; no se estilan los templados ni los duros a peseta, ni se adornan las aceras con las sillas por las noches, pero aún hay dulzuras de aves cantoras tras las ventanas, y unas manos diluvianas, cortando melenas largas, y hasta un canto de cigarra por el Paseo de Jesús, el que paseabas tú, el mismo Paseo de siempre…

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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